Cuentos completos
eBook - ePub

Cuentos completos

  1. 475 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Cuentos completos

Descripción del libro

Como etnólogo, al recorrer la república mexicana, Rojas González conoció y estudió las precarias condiciones en que han vivido núcleos indígenas distantes. No se detiene en el folclor --brujerías, supersticiones--, sino que a través de las costumbres profundiza en lo social.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Cuentos completos de Francisco Rojas González en formato PDF o ePUB. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

ISBN del libro electrónico
9786071625045

S E D

En el campo
LA RESTITUCIÓN
A José Muñoz Cota
LA TARDE se enganchaba en los breñales del potrero; el crepúsculo, como una cortina bermeja, cerraba la escena.
Los hombres marchaban unos tras otros mudos por el cansancio, silenciosos en medio del piélago de la desesperanza. Sus huaraches sumíanse en el polvo rojizo del camino, mientras la resequedad del otoño se les metía toda por la boca, hasta hacerlos carraspear. El sol terminaba su jornada, escurriéndose como gota de metal candente tras los picachos más altos de la sierra y los grillos hacían falsete a la canción eterna de la campiña. El caminar de los hombres se prolongaba. Hacía dos horas que habían dejado en paz la hoz y la guadaña y hacía dos horas, también, que habían emprendido el regreso a sus hogares. El camino era largo y aburrido. Segaban por entonces el potrero del Gorrión, el más lejano del casco de la hacienda. Los viejos les aconsejaban, para hacer menos penosa la caminata, que cantaran a coro el “alabado” como ellos lo hacían allá en sus buenos tiempos; pero los jóvenes, pensando de otro modo, creían que valía más mirar cara a cara a la angustia, espolearse ferozmente hasta hacer que la bestiecilla hambrienta saltara el lienzo espinoso de los convencionalismos, para encontrarse en campo abierto y fecundo.
La noche se echó sobre ellos con la fiereza de un águila caudal. Las estrellas descolgaban sus hilillos de luz hasta hacerlos chocar en las aristas agresivas de los pedruscos; un conejo asustado levantó al aire su rabillo blanquecino y se perdió entre los huizaches, presa de pavor injustificado. Luego el ladrido agudo de un perro y las lucecitas que guiñaban tras de las paredes de tule de los jacales del rancho. Bajaba la última cuesta el apretado grupo de campesinos, cuando un mocetón enorme y negro se puso al habla con aquel otro larguirucho y desgarbado que abría la marcha:
—Oye, Juvencio, ¿qué milagro que ora no nos has discursiado de agrarismo?
—Es que vengo redengao, vale Tacho, no me quedan alientos más que pa irme a tirar panza arriba en el petate... Me eché solo dos tareas de jilo en todo el día.
—Pos ora que ya pedimos la restitución tú tienes que decirnos muchas cosas, igual qui’antes, no sea que se desavalorinen a l’ora de l’ora. Échales otra habladita, ya sabes que todos hacen lo que tú les dices.
—Ya se las echaré, ya se las echaré —dijo con desgano Juvencio, mientras apretaba el paso con dirección a su casa.
Cuando el campesino empujó la puerta de su jacal, sus tres hermanos, sentados en cuclillas en torno del molcajete, comían a grandes tarascadas las gruesas tortillas que salían de manos de la madre, la señora Pánfila, vieja seca y correosa como una garrocha de otate. El chisporroteo del fogón permitía observar aquella cara larga, de facciones durísimas, como labrada a machetazos en el tronco de un mezquite; sus ojos chiquitines veían viva e inquietamente, como los de una ardilla acosada. Juvencio entró al jacal y fue a besar la mano que le tendió la madre.
—Buenas noches, madre —dijo en voz alta.
—Buenas, Juvencio, qué tal te jue...
—Buenas, muchachos —dijo dirigiéndose a sus hermanos.
—Y de veras que hoy son buenas —contestó el chico—. No tienes más nuevas que ya llegaron los ingeñeros.
—Y traen —agregó otro— un antiojote con el que andan viendo las tierras.
—El amo está que se le pueden tostar chiles en el lomo —dijo entre carcajadas el tercero.
Juvencio no contestó, se dejó caer sobre un banco y clavó su vista en las llamitas azules y enrojecidas que danzaban optimistas en medio del fogón.
