Filósofos de la paz y de la guerra
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Filósofos de la paz y de la guerra

Kant, Clausewitz, Marx, Engels y Tolstoi

W. B. Gallie, Jorge Ferreiro Santana, Jorge Ferreiro Santana

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Kant, Clausewitz, Marx, Engels y Tolstoi

W. B. Gallie, Jorge Ferreiro Santana, Jorge Ferreiro Santana

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Invitación a la relectura de Kant, Clausewitz, Marx, Engels y Tolstoi a partir del hecho de que, en su momento, cada uno de ellos contribuyó con su punto de vista a desarrollar un sistema de crítica hacia la paz y hacia la guerra. El autor enriquece dichas lecturas con enfoques nuevos que permiten reelaborar las tesis de los filósofos mencionados.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071625014
Categoría
Philosophie

IV. MARX Y ENGELS: LA REVOLUCIÓN Y LA GUERRA

LA INFLUENCIA de Clausewitz en la teoría militar de los siglos XIX y XX cae fuera del campo de este estudio. Me limitaré a decir que la exactitud con que su espíritu ha sido aprehendido por distintos teóricos militares me parece dar una medida útil de su inteligencia. Así, el viejo Von Moltke y el general De Gaulle (a juzgar por Le fil de l’epée) comprendieron a Clausewitz muy bien desde sus distintos puntos de vista. En cambio, aunque lo citaban libremente, Foch y Ludendorff fueron evidentemente incapaces de dominar ninguna de sus doctrinas clave y, para el caso, de seguir ninguno de sus argumentos sustentados. Sus principales críticos británicos, sir Basil Liddell Hart y el mayor general Fuller, adoptaron una posición un tanto aislada. Ambos confiesan apreciar destellos de mérito en los escritos de Clausewitz. Pero, para el primero, su imposibilidad de apreciar el estilo británico en la guerra continental era imperdonable, en tanto que, para el segundo, su ruina fue su adicción a la filosofía.
Sin embargo, desde los años cincuenta del siglo XIX hasta principios de los veinte del siglo XX hubo un grupo de pensadores que apreció las aportaciones de Clausewitz no sólo al pensamiento militar sino al pensamiento social en general, y que extrajo algunas de sus implicaciones más interesantes. Fueron ellos los padres del marxismo: el propio Marx, pese a sus muchas otras abrumadoras preocupaciones intelectuales, pero más particularmente Engels y Lenin. Los hechos principales acerca de la acogida de las ideas de Clausewitz por los fundadores del marxismo han sido cuidadosamente presentados por el historiador alemán contemporáneo Dirk Blasius,1 que ha demostrado, más allá de toda duda, no sólo lo seriamente que los dirigentes marxistas estudiaron De la guerra, sino también lo próximas a sus propias preocupaciones esenciales que reconocieron las enseñanzas de Clausewitz. Ése es un tema al que volveré en algunos puntos del capítulo presente.
El interés especial de los dirigentes marxistas por Clausewitz fue sólo una expresión de una faceta más general de su pensamiento: su preocupación cada vez mayor, tras 1849, por la importancia de la guerra y la fuerza militar, de los preparativos y las amenazas militares, para sus predicciones, sus planes y sus proyectos revolucionarios. Al llamar la atención hacia ciertos aspectos de esa preocupación —que quede entendido desde un principio—, no espero revelar ningún monstruoso venero de militarismo en el corazón de la doctrina económica y política marxista. Nada podría estar más alejado de mis intenciones. Sin embargo, no puedo abstenerme de observar la manera en que el interés por lo militar, sobre todo de Engels, ha sido pasado por alto por tantos comentadores británicos y (hasta hace poco) norteamericanos del marxismo. ¿Cuántos lectores británicos de Engels —entre sus fieles o sus opositores— están conscientes de que sus obras publicadas en el terreno militar superan en número a las de todos los demás temas y ascienden a más de 2 000 páginas de letra menuda en la edición alemana completa? En el acallamiento de ese aspecto del pensamiento marxista veo una vena de gazmoñería política cuyos motivos —como casi siempre ocurre con la gazmoñería— son mucho más sospechosos que su objetivo. Mi propia actitud hacia el pensamiento militar marxista es enteramente distinta. La crítica principal a que queda abierto, en mi opinión, es que no se halla suficientemente desarrollado de manera sistemática, ni vinculado de manera suficientemente clara a los principios medulares de la teoría política y social marxista. Y ese defecto, creo yo, ha tenido resultados nocivos para todos nosotros: cierto equívoco, cierta elusividad del pensamiento marxista en ese terreno siguen siendo, hasta la fecha, causa de auténtica incomprensión y de inevitable suspicacia. Pero, dicho lo anterior, en el pensamiento específicamente militar de los grandes marxistas encuentro más de alabar que de condenar. Pero, antes de ocuparnos de eso detalladamente, debo decir algo acerca de los antecedentes intelectuales y políticos contra los que se desarrolló ese aspecto de su pensamiento, y acerca de las razones principales por las cuales, en mi opinión, merece nuestra atención cuidadosa.
