II. LA CONSTRUCCIÓN DE LA JUSTICIA BAJO LA CONSTITUCIÓN DE 1917
LA DETERMINACIÓN INSTITUCIONAL DE LA JUSTICIA
Para efectos del constitucionalismo he hablado genéricamente de “justicia”. Hasta aquí ello no ha implicado un problema, en tanto aludí a un concepto jurídico-cultural. Sin embargo, para describir lo que ella ha sido en términos jurídico-normativos se requieren mayores precisiones. Recordemos que ya descartamos tratar a la justicia como un componente valorativo puro o como un criterio trascendente para guiar conductas humanas o apreciar el valor de las realizadas. Me constriño a considerarla una institucionalidad humana y, por tanto, contingente e histórica. Aún situados en esta perspectiva, quedan muchas cuestiones por precisar, pues esa actividad institucionalizada suele realizarse por diversas personas (jueces, magistrados, ministros, árbitros, juzgadores), órganos (juzgados, tribunales, cortes, juntas), instancias (primera, apelación, casación), ámbitos territoriales (partido, distrito, circuito), procesos (ordinarios, sumarios, especiales, abreviados) y materias (penal, civil, laboral, constitucional), por ejemplo. Ello exige encontrar un concepto que aglutine todos esos elementos a fin de trascender lo particular y anecdótico.
Partiendo del constitucionalismo como referente material y de las observaciones primeras que pueden hacerse sobre los órdenes jurídicos (nacionales e internacionales), ¿a qué puede llamarse “justicia”? Me parece que, inicialmente, al conjunto de órganos, procesos y prácticas destinados a la resolución de conflictos en una sociedad. Como tan genérica determinación lleva a tener que incluir prácticamente a cualquier forma de resolución de conflictos humanos, desde los escolares o los deportivos hasta los familiares, deberá ser acotada. Esto último no por decisión arbitraria, sino por precisión de significados. Por justicia cabe entender, en una segunda aproximación, al conjunto de órganos, procesos y prácticas que, en condiciones calificadas, han sido diseñados para resolver conflictos. La novedad radica aquí en el énfasis y éste proviene, ante todo, de su carácter directamente estatal o de su relación directa con ello.
En las sociedades humanas existe, desde siempre y más allá de diferencias históricas específicas, la pretensión de definir centralizadamente lo lícito y lo ilícito, así como de sancionar a quien incurra en lo segundo. El principio de que nadie puede hacerse justicia por propia mano expresa con rigor tal práctica social y su consiguiente juridificación. Con independencia de que alguien pueda reaccionar directamente ante el agravio y con ello ejercer descentralizadamente la justicia en un primer momento, en uno posterior su acción podrá ser revisada por un órgano a fin de determinar al menos su fundamento y su proporcionalidad. La institucionalización de las prácticas encaminadas a la resolución de conflictos ha ido en aumento, hasta llegar a situaciones como la actual en la que, al menos pretendidamente, sólo ciertos sujetos pueden (mediante ciertos procesos) determinar si algo es o no conflictivo, si merece ser considerado así, el modo en que debe serlo y la solución que, en su caso, deba tener. A este modo de apreciación y determinación de ciertas cosas suele llamársele justicia. Nuevamente, a una actividad realizada por órganos jurídicos estatales (o autorizada y validada por ellos), en la cual, a partir de las normas establecidas por el legislador y configuradas por ellos mismos, ciertos conflictos sociales son resueltos en los términos en los que, genéricamente, las propias normas generales, las interpretaciones judiciales y las prácticas profesionales y sociales vayan determinando. Justicia no será ya la resolución de un conflicto de pareja por un terapeuta familiar, sino la resolución de la misma o parecida disputa transformada en litigio, por parte de un juez; justicia no será tampoco la resolución amigable de un problema contractual entre dos socios por parte de una cámara gremial, sino el mismo o parecido planteamiento llevado ante un juez. La diferencia estriba no en el carácter material de la disputa en sí misma considerada, sino en la manera en la que es significada por el orden jurídico para transformarse en una cuestión jurídica. Que algo sea social o personalmente difícil, doloroso o disruptivo, no implica, sin más, que sea jurídicamente relevante. Este carácter se adquiere sólo por el signo que sobre él recae, y ese signo es jurídico-normativo.
Volvamos al segundo concepto. Por justicia es posible entender a los órganos, procesos y prácticas estatales encaminados a resolver conflictos, directa o indirectamente. La aproximación requiere todavía ciertas precisiones. ¿Suele recibir el nombre de justicia todo lo que se haga por los órganos estatales para solucionar directa o indirectamente conflictos individuales, colectivos o sociales? En un uso general sí, en uno más particularizado, no.
