
- 274 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La música no viaja sola
Descripción del libro
Uno de los músicos mexicanos más importantes de este siglo, el maestro Herrera de la Fuente hace una amena revisión de su vida. Nos habla de personalidades que estuvieron cerca de él: el pintor Siqueiros, sus aventuras con el inventor González Camarena; se ocupa también de sus colegas músicos Claudio Arrau e Igor Markevich, sin olvidar su gusto por lo popular, las tradiciones y el arte.
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Información
Categoría
Biografías musicalesNi lo permita
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LA ÚLTIMA vez que estuve con José Revueltas nos enfrascamos en una especulación sobre el significado del éxito. Coincidimos en el mismo hotel, en Jalapa; yo, por conciertos; él, por coloquios literarios. “Invíteme a su concierto”, me pidió. “Claro, vamos juntos.” Al bajar del auto frente al teatro me deseó “mucho éxito”. “¿Qué es eso?”, pregunté; dudó un poco, luego respondió: “Una estupidez”. Ése fue el pie para el buceo por la sustancia de esa expresión. Buscamos y rebuscamos “sin éxito”. Según el Diccionario de la Real Academia: 1. “Fin o terminación de un negocio o dependencia”. 2. “Resultado feliz de un negocio, actuación, etc.” Es aquí, en actuación o etcétera, donde se halla un nexo; el resultado feliz, el éxito, pues, de una actuación, en mi caso en un concierto, plantea un punto de exactitud: resultado feliz para quién o para qué. La felicidad del director existe en razón directa de la altura y el rigor de su propósito; la música gusta, conmueve por ella misma; el público aplaude siempre, no importa si la obra ha sido vertida, manoseada o, se da, ultrajada; ergo, el concierto es siempre un éxito. ¿Lo es para la partitura? ¿Para su verdad? ¿Para la verdad del director? ¿Busca una verdad el director? Leí, no recuerdo ni encuentro dónde, que Otto Klemperer, emigrado (judío) de Alemania en 1933, regresó a principios de los cincuenta a tramitar la pensión, o bono, a que tenía derecho. Estando en Berlín por sólo un par de días, quiso escuchar la Filarmónica, por lo que telefoneó al gerente: “¿Podría asistir a un ensayo?” “El maestro Karajan es muy puntilloso en eso…” “Olvídelo.” “No, maestro, venga, estaré esperándolo, lo situaré en la zona oscura de la sala.” Klemperer escuchó el ensayo acompañado por su anfitrión, orgulloso, con motivo, de la orquesta, tanto, que aventuró: “Sehr Schön, nicht war?” Klemperer, como reflexionando: “Sí, muy bonito; me pregunto si es verdad”. “Se non é vero é ben trovato”, dicen los italianos: si no es verdad merece serlo.
He traído éxito y verdad a colación porque es una recurrencia en mis dudares. Lo hablé largo con Revueltas, como 20 años antes con Juan de la Cabada, uno de esos amigos de poco verse y mucho agradarse. Ambos se preguntaron dónde está lo verdadero en el claroscuro del éxito. Un amigo me dijo: “Fue un éxito la reorganización de la Sinfónica”. “No sé —respondí—; démosle veinte años, si hay verdad y sustancia será ella misma su propio testimonio.”
En fin, mi programa de presentación como director de la Sinfónica Nacional comprendió la Séptima de Beethoven y el estreno en México de una obra que ha hecho en todas partes carrera espectacular: Carmina Burana de Karl Orff: la oí en Roma en los conciertos de la basílica de Masenzio dirigida por Hans Albert; me pareció obra perfecta en la amalgama de propósito, estilo, factura y proporción.
