Patriarcas y profetas
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Patriarcas y profetas

Elena G. de White

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Patriarcas y profetas

Elena G. de White

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¿Cuál es el origen de nuestro mundo y del universo? ¿Cómo surgió el hombre y cuál es su futuro? ¿Siempre existió el mal? ¿Por qué somos como somos los humanos? Estas y otras preguntas, que han intrigado a la mente humana en todas las épocas, se responden en esta obra. Este es un libro acerca del origen de las cosas y de "la madre de todas las guerras", librada a escala cósmica, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre el amor y el egoísmo, entre la justicia y la injusticia, entre la verdad y la mentira. Aunque está escrito en un lenguaje sencillo y directo, trata asuntos sublimes que conmueven hasta lo más profundo del corazón y despiertan las emociones más vivas de la mente. Su lectura se recomienda a todos los que se interesan por temas vitales que definen nuestro futuro.

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Información

Año
2020
ISBN
9789877982084

Capítulo 1

El origen del mal

“Dios es amor”. Su na­tu­ra­le­za, su ley, es amor. Lo ha si­do siem­pre, y lo se­rá pa­ra siem­pre. “El Al­to y Su­bli­me, el que ha­bi­ta la eter­ni­dad”, cu­yos “ca­mi­nos son eter­nos”, no cam­bia. En él “no hay mu­dan­za, ni som­bra de va­ria­ción” (1 Juan 4:16; Isa. 57:15; Hab. 3:6; Sant. 1:17).
Ca­da ma­ni­fes­ta­ción del po­der crea­dor es una ex­pre­sión del amor in­fi­ni­to. La so­be­ra­nía de Dios in­vo­lu­cra ple­ni­tud de ben­di­cio­nes pa­ra to­dos los se­res crea­dos. El sal­mis­ta di­ce:
“Tu­yo es el bra­zo po­ten­te;
fuer­te es tu ma­no, exal­ta­da tu dies­tra.
Jus­ti­cia y jui­cio son el ci­mien­to de tu tro­no;
mi­se­ri­cor­dia y ver­dad van de­lan­te de tu ros­tro.
Bie­na­ven­tu­ra­do el pue­blo que sa­be acla­mar­te;
an­da­rá, oh Je­ho­vá, a la luz de tu ros­tro.
En tu nom­bre se ale­gra­rá to­do el día;
y en tu jus­ti­cia se­rá enal­te­ci­do.
Por­que tú eres la glo­ria de su po­ten­cia...
Por­que Je­ho­vá es nues­tro es­cu­do;
y nues­tro rey es el San­to de Is­rael” (Sal. 89:13-18).
La his­to­ria del gran con­flic­to en­tre el bien y el mal, des­de que co­men­zó en el cie­lo has­ta el aba­ti­mien­to fi­nal de la re­be­lión y la erra­di­ca­ción to­tal del pe­ca­do, es tam­bién una de­mos­tra­ción del in­mu­ta­ble amor de Dios.
El So­be­ra­no del uni­ver­so no es­ta­ba so­lo en su obra de be­ne­fi­cen­cia. Tu­vo un aso­cia­do; un co­la­bo­ra­dor que po­día apre­ciar sus pro­pó­si­tos, y que po­día com­par­tir su re­go­ci­jo al brin­dar fe­li­ci­dad a los se­res crea­dos. “En el prin­ci­pio era el Ver­bo, y el Ver­bo era con Dios, y el Ver­bo era Dios. Es­te era en el prin­ci­pio con Dios” (Juan 1:1, 2). Cris­to, el Ver­bo, el Uni­gé­ni­to de Dios, era uno con el Pa­dre eter­no –uno en na­tu­ra­le­za, en ca­rác­ter y en pro­pó­si­to–; era el úni­co ser que po­día pe­ne­trar en to­dos los de­sig­nios y pro­pó­si­tos de Dios. “Y se lla­ma­rá su nom­bre Ad­mi­ra­ble, Con­se­je­ro, Dios fuer­te, Pa­dre eter­no, Prín­ci­pe de paz”; “sus sa­li­das son des­de el prin­ci­pio, des­de los días de la eter­ni­dad” (Isa. 9:6; Miq. 5:2). Y el Hi­jo de Dios, ha­blan­do de sí mis­mo, de­cla­ra: “Je­ho­vá me po­seía en el prin­ci­pio, ya de an­ti­guo, an­tes de sus obras. Eter­na­men­te tu­ve el prin­ci­pa­do... Cuan­do es­ta­ble­cía los fun­da­men­tos de la tie­rra, con él es­ta­ba yo or­de­nán­do­lo to­do, y era su de­li­cia de día en día, te­nien­do so­laz de­lan­te de él en to­do tiem­po” (Prov. 8:22-30).