Existen situaciones en las que la palabra “justicia” se utiliza para calificar actividades en las que un órgano estatal participa, en efecto, para solucionar conflictos. Si una universidad pública cuenta con un órgano de resolución de disputas maestro-alumno, o un sistema estatal para el desarrollo integral de la familia lo tiene para resolver pleitos comunes, bien podría decirse que ahí hay justicia. Hay órganos, procedimientos y prácticas específicas (con independencia de su grado de sofisticación) para llevar a cabo la tarea. Si éste fuera el concepto aceptado de justicia, por lo demás en nada equivocado, la función de este capítulo debía ser identificar la totalidad de los elementos constitucionales que desde el 1º de mayo de 1917 a la fecha han permitido en general la realización de tales prácticas. Más allá de lo que en un sentido técnico se haya entendido por justicia, tendrían que incorporarse aspectos vinculados con la actuación del presidente de la República como máxima autoridad agraria en ciertos momentos de la vida nacional, o de las Cámaras del Congreso de la Unión cuando actúan en los juicios políticos. También tendría que aludirse a las comisiones nacionales y locales de derechos humanos. Igualmente, habría que atender, por ejemplo, a los órganos especializados en telecomunicaciones, acceso a la información y protección de datos personales. Considerar las cosas así genera el problema, tal como lo estoy presentando, de un continuo de intervenciones, algunas más evidentes que otras, pero todas ellas relacionadas. Dicho de otra manera, lo que estoy tratando de evidenciar es que, atendiendo a los textos constitucionales en vigor, resultaría posible encontrar elementos que incidieran sobre los procedimientos o prácticas de una gran cantidad de órganos, todo lo cual nos llevaría a asumir que, más allá de su especificidad competencial, realizarían funciones de justicia y, por lo mismo, deberían ser considerados objeto de este ensayo. La tarea por realizar con esas bases arrojaría un resultado interesante: exponer todas las condiciones de obligatoriedad, prohibición o facultamiento procesales, competenciales y materiales que por órganos de la federación, las entidades federativas y los municipios deberían realizar, y podrían realizar o no, respectivamente, en cuanto a la resolución de conflictos.
Sin dejar de reconocer lo interesante que podría resultar el ejercicio y los resultados que acaban de indicarse, voy a explorar otro camino. No voy a referirme a lo que puede ejecutar cualquier órgano estatal (o los particulares “autorizados” por ellos) para resolver conflictos, sino a lo que de manera prioritaria y especializada realizan sólo algunos de ellos. A lo que, por decirlo así, llevan a cabo los órganos a los que de alguna manera y por el propio orden normativo, se les identifica como “de justicia”. Esta acotación conlleva nuevos problemas.
Hay órganos del Estado que participan de diversas maneras en la solución de conflictos o se encuentran en estrechísima relación con los órganos que lo hacen. Los ministerios públicos o fiscales no resuelven por sí conflictos, pero preparan una serie de elementos a fin de posibilitar la acción de los tribunales. A semejanza de lo anterior, defensores públicos, traductores y peritos actúan dentro de un proceso para que el mismo sea considerado válido. Por otra parte, existen órganos que, si bien no están destinados a la resolución directa de los conflictos, organizan sus condiciones materiales de funcionamiento, como los consejos de la judicatura. Estas divisiones funcionales han exigido la nominación diferenciada de los órganos estatales de justicia. Se habla así, destacadamente, de los de procuración, impartición y administración. Todo es considerado justicia, sólo que por el momento de actuación y el cometido asignado se diferencian distintas posibilidades. En lo que sigue me referiré a todas esas actividades, pues entiendo que sólo así puede realizarse la tarea que pretendo.
Una última consideración. En la bibliografía judicial y procesal es frecuente encontrar la distinción entre órganos judiciales y órganos jurisdiccionales, y sus correlativas funciones. Los primeros suelen identificarse por su pertenencia a un poder del Estado; los segundos, por la función que realizan. Así —se dice—, mientras los juzgados y tribunales de cualquier entidad federativa pertenecen a la primera categoría, las juntas de conciliación o los tribunales contencioso-administrativos, a la segunda. Si bien en lo que sigue unos y otros quedarán considerados en tanto sus funciones están encaminadas a la resolución de conflictos, conviene decir desde ahora algo al respecto.
La diferenciación entre función judicial y función jurisdiccional tuvo sentido en el momento en el que se supuso que sólo había tres funciones normativas y cada una de ellas estaba asignada a un órgano o conjunto de órganos bien diferenciados: la legislativa a los congresos, la ejecutiva a los jefes de Estado o de gobierno y la judicial a los jueces. Esta diferencia pudo mantenerse hasta que, con el pasar de los años, la complejización de la estructura estatal permitió que, fuera del ámbito judicial, algunos órganos resolvieran también conflictos. Ése es el momento en el que la distinción señalada tuvo importancia e impacto: era necesario designar con dos nombres a una misma función en razón de los órganos diferenciados que la ejecutaban. En efecto, no era lo mismo decir que un órgano pertenecía al Poder Judicial y, por lo mismo, ejercía la función “auténticamente” estatal, y como consecuencia sus titulares gozaban de una serie de garantías, a admitir que otros órganos ejercían algo que si bien se parecía o guardaba semejanza con esa función, no era de la misma calidad ni podía conferirles a sus titulares un estatus parecido al judicial. Hubo que hablar de un “mundo jurisdiccional” para denotar diferencias.