El ejercicio diario del oficio enseña lo que no se puede recibir del profesor: los cómos y porqués de la batuta. Se aprende de la orquesta, de su respuesta, en sentido positivo o negativo. La Sinfónica Nacional me dio una levadura progresiva; no languidecerá mientras mueva mi varita sobre un podio. Tener orquesta es la circunstancia feliz en la “carrera”. Entrecomillo “carrera”. No la busqué; mi matrimonio con la música es de amor; el término carrera me fue planteado por Ronald Wilford, mi primer manager en los Estados Unidos. “Si desea una carrera —expresó— deje América Latina, trasládese a Nueva York”; esto repicó mis ataduras a ideas de Vasconcelos, a los sueños de Bolívar, a los pensadores cabeza y corazón de la América que España se encontró; palpitaba entonces La raza cósmica, urgía el rechazo al imperialismo anglosajón. Sentí que había más peso en mi materia de mexicano, de latinoamericano, que ambición por una carrera a ultranza. Encabezar orquestas en México, Chile, Perú, tuvo sustancia, línea, sentido; liga con lo mamado en “Por mi raza hablará el espíritu”, lema vasconceliano. Cuando fui director de la Sinfónica de Oklahoma, experiencia grata por cierto, lo fatal de mi pasión operó estrictamente en lo objetivo, el compromiso, la posición profesional, ayuna del soplo de los genes, del origen, del mito de una tierra prometida que, como la justicia en América Latina, no acaba de llegar.
Cuando reflexiono sobre los avatares del director de orquesta, en que ejercemos “una carrera”, me pregunto qué hago en ella. Wildford —presidente de Columbia Artist, el hombre más poderoso en el “negocio” de representar estrellas—, al fin de nuestra plática me sugirió, como ya dije, instalarme en los EUA; “América Latina no cuenta para hacer carrera” (Claudio Arrau me dijo en ocasión que cenamos juntos en Miami: “Ser chileno me costó diez años más para llegar a la ‘carrera grande’”). En mi época de estudiante en la Facultad de Música coincidí en clase con el primer individuo que recibió en México el título de compositor. Entre los compañeros cundió la sorna: “Fulano es compositor titulado; Beethoven fue charlatán, ejerció sin título”. Hoy las universidades fabrican compositores titulados a granel, igual que concertistas y directores. La persona de quien escribo, cuyo nombre oculto por respeto (buen músico, excelente persona), registró su título en la oficina correspondiente: puso en el portón de su casa una placa con sus datos: Fulano, compositor titulado, Facultad de Música, Universidad Nacional Autónoma de México; registro número tal y tal. Seis manos jóvenes y escépticas añadieron un letrero: “Se componen polkas a domicilio”. Años después vi otro en Naolinco, Veracruz: “Fulano, pintor: se pintan fachadas a domicilio”. Este pintor no fue universitario. El hecho es que el concepto “carrera” me era ajeno; mi trato con la música fue en origen, y después, una simpleza, mero ejercicio espontáneo, sin expectativas ulteriores; sólo gusto, proyección y, ya en solemne y más tarde, creer que es el producto más puro del espíritu. Mejor: el único brote sin mácula del alma humana; la poesía, incluso —no lo poético—, se contamina del suero impuro de la criatura creada. En suma, la música por la música, el arte por el arte, lo ideal, lo idealista, sería sólo espuma ante la frase: “América Latina no cuenta para hacer carrera”. Wildford, desde lo suyo, tiene razón. La raza cósmica y Bolívar al desván; sin embargo…
Hablando de managers, tuve una, excepcional, en Milán: Ada Finzi; por tiempo breve: falleció sin consideración para sus artistas. Esta diminuta dama hebrea fue un pozo de habilidad y sentido. Sin menosprecio de América Latina, me sugirió residir part time en Europa (estuve a punto de hacerlo, no por la carrera, por Europa). Gracias a ella obtuve contratos en Italia y circulación entre colegas. Cierta ocasión, en Roma, me llamó Virgilio Mortari, autor con Casella de un —hoy clásico— tratado de orquestación; me invitó al estreno de su Concerto per Contrabasso: “El domingo a las seis en la iglesia de San Marcos”. El templo está adosado al Palazzo Venezia, célebre entre otras cosas porque fue la oficina de Mussolini; en él, el arrogante Duce despachaba en una sala inmensa, de piso de parquet que rechinaba de viejo. Su escritorio, un sillón y dos sillas estaban al fondo de la sala, frente a la puerta de ingreso, sobre una plataforma; ni un mueble más en esa área desolada. A lo largo de los muros, entre ventana y ventana, bustos del Imperio sobre pilastras de mármol. Mussolini en pie, fiero, erguido, estatua él mismo, aguardaba al infeliz que iba entrando para audiencia; tenía que taconear sobre el parquet 30 metros de rechinar inacallable. Cuando llegaba hasta el Duce, estaba liquidado.
