Antonieta (1900-1931)
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Antonieta (1900-1931)

Fabienne Bradu

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Antonieta (1900-1931)

Fabienne Bradu

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Fabienne Bradu con inteligencia y sensibilidad nos presenta una espléndida reconstrucción no sólo de la mera anécdota biográfica de Antonieta Rivas Mercado, sino de toda la riqueza de una mujer que por encima de las contingencias mantuvo viva su pasión por el arte y la cultura de nuestro país.

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Capítulo XI

La partida de Antonieta a los Estados Unidos, repentina y misteriosa, pareció un arrebato que no se sabía bien a bien a qué atribuir. A unos les dio ciertas razones y a otros simplemente no les dijo nada. Se fue como una fugitiva, envolviendo su decisión en un secreto que no era sino una manera de evadir las explicaciones que ella misma no podía darse.
A Vasconcelos, que sabía bastante sobre la materia, y a sus allegados, les explicó lo necesario de una propaganda en los Estados Unidos. Se hacía necesario informar a la opinión pública acerca de la verdadera situación de México y contrarrestar así la intromisión de la embajada de Morrow en la contienda presidencial. Si a fin de cuentas no cesaban las maniobras intimidatorias o criminales que respaldaba el gobierno de los Estados Unidos, al menos no podría el pueblo norteamericano aducir una ignorancia tan condescendiente, y peligrosa, como la abierta intervención. Éste era, en pocas palabras, el propósito del viaje, tal y como se lo presentó a Vasconcelos en los últimos días de su estancia en Tampico. Vasconcelos aceptó que Antonieta era una persona indicada para la tarea. Al mismo tiempo, no dejó de sentir su partida como un error, una suerte de abandono personal y de traición a todos los que se quedaban: “…yo me oponía a su viaje. No quería verla desenraizarse de México, comprometerse públicamente. Su posición económica, brillante en un tiempo, empezaba a ser apurada. ¿Y con qué iba a sostenerse si se veía condenada a una expatriación larga?”
A Manuel le dio unas razones radicalmente opuestas. “Voy a la conquista de mí misma y del mundo”, le escribió pocas horas después de cruzar la frontera, por Ciudad Juárez. Dejaba atrás todo lo que causaba su dispersión, sus malgastadas energías en proyectos ajenos a la construcción de lo más irreemplazable de su ser. Se iba fatigada de la política, necesitada de probarse a sí misma en la soledad. Explicaba que, finalmente, se decidía por abrazar la vocación literaria. Había decidido emprender con seriedad esa ambición, después de tantos ensayos fracasados por hacer un “algo” que fuera al mismo tiempo la edificación de un “alguien”.
Ante su familia Antonieta actuó con completo sigilo y adujo la prudencia a la que apremia a la situación convulsa del país. Sólo con Amelia tuvo un diálogo directo y hasta la animó a que se reuniese con ella en Nueva York para pasar a salvo “la ola roja” que se avecinaba. A Mario su hermano y a su cuñada Lucha, que en esa época pasaban su luna de miel en Irapuato, les dejó una carta que les sería entregada cuando ella estuviera del otro lado del río Bravo:
No fue por temor a que uds. fueran indiscretos respecto a la necesidad o conveniencia inmediata que había en que me marchara poniendo entre las bestias mexicanas y yo, una frontera. Fue, por un lado, que me pareció completamente innecesario preocuparlos con un acontecimiento que podía desencadenarse en cualquier momento, como hubiera sido el asesinato de alguno de los rufianes, Santos o Caparrosa, por alguno de los muchachos amigos míos. Era inminente que, cuando eso sucediera me echaran a mí la culpa de andarlos aconsejando. Por otro lado, a qué obligarlos a uds. también, a fingir una tranquilidad, como la mía, que estarían lejos de sentir. Y también, que era conveniente guardar mi viaje en la sombra para no dar alarma. Me perdonarán este silencio mío, que no fue falta de amor o de confianza, sino exceso de prudencia.
