Crítica de la modernidad
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Crítica de la modernidad

Alain Touraine, Alberto Luis Bixio, Alberto Luis Bixio

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Crítica de la modernidad

Alain Touraine, Alberto Luis Bixio, Alberto Luis Bixio

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Información del libro

Después de pasar revista al triunfo y la caída de la concepción clásica de la modernidad, Touraine la desliga de la tradición histórica que la reduce a la razón; introduce el tema del sujeto y la subjetividad, y se pregunta cómo crear mediaciones entre economía, cultura, libertad, sujeto y razón en el intento de que estas figuras hablen entre sí.

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Información

Año
2015
ISBN
9786071626257
Categoría
Sociología

Tercera parte

NACIMIENTO DEL SUJETO

9. EL SUJETO

RETORNO A LA MODERNIDAD

Todo nos obliga a reconsiderar el siguiente interrogante: ¿puede identificarse la modernidad con la racionalización o, más poéticamente, con el desencanto del mundo? Asimismo, hay que aprovechar las lecciones de las críticas antimodernistas al final de un siglo que estuvo dominado por tantos “progresismos” represivos o hasta totalitarios, pero también por una sociedad de consumo que se consume en un presente cada vez más breve, una sociedad indiferente a los deterioros que produce el progreso en la sociedad y en la naturaleza. Pero para hacerlo, ¿no debemos retroceder e interrogarnos acerca de la naturaleza de la modernidad y sobre su nacimiento?
El triunfo de la modernidad racionalista rechazó, olvidó o encerró en instituciones represivas todo aquello que parecía resistir al triunfo de la razón. ¿Y si ese orgullo del hombre de Estado y del capitalista, en lugar de haber servido a la modernidad, la hubiera amputado en una gran parte, quizá lo esencial de ella, de la misma manera en que las vanguardias revolucionarias destruyen los movimientos populares de liberación en mayor medida seguramente que sus enemigos sociales o nacionales?
Cerremos sin tardanza algunos de los caminos que sólo nos conducen a respuestas falsas; ante todo, el de la antimodernidad. El mundo actual acepta la idea de modernidad. Sólo algunos ideólogos y algunos déspotas recurren a la comunidad encerrada en su tradición, en sus formas de organización social o de creencia religiosa. Casi todas las sociedades están penetradas por formas nuevas de producción, consumo y comunicación. El elogio de la pureza y la autenticidad nacional es cada vez más artificial y aun cuando los dirigentes lancen anatemas contra la penetración de la economía mercantil, las poblaciones se encuentran atraídas hacia esa economía como los trabajadores pobres de los países musulmanes son atraídos a los campos de petróleo del Golfo Pérsico, los subempleados de América Central hacia California y Texas o los del Magreb hacia Europa occidental. Fingir que una nación o que una categoría social tenga que elegir entre una modernidad universalista, destructora, y la conservación de una diferencia cultural absoluta es una mentira demasiado gruesa como para no encubrir intereses y estrategias de dominación. Todos nosotros estamos embarcados en la modernidad; la cuestión está en saber si lo estamos como remeros de galeras o como viajeros con sus equipajes, impulsados por una esperanza y conscientes también de las inevitables rupturas. Simmel ha hecho del extranjero la figura emblemática de la modernidad; hoy habría que elegir la figura del inmigrante, viajero colmado de recuerdos y proyectos, que se descubre y se construye a sí mismo en el esfuerzo cotidiano por ligar el pasado y el futuro, la herencia cultural y la inserción profesional y social.
El segundo camino que debemos vedarnos está indicado por la imagen del “despegue”, como si el ingreso en la modernidad supusiera un esfuerzo, una separación violenta del suelo de la tradición, y luego, después de una fase de torbellinos y de peligros, se alcanzara una velocidad de crucero, una estabilidad que permitiera distenderse e incluso olvidar los puntos de llegada y de partida para gozar de la liberación de las coacciones ordinarias. Esta idea se encuentra muy presente hoy, como si cada país debiera imponerse un siglo de duros esfuerzos y conflictos sociales antes de entrar en la tranquilidad de la abundancia, la democracia y la felicidad. Los primeros países industrializados ya habrían salido de la zona de las tempestades; los nuevos países industriales, como el Japón y otros de Asia, estarían todavía realizando plenos esfuerzos, en tanto que muchos esperarían con impaciencia el momento de entrar en ese purgatorio de la modernidad. Esta visión optimista de las etapas del crecimiento económico no resiste un juicio más realista sobre el mundo actual, perturbado y desgarrado desde hace un siglo y en el que el número de los que mueren de hambre no deja de aumentar.
