El pueblo del Sol
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Alfonso Caso

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El pueblo del Sol

Alfonso Caso

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Exposición de motivos del autor sobre el mundo espiritual azteca, el cual resulta indispensable para los estudiosos en emprender a fondo la visión del mundo de esa cultura, así como el modo de reaccionar frente a la naturaleza y frente al hombre

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Información

CALENDARIOS

Dos calendarios existían entre los aztecas, que determinaban sus ceremonias religiosas. El más importante era el llamado tonalpohualli, que consiste en la unión de una serie de veinte signos, con otra serie de números, de 1 a 13, combinándose los signos y los números de tal manera, que siguen ambas series un orden invariable y que no se repite la misma combinación de signo y número, hasta que han transcurrido 13 x 20, o sean 260 días.
Así la serie de los signos es la siguiente:
Lagarto Mono
Viento Yerba
Casa Caña
Lagartija Tigre
Serpiente Águila
Muerte Zopilote rey
Venado Temblor
Conejo Pedernal
Agua Lluvia
Perro Flor
La serie de los trece números va en su orden normal: 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13.
Combinando ambas series se obtiene para nombre del primer día “1. Lagarto”; para el segundo “2. Viento”; para el tercero “3. Casa”, etc., hasta llegar al día “13. Caña”. El día siguiente se llamará “1. Tigre”; el siguiente “2. Águila”, etc. Cuando se ha llegado al día Flor, se vuelve a contar el día Lagarto, con el número que le corresponde.
Este calendario ritual o tonalpohualli es una de las invenciones más originales de las culturas indígenas de Mesoamérica. Es antiquísimo, pues lo encontramos usado ya en Oaxaca con la primera cultura que florece en los valles, la que llamamos Monte Albán I, varios siglos antes de la era cristiana, y forma la base esencial de todos los otros cómputos calendáricos de mayas, zapotecos, mixtecos, totonacos, huaxtecos, teotihuacanos, toltecas, aztecas, etcétera.
Todos los pueblos de Mesoamérica conocían y usaban este calendario, y el día que se llamaba con un nombre en México, por ejemplo el día “13. Serpiente”, se llamaba con un nombre igual o correspondiente en toda la extensión de Mesoamérica, desde el Pánuco hasta Nicaragua, y desde Sinaloa hasta Yucatán.
El período de los 260 días, o sea el tonalpohualli, estaba escrito en libros especiales que se llamaban tonalámatl, “papel o libro de los días”, y los sacerdotes que interpretaban sus signos y la suerte de los días fastos o nefastos recibían el nombre de tonalpouhque.
No sabemos en dónde se originó este calendario ritual, tan importante y tan característico de México y Centroamérica que podríamos llamar a la zona mesoamericana “zona del tonalpohualli”, pero indudablemente su invención es antiquísima, y debe haber sido la creación de un pueblo con un alto grado de cultura, pero anterior a todos los pueblos cuyas culturas conocemos actualmente.
Este período de 260 días, de nombres diferentes por el número o por el signo, era un período mágico que servía a los astrólogos aztecas para predecir y evitar la mala suerte que le correspondía a un hombre que había nacido en un día mal afortunado, pues ponían al niño el nombre del día en que había nacido. Pero como también los dioses llevaban los nombres de los días de su nacimiento, o de aquellos en que habían ejecutado algún acto importante que debía ser conmemorado, las ceremonias que se celebraban con este motivo ocurrían cada 260 días, es decir, cuando volvía a repetirse el nombre del día en el tonalpohualli.
Es particularmente notable la ceremonia que se verificaba en honor del Sol, en el día llamado “4. Movimiento o Temblor”, y que conmemoraba el día en que el astro, después de creado, empezó a moverse, y también el día en que había de terminar por los terremotos, según hemos explicado al tratar de la creación del Sol actual.