Añadía, sugiriendo que ésa era la versión que se debía divulgar: “Muerto el perro se acabó la rabia. Ida yo, los jefes ortisrubistas que me estuvieron señalando como deseosa de Torales, se olvidaran de mi existencia y no nos molestaran en forma alguna, ya que saldrá a luz que mi actuación cerca de Vasconcelos ha sido amistosa y no política.”
Parte del misterio que rodeó su partida se debía a la situación legal que la involucraba a ella y a su hijo en la espera de la revisión de la sentencia de divorcio. Antonieta y su hijo estaban arraigados en el país hasta que no se resolvieran los amparos presentados por las dos partes en conflicto. Antonieta decidió dejar a su hijo a cargo de su hermana mayor Alicia —a pesar de las malas relaciones entre ellas, debidas, en buena medida, a las buenas que había entre su hermana y Blair—. Explicaba a Mario en la misma carta:
Dejándoselo a Alicia, Blair no molestará a nadie, ya que allí podrá verlo a su antojo. Y hay otras ventajas para Chachito. Estará con los primos, no estará solo, se distraerá en su compañía y sé que Alicia, en proporción a no haberme querido y a no quererme, querrá más a mi hijo, lo cuidará y verá por él. Si no por otra cosa porque es un bálsamo para su vanidad herida. […] Ya se lo digo a Amelia y te lo repito a ti: perdona a Alicia, yo ya le he perdonado al dejar en sus manos mi bien más preciado, mi hijo. Quizá el perdón logre de ella lo que nada y sea posible un entendimiento real con uds. Alicia me ofendió más hondamente que a ninguno de uds. Sin embargo, hoy, desde el fondo de mi corazón la perdono. Hagan uds. lo mismo perdónenla, padece mucho. Es una pobre mujer a quien la codicia mala de nuestra madre le rompió la vida, merece compasión.
¿A quién decía Antonieta la verdad: a Vasconcelos, a Manuel o a su hermano? ¿Estaba realmente en peligro? ¿Los planes de asesinar a los “rufianes” eran reales o simples juramentos de venganza en la boca de los muchachos por la muerte de Germán? Nada de todo esto era ni muy real ni muy fantasioso. El asesinato de Germán de Campo había sembrado el terror y justificaba, con su cruenta rotundez, el miedo a la represión y a la muerte. El hecho de que hubiera caído un entrañable amigo, un ser cuya proximidad acrecentaba la ausencia, confería más realidad al peligro. Ayer había sido Germán; hoy, mañana, ¿por qué no Henestrosa, Manuel Moreno Sánchez, Mauricio o Vícente Magda1eno? Y, pensaba Antonieta, ¿por qué no yo? Era poco probable, poco redituable para los asesinos, mas ¿quién podía razonar entonces con los riesgos de la historia? La muerte de Germán le alimentó una paranoia que ella utilizó para apresurar motivaciones de índole más íntima.
En el fondo, su partida era más bien una huida. Huía de Vasconcelos porque no estaba segura de que la pasión tuviera cabida en su vocación de apóstol y también porque le quedaba cierta esperanza de reunirse con Manuel, en algún tiempo y en algún rincón de la Tierra. Huía de Manuel para mejor reencontrarlo después, para acabar de convencerlo, con su ausencia, de que ella era la única mujer capaz de amarlo. Huía de su país cuando más parecía preocuparle su suerte, a menos de dos meses de las elecciones por las que tanto había trabajado y sacrificado.
Se sentía acorralada, y la imposibilidad para decidir asuntos que le concernían y no dependían de su arbitrio, se convirtió en un interdicto, en otro de los habituales paréntesis llenos de puntos suspensivos en que Antonieta dejaba su vida antes de pasar la hoja y emprender la escritura de un nuevo capítulo.