Un tercer camino nos conduce a un callejón sin salida; se trata del camino que identifica la modernidad con el individualismo, con la ruptura de los sistemas que Louis Dumont llama holistas. La diferenciación funcional de los subsistemas, en particular la separación de la política y la religión o de la economía y la política, la formación de universos de la ciencia, el arte, la vida privada, son ciertamente condiciones de la modernización, pues anulan los controles sociales y culturales que antes aseguraban la permanencia de un orden y se oponían al cambio. La modernidad se identifica con el espíritu de la libre investigación y choca siempre con el espíritu doctrinario y la defensa de los aparatos de poder, como lo ha dicho con fuerza Bertolt Brecht en La vida de Galileo Galilei. Pero, hay que repetirlo, nada permite identificar la modernidad con un modo particular de modernización, el modelo capitalista, que se define por la extrema autonomía de la acción económica. De Francia a Alemania y de Japón o Italia a Turquía, Brasil o la India, la experiencia histórica ha mostrado, por el contrario, la acción casi general del Estado en la modernización. Separación de los subsistemas, sí, pero también movilización global. Si el individualismo desempeñó una gran parte en la industrialización, la voluntad de unidad o de independencia nacional desempeñó una parte igualmente importante. ¿Puede considerarse pues la idea protestante del “esclavo albedrío” y la idea de la predestinación como ejemplo de individualismo? Es en los Estados Unidos y en los países nuevos de fronteras abiertas donde triunfa la imagen del empresario solitario, hombre que corre riesgos, hombre de innovación y de beneficios. Fuera de algunos centros del sistema capitalista, la modernización se llevó a cabo de manera más coordinada y hasta más autoritaria.
El debate no se refiere solamente a la historia de las industrializaciones logradas; se refiere aún más a los países que tratan de salir de las ruinas de un voluntarismo estatal transformado en poder autoritario, clientelista o burocrático. Se trate de los países poscomunistas, de numerosos países latinoamericanos, de Argelia o muchos otros, lo cierto es que sólo mediante la economía de mercado es posible desembarazarse de la economía administrada y de los privilegios de la nomenklatura. Pero el establecimiento del mercado, si bien lo permite todo, no arregla nada. Condición necesaria, ese establecimiento no es una condición suficiente de la modernización; paso negativo de destrucción del pasado, no es un paso positivo de construcción para una economía competitiva. Puede llevar a la especulación financiera, al mercado negro o incluso a la formación de modernos enclaves extranjeros dentro de una economía nacional desorganizada. El paso de la economía de mercado a la acción de una burguesía modernizadora no es ni automático ni simple, y el Estado tiene que desempeñar un papel esencial en todas partes. Nuestra conclusión es la siguiente: no hay modernidad sin racionalización, pero tampoco sin la formación de un sujeto-en-el-mundo que se sienta responsable de sí mismo y de la sociedad. No confundamos la modernidad con el modo puramente capitalista de modernización.
De manera que debemos reconsiderar la idea misma de modernidad, idea difícil de captar como tal, pues se encuentra oculta detrás de un discurso positivista como si no fuera una idea sino simplemente observación de los hechos. ¿Acaso no es el pensamiento moderno el que deja de encerrarse en la vivencia o en la contemplación mística o poética del mundo de lo sagrado para hacerse científico y técnico al interrogarse sobre el cómo y ya no sobre el porqué? La idea de modernidad se ha definido como lo contrario de una construcción cultural, como la revelación de una realidad objetiva. Por eso se presenta de manera más polémica que sustantiva. La modernidad significa la antitradición, el trastrueque de las convenciones, las costumbres y las creencias, la salida de los particularismos y la entrada en el universalismo, o también la salida del estado de naturaleza y la entrada en la edad de razón. Liberales y marxistas han compartido esta misma confianza en el ejercicio de la razón y han concentrado de la misma manera sus ataques contra lo que llamaban los obstáculos que se oponían a la modernización, obstáculos que unos veían en las utilidades privadas y otros en la arbitrariedad del poder y los peligros del proteccionismo.
Actualmente, la imagen más visible de la modernidad es una imagen del vacío, de un poder sin centro, de una economía fluida, una sociedad de intercambios mucho más que de producción. En suma, la imagen de la sociedad moderna es la de una sociedad sin actores. ¿Se puede llamar actor al agente que se conduce con arreglo a la razón o al sentido de la historia, cuya práctica es pues impersonal? ¿No caía Lukacs en la paradoja cuando se negaba a considerar a la burguesía como un actor histórico, porque ésta se encuentra orientada hacia sí misma y sus intereses y no hacia la racionalidad del desarrollo histórico, como el proletariado? Inversamente, ¿se puede llamar actor al operador financiero o industrial que sabe interpretar la coyuntura y las indicaciones del mercado? Para el pensamiento moderno, la conciencia es siempre falsa conciencia, y la escuela pública de Francia, expresión tardía y extrema de la ideología modernista, ha privilegiado, lógicamente, el conocimiento científico sobre la formación de la personalidad. La escuela en su fase militante soñó con extirpar las creencias y las influencias familiares del espíritu de los niños, pero rápidamente, al no lograr ese objetivo, se contentó con mantener una paz armada respecto del mundo privado, el de las religiones y las familias, pensando que las creencias terminarían por disolverse a causa de la ciencia y la movilidad geográfica y social.
De este modo, la idea de modernidad, ¿no nos indica, acaso, por lo que rechaza y por la manera en que se niega a definirse a sí misma, el lugar en que debemos buscar? ¿La modernidad se define sólo negativamente? ¿Es sólo una liberación? Esta representación de sí misma tuvo fuerza, pero llegó a un rápido agotamiento desde el momento en que el mundo de la producción se impuso claramente al mundo de la reproducción. Por consiguiente, ¿no hay que intentar definirla hoy positivamente antes que negativamente, por lo que ella afirma antes que por lo que niega? ¿No existe un pensamiento de la modernidad que no sea solamente crítico y autocrítico?