Esta fiesta se hacía probablemente ante la piedra que conocemos ahora con el nombre de “Calendario azteca” en el edificio llamado Quauhxicalco. Tomaban a uno de los prisioneros que habían hecho en la guerra y después de pintarle el cuerpo como a los dioses estelares, blanco con rayas rojas, huahuantin, le daban un báculo, una rodela y un envoltorio, en el que iban plumas de águila y pinturas blancas, y lo conducían al templo donde, antes de subir, lo arengaban para que llevara al Sol esos objetos como presente y le rogara por la salud y buena suerte de los mexicanos. Subía el cautivo muy despacio la escalera del templo, deteniéndose en cada uno de los escalones para denotar el curso del Sol, y llegando arriba era sacrificado por los sacerdotes, sacándole el corazón y ofreciéndolo al astro. Todo el pueblo practicaba ese día el autosacrificio, sacándose sangre de las orejas y de otras partes del cuerpo, y guardaba un riguroso ayuno hasta el mediodía. Por la tarde bailaban los nobles, adornados con sus mejores galas, porque ésta era una fiesta de los señores y especialmente de las órdenes militares de los caballeros águilas y tigres, que estaban dedicados al culto solar.
Cuando tocaba en el calendario el día llamado “1. Serpiente”, lo consideraban como especialmente afortunado y próspero. Era favorable para los mercaderes y tratantes, especialmente aquellos que iban a tierras lejanas, llevando y trayendo mercaderías, y que recibían el nombre de pochtecas. Tanto era así, que los mercaderes esperaban que llegara este día del calendario, llamado “1. Serpiente”, para iniciar sus expediciones de comercio, y hacían un gran banquete al que convidaban a los mercaderes viejos, los llamados pochtecatlatohque y a los más distinguidos hombres de su clan o calpulli, para comunicarles sus proyectos de viaje.
Acabado el banquete se levantaban los viejos mercaderes y les daban consejo sobre la forma como habían de proceder, les exponían los peligros y trabajos a que estaba sujeta la profesión; pero al mismo tiempo les señalaban las ventajas que tenía, ya que ganaban honra y riqueza, y entonces el mercader en un galano discurso contestaba a los ancianos, agradeciéndoles las palabras que habían dicho, “palabras sacadas del tesoro que tenéis guardado en vuestro corazón, que son bellas como el oro y piedras preciosas y plumas ricas” y por tal las recibía y estimaba.
Entonces se iniciaba para la familia del que se iba un período de luto. Sólo de cuatro en cuatro meses podían lavarse la cabeza y la cara, aun cuando podían lavarse el cuerpo, y si moría el mercader en el camino, a los cuatro días de recibido el aviso de su muerte, ya podían lavarse y bañarse la cabeza, y si había muerto por mano enemiga formaban su estatua de varas, atadas unas con otras, y la componían con los papeles y otros atavíos que usaban para este efecto, y así compuesto, llevaban la estatua al templo del calpulli, al que pertenecía el mercader, y allí la dejaban todo el día y estaban delante de ella llorando al muerto, y a la medianoche cargaban con la estatua y la llevaban al patio del templo y allí la quemaban, con lo que se acababan las ceremonias en honor del difunto.
Pero la mayor parte de las fiestas y ceremonias religiosas se regían por el calendario anual, que estaba dividido en dieciocho meses de veinte días, más cinco días que llamaban nemontemi y que, por considerarse aciagos, no se celebraba en ellos ninguna fiesta.
Como los meses estaban dedicados a sus dioses mayores, en cada mes se hacían ceremonias que variaban y que generalmente tenían por objeto representar, de un modo simbólico, la vida del dios o su nacimiento. Era una forma de suplicar al numen la repetición de sus favores.
Naturalmente que, siendo el calendario anual un calendario agrícola, muchas de estas fiestas son en honor de Tláloc o de las deidades de la vegetación; pero hay otras dedicadas a Huitzilopochtli, a Tezcatlipoca y a otros de los dioses mayores.
Una ceremonia interesante por su simbolismo tenía lugar en el sexto mes llamado “Tóxcatl”. Un joven cautivo de guerra era elegido como representación o encarnación del dios Tezcatlipoca. Durante todo el año los sacerdotes lo enseñaban a portarse como un personaje de la corte, haciéndole adquirir los modales de un noble. Le enseñaban también a tañer en las flautas de barro y le daban un séquito escogido para que lo acompañara y atendiera, como si se tratara de un señor. Vestido con los atavíos del dios, se paseaba por las calles de la ciudad, llevando como los nobles un ramillete de flores y fumando tabaco en una caña ricamente dorada. Todo el que encontraba a esta representación viviente de Tezcatlipoca le hacía gran reverencia y se le tenía en tanta estima como si fuera el mismo rey.
Al principiar el mes de “Tóxcatl”, esto es veinte días antes que se celebrara la fiesta, se le cambiaba el vestido, poniéndole el que usaban los grandes capitanes y hombres de guerra, y se le casaba con cuatro doncellas llamadas Xochiquetzal, Xilonen, Atlatonan y Huixtocíuatl, que eran como encarnaciones de las esposas del dios de la providencia.