El Pa­dre obró por me­dio de su Hi­jo en la crea­ción de to­dos los se­res ce­les­tia­les. “Por­que en él fue­ron crea­das to­das las co­sas... sean tro­nos, sean do­mi­nios, sean prin­ci­pa­dos, sean po­tes­ta­des; to­do fue crea­do por me­dio de él y pa­ra él” (Col. 1:16). Los án­ge­les son mi­nis­tros de Dios, ra­dian­tes con la luz que cons­tan­te­men­te di­ma­na de la pre­sen­cia de él, y quie­nes, va­lién­do­se de sus rá­pi­das alas, se apre­su­ran a eje­cu­tar la vo­lun­tad de Dios. Pe­ro el Hi­jo, el Un­gi­do de Dios, “la ima­gen mis­ma de su sus­tan­cia”, “el res­plan­dor de su glo­ria” y sos­te­ne­dor de “to­das las co­sas con la pa­la­bra de su po­der”, tie­ne la su­pre­ma­cía so­bre to­dos ellos. Un “tro­no de glo­ria, ex­cel­so des­de el prin­ci­pio”, era el lu­gar de su Santuario; un “ce­tro de equi­dad”, el ce­tro de su rei­no. “Ala­ban­za y mag­ni­fi­cen­cia de­lan­te de él; po­der y glo­ria en su san­tua­rio”. “Mi­se­ri­cor­dia y ver­dad van de­lan­te de tu ros­tro” (Heb. 1:3; [Jer. 17:12]; Heb. 1:8; Sal. 96:6; 89:14).
Sien­do la ley del amor el fun­da­men­to del go­bier­no de Dios, la fe­li­ci­dad de to­dos los se­res in­te­li­gen­tes de­pen­de de su per­fec­to acuer­do con los gran­des prin­ci­pios de jus­ti­cia. Dios de­sea de to­das sus cria­tu­ras el ser­vi­cio por amor; ser­vi­cio que bro­ta de un apre­cio de su ca­rác­ter. No ha­lla pla­cer en una obe­dien­cia for­za­da; y a to­dos otor­ga li­bre al­be­drío pa­ra que pue­dan ren­dir­le un ser­vi­cio vo­lun­ta­rio.
Mien­tras to­dos los se­res crea­dos re­co­no­cie­ron la leal­tad del amor, hu­bo per­fec­ta ar­mo­nía en el uni­ver­so de Dios. Cum­plir los de­sig­nios de su Crea­dor era el go­zo de las hues­tes ce­les­tia­les. Se de­lei­ta­ban en re­fle­jar la glo­ria de Dios y en ma­ni­fes­tar­le ala­ban­za. Y, mien­tras el amor de Dios fue su­pre­mo, el amor de unos por otros fue con­fia­do y de­sin­te­re­sa­do. No ha­bía no­ta de dis­cor­dia que echa­ra a per­der las ar­mo­nías ce­les­tia­les. Pe­ro se pro­du­jo un cam­bio en ese es­ta­do de fe­li­ci­dad. Hu­bo uno que per­vir­tió la li­ber­tad que Dios ha­bía otor­ga­do a sus cria­tu­ras. El pe­ca­do se ori­gi­nó en aquel que, des­pués de Cris­to, ha­bía si­do el más hon­ra­do por Dios y el más exal­ta­do en po­der y en glo­ria en­tre los ha­bi­tan­tes del cie­lo. Lu­ci­fer, el “hi­jo de la ma­ña­na” [Isa. 14:12], era el prin­ci­pal de los que­ru­bi­nes cu­bri­do­res, san­to e in­ma­cu­la­do. Es­ta­ba en la pre­sen­cia del gran Crea­dor, y los in­ce­san­tes ra­yos de glo­ria que en­vol­vían al Dios eter­no caían so­bre él. “Así ha di­cho Je­ho­vá el Se­ñor: Tú eras el se­llo de la per­fec­ción, lle­no de sa­bi­du­ría, y aca­ba­do de her­mo­su­ra. En Edén, en el huer­to de Dios es­tu­vis­te; to­da pie­dra pre­cio­sa era tu ves­ti­du­ra... Tú, que­ru­bín gran­de, pro­tec­tor, yo te pu­se en el san­to mon­te de Dios, allí es­tu­vis­te; en me­dio de las pie­dras de fue­go te pa­sea­bas. Per­fec­to eras en to­dos tus ca­mi­nos des­de el día que fuis­te crea­do, has­ta que se ha­lló en ti mal­dad” (Eze. 28:12-15).