Mortari había dicho: “Recoge tus boletos en la puerta, alguien te espera”. Al acercarnos Victoria y yo se interpuso un ujier (ujieres, carabinieri, agentes de tránsito, en Italia son, sin excepción, actores y figurines). “Maestro Herrera, bienvenido, los acompaño a sus poltronas.” Como es hábito, le di 200 liras de propina. Oscurecen la sala, el concierto va a empezar; resulta que nuestro ujier es el director de la orquesta; joven él, no lo conocía. Errar con inocencia… Herrera humanum est. En el intermedio me apresuré a ir la sacristía para ofrecer disculpas; antes de llegar a él, mi colega dijo en manifiesto buen humor: “Maestro, con la propina que me dio los invito a cenar”. Mi traspiés produjo un convivium de alta cocina, rico rosso y plática sabrosa. Virgilio Mortari y Luisa, su mujer, autora de libros de arte, gozaron la anécdota tanto como el concierto. Mortari perteneció al grupo “futurista” por edad, amistad y dirección. Tenía en casa telas de Marinetti y Boccioni, también de Morandi y Carlo Levi, no del grupo pero coetáneos. El futurismo fue ruidoso, como otros movimientos del arte en el primer cuarto de siglo. Cuando dirigió el Festival de Venecia lo hizo el ámbito de los estrenos audaces, lo de más fuerte olor a nuevo. Como suele ocurrir con tantos innovadores, Mortari traslucía en sus años epilogales un algo de nostálgico desaliento, desconcierto, ante el valor real de la obra en relación con el empuje de los “terribles” de su juventud. Su música, siempre buena, tomó cauces de normalidad. En 1994 estrené en México (antes había dado en Jalapa el Concierto para fagot) su Concierto para violín y orquesta; todo fue preparado para que asistiera; los hados no lo quisieron. Falleció dos meses antes del acto, a los 93 años de edad.
En mis primeros tiempos como director de la Sinfónica me di maña para componer. Por encargo de Guillermo Arriaga escribí el ballet Fronteras, cuyo título alude al drama que ahí estaba, que está aquí, más hondo cada hora, de los mexicanos que cruzan el Río Bravo para buscar sustento. La trama huele al sudor, al conflicto del campesino de aquí labrando la tierra de allá. El dólar compra ropa, frutos, mejora la casa del terruño; no sustituye el alma, no resana el hueco del espíritu. El asunto concluye en el regreso a tierra propia. Esta obra no fue estrenada en forma escénica: un funcionario —¿por qué llaman funcionario a quien no funciona?— de Bellas Artes consideró que la desgracia nuestra, vis a vis a lo utilitario del Norte, no debe representarse en un teatro oficial, “al menos por el momento”, dijo. Gajes de la —¿tardía?— mentalidad colonial. Publicar Los hijos de Sánchez, obra que explora desde el ángulo de la antropología (de la ciencia, arte y ciencia son inmaculados en sustancia) un gajo de las formas de existencia de una familia —humilde— mexicana, le costó a Arnaldo Orfila el cese de su cargo de director del Fondo de Cultura Económica. ¿Si hubiese sido crónica de una familia opulenta lo expulsan?