El marxismo, amalgama única de teoría filosófica, económica, sociológica y política, inspirada por una visión de la humanidad redimida de la ancestral opresión por medios revolucionarios, vio la luz a mediados de los cuarenta del siglo XIX. Todos estarán de acuerdo en que, por una parte, obtiene su inspiración inicial de las esperanzas y los sueños de 1789 (y, antes de ellos, de las doctrinas perfeccionistas de la Ilustración), pero también en que, desde sus propios principios, el marxismo consolidó y aclaró esas esperanzas y esos sueños, casi hasta hacerlos irreconocibles, mediante una nueva “interpretación de la historia” y un análisis económico original del funcionamiento del sistema capitalista. Respecto de las fuentes de esa consolidación y ese esclarecimiento sólo necesitamos señalar aquí un punto: eran, todas y cada una, realizaciones intelectuales muy recientes —su influencia ciertamente no se difundió sino hasta después de 1815— y consideradas en conjunto sugerían marcadamente que, con el fracaso de la aventura napoleónica, había empezado un capítulo enteramente nuevo de la historia europea. Pese a sus prodigiosas diferencias, la doctrina del Estado de Hegel, los análisis de Malthus y Ricardo, y la sociología industrial de Saint-Simon y sus discípulos se parecían en que orientaban a la humanidad —o al menos al hombre europeo— de nuevo hacia lo suyo, al cabo de 25 años de revolución y guerra cataclísmicas. Y lo suyo eran los problemas sociales, esto es, los problemas que estaban destinados a surgir en cualquier Estado europeo, y que también tenían posibilidad de difundirse a través de las fronteras de los Estados, independientemente de su poderío o sus tradiciones políticas. Sin duda, la llamada era de paz en que Marx y Engels crecieron contenía regustos anticipados de divisiones sociales amargas e irreconciliables: nuevos nacionalismos frenéticos y, en algunos países, odios de clase como Europa no había conocido desde el siglo XVI. Pero esos peligros empezaban a reconocerse como problemas esencialmente sociales en el sentido antes descrito y, más específicamente, como resultado del nuevo fenómeno social de la industrialización. Por eso, no era extraño que, al cabo de tres décadas después de la caída de Napoleón, Marx y Engels hayan escrito que toda la historia es la historia de las luchas de clases, y que durante el mismo periodo el profundo interés de Kant por el problema de la paz entre los Estados-naciones haya parecido a la mayoría de sus seguidores filosóficos una obsesión fuera de lugar. Los problemas de la paz y la guerra —así parecían creerlo los precursores del marxismo— serían resueltos, en la medida en que podían ser resueltos, sólo cuando fueran zanjados, de manera más o menos satisfactoria, problemas sociales más fundamentales que trascendían las fronteras y los conflictos estatales. Aquella suposición era a tal punto parte del espíritu de la época, que Marx y Engels juzgaron innecesario explicarla explícitamente en sus primeras obras.
La tragedia de 1848 y, sobre todo, el papel desempeñado en ella por el poderío militar ruso, lo mismo que las crisis diplomáticas sucesivas de principios de los cincuenta, sacaron a Marx y a Engels de sus sueños revolucionarios de juventud. Los cincuenta y los sesenta del siglo XIX fueron las décadas que transformaron al marxismo de manifiesto revolucionario sorprendentemente ingenioso en un sólido cuerpo de doctrina teórica y práctica que —con ayuda de algunos extraordinarios golpes de buena suerte— iba a cambiar el rostro político de Europa y del globo. Fueron también las décadas de las prodigiosas hazañas autodidácticas de Marx y Engels, hasta el punto de transformarse a sí mismos: Marx, para llegar a ser, según frase de Schumpeter, el más instruido de todos los grandes economistas, en tanto que Engels, aunque siguiera siendo un panfletista efectivo sobre casi cualquier tema social, hacía de sí mismo probablemente el crítico militar