Po­co a po­co Lu­ci­fer lle­gó a al­ber­gar el de­seo de en­sal­zar­se. Las Es­cri­tu­ras di­cen: “Se enal­te­ció tu co­ra­zón a cau­sa de tu her­mo­su­ra, co­rrom­pis­te tu sa­bi­du­ría a cau­sa de tu es­plen­dor” (v. 17). “Tú que de­cías en tu co­ra­zón... jun­to a las es­tre­llas de Dios le­van­ta­ré mi tro­no... y se­ré se­me­jan­te al Al­tí­si­mo” (Isa. 14:13, 14). Aun­que to­da su glo­ria pro­ce­día de Dios, es­te po­de­ro­so án­gel lle­gó a con­si­de­rar­la co­mo per­te­ne­cien­te a sí mis­mo. Des­con­ten­to con su po­si­ción, y a pe­sar de ser el án­gel que re­ci­bía más ho­no­res en­tre las hues­tes ce­les­tia­les, se aven­tu­ró a co­di­ciar el ho­me­na­je que só­lo de­be dar­se al Crea­dor. En vez de pro­cu­rar el en­sal­za­mien­to de Dios co­mo su­pre­mo en el afec­to y la leal­tad de to­dos los se­res crea­dos, tra­tó de ob­te­ner pa­ra sí mis­mo el ser­vi­cio y la leal­tad de ellos. Y co­di­cian­do la glo­ria con que el Pa­dre in­fi­ni­to ha­bía in­ves­ti­do a su Hi­jo, es­te prín­ci­pe de los án­ge­les as­pi­ra­ba al po­der que só­lo era un pri­vi­le­gio de Cris­to.
Aho­ra la per­fec­ta ar­mo­nía del cie­lo es­ta­ba que­bra­da. La dis­po­si­ción de Lu­ci­fer pa­ra ser­vir­se a sí mis­mo, en vez de ser­vir a su Crea­dor, des­per­tó un sen­ti­mien­to de apre­n­sión cuan­do fue ob­ser­va­da por quie­nes con­si­de­ra­ban que la glo­ria de Dios de­bía ser su­pre­ma. Reu­ni­dos en con­ci­lio ce­les­tial, los án­ge­les de­ba­tie­ron con Lu­ci­fer. El Hi­jo de Dios pre­sen­tó an­te él la gran­de­za, la bon­dad y la jus­ti­cia del Crea­dor, y la na­tu­ra­le­za sa­gra­da e in­mu­ta­ble de su ley. Dios mis­mo ha­bía es­ta­ble­ci­do el or­den del cie­lo; y, al se­pa­rar­se de él, Lu­ci­fer des­hon­ra­ría a su Crea­dor y aca­rrea­ría la rui­na so­bre sí mis­mo. Pe­ro la amo­nes­ta­ción, he­cha con mi­se­ri­cor­dia y amor in­fi­ni­tos, só­lo des­per­tó un es­pí­ri­tu de re­sis­ten­cia. Lu­ci­fer per­mi­tió que su en­vi­dia ha­cia Cris­to pre­va­le­cie­se, y se vol­vió más obs­ti­na­do.