—¿No cenas, hijo? Te tengo tres gordas de cebada con sal; ahora amaneció el máiz tan caro, que no me alcanzó lo que había para comprarlo en la troja... Anda, cómetelas, nomás no bebas agua porque te atorzonas.
—No, madre, no ceno —dijo el muchacho continuando en su extraña actitud.
—Tú sí que eres chistoso, Juvencio —exclamó uno de los hermanos—. Cuando debías estar alegre porque te salites con la tuya, te pones triste como perro atiriciado... ¿Pos qué pasa pues?
—Es que está cansado —contestó la madre, pasando su mano por la cabeza del hijo consentido—. ¿Verdá, Juvencio?
El muchacho no contestó.
Entonces la vieja, un tanto alarmada por la actitud del mayor de sus hijos, sintióse en el deber de inyectarle algo de su entusiasmo:
—¡Vamos ganando, hijos...! Por fin la tierra volverá a ser nuestra. La tierra donde descansa el cuerpo de su padre; ese probe cuerpo al que le esprimieron l’ánima por tristes dos reales diarios... Los hijos de ustedes, mis nietos, les tendrán que echar muchas bendiciones, cuando dueños de una parcela no tengan que tragar cebada resquebrajada en lugar de máiz, qu’es la comida de los cristianos. ¡Vamos ganando, muchachos, y que viva la Revolución!, como dijo este diablo de Juvencio el día de la junta con el máistro de escuela —y sus puños anchos y secos se alzaron al aire en ademán imponente.
Juvencio dejó que su madre terminara de hablar, para ponerse de pie y salir bruscamente del jacal, sin decir palabra.
—¿Qué tábano del diantre habrá picado a éste? —preguntó la madre.
—Quén sabe —dijo uno de los muchachos—. Como es tan atravesao, es capaz de irle a armar boruca a don Demetrio, que anda dizque encabezando a la guardia blanca del señor Manuel.
—Vamos saliendo a buscarlo —propusieron los otros dos.
—No —dijo la madre prudentemente—, no creo que mi Juvencio sea tan atascao de ir a clavarse en las astas de un toro. A dormir todo el mundo, mientras yo levanto los trastes de la cocina.
Los tres muchachotes se echaron en sus petates, a poco roncaban estruendosamente.
La señora Pánfila terminó el quehacer de la cocina y cuando se disponía a tirarse a dormir, escuchó en el corral cacarear a las gallinas y luego ladrar al perro muy cerca de la puerta.
—Es el coyote —díjose, y provista de una gruesa tranca salió decidida a escarmentar a la alimaña.
Quedo, quedito atravesó el corral y llegó a la cerca de nopales. Con la clara luz de las estrellas pudo distinguir a dos hombres que hablaban. Llena de curiosidad se acercó hasta poder escuchar perfectamente.
—...y como te decía ayer, Juvencio... de fraile y viejo hay que óir consejo... el amo don Manuel te almira... Dice que tú eres el más entabacao del rancho y el único capaz de mandar la guardia blanca...
—Yo no sé, don Demetrio, cómo el amo me manda estas embajadas. Él sabe bien que yo jui el mero agitador; que yo empecé con el argüende del agrarismo. No puedo traicionar a la gente; no puedo porque todos tienen confianza en mí; hasta mi madre está alborotada con el reparto.
—¡Y qué con que...! Tú no ganarás nada el día en que les den la tierra a cien pelaos mugrosos. A ti ni creas que te van a dar más que a ellos; te toca lo mesmo que a todos: una rebanada de temporal, donde van a recoger puras zancas de pinacate. De otro modo tú serás el mandón; tendrás caballos, tierras de riego a medias, ganado, armas, dinero... ¡Qué más queres! Yo por viejo no he sido el escogido; pero tú sí tienes los requisitos para el caso. Anda, hombre, acecta siquiera pa que tu madrecita, la güena de mi comadre Pánfila, deje ya de trajinar; la probe está más trabajada que una yegua en tiempo de trilla y ustedes, los cuatro labregones, no ganan todos juntos pa ponerle más que sea una criadita que le dé la mano.
El último disparo hizo terribles daños a la tambaleante fortaleza. Juvencio quedó mudo, con la barba clavada en el pecho y removiendo la tierra suelta con el huarache.
—Anda, resuelve luego —dijo dulcemente don Demetrio—, porque desde mañana vamos a empezar la batida de estos ladronzuelos...
Juvencio no levantaba la cara.