LA SUBJETIVACIÓN

¿Puede uno contentarse con la imagen de la razón que disipa las nubes de la irracionalidad, con la imagen de la ciencia que reemplaza la creencia y con la imagen de la sociedad de producción que toma el lugar de la sociedad de reproducción, visión que conduce a la sustitución del finalismo dado en la imagen de un dios creador y todopoderoso por sistemas y procesos impersonales? Sí, si se trata de nuestra representación del mundo, de nuestro modo de conocimiento, pues desde hace siglos nada nos permite poner en tela de juicio el conocimiento científico. Pero esto es sólo la mitad de lo que llamamos modernidad y más precisamente el desencanto del mundo. La imagen se transforma por completo si consideramos la acción humana y no ya la naturaleza. En la sociedad tradicional el hombre está sometido a fuerzas impersonales o a un destino en el cual no puede influir; sobre todo su acción no puede sino tender a armonizar con un orden establecido, y concebido, por lo menos en el pensamiento occidental, como un mundo racional que hay que comprender. El mundo de lo sagrado es un mundo creado y animado por un dios o un gran número de divinidades, pero al mismo tiempo es un mundo inteligente. Lo que nuestra modernidad quebranta no es un mundo que se encuentra a merced de las intenciones favorables o desfavorables de fuerzas ocultas, sino un mundo a la vez creado por un sujeto divino y organizado de conformidad con leyes racionales. De manera que la tarea más elevada del hombre es contemplar la creación y descubrir sus leyes o también encontrar las ideas detrás de las apariencias. La modernidad desencanta el mundo, decía Weber, pero él también sabía que ese desencanto no puede reducirse al triunfo de la razón; se trata más bien de la crisis de esa correspondencia entre un sujeto divino y un orden natural y por lo tanto de la separación del orden del conocimiento objetivo y del orden del sujeto. ¿No es acaso la revelación de ese dualismo lo que ha hecho de Descartes la figura emblemática de la modernidad y al mismo tiempo el heredero del pensamiento cristiano? Cuanto más entramos en la modernidad, más se separan el sujeto y los objetos, que en las visiones premodernas estaban confundidos.
Durante mucho tiempo, la modernidad sólo se definió por la eficacia de la racionalidad instrumental, por la dominación del mundo que la ciencia y la técnica hacían posible. En ningún caso se debe rechazar esta visión racionalista, pues ella es el arma crítica más poderosa contra todos los holismos, los totalitarismos y los integrismos. Pero esa visión no da una idea completa de la modernidad e incluso oculta su mitad: el surgimiento del sujeto humano como libertad y como creación.
No hay una figura única de la modernidad, sino dos figuras vueltas la una hacia la otra y cuyo diálogo constituye la modernidad: la racionalización y la subjetivación. Gianni Vattimo (p. 128) cita unos versos de Hölderlin: Voll Verdienst, doch dichterisch wohnet / der Mensch auf dieser Erde (Colmado de éxitos, es, sin embargo, poéticamente como el hombre mora en esta tierra). Los éxitos de la acción técnica no deben hacer olvidar la creatividad del ser humano.
La racionalización y la subjetivación aparecen al mismo tiempo, como el Renacimiento y la Reforma, que se contradicen pero que aún más se complementan. Los humanistas y los discípulos de Erasmo se resistieron a este desgarramiento y quisieron defender a la vez el conocimiento y la fe, pero quedaron vencidos por la gran ruptura que define la modernidad. En adelante, el mundo ya no tendrá unidad, a pesar de los repetidos intentos del cientificismo; el hombre pertenece ciertamente a la naturaleza y es el objeto de un conocimiento objetivo, pero también es sujeto y subjetividad. El logos divino que penetra la visión premoderna queda sustituido por la impersonalidad de la ley científica, pero también, al mismo tiempo, por el yo del sujeto; el conocimiento del hombre se separa del conocimiento de la naturaleza, así como la acción se distingue de la estructura. La concepción clásica, “revolucionaria”, de la modernidad sólo ha retenido la liberación por obra del pensamiento racional, la muerte de los dioses y la desaparición del finalismo.