más perspicaz del siglo XIX. A principios de los cincuenta del siglo XIX, Engels emprendió un estudio exhaustivo de Clausewitz, Jomini, Willisen y otros teóricos militares. De Clausewitz aprendió a apreciar la continuidad de sucesos políticos y militares y, más específicamente, a reconocer que, en el siglo XIX, no sólo no podía pelearse guerra alguna por grandes ventajas políticas sin comprometimiento popular, sino que, inversamente, ese comprometimiento posiblemente fuera un invernadero de aspiraciones políticas y sociales entre los participantes. Sin embargo, de igual importancia fue su estudio meticuloso de la Guerra Civil norte americana, emprendido en conexión con los artículos semanales que escribía para la prensa británica y que aparecían con el nombre de Marx. Engels fue uno de los primeros teóricos militares en ver en esa prodigiosa lucha —que la mayoría de los europeos consideraban un asunto colonial de aficionados— signos de lo que podía esperarse en futuras guerras entre sociedades industriales: con una muy evidente superioridad de la defensiva y con presiones económicas que a la postre resultaban decisivas. Pero fue el triunfo del militarismo de Bismarck, y la supresión de la Comuna por las tropas gubernamentales francesas, lo que convenció a los fundadores del marxismo de que la guerra y la preparación para la guerra entre las grandes potencias europeas se había tornado un asunto de primera importancia para los planificadores del movimiento revolucionario de la clase obrera. Durante los últimos 10 años de su vida, la inteligencia siempre activa de Engels estuvo dividida entre planes para explotar la nueva situación militar —causada por la creación de ejércitos de masas de ciudadanos recientemente emancipados— y presentimientos más profundos y cuerdos en vista de la carrera armamentista y las alianzas de las principales potencias europeas.
Por el momento, huelga seguir adelante con ese hilo de la leyenda marxista. Baste decir que el marxismo, credo revolucionario que había sido concebido, y cuya estructura fundamental había sido consolidada, en una era de quiescencia militar (si no es que de auténtica paz), llegó a su madurez y a su efectividad política unos 30 años después, en una Europa obviamente dominada por la amenaza de la guerra total. De ahí, inevitablemente, esa relación lógicamente difícil entre la teoría marxista básica —con su énfasis en la continuidad a largo plazo de los adelantos socioeconómicos humanos, aunque éstos fueran impulsados por conflictos y crisis incesantes— y el reconocimiento cada vez más tajante por parte de los marxistas del efecto intrusivo y deformador que las rivalidades y las guerras entre Estados iban a desempeñar en la pronosticada transición del capitalismo al socialismo. Ciertamente, la verdadera tragedia del marxismo, a mi modo de ver, no radica en sus defectos inherentes (que son muchos) o en los defectos del sistema capitalista que trataba de desplazar (y que también son muchos), sino, antes bien, en el hecho de que el socialismo marxista, en el acontecer histórico, ha venido a enfrentarse al capitalismo occidental menos como su sustituto que como su rival por la hegemonía bélico-industrial del mundo, rivalidad que se ve acicateada por una nueva versión de la ancestral búsqueda suicida de la supremacía-en-nombre-de-la-seguridad-en-nombre-de-la-supervivencia.
Pero, si ése es el caso, ¿qué importancia, podríamos preguntar, tienen las obras clásicas del marxismo para nuestras preocupaciones presentes? Si el marxismo ha sido tan trágicamente alcanzado, y a decir verdad rebasado por los acontecimientos, ¿qué importancia, qué interés pueden tener siquiera aquellos textos marxistas que revelan el despertar de sus fundadores a la prueba —o a la locura— de nuestro clásico siglo de la guerra? Mi respuesta es la siguiente. Ciertamente, si en la actualidad fuésemos a volvernos hacia los clásicos marxistas en busca de orientación positiva —o a fortiori de alguna panacea— para sacarnos de nuestras angustias y nuestras decepciones bélicas, seríamos más que ingenuos. Hace mucho pasó el tiempo de que siquiera los marxistas buscaran salvación práctica en los libros sagrados de esa fe de mediados del siglo XIX. Pero todavía es posible, al menos en cuanto a nuestro tema, considerar a los grandes marxistas como un beneficio educativo, y sin duda como educadores, si contrastamos fuertemente esa palabra con la de autoridades, instructores o guías. Porque, cosa curiosa, en nuestro campo, sus peores errores intelectuales se pueden orientar en nuestro