Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana, I
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Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana, I

El porfirismo

  1. 255 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana, I

El porfirismo

Descripción del libro

Fernando Benítez nos ha dejado un amplio reportaje sobre Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana dividido en tres volúmenes. Este primer tomo estudia la etapa del porfirismo, que va de la dictadura de Porfirio Díaz hasta la Convención de Aguascalientes.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9786071627285
Categoría
Historia
DE CÓMO VINO HUERTA Y DE CÓMO SE FUE
EL DOBLE de Madero es Huerta. Madero representa el bien, el deseo idealista de regenerar a un pueblo por medio de la democracia concebida como un talismán taumatúrgico. Alienta la convicción de que un pueblo hundido en los horrores de la dictadura, amordazado y esclavizado durante siglos, ama la libertad que se le ha negado siempre. Cree que todos son buenos. Para él no existe el mal, no lo concibe y por lo tanto, no le opone ninguna resistencia. La democracia desde luego tiene sus riesgos, pero representa la única vía de salvación posible que se le ofrece a México. Le devolvió su soberanía a las cámaras donde radica la voluntad popular y diputados y senadores lo atacaron y lo injuriaron soezmente. Le devolvió su libertad a la prensa y los periodistas se mofaron de él y lo convirtieron en un loco y en un enano bufonesco al amparo de su nueva impunidad. Los ambiciosos se levantaron en armas y él les perdonó la vida, ya que odiaba la sangre y rechazó la tradición de Huichilobos que ha imperado en la historia. En todo obra con una inocencia y un candor inconcebibles. No advierte, a causa de su bondad congénita, que los demonios reprimidos con la mano de hierro del porfirismo se han desatado y luchan furiosamente por conservar sus antiguas posiciones o por conquistar otras nuevas.
Se llegó al punto de que la libertad, para ser conservada, debía ser restringida y guiada con una mano más dura que la suya. Los campesinos reclamaban la tierra y Madero no acierta a dárselas, mientras la exijan con la violencia. Los porfiristas no se dan cuenta que el gobierno democrático constituye su única salida y lo combatieron de modo implacable. En realidad todos lo combatían y lo odiaban y conspiraban en su contra. A esta máquina infernal él sólo supo oponer su bondad y su fe en el triunfo final del bien.
El que odiaba la violencia y la sangre provocó más violencia y por último su doble terminó asesinándolo. Huerta es el pecado original de Madero, el pecado de una sociedad acostumbrada a la servidumbre, al crimen, a la represión que terminó destruyendo su sueño luminoso de libertad y democracia.
Huerta, la otra cara del porfirismo
El 22 de febrero, al saberse el sacrificio de Madero en una ciudad desventrada que velaba a sus muertos, los ricos porfiristas alzaron las copas de champaña para celebrar su victoria. El débil y grotesco presidente que interrumpió la marcha del progreso con sus quimeras democráticas tenía ya su merecido y había vuelto El Hombre Insustituible, El General que sabría restablecer el orden “con su mano de hierro”.
Huerta era un hombre de más de 60 años educado en los cuarteles. En su rostro enigmático y repulsivo, los espejuelos oscuros velaban los ojos desconfiados; egoísta, “inconmensurablemente ambicioso —dice de él Vera Estañol, uno de sus ministros—, renuente a la noción del deber, ignorante o desdeñoso de toda energía individual o social libre, falaz hasta la decepción de sí mismo, brutal, arbitrario, entregado a la embriaguez, con sus exaltaciones y depresiones, partidario de la fuerza bruta fue dentro del gobierno, el elemento disolvente por excelencia”.26
“Astuto y sanguinario, de todos desconfía y sus mejores amigos saben que serán sacrificados el día que lo juzgue necesario”, escribe Ramón Prida, un historiador aficionado a estudiar el carácter de sus personajes. Cierta noche, según recuerda, le ordenó a Blanquet que fusilara al doctor Aureliano Urrutia, notable cirujano, antecesor de los médicos nazis y uno de sus íntimos, pero como Blanquet conocía bien a su temible jefe pospuso la ejecución, lo que aprobó más tarde un Huerta arrepentido de su primer impulso.
“La mayor parte de sus actos parecen de un loco, o cuando menos de un inconsciente: no es ni una ni otra cosa. Reflexiona, y su juicio es claro; pero es impotente para dominar sus pasiones, casi todas latentes en su ánimo de la manera más primitiva. Es perezoso; pero cuando su pasión favorita lo obliga es activísimo aunque sea por breve tiempo.”27