¿Qué se entendía por sujeto? Ante todo, la creación de un mundo regido por leyes racionales e inteligibles al pensamiento del hombre. De manera que la formación del hombre como sujeto se identificó, según puede verse en los programas de educación, con el aprendizaje del pensamiento racional y con la capacidad de resistir a las presiones de la costumbre y del deseo para someterse únicamente al gobierno de la razón. Esto es cierto también en el caso del pensamiento historicista, según el cual el desarrollo histórico es una marcha hacia el pensamiento positivo, hacia el espíritu absoluto o hacia el libre desarrollo de las fuerzas productivas. Ése es el mundo que Horkheimer llama el mundo de la razón objetiva y del cual siente nostalgia. ¿Cómo él y muchos otros no iban a formular un juicio pesimista sobre el mundo moderno, ya que la modernidad se identifica precisamente con el ocaso de esa razón objetiva y con la separación de la subjetivación y la racionalización? El drama de nuestra modernidad estriba en que se desarrolló pugnando contra la mitad de sí misma, expulsando el sujeto en nombre de la ciencia, rechazando toda contribución del cristianismo, que vive todavía en Descartes y en el siglo siguiente, destruyendo, en nombre de la razón y de la nación, la herencia del dualismo cristiano y de las teorías del derecho natural que hicieron nacer las declaraciones de los derechos del hombre y el ciudadano en ambos lados del Atlántico.
De manera que se continúa llamando modernidad a lo que constituye la destrucción de una parte esencial de ella. Cuando sólo hay modernidad por la creciente interacción del sujeto y la razón, de la conciencia y la ciencia, nos han querido imponer la idea de que había que renunciar al concepto de sujeto para hacer triunfar a la ciencia, que había que ahogar el sentimiento y la imaginación para liberar la razón y que era necesario aplastar las categorías sociales identificadas con las pasiones, mujeres, niños, trabajadores y pueblos colonizados, bajo el yugo de la elite capitalista identificada con la racionalidad.
La modernidad no es el pasaje de un mundo múltiple, de un pulular de divinidades, a la unidad del mundo revelado por la ciencia; por el contrario, la modernidad marca el momento en que de la correspondencia entre microcosmos y macrocosmos, entre el universo y el hombre, se pasa a la ruptura aportada por el cogito cartesiano después de los Ensayos de Montaigne, ruptura que se ampliará rápidamente debido a la invasión de los sentimientos y el individualismo burgués en el siglo XVIII. La modernidad triunfa con la ciencia, pero también desde el momento en que la conducta humana se rige por la conciencia, llámese ésta o no alma, y no ya por la conformidad con el orden del mundo. Las invocaciones de servir al progreso y a la razón o al Estado, que es su brazo armado, son menos modernas que la invocación a la libertad y a la administración responsable de la propia vida de uno. La modernidad rechaza ese ideal de conformidad, salvo cuando el modelo que ella propone es el de la acción libre, como el caso particular de la figura de Cristo, quien se somete a la voluntad de su padre pero ha salido del ser para entrar en la existencia, para desarrollar una historia de vida y para enseñar que cada uno debe amar a su prójimo como a sí mismo y no como a la ley o al orden del mundo.
Los que pretenden identificar la modernidad únicamente con la racionalización sólo hablan del sujeto para reducirlo a la razón misma y para imponer la despersonalización, el sacrificio de uno mismo y la identificación con el orden impersonal de la naturaleza o de la historia. En cambio, el mundo moderno está cada vez más penetrado por la referencia a un sujeto que es libertad, es decir, que postula como principio del bien el control que el individuo ejerce sobre sus actos y su situación, y que le permite concebir y sentir su conducta como componente de su historia personal de vida, concebirse él mismo como actor. El sujeto es la voluntad de un individuo de obrar y de ser reconocido como actor.