Ese momento histórico dual ha quedado superado por la mezcla de los componentes. Por una parte, no es necesario mantener la diferencia judicial/jurisdiccional, en tanto que la pureza funcional decimonónica ha quedado superada por el mismo acontecer estatal. Hoy se acepta que órganos con diversa adscripción realicen funciones iguales; también se admite que el estatus personal de quienes ejercen tal función es igual o al menos muy semejante, finalmente, a las relaciones entre los órganos que se supone realizan diversas tareas, son procesales y competenciales, mas no funcionales. La única diferencia que subsiste entre la función judicial y la jurisdiccional es de adscripción, sin que ello implique, actualmente, gran diferencia normativa.
EL PROGRAMA ORIGINARIO Y SU REALIZACIÓN
Lo originario
El 1º de diciembre de 1916, Venustiano Carranza compareció ante el Congreso reunido en Querétaro para los fines políticos y simbólicos que el momento y su posición demandaban o eran esperables, también y destacadamente, para cumplir con el compromiso asumido en el Plan de Guadalupe y sus reformas. Esto último le llevó a presentar un informe y un proyecto de reformas al texto constitucional de 1857. El primer documento es una visión larga de lo que, a su juicio, había de malo en el texto constitucional precedente y los modos como ello podía ser superado; el segundo presentaba una propuesta de articulado jurídico para superar esos males.
En su informe, Carranza comenzó reconociendo la importancia de las ideas provenientes de Inglaterra y los Estados Unidos, es decir, del constitucionalismo de su época, especialmente en materia de garantías individuales. De inmediato pasó a considerar que las leyes de amparo establecidas para la protección de esos derechos habían resultado inadecuadas y habían embrollado la marcha de los tribunales federales y locales. Más aún, estimó que el amparo se desnaturalizó de sus fines sociales y se convirtió en un arma para acabar con la soberanía de los estados, tanto por la vastedad de los temas que mediante él podían conocerse, como por la subordinación de los ministros a la dictadura de Díaz. La mala regulación y los desvíos del amparo provocaron que la más importante de las instituciones sociales, los derechos del hombre, se tornaran ineficaces. Carranza estimó lo sostenido para estos derechos basándose también en el resto de los principios informadores de la Constitución de 1857: la soberanía nacional, la división de poderes y la mala mezcla de funciones que habían provocado el sistema federal y las formas republicana y representativa de gobierno, primordialmente.
Para enfrentar y corregir los males que la Constitución precedente había provocado, Carranza presentó sintéticamente diversas propuestas. Comenzó aludiendo al juicio de amparo como medio para lograr la más amplia protección a las libertades individuales, así como a algunos de los preceptos que contenían estas últimas. Sobre el artículo 14 propuso mantener las formalidades esenciales del procedimiento tanto en los juicios penales como en los civiles, sin dejar de reconocer la proliferación que los últimos habían provocado. Agregó que en los procedimientos penales era necesario superar las etapas oscuras con procesos y diligencias secretas, para lo cual sugirió ampliar la libertad bajo caución y fijar el tiempo máximo de duración de los juicios. Igualmente, propuso que la aplicación de las penas fuera exclusiva de la autoridad judicial, y la de las infracciones, debidamente acotadas, de las autoridades administrativas. Otro planteamiento fue que el ministerio público quedara separado y subordinado a los jueces, pues sólo así podía cobrar sentido lo dispuesto en el artículo 16 constitucional en lo referente a que las personas sólo podían ser privadas de su libertad mediante orden judicial. Otro cambio consistió en que, si bien la expropiación debía ser decretada por la autoridad administrativa, la judicial debía fijar el valor de la indemnización. Esas y otras propuestas agregó Carranza en su informe.
De lo dicho por él se desprende una concepción relativamente simple del funcionamiento de la justicia, así como algunas graves omisiones en su concepción. Ésta se limitaba prácticamente al ámbito federal y, específicamente, al juicio de amparo. Eso es lo que —según Carranza— debía ser corregido. Supongo que, al hacerlo, pensaba que habría una especie de efecto regulador de los procesos ordinarios federales y locales, como si corregido el medio de revisión, los procesos ordinarios federales y locales pudieran reorientarse y ordenarse. Respecto de estos procesos, sólo mereció atención lo relativo a la materia penal en los procesos ordinarios, y ello únicamente en la ordenación del ministerio público y la duración de los juicios. Lo que más llama la atención es que Carranza no tratara de imaginar lo que adicionalmente podía hacerse con el resto de los procesos entonces existentes (mercantiles y civiles, destacadamente), con aquellos que ya funcionaban bien en órdenes jurídicos semejantes al nuestro (contencioso-administrativo), ni tampoco en lo que podía mejorar la situación de los impartidores de justicia locales al establecer (como se hizo muchos años después en el artículo 116) un mínimo...