Tal vez sea este juicio de Prida el que mejor describa a Huerta y Toribio Esquivel, otro de sus ministros lo precisa, añadiendo: “puede decirse que su valor mental se reduce a la astucia para engañar y la audacia para dar el golpe”. Pasaba del lloriqueo, de las efusiones sentimentales más ramplonas, a la decisión helada de matar o de encarcelar en masa a los diputados aunque estos actos salvajes hicieran casi imposible la estabilidad de su gobierno.
Su hoja de servicios lo pinta como un soldado brutal: Bernardo Reyes le encargó la tarea de pacificar el lejano territorio de Quintana Roo, es decir, la exterminación de los últimos mayas de la guerra de castas; de la Barra, en 1911, aplastar la rebelión de Zapata donde desplegó una saña inútil y Madero, después del suicidio de su antiguo ministro de Guerra José González Salas, recurrió a él para sofocar con éxito el pronunciamiento de Pascual Orozco. En un ejército de momias, sobre él recaían estos trabajos de limpieza que desempeñó meticulosa, fría e implacablemente. Obediente a la disciplina militar exigía a su vez una obediencia total y al hacerse cargo del poder absoluto, el subordinado trató de vengarse erigiendo un nuevo despotismo y tratando de convertir al país en un cuartel de sumisos reclutas.
Los historiadores todavía acostumbran llamarlo el “viejo soldado” pero carecía de la lealtad y la nobleza que distingue al verdadero soldado. Era ingeniero y especialista en ferrocarriles, conocía técnicamente la estrategia y había estudiado las campañas napoleónicas, sin ningún provecho, ya que se definía “suspicaz como una rata”.
Huerta era la encarnación de un porfirismo amputado de su hipocresía y de sus buenas maneras. Desconfiaba de todos y en poco tiempo cambió de ministros y de gabinetes. A su cómplice, el general Mondragón, después de quitarle el ministerio de Guerra lo obligó a exiliarse; de Félix Díaz se deshizo dándole la misión diplomática japonesa que Madero le había confiado a su hermano Gustavo.
Sus íntimos amigos —Ocón, el médico Urrutia, Cepeda— fueron de su misma ralea. Cepeda —algunos dicen que era su hijo bastardo—, nombrado gobernador del Distrito Federal, una noche, estando ebrio perdido, se dirigió a la penitenciaría y exigió que le entregaran a tres gobernadores maderistas para fusilarlos. Rechazado, logró entrar a la cárcel de Belén. Allí despertó al joven general Gabriel Hernández, él mismo dirigió el pelotón de fusilamiento y luego le prendió fuego al cadáver mientras los presos aullaban horrorizados desde las ventanas de sus celdas. Aquello era demasiado, incluso para Huerta, que lo mandó preso a San Juan de Ulúa donde alguien le pegó un tiro y fue echado al mar como carnaza de los tiburones.
En esa atmósfera de terror los periodistas que habían contribuido a la caída de Madero cubriéndolo de sarcasmos por haberles dado la libertad, lejos de caricaturizar al ebrio, al dictador que había militarizado al país entero, lo llamaban “el nuevo Cuauhtémoc” y uno de los más grandes poetas, Salvador Díaz Mirón, famoso por su violencia, el día que Huerta visitó su periódico, dijo que “despedía un perfume de gloria”.
Diputados y senadores guardaron silencio. Los gobernadores, con la única excepción de Venustiano Carranza, reconocieron su legitimidad y sólo hasta el 1º de mayo los trabajadores de la Casa del Obrero Mundial y algunos intelectuales atacaron al régimen y llamaron a la Revolución. Entre sus muchos asesinatos destacan el del gobernador de Chihuahua, Abraham González, echado bajo las ruedas de un tren, el de Serapio Rendón a quien se le pegó un tiro en la nuca cuando escribía una carta de despedida a su esposa y el del senador Belisario Domínguez que murió por haber llamado a Huerta dictador, traidor y asesino.
Al principio Huerta tuvo de su lado al clero y a la gran burguesía porfirista que le hacía cuantiosos préstamos. Sin embargo, todo el dinero, el resto del tesoro nacional dejado por Díaz, se consumía en levantar ejércitos. El dictador exigía siempre más dinero y más contribuciones haciendo ver a los reacios que el bosque de Chapultepec no tenía bastantes árboles para ahorcarlos y el perfume de gloria se fue transformando en un olor de avanzada descomposición.