El pro­pó­si­to de es­te prín­ci­pe de los án­ge­les lle­gó a ser dis­pu­tar la su­pre­ma­cía del Hi­jo de Dios, y así po­ner en te­la de jui­cio la sa­bi­du­ría y el amor del Crea­dor. A lo­grar es­te fin es­ta­ba por con­sa­grar las ener­gías de esa men­te maes­tra, la cual, des­pués de la de Cris­to, era la prin­ci­pal en­tre las hues­tes de Dios. Pe­ro Aquel que qui­so el li­bre al­be­drío de to­das sus cria­tu­ras, no de­jó a nin­gu­na de ellas inad­ver­ti­da en cuan­to a los so­fis­mas per­tur­ba­do­res con los cua­les la re­be­lión pro­cu­ra­ría jus­ti­fi­car­se. An­tes que co­men­za­se la gran con­tro­ver­sia, to­dos de­bían te­ner una cla­ra pre­sen­ta­ción de la vo­lun­tad de Aquel cu­ya sa­bi­du­ría y bon­dad eran la fuen­te de to­do su go­zo.
El Rey del uni­ver­so con­vo­có a las hues­tes ce­les­tia­les a com­pa­re­cer an­te él, con el fin de que en su pre­sen­cia él pu­die­se ma­ni­fes­tar cuál era la ver­da­de­ra po­si­ción de su Hi­jo y mos­trar cuál era la re­la­ción que él man­te­nía con to­dos los se­res crea­dos. El Hi­jo de Dios com­par­tió el tro­no del Pa­dre, y la glo­ria del eter­no, del Úni­co que exis­te por sí mis­mo, cu­brió a am­bos. Al­re­de­dor del tro­no se con­gre­ga­ron los san­tos án­ge­les, una vas­ta e in­nu­me­ra­ble mu­che­dum­bre –“mi­llo­nes de mi­llo­nes” [Apoc. 5:11]–, y los án­ge­les más ele­va­dos, co­mo mi­nis­tros y súb­di­tos, se re­go­ci­ja­ron en la luz que de la pre­sen­cia de la Dei­dad caía so­bre ellos. An­te los ha­bi­tan­tes del cie­lo reu­ni­dos, el Rey de­cla­ró que nin­gu­no, ex­cep­to Cris­to, el Uni­gé­ni­to de Dios, po­día pe­ne­trar ple­na­men­te en sus de­sig­nios, y que a és­te le es­ta­ba en­co­men­da­da la eje­cu­ción de los gran­des pro­pó­si­tos de su vo­lun­tad. El Hi­jo de Dios ha­bía for­ja­do la vo­lun­tad del Pa­dre en la crea­ción de to­das las hues­tes del cie­lo; y a él, así co­mo a Dios, de­bían ellas tri­bu­tar ho­me­na­je y leal­tad. Cris­to aun ha­bría de ejer­cer el po­der di­vi­no en la crea­ción de la tie­rra y sus ha­bi­tan­tes. Pe­ro en to­do es­to no bus­ca­ría po­der o en­sal­za­mien­to pa­ra sí mis­mo, en con­tra del plan de Dios, si­no que exal­ta­ría la glo­ria del Pa­dre, y eje­cu­ta­ría sus fi­nes de be­ne­fi­cen­cia y amor.