Al subir al tren imaginaba que dejaba atrás lo enmarañado de su vida y que comenzaba una página limpia. El tiempo avanzaría en el mismo sentido que ese tren que corría hacia el Norte. Se contaría la conmovedora historia de una mujer solitaria, fuerte y disciplinada que asombraría al mundo con su talento de escritora. El bamboleo del tren adormecía su voluntad y debilitaba sus nervios; Antonieta recurría al bromuro y a un cuaderno azul en el que consignaba sus planes y cifraba simbólicamente su nueva vocación. En la segunda jornada de viaje, antes de llegar a Torreón, tuvo la visión de su primera novela y se la describió ipso facto a Rodríguez Lozano con la precisión de una iluminación:
Estará hecha en la forma siguiente: la figura central, una madre sensual y terrible, indirecta; la figura en apariencia central, el hijo, que no es sino el actor, malo, de un drama heroico, directo, en acción. Con repercusiones sus actos en los seres que toca, la esposa, la amante ocasional, el amigo a quien traiciona. La madre lo tiene fascinado como la serpiente a su presa; su propia naturaleza pretende aparecer, está rozando la periferia de la conciencia sin jamás romper el círculo de la esclavitud. La madre muere y él queda como boya suelta, sin fuerza para tomar su camino, sin impulso suficiente para seguir el que su madre le impuso. Un perfecto náufrago. Yo sé que en esa novela se juntan dos cosas: Gómez Morín, su madre, etcétera, y mi hijo. Podría llamarse: La que no quise ser. Estará escrita en capítulos que serán, cada uno, una unidad, al estilo del City Block de Waldo Frank. Tendrá de 10 a 12 capítulos. Los personajes, todos, sin conciencia, sin claridad. La claridad mayor está en la sensualidad potente de la madre. Si logro esto; y, mi dolor me hace tan aguda que lo juzgo posible, se la enviaré inmediatamente para que la critique.
Lo que más llama la atención en estas líneas no es tanto la modernidad de la novela planeada, ni la parte autobiográfica que subyace en la ficción, sino los extraños mecanismos de la imaginación de Antonieta. Era incapaz de entender que una vocación tiene que subordinarse a un proceso de trabajo que implica el tiempo. Si decidía ser escritora, imaginaba el resultado: un libro escrito, empastado y dedicado. Veía el momento de poner las cuartillas en un sobre, de escribir en él el nombre y la dirección de Manuel y, sobre todo, veía la sonrisa aprobatoria de Manuel leyendo sus cuartillas, queriéndola un poco más cada vez que pasaba una página, más brillante que la anterior. Por supuesto que también quería ser escritora por ella misma, pero se anticipaba y sólo veía un ser escritora sin reparar en el largo proceso de irse haciendo escritora. Omitía en su fantasía las torturas que pasaría frente a la máquina de escribir, antes de poner el regocijante e irremediable punto final.
Entre los momentos de exaltación y de euforia, Antonieta caía en la angustia, en la depresión, en el miedo a lo desconocido, a la soledad real. Iba hacia los Estados Unidos como hacia una prueba inicial de su propio temple. Tomaba calmantes que ya no le hacían efecto. A ratos lloraba, pero pretendía reprimir el llanto como los niños que se empeñan en ser valientes antes de tiempo. En El Paso, cuyo nombre la debió de hacer sonreír un poco, tuvo que falsificar la firma de su marido para poder salir del país. Fue una pequeña venganza. Allí también sostuvo una última entrevista con Vasconcelos, en la que cada quien reiteró sus razones para bifurcar los caminos. Vasconcelos la presentó con unos periodistas norteamericanos que le encargaron artículos y conferencias sobre la mujer mexicana. Antonieta aceptó, halagada, el encargo de los primeros, pero se negó a las segundas, y se sintió reconfortada por la inmediatez de la tarea. La despedida con Vasconcelos dejó entre los dos un sabor amargo. Si bien se comportó “afectuoso como siempre”, “delicioso compañero”, Antonieta le escribió a Manuel: “Mi encuentro con el licenciado Vasconcelos fue penoso. Doloroso. Ni entendía. Un poco hubo en él el juicio informulado de quien se está jugando la vida de un año a esta fecha, para quien se pone a salvo, sin percibir que el sentido de una vida no es el de otra.”