Entonces llamaban espaldas mojadas a los trabajadores que cruzan a nado el Bravo. El compositor Paulino Paredes escribió una obra sinfónica que tituló Espaldas mojadas. Paredes se formó en el Conservatorio de las Rosas —Morelia— en época de esplendor, cuando Bernal Jiménez prodigó en él su prestigio, su sabiduría, su pericia pedagógica. Los músicos hechos allí llevan dentro la solidez de los preceptos clásicos. Paulino fue uno de ellos. Viene al caso porque más o menos al mismo tiempo en que escribí Fronteras, escribió Espaldas mojadas con una idea similar a la mía; armó esa partitura con amor y apego a la existencia; sabía que el cáncer iba matándolo a zancadas; su médico le vaticinó tres meses de vida cuando faltaban nueve para el estreno de la obra. La fecha era inamovible: estaba amarrada a una gira de la Sinfónica Nacional. Paulino vivía en Monterrey. Cada año actuábamos en Monterrey para la SAT, órgano del Tecnológico, cuyas temporadas de conciertos fueron y son lo mejor en nuestro país en cuanto a precisión organizativa y respuesta pública. Toda obra de vuelo reúne varios factores, no es one man’s show; no obstante, debe haber una mano con ojos y voluntad, mano que ve, determina y ejecuta. José Emilio Amores fue el hombre, fue clave, espíritu de la SAT. Juntos nos embarcamos en proyectos ambiciosos, como el ciclo de las nueve sinfonías de Beethoven, bajo nuestro sistema propio: nunca un contrato, sólo la palabra. Con un año de anticipación, el teléfono: “¿Cuándo pueden?” “Tales fechas.” “Mándame presupuesto y programas. ¿Viajan por el nocturno?” Ni una palabra más; un año después, al llegar a la estación, nos esperaba José Emilio; afuera, autobuses para la orquesta, la logística resuelta y, por sabido, después del concierto cena en el Louisiana con buenos amigos y buenos vinos (lo del Louisiana no se ha interrumpido). Esto, año con año, edificó una hermandad a prueba de cataclismos. Hoy competimos José Emilio y yo en albura del cabello y en profundidad del cariño.
Contra el vaticinio del médico, Paulino Paredes no murió a los tres meses; murió cinco minutos después de oír su partitura aquella; la energía, la potencia de la esperanza lo mantuvieron vivo. Arreglamos la transmisión radiofónica ex profeso para llevar Espaldas mojadas a su lecho de moribundo. Reconforta una victoria de los ejércitos del alma sobre el poder de la materia; a sabiendas de que la guerra está perdida de antemano.
A mediados de 1957 sentí que la orquesta había logrado sonido propio, cuerpo, estilo. Propuse al director de Bellas Artes la conjunción de un comité que financiase una gira de conciertos en Europa. Don Miguel, a diferencia de tantos jefes casados con la premisa “si no es mía no es buena”, apoyó la idea. “No necesitamos auxilio externo; verá, el ministro nos respalda —confió—. Propondré a Relaciones Exteriores que nuestras embajadas organicen la gira.” “No, por favor —interrumpí—. Un concierto se enfoca a públicos sui generis, su organización requiere del aparato ad hoc; lo diplomático, no prescindible, se da por añadidura.” Cuando se da, pensé, tocado por el recuerdo de una carta que recibí en ocasión de mi primer concierto en Europa. La tal epístola reza luego de la rutina:
El presidente de la Sociedad del Conservatorio me solicita que ofrezca una recepción en honor de usted después del concierto inaugural de la temporada. Es costumbre establecida que cuando un director extranjero tiene a su cargo el concierto de apertura, la embajada respectiva invite al cuerpo diplomático, la prensa y a individuos representativos de los sectores oficial e intelectual. En virtud de que nuestra embajada no tiene presupuesto para compromisos de esta naturaleza, si desea usted que se efectúe la recepción solicitada, se servirá enviarnos, a la mayor brevedad, un giro por quinientos dólares. Firma: X Y y Z, embajador de México.
Este episodio revela dos realidades, de carencia ambas; una, de oficio diplomático; la otra, de fondos para urgencias culturales. No envié dólares. En carta privada al embajador argüí: “Tengo que viajar a París inmediatamente después del concierto, no puedo aceptar la recepción”. El embajador captó el poliedro; al llegar al hotel la víspera de mi primer ensayo me entregaron dos sobres ornados con el escudo de México; en su misiva personal me “ruega” el embajador aceptar la recepción; me adjunta la invitación formal (el otro sobre). Lo llamé de inmediato; desde las primeras palabras se entretejió una cordialidad de mutuo agrado; salió a luz que era pariente lejano de Victoria. A mis haceres y quehaceres con diplomáticos mexicanos llegó de todo (jamás me hice presente). Mi natura sibarítica me dotó de un filtro pragmático; entendí temprano que nada en la telaraña de los días fue hilado para halagar o herir a Luis Herrera de la Fuente; que está ahí igual para todos; perecedero con lo creado, el bien y el mal, lo bello y lo feo circulan sin dedicatoria a nuestro derredor, claros o diluidos en su interacción. Mi filtro almacena o arroja, me escuda o deja pasar.