En tanto que Huerta echaba a la hoguera millares y millares de hombres cogidos de leva a la salida de los toros o de los espectáculos —todos los pelados, es decir, todos los pobres—, eran ejercitados de prisa y convertidos en soldados, él se enriquecía comprando casas y administrando cadenas de garitos. Sus hijos, Jorge y Victoriano, monopolizaban los contratos de armas, municiones y uniformes y el padre, dando una muestra de amor conyugal, le compró a su vieja mujer un enorme diamante.
El nuevo gobierno
Todavía estando preso Madero en la conserjería del Palacio y sin haber firmado su renuncia, Huerta formó un gabinete que se calificó de extraordinario. Allí figuraban Rodolfo Reyes, Vera Estañol, el propio De la Barra, Alberto García Granados, todos ellos pertenecientes a la élite intelectual del porfirismo, orgullosos de sus títulos, de su cultura y de su preeminencia. No participaron directamente en el asesinato de Madero, si bien tampoco se preocuparon por salvarle la vida. En un consejo de ministros propusieron a Huerta que se procesara a Madero y a Pino Suárez por el fusilamiento del general y diputado Gregorio Ruiz “sin formación de causa ni previo desafuero”, con lo cual echaban sobre los inocentes la culpa del homicidio y exoneraban a Huerta, el verdadero responsable del asesinato. Dos días más tarde, cuando se les dio la pueril versión oficial de la muerte de Madero y Pino Suárez, ninguno exigió una investigación ni mucho menos presentó su renuncia, lo que equivalía crudamente a sancionarla. Vera Estañol escribe en su Historia de la Revolución: “El conocimiento que teníamos de la delicadísima situación con los Estados Unidos y en buena parte la incertidumbre sobre los verdaderos culpables, dan la explicación —que con frecuencia se ha pedido— de por qué ni uno solo de los ministros renunció, pues ninguno se creyó libre de sus deberes para con la nación en momentos en que la suerte de aquella dependía de la solidaridad del Gabinete”.
Estos juristas que acostumbraban analizar los hechos con el máximo rigor no podían aceptar la burda versión del crimen; sospechaban que se trataba de una falacia y sin embargo Vera Estañol habla de una incertidumbre sobre los verdaderos culpables. Huerta por lo demás no emprendió la investigación que sus ministros dicen haberle pedido y tampoco insistieron en ello. La suerte de la nación no dependía de la unidad de un gabinete enteramente sujeto a la voluntad de Huerta, aunque más tarde afirmaran no estar identificados con el nuevo dictador ni con su política. Pensaban, según lo dice Vera Estañol, que el gobierno se había constituido para “contrabalancear” los desmanes que ya se preveían en él y “que una renuncia en masa habría contribuido a entregar al país a la anarquía y con ésta a provocar la intervención armada de los Estados Unidos”.
Ya la anarquía durante los últimos días de febrero era total. En casi todos los estados de la República a pesar del ejército y de la policía se levantaban numerosos grupos armados para vengar a Madero; Zapata continuaba su lucha y en la ciudad de México se sucedían los asesinatos.
Huerta había inaugurado un estilo de gobierno del que no había antecedentes en la historia dictatorial de México. En tanto que Porfirio Díaz se refugiaba en el Castillo de Chapultepec o en el Palacio y sus salidas públicas estaban rodeadas de un boato imperial, Huerta parecía huir de los sitios en que flotaban los fantasmas de sus víctimas. Su verdadero palacio era el Café Colón donde se había acondicionado una estancia como sala de juntas y allí recibía a los ministros, generales y embajadores sentado frente a una botella de coñac.
Su ánimo dependía de que la botella estuviera vacía o llena pero aun este indicador no merecía confianza pues nadie era capaz de adivinar cuántas le habían antecedido, en qué lugar y en cuánto tiempo. El alcohol no parecía afectarlo. “El único indicio de tensión era la rapidez con que aspiraba bocanadas de los pequeños cigarrillos negros, sus preferidos.” A veces trasladaba la sede de su gobierno a una taberna desconocida o al figón de un mercado y debe haberlo llenado de regocijo que los automóviles de los ministros emprendieran locas carreras nocturnas en su búsqueda, hasta que lo encontraban devorando un plato de enchiladas.
En el fondo despreciaba a sus cultos y elegantes ministros llenos de suficiencia jurídica. Se creían los únicos capaces de atar al monstruo, de adecentarlo, de obligarlo a matar dentro de la ley en una forma “civilizada”, de limarle las uñas y el monstruo jugaba con ellos, los manejaba con la impía rudeza de Porfirio Díaz o los cesaba sin explicaciones. Nunca logró anudarse la corbata ni vestirse con una levita planchada o desprovista de manchas y lo único que le preocupaba era mantener las torcidas antiparras que tendían siempre a resbalarse de su nariz. La señora O’Shaugnnesy, la esposa del encargado de negocios de los Estados Unidos, escribía fascinada e irónica que Huerta “ha demostrado ser vastamente superior en cualidades de acción a cualquier hombre de los que México haya producido después de Díaz, no obstante su desequilibrio y sus niñerías sorprendentes, consecuencia de extrañas sutilezas y habría vendido su alma para agradar a los Estados Unidos a fin de obtener el reconocimiento”.28
