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¿De qué lado estás?
Bullying (maltrato entre pares)
- 96 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
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¿De qué lado estás?
Bullying (maltrato entre pares)
Descripción del libro
Este libro narra la triste y dolorosa historia de Román, un muchacho cuya familia es maltratada por un padre violento. Lucía, su mamá, fallece víctima del trato miserable que le brinda su esposo. Este hecho marca aún más el corazón de Román, quien se convierte en un muchacho oscuro. El adolescente repite en la escuela la violencia vivida en su experiencia familia, y ahora dirige su enojo hacia Nancy. El centro educativo cristiano, las amistades y la madre de esta jovencita luchan con inteligencia en medio del acoso cruel y la desobediencia atrevida de Román. En estas historias, las autoras procuran dar respuesta al interrogante acerca de cuál debería ser el rol de la escuela cristiana ante hechos de bullying.
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Información
Categoría
Teología y religiónCategoría
ReligiónCapítulo 1

Desde la infancia
Claudia Ciapponi
“Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma” (Mateo 11:29, NVI).1
-¡Basta, basta! ¡Cállense!
El calor de aquella tarde marcaba con mayor intensidad las palabras de Raúl. El paisaje abrasador del asfalto asfixiaba el aire denso de aquella ciudad.
Raúl se encontraba hundido en su cama, adormecido por la falta de trabajo y por la incapacidad de desarmar aquella cómoda escena. Los murmullos de los niños que jugaban sin el permiso de la siesta y teñidos de un aletargado abandono, hirieron la tolerancia de Raúl con un agudo estallido de ira. Los gritos recorrieron cada rincón del hogar, como buscando víctimas a quienes devorar.
Un silencio agotador ahogaba a Lucía. Una mirada perdida empalidecía su rostro, lágrimas temerosas se asomaban por los ojos negros del dolor. Tristeza. Calor.
Raúl y Lucía vivían juntos desde muy jóvenes, inmersos en una rutina de falencias, tras una carrera diaria en búsqueda del mínimo sustento para sus tres hijos varones. La escasez era el ingrediente inevitable de la historia que transcurría en aquel humilde departamento hacinado de deseos insatisfechos, de oportunidades censuradas, de sueños sin color.
Noches sin tiempo surcaban la piel reseca de Lucía, que en la soledad, se hallaba como dormida en un vacío, sin aliento, sin sentido. Ella era el escenario dispuesto para el desenfreno y la ira de un cónyuge abusivo, para un amor enfermizo al que la felicidad aborreció. Un esposo de aspecto desprolijo y mirada sin amparo; sombra de un hombre pequeño, de caminar altanero que anda como pisando las más frágiles ilusiones. Tan humano, tan dañino.
Raúl esperaba, como un rito diario, el momento de demostrar su poder. Con voz irónica ridiculizaba a Lucía frente a sus hijos que, con consternación, observaban el acto cotidiano como si se tratara del alimento que no podía faltar. Sus movimientos iracundos enmarcaban el inconstante temperamento que atemorizaba a tres criaturas sumidas, entre el miedo y el candor, en una infancia fugaz.
Los hermanos mayores reiteraban el maltrato hacia su madre con tenaz insensibilidad, como desafiando al mundo al no poder vencer una herencia devastadora, con la incapacidad de revertir un futuro miserable. Imitaban la agresión con la perfección de unos aprendices ante su maestro. Ofensas, gritos, burlas y angustias ligaban a los jóvenes con su hogar, una puesta en escena difícil de cambiar. Pero Román, el más pequeño de los varones, guardaba en su corazón las imágenes y las voces de aquellos años como suspendidas en el tiempo, a la espera de escribir la historia de su propia vida.
A pesar de la marcada diferencia de edad entre Román y sus hermanos, la responsabilidad del trabajo era pareja. La venta de periódicos era la tarea diaria, Román era el encargado de repartir los ejemplares casa por casa. Con una bicicleta oxidada, surcaba las calles transitadas por el humo y el tormentoso caminar que caracterizaba la gran ciudad.