EL INDIVIDUO, EL SUJETO, EL ACTOR

Los tres términos, individuo, sujeto, actor, deben definirse en relación los unos con los otros, como hizo Freud por primera vez, sobre todo en su segunda tópica, al analizar la formación del yo como el producto final de la acción que ejerce el superyó sobre el ello. El hombre premoderno buscaba la sabiduría y se sentía penetrado por fuerzas impersonales, por su destino, por lo sagrado y también por el amor. La modernidad triunfante quiso reemplazar este sometimiento al mundo por la integración social. El hombre debía cumplir su función de trabajador, de progenitor, de soldado o de ciudadano, participar en la obra colectiva y antes que ser el actor de una vida personal, convertirse en el agente de una obra colectiva. Semimodernidad, en realidad, que trata de dar al antiguo racionalismo de los observadores del cielo la forma nueva de la construcción de un mundo técnico que reprima con más fuerza que nunca todo lo que contribuya a construir al sujeto individual. Para que tal sujeto aparezca no es necesario que la razón triunfe sobre los sentidos, para decirlo en el lenguaje de la época clásica, sino, por el contrario, que el individuo reconozca en él la presencia del sí mismo, así como la voluntad de ser sujeto. La modernidad triunfa cuando el hombre, en lugar de estar en la naturaleza, reconoce en él la naturaleza. Sólo habrá producción del sujeto en la medida en que la vida resida en el individuo, y en lugar de aparecer ésta como un demonio que hay que exorcizar, se la acepte como libido o como sexualidad y se transforme en esfuerzo para construir, más allá de la multiplicidad de los espacios y de los tiempos vividos, la unidad de una persona. El individuo no es más que la unidad particular donde se mezclan la vida y el pensamiento, la experiencia y la conciencia. El sujeto significa el paso del ello al yo, significa el control ejercido sobre la vivencia para que haya un sentido personal, para que el individuo se transforme en actor que se inserta en relaciones sociales a las que transforma, pero sin identificarse nunca completamente con algún grupo, con alguna colectividad. Pues el actor no es aquel que obra con arreglo al lugar que ocupa en la organización social, sino aquel que modifica el ambiente material y sobre todo social en el cual está colocado al transformar la división del trabajo, los criterios de decisión, las relaciones de dominación o las orientaciones culturales. Los funcionalismos de derecha y de izquierda sólo hablan de lógica de la situación y de reproducción de la sociedad. Ahora bien, la sociedad se transforma constantemente y de manera acelerada hasta el punto de que lo que se llama una situación es hoy más una creación política que la expresión de una lógica impersonal, económica o técnica.
La idea de que una infraestructura material supone superestructuras políticas e ideológicas (tan ampliamente admitida en las ciencias sociales cuando éstas consideran el triunfo del capitalismo liberal, desde Karl Marx a Fernand Braudel) ya no corresponde a un siglo dominado por revoluciones políticas, por regímenes totalitarios, por Estados benefactores y por una inmensa extensión del espacio público. Es pues natural que las ciencias sociales hayan abandonado poco a poco su antiguo lenguaje determinista para hablar cada vez con mayor frecuencia de actores sociales. No creo que haya sido ajeno a esta transformación al referirme constantemente a actores sociales y al reemplazar en mi propia labor el concepto de clase social por el de movimiento social. La idea de actor social no puede separarse de la idea de sujeto, pues si el actor ya no se define por la utilidad que tiene para el cuerpo social o por su respeto de los mandamientos divinos, ¿qué principios lo guían si no son los de constituirse como sujeto y extender y proteger su libertad? Sujeto y actor son conceptos inseparables que se re...

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