Los án­ge­les re­co­no­cie­ron go­zo­sa­men­te la su­pre­ma­cía de Cris­to y, pos­trán­do­se an­te él, le rin­die­ron su amor y ado­ra­ción. Lu­ci­fer se in­cli­nó con ellos, pe­ro en su co­ra­zón se li­bra­ba un ex­tra­ño y fe­roz con­flic­to. La ver­dad, la jus­ti­cia y la leal­tad lu­cha­ban con­tra los ce­los y la en­vi­dia. La in­fluen­cia de los san­tos án­ge­les pa­re­ció por al­gún tiem­po arras­trar­lo con ellos. Mien­tras en me­lo­dio­sos acen­tos se ele­va­ban him­nos de ala­ban­za can­ta­dos por mi­lla­res de ale­gres vo­ces, el es­pí­ri­tu del mal pa­re­cía ven­ci­do; in­de­ci­ble amor con­mo­vía su ser en­te­ro; al igual que los in­ma­cu­la­dos ado­ra­do­res, su al­ma se hin­chió de amor por el Pa­dre y el Hi­jo. Pe­ro de nue­vo se lle­nó del or­gu­llo de su pro­pia glo­ria. Vol­vió a su de­seo de su­pre­ma­cía, y una vez más dio ca­bi­da a su en­vi­dia de Cris­to. Los al­tos ho­no­res con­fe­ri­dos a Lu­ci­fer no fue­ron jus­ti­pre­cia­dos co­mo una dá­di­va es­pe­cial de Dios, y, por tan­to, no pro­du­je­ron gra­ti­tud al­gu­na ha­cia su Crea­dor. Se jac­ta­ba de su es­plen­dor y exal­ta­ción, y as­pi­ra­ba ser igual a Dios. La hues­te ce­les­tial lo ama­ba y re­ve­ren­cia­ba, los án­ge­les se de­lei­ta­ban en cum­plir sus ór­de­nes, y es­ta­ba do­ta­do de más sa­bi­du­ría y glo­ria que to­dos ellos. Sin em­bar­go, el Hi­jo de Dios ocu­pa­ba una po­si­ción más exal­ta­da que él, co­mo uno en po­der y au­to­ri­dad con el Pa­dre. Él com­par­tía los de­sig­nios del Pa­dre, mien­tras que Lu­ci­fer no par­ti­ci­pa­ba en los pro­pó­si­tos de Dios. “¿Por qué –se pre­gun­ta­ba el po­de­ro­so án­gel– de­be Cris­to te­ner la su­pre­ma­cía? ¿Por qué se le hon­ra más que a mí?”
Aban­do­nan­do su lu­gar en la in­me­dia­ta pre­sen­cia del Pa­dre, Lu­ci­fer sa­lió a di­fun­dir el es­pí­ri­tu de des­con­ten­to en­tre los án­ge­les. Tra­ba­jó con mis­te­rio­so si­gi­lo, y por al­gún tiem­po ocul­tó sus ver­da­de­ros pro­pó­si­tos ba­jo una apa­ren­te re­ve­ren­cia ha­cia Dios. Co­men­zó por in­si­nuar du­das acer­ca de las le­yes que go­ber­na­ban a los se­res ce­les­tia­les, su­gi­rien­do que aun­que las le­yes pu­die­ran ser ne­ce­sa­rias pa­ra los ha­bi­tan­tes de los mun­dos, los án­ge­les, sien­do más ele­va­dos, no ne­ce­si­ta­ban se­me­jan­tes res­tric­cio­nes, por­que su pro­pia sa­bi­du­ría bas­ta­ba pa­ra guiar­los. Ellos no eran se­res que pu­die­ran aca­rrear des­hon­ra a Dios; to­dos sus pen­sa­mien­tos eran san­tos; y errar era tan im­po­si­ble pa­ra ellos co­mo pa­ra Dios mis­mo. La exal­ta­ción del Hi­jo de Dios co­mo igual con el Pa­dre fue pre­sen­ta­da co­mo una in­jus­ti­cia ha­cia Lu­ci­fer, quien, se­gún ale­ga­ba, te­nía tam­bién de­re­cho a re­ci­bir re­ve­ren­cia y hon­ra. Si es­te prín­ci­pe de los án­ge­les pu­die­se al­can­zar su ver­da­de­ra y ele­va­da po­si­ción, ello re­dun­da­ría en gran­des be­ne­fi­cios pa­ra to­da la hues­te ce­les­tial; pues era su ob­je­ti­vo ase­gu­rar la li­ber­tad pa­ra to­dos. Pe­ro aho­ra, aun la li­ber­tad que ha­bían go­za­do has­ta ese en­ton­ces lle­ga­ba a su fin, pues se les ha­bía nom­bra­do un Go­ber­nan­te ab­so­lu­to, y to­dos ellos te­nían que pres­tar obe­dien­cia a su au­to­ri­dad. Ta­les fue­ron los su­ti­les en­ga­ños que por me­dio de las as­tu­cias de Lu­ci­fer cun­dían rá­pi­da­men­te por los atrios ce­les­tia­les.