Cuando ya llegaba el día de la fiesta, grandes ceremonias, bailes y banquetes eran dados en honor de este joven, y todos, lo mismo los nobles que los macehuales, lo festejaban y alababan como si realmente su poderío debiera durar constantemente.
El día de la fiesta, en una de las canoas reales, era llevado con sus esposas y acompañantes hasta un lugar de la ribera del lago en el que había un templo pequeño y descuidado. Aquí lo dejaban las mujeres, que habían estado con él en la época de su prosperidad, y el brillante séquito que lo acompañaba y, casi solo, con unos cuantos pajes, emprendía la marcha hacia el templo, llevando en las manos las flautas de barro con las que tocaba cuando era considerado gran señor.
Llegando a la escalinata del templo, hasta sus mismos pajes lo abandonaban y él ascendía solo, rompiendo en cada escalón una de las flautillas, símbolo de su pasada grandeza.
Así subía, muy despacio, por las gradas del templo, y cuando llegaba arriba, ya lo estaban esperando los sacrificadores que lo despojaban de sus últimas galas y lo tendían en la piedra de los sacrificios, arrancándole el corazón.
Decían —comenta Sahagún— que esto significa que los que tienen riquezas y deleites en la vida, al cabo de ella, han de venir a terminar en pobreza y dolor.
Luego que moría este joven, elegían a otro para que representara al dios, y lo regalaban y cuidaban de la misma manera, hasta que al año siguiente volvía el mes de “Tóxcatl”, que significaba el fin de su vida.
Otra ceremonia, curiosa por su semejanza con ciertas fiestas populares europeas, es la que se hacía en el mes “Xocotlhuetzi”.
Durante el mes anterior, iban al monte y cortaban un árbol muy alto, que tuviera aproximadamente unos quince metros. Debía ser perfectamente recto y no tan grueso que no pudiera ser abrazado por un hombre.
Traían este árbol, que llamaban xócotl, desde donde se encontraba, con muchas ceremonias, cantándole y bailándole como si se tratara de un dios, y así lo llevaban montado sobre otros maderos, para que no se dañara la corteza. Cuando llegaban cerca de la ciudad, salían las señoras nobles a recibir a la comitiva, llevando jícaras con chocolate y guirnaldas de flores que colgaban al cuello de los portadores.
Danza del Xocotlhuetzi (Borbónico 28)
Después hacían en la plaza un agujero y clavaban allí el xócotl; le ponían en la parte de arriba dos maderos atados en cruz y hacían con semilla de amaranto, que nosotros llamamos “alegría”, la estatua del dios, a la que adornaban con papeles blancos que le servían como de vestidos y adornos, así como grandes tiras de papel de varios metros de largo, que revoloteaban en el aire como banderolas.
También colgaban de este árbol unas gruesas cuerdas que llegaban casi hasta la base.
Cuando terminaban todas las otras ceremonias que se hacían en este mes llamado “Xocotlhuetzi”, corría la gente a la plaza, en donde estaba el árbol enhiesto, y a su pie estaban los jefes de los jóvenes defendiendo la subida, para que no se adelantaran unos a otros, y a golpes impedían que los más audaces tomaran ventaja a sus compañeros; pero, cuando se daba la señal de que podía comenzar el juego, todos los jóvenes se lanzaban a una, y por las cuerdas trataban de subir y llegar a la parte más alta en donde estaba la estatua del dios hecha de semilla de amaranto.
Colgaban verdaderos racimos de jóvenes de cada cuerda, ya que todos pretendían alcanzar el gran honor que se derivaba de haber llegado hasta la estatua, pero sólo aquellos que eran hábiles esperaban que las cuerdas estuvieran llenas de hombres, y subiendo por las espaldas de unos y otros, emprendían su camino hacia la parte de arriba y llegaban más pronto que los más impacientes. El que primero llegaba tomaba la estatua del ídolo que estaba arriba, armado con su escudo, sus dardos y su lanzadardos, y unos como grandes panes o tamales hechos de la misma pasta; los desmenuzaba y arrojaba sobre la gente que estaba abajo y todos pretendían tener aunque fuera una pequeña brizna de esa masa del dios, para comerla y comulgar con la divinidad. Y cuando descendía, armado con las armas que había quitado al dios, como enemigo, lo recibían abajo con grandes vítores y lo llevaban los viejos a los altos del templo, en donde le daban joyas y otras regalías y le ponían una manta de color leonado que tenía una orla, hecha de pelo de conejo y plumas, que sólo debían traer como insignia, en público, aquellos que habían logrado realizar esta hazaña. Así vestido, bajaba del templo rodeado por los sacerdotes a los que encabezaban los más viejos, y en medio de los son...

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