Cada mañana, Lucía preparaba el desayuno de su hijo más pequeño y se esmeraba en acicalar su ropa con la dedicación amante de la que solo una madre es capaz. El niño de mirada temerosa se refugiaba en el cuidado de Lucía que justificaba con ilimitada pasión las travesuras de su hijo preferido, a quien destinaba su mayor atención.
Los hijos mayores se cobraban los privilegios de Román en los abusos que la edad y el trabajo les facilitaba. Los horarios y las cargas desmedidas marcaban la relación entre los jóvenes y el pequeño. En la memoria de Román, se registraban los gritos y la violencia que sus hermanos ejercían sobre él en ausencia de su madre, y ante la actitud despreocupada de Raúl.
En las noches, se dejaban caer unas lágrimas que dibujaban la impotencia y el rencor en los rasgos prematuros del dolor. El rostro húmedo de Román se aliviaba en los recuerdos tiernos de Lucía, que con actitudes permisivas disculpaba todo error y desobediencia.
1 Utilizaremos la Nueva Versión Internacional (NVI) en la mayoría de referencias bíblicas. Si no fuera así, se indicará alguna otra versión.
Capítulo 2

Crecer en el dolor
Claudia Ciapponi
“Si la esperanza que tenemos en Cristo fuera solo para esta vida, seríamos los más desdichados de todos los mortales” (1 Corintios 15:19).
VERANOS sucedieron, tardes y tardes de calor. Los días pasaron en la vida de aquella familia, las horas impregnadas de monotonía se dejaban ver en las oscuras paredes del hogar, en los sombríos pasillos y en cada humilde habitación que no pudo abrigar las noches eternas de Román. Una vida movida por un trabajo y un futuro no prometedor; como olvidada por las risas de su infancia fugaz. Rondas y rondas dieron vueltas, sin darse cuenta de que no lo invitaron a jugar. La niñez ya no estaba más, solo huellas de ternura se escapaban por los ojos de aquel pequeño que la adolescencia disfrazó.
Pero la frescura de aquella edad se enfrentó, repentinamente, con la crueldad de una fría mañana. Aquel día de invierno parecía llorar en cada muro de la ciudad, las calles húmedas deslizaban con mayor facilidad la angustia de una muerte sin razón, el cielo calló las palabras que Román no pudo gritar con un gris indiferente y solitario. Lucía, su madre, había muerto.
Los recuerdos invadieron su mente, el pasado se hizo vivo en sucesivas pantallas tan reales como las lágrimas que corrían por sus mejillas. Las fotografías de esa mujer especial aparecían en su memoria como una luz, que se fue apagando desde el día en que el dolor se apoderó de su futuro sin dudar, sin vacilar.
Una mirada perdida fue testigo del pensamiento que Román escondió; la palabra no dicha, el amor no abrazado, la mano no brindada, ¡cuánto vacío sin explicación, cuánto peso en su corazón!
Con las manos en los bolsillos Román caminaba como buscando el aire para respirar, cada paso marcaba el ritmo desesperado de una ausencia que no entendía. La muerte de su madre se presentó en su primer día de clases, ¿acaso no sabía?, ¿no le dijeron?, pero… ¿es que ni la muerte pudo esperar?… No. Allí estaba, sin expresión, tan dura, tan real.
Una casa de colores pardos con paredes revestidas por un espeso musgo daba el marco a la imagen que Román ya no podía ver. Asomado por una angosta y rústica ventana, sus ojos añoraron la figura de su madre, tan bella como las caricias que ya extrañaba, tan frágil como la voz que le declaraba día a día entrega y devoción. En aquel lugar, cuatro rostros se encontraron: el de Román, los de sus hermanos y el de Raúl, su padre. Tan lejanos como desamparados, en un mundo sin amor.