No se ha­bía efec­tua­do cam­bio al­gu­no en la po­si­ción o la au­to­ri­dad de Cris­to. La en­vi­dia y las ter­gi­ver­sa­cio­nes de Lu­ci­fer, y sus pre­ten­sio­nes de igual­dad con Cris­to, ha­bían he­cho ne­ce­sa­ria una de­cla­ra­ción acer­ca de la ver­da­de­ra po­si­ción del Hi­jo de Dios; pe­ro és­ta ha­bía si­do la mis­ma des­de el prin­ci­pio. Sin em­bar­go, mu­chos án­ge­les fue­ron ce­ga­dos por las su­per­che­rías de Lu­ci­fer.
Va­lién­do­se de la amo­ro­sa y leal con­fian­za de­po­si­ta­da en él por los se­res ce­les­tia­les que es­ta­ban ba­jo sus ór­de­nes, ha­bía in­cul­ca­do tan in­si­dio­sa­men­te en su men­te su pro­pia des­con­fian­za y des­con­ten­to, que su in­fluen­cia no fue dis­cer­ni­da. Lu­ci­fer ha­bía pre­sen­ta­do con fal­sía los de­sig­nios de Dios, in­ter­pre­tán­do­los tor­ci­da y erró­nea­men­te con el fin de pro­du­cir di­sen­sión y des­con­ten­to. As­tu­ta­men­te in­du­cía a sus oyen­tes a que ex­pre­sa­ran sus sen­ti­mien­tos; lue­go, cuan­do así con­ve­nía a sus in­te­re­ses, re­pe­tía esas de­cla­ra­cio­nes co­mo evi­den­cia de que los án­ge­les no es­ta­ban del to­do en ar­mo­nía con el go­bier­no de Dios. Mien­tras ase­ve­ra­ba te­ner per­fec­ta leal­tad ha­cia Dios, in­sis­tía en que era ne­ce­sa­rio que se hi­cie­sen cam­bios en el or­den y las le­yes del cie­lo don­de fue­re ne­ce­sa­rio pa­ra la es­ta­bi­li­dad del go­bier­no di­vi­no. Así, mien­tras obra­ba por sus­ci­tar opo­si­ción a la ley de Dios y por ins­ti­lar su pro­pio des­con­ten­to en la men­te de los án­ge­les ba­jo sus ór­de­nes, ha­cía alar­de de que­rer eli­mi­nar el des­con­ten­to y re­con­ci­liar a los án­ge­les des­con­for­mes con el or­den del cie­lo. Mien­tras se­cre­ta­men­te fo­men­ta­ba dis­cor­dia y re­be­lión, con pe­ri­cia con­su­ma­da apa­ren­ta­ba que su úni­co fin era pro­mo­ver la leal­tad y pre­ser­var la ar­mo­nía y la paz.