Un Wilson y otro Wilson
Si bien la señora O’Shaughnnesy no presentía siquiera la aparición centelleante de docenas de hombres de acción que en esos momentos batían al ejército federal, su juicio sobre Huerta no estaba equivocado. El general que llegó a la presidencia con la ayuda decisiva de Wilson, nada deseaba más ardientemente que la absolución y la bendición de los Estados Unidos.
Desgraciadamente para él, las cosas habían cambiado allá de un modo incomprensible. Woodrow Wilson, el sucesor de Taft, tomó posesión de su cargo el 4 de marzo de 1913 y no era un partidario de la política del dólar seguida por sus antecesores. Hijo de un severo pastor calvinista, distinguido intelectual, rector de la Universidad de Princeton, Wilson ha pasado a la historia como uno de los más idealistas presidentes de los Estados Unidos. Un idealista gobernante de un país imperialista era una aberración y estaba destinado a fracasar, primero en México y en el Caribe y más tarde, como había de probarse dramáticamente, en escala mundial.
“Wilson y Bryan su secretario de Estado —escribe Berta Ulloa— eran moralistas obsesionados por el concepto de la misión que Estados Unidos tenía en el mundo y estaban convencidos que comprendían la paz y el bienestar de otros países mejor que sus propios dirigentes.” En la época de Roosevelt y de Taft, la política del Gran Garrote se hallaba encaminada a proteger por la fuerza y sin equívocos el imperialismo de los Estados Unidos y con el nuevo presidente se introducía un elemento moral desconocido, pero este elemento moral se imponía desde una posición de fuerza y unilateralmente. Se dejó a un lado el Gran Garrote y se sustituyó por una doctrina humanista en pugna con la exportación de capitales y la concepción material en que descansaba el poderío de Norteamérica.
A Wilson le repugnaba la figura de Huerta y la forma en que había accedido al poder. Se trataba de un típico cuartelazo latinoamericano y Wilson se hallaba convencido de que la Divina Providencia le había conferido el papel de árbitro en aquel sucio asunto. Henry Lane Wilson también había cambiado mucho. El encono contra Madero y la energía que había empleado para derrocarlo, se trocó en una apasionada adhesión a la causa de Huerta. Lo creía el único hombre capaz de proteger adecuadamente los intereses norteamericanos por la fuerza militar y se transformó en su ardiente defensor. Si en los meses anteriores no cesaba de bombardear al Departamento de Estado con informaciones de odio, en los últimos días de Taft y en los primeros de Wilson, no cesó un minuto de implorar el urgente, eficaz y provechoso reconocimiento de Huerta, hechura suya y culminación de su valiente diplomacia.
Sus razonamientos y sus súplicas cayeron en el vacío. Wilson tenía demasiadas pruebas de su participación en la caída de Madero y, lejos de escucharlo, no sólo lo cesó sino que se abstuvo de nombrar un nuevo embajador —lo que hubiera implicado el reconocimiento tácito de Huerta—, dejando como encargado de negocios al antiguo secretario de la Embajada y también partidario de Huerta, Nelson O’Shaughnnesy.
Huerta no estaba solo. Lo apoyaba su ejército, los mexicanos “decentes”, el clero, una Inglaterra deseosa de preservar su petróleo, los americanos que defendían sus intereses y los senadores amantes de la intervención. Una gran parte del pueblo norteamericano, inflamada con el espíritu del “destino manifiesto”, sólo quería ver el pabellón de las barras y las estrellas reinar en el Caribe y más allá de Panamá; numerosos políticos y empresarios se preguntaban cómo el país más poderoso del mundo no era capaz de someter a los revoltosos ni defender adecuadamente las vidas y las inversiones de su país.
Hasta mayo, Wilson se concretó a guardar una política de espera vigilante, watchful waiting. Enemigo de emplear la fuerza contra ...

Índice

  1. Portada
  2. Reconocimientos
  3. Prólogo
  4. Uno de los países más extraños del mundo
  5. Cuando Madero llegó, hasta la tierra tembló
  6. De cómo vino Huerta y cómo se fue
  7. Bibliografía
  8. Índice