Raúl sentado en su sillón, enmudecido por la soledad, se encontraba inmóvil, sin rumbo, contemplando el vacío. El desierto de su corazón lo venció y, como saltando en un vertiginoso abismo, la depresión impactó en su cuerpo. Prisionero de la culpa, los recuerdos de años de maltrato, de agresiones y de gritos desmedidos con que había abusado de Lucía, enloquecieron ahora sus noches.
El espacio y el tiempo se desvanecieron en la vida de Raúl, perdido en un cuarto oscuro. Olvidado en el pasado, palpó el límite entre la locura y la razón, entre la vida y la muerte.
Sin darse cuenta, entre los sonidos de una ensordecedora tormenta y entre relámpagos implacables, aquella habitación se fundía en imágenes entrecortadas de desesperación que golpeaban violentamente las ventanas de su alma. Allí encontró entre sus manos la frialdad de un arma, dispuesta a terminar con el remordimiento y la culpa que secaban las raíces de su propia respiración. ¿Cómo escapar?
¡Huir, salir!
Un profundo silencio lo invadió, la tormenta cesó, un apacible silbido de calma penetró en su ser; postrado entre sus miserias se vio a sí mismo de rodillas ante Dios. El llanto no disimuló la agonía de aquella expresión que retumbó en el cielo: “¡perdón!”
Raúl comenzaba a despertar. Era un cálido amanecer, un aire fresco aliviaba aquel aturdido paisaje, el sol acariciaba con esperanza una nueva oportunidad.
Capítulo 3

Cuando las lágrimas se acallan
Adriana Komyk
“Grabada te llevo en las palmas de mis manos; tus muros siempre los tengo presentes” (Isaías 49:16).
Mientras esto sucedía en los agudos laberintos del hogar de Román, en otro barrio de la ciudad, otra voz crujía en los picaportes de una morada.
–¡Siempre la misma inútil! ¿Cuántas veces te dije que tienes que venir enseguida cuando te llamo?
Las palabras de su padre penetraban una y otra vez en el alma de Nancy como latigazos, lacerándola, produciéndole heridas tan profundas que sentía que nunca podrían ser curadas. Temblaba cuando él se ponía de pie, porque sabía que venía el golpe inevitable y lo recibía callada, resignada. Ahogaba sus lágrimas. ¡No le iba a demostrar su dolor jamás!
¡Se sentía tan sola! Era la tercera hija de una familia de cuatro hermanos: Esteban de 21, Carlos de 19 y Clarita de 12 años. No podía apoyarse en sus hermanos varones porque, por algún motivo que ella no alcanzaba a comprender, estos habían adoptado las mismas actitudes violentas de su padre. Sí, veía a los hombres de la casa como gigantes armados, invencibles, sin afectos, de mirada dura, de voz áspera… que se sentían con el derecho de exigir, manipular y rebajar.
Clarita, con sus ojos apagados, era testigo y a veces también protagonista de los maltratos. Era la única que la veía llorar, y que se acercaba y la abrazaba. Sus labios habían pronunciado la sentencia:
–Cuando sea grande, me iré de acá, y tú y mamá se vendrán conmigo.
Su madre sufría en silencio. Había asumido la actitud de “salvadora” de su hogar. Cuando surgían las disputas y los desenfrenos de su esposo, solo atinaba a enviar a sus hijas al cuarto, excusándolo en que estaba cansado, en que había tenido un día difícil. A toda costa intentaba evitar las reacciones y las contestaciones, porque sabía que él le recriminaría que no estaba educando bien a sus hijos, que era una pésima madre y que no se explicaba por qué se había casado con ella.
Si bien su vida estaba entintada de dolor y desvalorización, se aferraba a Dios. Leía y subrayaba en su Biblia el pasaje de Isaías: “Tú eres de gran estima…”. Atesoraba en su corazón sus promesas: “soy tu roca, tu sostén”; “soy el camino, la luz en medio de tu oscuridad”. Suplicaba cada mañana por una salida y por sabiduría para enfrentar esa situación.