El es­pí­ri­tu de des­con­ten­to así en­cen­di­do fue ha­cien­do su fu­nes­ta obra. Aun­que no ha­bía re­be­lión abier­ta, im­per­cep­ti­ble­men­te au­men­tó la di­vi­sión de opi­nio­nes en­tre los án­ge­les. Al­gu­nos re­ci­bían fa­vo­ra­ble­men­te las in­si­nua­cio­nes de Lu­ci­fer con­tra el go­bier­no de Dios. Aun­que pre­via­men­te ha­bían es­ta­do en per­fec­ta ar­mo­nía con el or­den que Dios ha­bía es­ta­ble­ci­do, aho­ra es­ta­ban des­con­ten­tos y se sen­tían des­di­cha­dos por­que no po­dían pe­ne­trar los ines­cru­ta­bles de­sig­nios de Dios; les de­sa­gra­da­ba su pro­pó­si­to de exal­tar a Cris­to. Es­ta­ban lis­tos pa­ra res­pal­dar la de­man­da de Lu­ci­fer de que él tu­vie­se igual au­to­ri­dad que el Hi­jo de Dios. Pe­ro los án­ge­les que per­ma­ne­cie­ron lea­les y fie­les apo­ya­ron la sa­bi­du­ría y la jus­ti­cia del de­cre­to di­vi­no, y así tra­ta­ron de re­con­ci­liar al des­con­ten­to Lu­ci­fer con la vo­lun­tad de Dios. Cris­to era el Hi­jo de Dios; ha­bía si­do uno con el Pa­dre an­tes que los án­ge­les fue­sen crea­dos. Siem­pre es­tu­vo a la dies­tra del Pa­dre; su su­pre­ma­cía, tan lle­na de ben­di­cio­nes pa­ra to­dos los que es­ta­ban ba­jo su be­nig­no do­mi­nio, has­ta en­ton­ces no ha­bía si­do cues­tio­na­da. La ar­mo­nía del cie­lo nun­ca ha­bía si­do in­te­rrum­pi­da; ¿por qué aho­ra de­bía ha­ber dis­cor­dia? Los án­ge­les lea­les po­dían ver só­lo te­rri­bles con­se­cuen­cias co­mo re­sul­ta­do de es­ta di­sen­sión, y con fér­vi­das sú­pli­cas acon­se­ja­ron a los des­con­ten­tos que re­nun­cia­sen a su pro­pó­si­to y se mos­tra­sen lea­les a Dios me­dian­te la fi­de­li­dad a su go­bier­no.
Con gran mi­se­ri­cor­dia, se­gún su di­vi­no ca­rác­ter, Dios so­por­tó por mu­cho tiem­po a Lu­ci­fer. El es­pí­ri­tu de des­con­ten­to y de­sa­fec­to nun­ca an­tes se ha­bía co­no­ci­do en el cie­lo. Era un ele­men­to nue­vo, ex­tra­ño, mis­te­rio­so, inex­pli­ca­ble. Lu­ci­fer mis­mo, al prin­ci­pio, no en­ten­día la ver­da­de­ra na­tu­ra­le­za de sus sen­ti­mien­tos; du­ran­te al­gún tiem­po ha­bía te­mi­do dar ex­pre­sión a los pen­sa­mien­tos y las ima­gi­na­cio­nes de su men­te; sin em­bar­go no los de­se­chó. No veía el al­can­ce de su ex­tra­vío. Pa­ra con­ven­cer­lo de su error, se hi­zo cuan­to es­fuer­zo po­dían su­ge­rir la sa­bi­du­ría y el amor in­fi­ni­tos. Se le pro­bó que su de­sa­fec­to no te­nía ra­zón de ser, y se le hi­zo ver cuál se­ría el re­sul­ta­do si per­sis­tía en su re­bel­día. Lu­ci­fer que­dó con­ven­ci­do de que se ha­lla­ba en el error. Vio que “jus­to es Je­ho­vá en to­dos sus ca­mi­nos, y mi­se­ri­cor­dio­so en to­das sus obras” [Sal. 145:17]; que los es­ta­tu­tos di­vi­nos son jus­tos, y que de­bía re­co­no­cer­los co­mo ta­les an­te to­do el cie­lo. De ha­ber­lo he­cho, po­dría ha­ber­se sal­va­do a sí mis­mo y a mu­chos án­ge­les. Aún no ha­bía de­se­cha­do com­ple­ta­men­te la leal­tad a Dios. Aun­que ha­bía de­ja­do su pues­to de que­ru­bín cu­bri­dor, si hu­bie­se que­ri­do vol­ver a Dios, re­co­no­cien­do la sa­bi­du­ría del Crea­dor y con­for­mán­do­se con ocu­par el lu­gar que se le asig­na­ra en el gran plan de Dios, ha­bría si­do res­ta­ble­ci­do en su car­go. Ha­bía lle­ga­do el mo­men­to de ha­cer una de­ci­sión fi­nal; de­bía so­me­ter­se com­ple­ta­men­te a la so­be­ra­nía di­vi­na o co­lo­car­se en abier­ta re­be­lión. Ca­si de­ci­dió vol­ver so­bre sus pa­sos, pe­ro el or­gu­llo se lo im­pi­dió. Era un sa­cri­fi­cio de­ma­sia­do gran­de pa­ra quien ha­bía si­do hon­ra­do tan al­ta­men­te el te­ner que con­fe­sar que ha­bía erra­do, que sus fi­gu­ra­cio­nes eran fal­sas, y so­me­ter­se a la au­to­ri­dad que ha­bía es­ta­do pre­sen­tan­do co­mo in­jus­ta.