Llegó a Nueva York la mañana del 6 de octubre de 1929. Agradeció la familiaridad de la ciudad, que no le costara trabajo caminarla, sentirla suya: casi se hallaba en casa, sentía como si en otros tiempos hubiera vivido entre los rascacielos y Central Park y se tratara ahora de una reencarnación. Sin embargo, llevaba “el corazón en el filo de una crisis” porque se daba cuenta de que era “el momento de andar o de aflojar definitivamente”, de que estaba sola “para hacerse o hundirse”. Se instaló en The Commodore, un hotel en la calle 42 y Lexington Avenue, cerca de Pershing Square. Se fue inmediatamente en busca de José Clemente Orozco, pero no lo encontró. Quiso ir al museo, pero estaba cerrado. Caminó la Quinta Avenida, vio escaparates, anduvo más de dos horas por Central Park, almorzó en un Child’s y regresó a su hotel.
Le urgía alguna ocupación, pero Nueva York estaba adormilado en una pereza dominguera que no concordaba con sus ansias enfermizas de acción. El temor a que el ocio o el relajamiento la orillaran al naufragio aceleraba su ritmo cardiaco y mental. Su tren había llegado a las 9:40 a Penn Station y a las 11 quería ya estar inmersa en la actividad. Se aferraba a la acción y a la idea del trabajo como a una panacea contra la depresión, mas, en su exagerada compulsión, iba a quemar también sus escasas fuerzas. Ya recluida en su cuarto, para remediar la fobia al letargo, redactó un plan de vida destinado a la aprobación de Manuel:
…las mañanas, dedicarlas a escribir. Tengo ya de punto la novelita de que le hablé. También la traducción del artículo de Frank sobre el Vieux Colombier; el compromiso de escribir sobre la mujer mexicana, y una carta a Romain Rolland, relatándole el movimiento provocado en México por Vasconcelos, carta que ya tengo escrita y que sólo he de pasar en limpio. También para pasar en limpio tengo unas notas de Gide que acabé de corregir en el camino. Las tardes pienso dedicarlas, primero, a conocer bien Nueva York, a conocer sus museos, y luego, pienso meterme en la Biblioteca a leer todo cuanto haya sobre teatros orientales y sobre el teatro medieval. Por las noches, dos o tres no más porque no resistiría, iré al teatro. También a los conciertos. Entre lo de “conocer bien Nueva York” puede usted incluir conocer gente. […] Necesito trabajar como jornalero, mis ocho o diez horas, para por la noche poder dormir. He perdido 4 libras en 10 días y no quiero seguir así.
Su renovado interés en el teatro se debía a una promesa que le había hecho a Vasconcelos de que, en caso de que triunfara en las elecciones, ella se encargaría de “un departamento cultural en el que estuviera comprendido todo aquello que, por medio de diversiones, libere y fortalezca al pueblo”. Por otra parte, en su retorcido sistema de ambigüedades, no sólo dudaba del éxito de la campaña sino que hasta se sentía ya apartada del país y sus expectativas culturales: “La aventura de Vasconcelos me parece desesperada. Ojalá y salga bien. Siento que he saldado con mi país, que ya no lo tengo, que estoy fuera de los países y he comenzado a vivir una verdad universal.”
Antonieta tenía una cualidad que era al mismo tiempo un defecto: se entregaba con excepcional generosidad a las causas ajenas y a sus protagonistas. En esos arranques, se olvidaba de todo, hasta de sí misma. Se entregaba como si se tratara de un sacrificio, se perdía y arriesgaba más de lo que se le pediría a cualquiera. Pero, en el fervor del torbellino, cuando se necesita más que nunca un ancla y una solidez a toda prueba, Antonieta parecía despertar y recapacitar en el olvido de sí misma a que se había sometido. Cuando eso sucedía, le venía una reacción que mezclaba su instinto. de sobrevivencia y cierto rencor contra quienes la habían distraído de su propia realización. Entonces, en un gesto que, sin serlo, podía parecer egoísta, recogía los pedazos de sí misma que había desperdigado en los demás y fustigaba a quienes había pretendido ayudar, proteger o redimir. Le parecían unos malagradecidos, y su vida una cíclica expedición de cheques en blanco por los cuales no recibía nada a cambio. Éste había sido el saldo con Blair, con Rodríguez Lozano, con los Ulises, con Chávez y su Sinfónica, con Vasconcelos y su campaña, sin contar las pequeñas cuentas pendientes que habían menguado sus fuerzas y su fortuna.