—Vamos, hombre —dijo terminantemente el viejo—, vamos a ver al amo. Tú serás el mandón de todos nosotros... Mañana los agarramos desaprevenidos; nadie desconfía y por eso en tres patadas les vamos a dar su tierra... Sólo que en lotes más chiquitos: cuatro varas de fondo por tres de largo y en el camposanto, donde la tierra es puro tepetate —y tomando del brazo al muchacho, le hizo caminar como un títere.
La señora Pánfila volvió al jacal, apagó la luz y se echó en su petate.
A la media noche chirrió levemente la puerta de la casucha para dejar pasar a Juvencio; entró éste sin hacer ruido y se acostó en su rincón. La luna, a esa hora en esplendor, metía un manojo de rayos por el claro del techado, permitiendo que doña Pánfila viera el brillo de las armas, que descansaban al alcance de la mano de Juvencio.
Al amanecer el muchacho se levantó sin hacer ruido; se fajó la pistola a la cintura y abrazó el rifle para salir cautelosamente. En la garganta de la señora Pánfila se ahogó un grito.
Pasó un rato. Afuera los pájaros saludaban a la mañanita.
Luego, seis, doce, quince disparos que el eco engarzó como cuentas de un rosario. Después gritos destemplados, correr de caballos, blasfemias.
Doña Pánfila se retorcía en el petate agarrada de su angustia.
Instantes después se oyeron gritos cercanos a la puerta de su jacal. Una avalancha de campesinos armados con hoces, azadones y coas penetró hasta adentro de la casa.
—¿On’tá Juvencio, señora Pánfila?, ¿on’tá?
—Venimos —dijo uno— a que nos dirija para acabar con la guardia blanca. Orita mesmo liquidaron ellos a Florentino el Virolo, nuestro Comisariado... No tenemos jefe, andamos sin cabeza... ¿On’tá Juvencio?
—Desde anoche —informó otro atropelladamente— sabíamos que estos perros andaban alborotados y velamos hasta orita; pero no pudimos empedir que se echaran a la mala al Virolo... ¿Y Juvencio, señora Pánfila?
—Juvencio... Juvencio —dijo sordamente la vieja—. Tuvo que ir a la estación por unos jierros de los ingeñeros... Él no está aquí; pero están estos tres —y señaló a sus hijos—; llévenselos, llévenselos ustedes, de algo les han de servir.
Cuando la madre decía eso, ya los tres muchachos se habían incorporado llenos de bríos al grupo de agraristas.
—¿Y la guardia blanca on’tá? —se atrevió a preguntar la señora Pánfila.
—Juyeron los chivatos, comadre —dijo un viejo greñudo y feo—, juyeron pal agostadero, con rumbo a la casa de don Demetrio, creo que allí se van a hacer juertes...
Y era verdad. La guardia blanca, después de asesinar al Comisariado Ejidal, fue sorprendida por los campesinos que esperaban alertas la agresión; a su empuje dejaron el terreno y para rehacerse o para quitar al patrón cualquier responsabilidad molesta, optaron por huir.
Los pastales eran tan altos que alcanzaban a tapar a un hombre a pie. El viento apacible de la estación rizaba, como si se tratara de una laguna, aquella llanada de zacate seco y amarillento. En medio del potrero estaba el jacal de paja del viejo Demetrio; allí se habían parapetado los asesinos.
La turba agrarista se aprestaba al ataque definitivo; todos los habitantes del rancho se apelotonaban asustadizos y curiosos, dispuestos a no perder un solo detalle de la acción.
En la mente de un estratega rural relampagueó la idea diabólica: había que prender fuego por los cuatro lados del pastal; la casa de paja de Demetrio ardería como yesca... “y de esta hecha —dijo el ocurrente—, no saldrán vivos ni los zorrillos”.
El plan fue recibido entre aplausos y alaridos.
De pronto salió de la multitud un hombre agitadísimo. Con la voz quebrada por la emoción, dijo a gritos:
—Un momento, señores, no prendan fuego al zacate; entre la guardia blanca anda Juvencio Torres, nuestro amigo, nuestro guía, al que debemos que haigan venido los ingeñeros; el que pidió al gobierno que se nos devuelvan nuestras tierras... ¡Un momento, no prendan fuego todavía...!
—Sí, que priendan juego al zacate seco, no faltaba más —dijo la voz cascada de doña Pánfila—. Mi hijo Juvencio Torres no está entre ellos, ya les dije que ganó pa la estación esta madrugada... Jue por unos jierros que son menester a los ingeñeros pa empezar la tasajeada.
—Pero si Jesús el milpero lo vido con ...

Índice

  1. Portada
  2. ...Y OTROS CUENTOS
  3. SED
  4. MÁS CUENTOS
  5. EL DIOSERO
  6. CUENTOS FINALES
  7. APÉNDICE