Un Crea­dor com­pa­si­vo, an­he­lan­te de ma­ni­fes­tar pie­dad ha­cia Lu­ci­fer y sus se­gui­do­res, pro­cu­ró ha­cer­los re­tro­ce­der del abis­mo de la rui­na al cual es­ta­ban a pun­to de lan­zar­se. Pe­ro su mi­se­ri­cor­dia fue mal in­ter­pre­ta­da. Lu­ci­fer se­ña­ló la lon­ga­ni­mi­dad de Dios co­mo una prue­ba evi­den­te de su pro­pia su­pe­rio­ri­dad, una in­di­ca­ción de que el Rey del uni­ver­so aún ac­ce­de­ría a sus exi­gen­cias. Si los án­ge­les se man­te­nían fir­mes de su par­te, di­jo, aún po­drían con­se­guir to­do lo que de­sea­ban. De­fen­dió per­sis­ten­te­men­te su con­duc­ta, y se de­di­có de lle­no al gran con­flic­to con­tra su Crea­dor. Así fue co­mo Lu­ci­fer, el “por­ta­luz”, el que com­par­tía la glo­ria de Dios, el mi­nis­tro de su tro­no, me­dian­te la trans­gre­sión se con­vir­tió en Sa­ta­nás, el “ad­ver­sa­rio” de Dios y de los se­res san­tos, y el des­truc­tor de aque­llos que el Se­ñor ha­bía en­co­men­da­do a su di­rec­ción y cui­da­do.
Re­cha­zan­do con des­dén los ar­gu­men­tos y las sú­pli­cas de los án­ge­les lea­les, los til­dó de es­cla­vos en­ga­ña­dos. De­cla­ró que la pre­fe­ren­cia otor­ga­da a Cris­to era un ac­to de in­jus­ti­cia tan­to ha­cia él co­mo ha­cia to­da la hues­te ce­les­tial, y anun­ció que ya no se so­me­te­ría a esa vio­la­ción de sus de­re­chos y la de sus aso­cia­dos. Nun­ca más re­co­no­ce­ría la su­pre­ma­cía de Cris­to. Ha­bía de­ci­di­do re­cla­mar el ho­nor que se le de­bía ha­ber da­do, y asu­mir la di­rec­ción de cuan­tos qui­sie­ran se­guir­le; y pro­me­tió a quie­nes en­tra­sen en sus fi­las un go­bier­no nue­vo y me­jor, ba­jo cu­ya tu­te­la to­dos go­za­rían de li­ber­tad. Gran nú­me­ro de án­ge­les ma­ni­fes­tó su de­ci­sión de acep­tar­lo co­mo su lí­der. En­greí­do por el fa­vor que re­ci­bie­ran sus pro­pues­tas, alen­tó la es­pe­ran­za de atraer a su la­do a to­dos los án­ge­les, ha­cer­se igual a Dios mis­mo y ser obe­de­ci­do por to­da la hues­te ce­les­tial.
Los án­ge­les lea­les vol­vie­ron a ins­tar a Sa­ta­nás y a sus sim­pa­ti­zan­tes a so­me­ter­se a Dios; les pre­sen­ta­ron el re­sul­ta­do ine­vi­ta­ble en ca­so de re­hu­sar­se. El que los ha­bía crea­do po­día aba­tir su po­der y cas­ti­ga...

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