En Nueva York José Clemente Orozco se ganaba una fama que su país le había regateado. Antonieta lo había conocido tiempo atrás, en México, por medio de Manuel. Fue el primero a quien buscó el mismo día de su llegada y también el primero de una larga lista de mexicanos residentes en los Estados Unidos con los que acabó peleándose, asqueada por verlos hacer lo mismo que ella: buscar una carrera artística en completo desinterés por lo que estaba sucediendo en México. En sus cartas a Rodríguez Lozano, Antonieta juzgaba severamente a Alma Reed, que se desvivía por llevar al éxito neoyorquino a Orozco. Según Antonieta, el “manco” ya sólo pintaba cuadros con dimensiones de departamento para las exposiciones que Alma Reed le organizaba a diestra y siniestra. Antonieta decidió entonces entrar al mundo de los art dealers en nombre de la justicia artística (es decir, para promover a Rodríguez Lozano y a sus protegidos) y para demostrarle a los norteamericanos quiénes eran los verdaderos talentos de México. Más que contra Orozco, la nueva batalla iba dirigida contra Alma Reed que, según ella, “era una Antonieta que no hubiera conocido a Rodríguez Lozano, toda buena voluntad y desorientación”.
Luego de Orozco, su repudio cayó sobre José Juan Tablada, a quien Antonieta acusaba de estar “enfermísimo de la manía de ser el decano de la cultura hispanoamericana en Nueva York”. Esta opinión la compartía con muchos de los artistas mexicanos que estaban allí o no tardarían en llegar, como Rufino Tamayo. Después atacó a Jean Charlot, que se creía “el pintor mexicano por excelencia”, y prácticamente a todos los representantes del gobierno mexicano que organizaban cenas en las que recitaban versos de Amado Nervo y se regodeaban en el folklore de un México de exportación.
Le bastaron unos días para reñir con todos ellos, lo que no impidió que aceptara la ayuda de Alma Reed para encontrar un alojamiento mejor. Se instaló en el piso 19 de un rascacielos cerca del Hudson. Era el edificio de la American Women’s Association, construido gracias a la hija del tycoon Francis P. Margan. Se trataba de una especie de hotel para distinguidas pensionadas que contaba con un teatro, salones de reunión, gimnasio y tanque de natación. Antonieta se disponía a vivir a una altura aceptable, en un cuarto “envuelto en un sudario de silencio transparente como el aire. Invita a trabajar, es pequeño y acogedor”.
Antonieta reanudó el trato con otros conocidos de México. Alcanzó a ver a Gilberto Owen que, a los cuantos días, se marcharía a Detroit adonde lo mandaba un nuevo nombramiento diplomático. Casi no había cambiado en poco más de un año. Owen se mostró más que reservado sobre su amor por Clementina Otero, a quien escribía cartas desesperanzadas, lo que no impidió que le platicara a Antonieta de las muchachitas, muchachas y damas a quienes había conquistado desde su llegada a los Estados Unidos. A algunas de ellas (con un neologismo que solía emplear en las cartas a sus amigos de Contemporáneos) pretendía “rodriguezlozanearlas”, es decir, sacarles dinero para proyectos de revistas y publicaciones. El pintor español García Maroto fue otro de los gratos reencuentros. Había sido uno de los admiradores más fervientes del Teatro de Ulises y ahora colaboraba en Contemporáneos, la nueva revista del grupo. García Maroto puso a Antonieta en contacto con el pianista y crítico musical Francisco Agea, amigo de Carlos Chávez, y con el pintor y fotógrafo mexicano Emilio Amero. Pronto, alrededor de la persona de Antonieta, se comenzó a formar un grupo del que Agea y Amero eran los más constantes, junto a Fernando de los Ríos, Federico de Onís y Dámaso Alonso, españoles residentes en Nueva York. A éstos hay que añadir la presencia decisiva para Antonieta de Federico García Lorca.
El m...

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