A la gentileza que recibí de los embajadores Torres Bodet y Silvio Zavala añado la del doctor De Garay. Al segundo día de mi primera estancia en Israel, en Beersheva, me llamó el embajador de México: “Maestro, bienvenido a Israel; deseo su anuencia y disponibilidad para ofrecer en su honor una recepción en mi casa de Tel Aviv”. Al cabo de los detalles respectivos abundó: “Mientras permanezca usted aquí tendrá a su disposición un automóvil; el chofer habla español, inglés y hebreo”. Este gesto sorprendente nos permitió “peinar” (me acompañaron Victoria y Javier) el infinito y diminuto territorio durante un mes, la única tierra donde Dios pusiera el pie (parodio a Marcel Jacques Dubois: “El único lugar del mundo que Dios tocara”, citado en el opúsculo de Sergio Nudelstejer, Jerusalén, tres mil años de historia).
Los avatares que pasé en el trato profesional y personal con el mundo de la diplomacia me advirtieron sobre lo impropio que sería organizar una gira de la Sinfónica por medio de nuestras embajadas. Álvarez Acosta me autorizó a negociar con empresarios europeos. Van Wyke en Londres y Dandelot en París se hicieron cargo (Dandelot, el de mayor prestigio en Francia, suerte de Bon Papá, murió ahogado en el Mediterráneo al naufragar su pequeño yate durante unas vacaciones veraniegas).
Siguiendo las huellas presentes en el alma de los países de historia colonial, el anuncio del proyecto causó revuelo en los periódicos de México: “No estamos preparados para ello”, “Es un gasto innecesario”, etcétera, etcétera; literatura de periodistas, críticos y algunos colegas. La voluntad del ministro de Educación, del director de Bellas Artes y la mía propia se mantuvo; obtuvimos la invitación para inaugurar el pabellón Philips (sala de conciertos) en la Expo ’58 en Bruselas, construido ex profeso para la Feria Internacional por Le Corbusier y Xenakis, el arquitecto compositor. Fuimos pues a Europa bajo condiciones de poca fe, en cuanto a la opinión de conspicuos personajes del medio musical de México. Se me ocurrió que sería conveniente invitar a un crítico para que viajara con la orquesta e informara de sus impresiones. A tal efecto Álvarez Acosta invitó al periodista Daniel Dueñas. Dimos nuestro primer concierto en Bruselas; después, en la sala Pleyel de París y el Royal Festival Hall de Londres. De la buena cosecha de la crítica europea transcribo una frase del Times de Londres: “Felicito a los arquitectos constructores del Royal Festival Hall: resistió la ovación prodigada a la Orquesta Sinfónica Nacional de México”. Resultados buenos no se obtienen sin labor de fondo, sin engranaje aceitado, preciso. Logística de un lado, calidades del otro, demandan fuerza orgánica, creadora, ejecutiva. Durante numerosas giras por Europa, Centro y Norteamérica, la Sinfónica Nacional dio buena cuenta de sí misma; el sustento estaba dado por la faena en casa. En ella, del otro lado de mi mesa, Luis Antonio Martínez fue una mano bienhechora en el sentido literal de la expresión; compartió miel y hiel conmigo muchos años, en muchas encrucijadas, lo que amarró al alma una amistad sin precio y sin frontera en el tiempo.
Al términ...
Índice
- Advertencia al lector
- ¿Por qué la música?
- Noble roble
- El grito de Medea
- Piel porosa tiene el niño
- Músculo nuevo
- Un péndulo con el pañuelo
- Cada trigo, cada vino
- Ni lo permita Dio
- Hidra a veces
- El fenómeno música
- Finale ma non troppo
- Apéndice