beneficio educativo. Como, a ese respecto, no plantearon clara y rígidamente doctrina alguna, su arrogancia intelectual, su hubris “científica”, su interés francamente oportunista por todo aspecto del sistema bélico de su época, sirven como acicate para alertar el pensamiento más que como esposas para sujetarlo. Desde luego, para disfrutar de ese beneficio educativo debemos abordar a los clásicos marxistas con el criterio apreciativo del historiador intelectual, no con el fariseísmo de la percepción tardía vulgar. Debemos apreciarlos por lo que fueron, en sus sueños y sus realizaciones durante el medio siglo anterior a 1914, sin referencia a acontecimientos posteriores cuya evaluación final se encuentra todavía mucho más allá de nuestro alcance. Por eso, por un momento, recordemos para nosotros mismos el tipo de hombres que fueron, en sus obras y en sus hechos, durante sus años más intelectualmente activos, más que en términos de su inflexible legado político.
Desde luego, fueron revolucionarios; pero revolucionarios de un tipo muy especial, concebible sólo en su propia época y en sus propios países: Europa, y Alemania y Rusia en particular, del siglo XIX y principios del XX. Fueron revolucionarios fanáticos o, si se prefiere, dedicados; pero sospecho que ellos habrían, sin excepción, desaprobado el segundo epíteto, casi tan vehementemente como el primero. Se llaman a sí mismos (de acuerdo con la descripción que Engels hizo de Marx) “socialistas científicos”. ¿Habrían, entonces, aspirado a ser “revolucionarios científicos”? A nuestros oídos, la frase es tan absurda como ambigua. O bien, ¿habrían pretendido ser revolucionarios profesionales? En nuestra época, esta frase suena injustamente peyorativa. Sin embargo, los atributos “científico” y “profesional” efectivamente sugieren un aspecto importante de su carácter revolucionario. Aquí, la palabra “científico” carece de connotación exacta; pero señala el hecho de que los marxistas clásicos consideraban sus objetivos revolucionarios y los principales medios para llegar a ellos en términos que habrían resultado inconcebibles antes de la revolución científica de los siglos XVII y XVIII, y que serían igualmente inconcebibles desde las grandes crisis y las “liberaciones” de la ciencia física de nuestro siglo. Ellos creían que su programa revolucionario se conformaba tanto con ciertas leyes muy generales que se aplicaban al desarrollo y a la disolución final de todo sistema político-económico conocido, como con ciertas leyes mucho más específicas que se aplicaban al desarrollo y a la disolución futura del sistema capitalista en particular. Eso los capacitaba para presentar el tipo de cambio social en que creían tan apasionadamente, no de manera tan simple de acuerdo con las leyes de la dinámica social, sino, a la vez, como algo que con el tiempo debe ocurrir inevitablemente y —lo que era todavía más importante— como algo capaz de ser acelerado por la previsión, la organización y la dedicación humanas adecuadas. Dicho aspecto del pensamiento marxista es suficientemente conocido. Pero, ¿qué hay de su “profesionalismo”?
Ése no se describe ni se aprecia tan fácilmente. Como todo profesionalismo, se basaba, si no en la ciencia establecida, cuando menos en lo que sus partidarios creían que era la mejor teoría pertinente disponible; y, como todo pro fesionalismo, implicaba una preocupación constante por temas que caían dentro de su campo, con el riesgo concomitante de considerar todo suceso de importancia desde su propio punto de vista (como los abogados tienden a considerar todos los problemas importantes como problemas legales, y como también ocurre con los políticos, los ingenieros, los médicos, etc.). Eso tenía por efecto hacer algunos de sus comentarios —especialmente sobre problemas políticos burgueses— fastidiosamente predecibles y puerilmente despreciativos. Pero, en otros aspectos, sobre todo los de la guerra y la paz entre las potencias europeas, su interés revolucionario, considerado en conjunción con la supuesta estructura científica de su pensamiento, hacía de ellos analistas del panorama político notablemente ágiles y con frecuencia profundos. Antes de ellos, muy pocos autores habían tratado de penetrar bajo la superficie de los sucesos internacionales o habían tenido éxito notable alguno al predecirlos. Sin embargo, Marx y sus seguidores más inmediatos, armados de su teoría general del desarrollo del mundo y de lo que consideraban su visión profunda teóricamente completa del...

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