Transcurrían los días, las horas… El único momento en el que Nancy se sentía tranquila era cuando se encerraba en su cuarto a mirar televisión y a comer de una manera desmedida, a fin de apagar la ansiedad que le ocasionaba la vida miserable de su hogar. Sin embargo, el sobrepeso contribuía a bajar más su autoestima. Se miraba en el espejo y odiaba su figura. No tenía deseos de arreglarse. ¿Y para qué lo haría, si nadie se fijaba en ella? Además, ninguna ropa le quedaba bien.
En el barrio le decían “la gorda”. Se sentía observada por todos. Trataba de disimular el dolor que le causaban las risitas y los comentarios que los chicos de la cuadra hacían a sus espaldas:
–¡Cuidado, que ahí viene la mole!
–¡Abran cancha que pasa la chancha!
Esto la transformó en una adolescente solitaria e introvertida. Por momentos, sentía que se hallaba en medio de un laberinto sin salida. Sus quince años estaban opacados por un velo de tristeza. A veces, observaba a algunas chicas de la cuadra lucir su figura sin inhibiciones ni vergüenza. Las escuchaba hablar de sus familias, de sus proyectos… y su mirada parecía perderse como anhelante y necesitada de amor, contención y aceptación.
Capítulo 4

Una súplica hecha grito
Adriana Komyk
“El Señor examina a justos y a malvados, y aborrece a los que aman la violencia” (Salmo 11:5).
El año escolar estaba muy cerca de iniciar sus actividades y eso se percibía en las idas y venidas de padres, docentes y estudiantes. El colegio había abierto sus puertas. El centro de la ciudad estaba conmocionado, y los negocios, repletos de compradores ávidos de encontrar el mejor precio. Nancy en su casa, junto a Clarita, se ocupaba de forrar carpetas y etiquetar lápices…
Cada año que comenzaba representaba un nuevo desafío. Pero este iba a ser especial. Nancy cursaría su tercer año y estaba llena de expectativas. ¿Tendría compañeros nuevos? ¿Quiénes serían sus docentes?
Llegó el primer día de clases. El reloj anunció el fin de las vacaciones y su sonido estridente despertó a Nancy. Se levantó rápidamente. Estaba un poco ansiosa. Desayunó y partió. El colectivo parecía tapizado de palomas blancas.
Al ingresar por la amplia puerta del colegio, Nancy echó una mirada rápida para ver si ubicaba a algunos de sus compañeros del año anterior. En un rincón encontró a Estela quien, con mirada tímida, la saludó amigablemente. Luego, un largo silencio… El timbre anunció la formación y la entrada a las aulas.
Como acostumbraba, se sentó en el último banco para pasar desapercibida. Uno a uno sus compañeros se fueron ubicando. Reinaba gran excitación en el aula. Algunos hablaban de sus vacaciones, otros hacían chistes, los nuevos observaban con cierta timidez.
Christian se sentó cerca de Nancy. Con mirada pícara la saludó levantando las cejas. Según parecía, iba a ser su compañero de banco. De manera casi inaudible, ella le devolvió el saludo. Y así comenzaron las clases. Luego, estudio y más tareas, recreos y agasajos de curso.
Un buen día, a Christian se le ocurrió inventarle un apodo a cada uno de sus compañeros: “po...
Índice
- Tapa
- Sobre las autoras
- Agradecimientos
- Anhelamos...
- 1 - Desde la infancia
- 2 - Crecer en el dolor
- 3 - Cuando las lágrimas se acallan
- 4 - Una súplica hecha grito
- 5 - Dos piezas de un engranaje
- 6 - ¿Un juego?
- 7 - El encuentro
- 8 - Desplegando las velas
- 9 - Al borde del abismo
- 10 - Inevitable
- 11 - Descubriendo a su espejo
- 12 - Amor a segunda vista
- 13 - Desenlace fatal
- Palabras finales
- Apéndice A - Clarificando conceptos
- Apéndice B - Cuestionario sobre la intimidación y maltrato entre iguales para alumnos
- Apéndice C - Proyecto de formación de alumnos mediadores
- Apéndice D - Semana de discriminación cero
- Obra teatral