
- 256 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Descripción del libro
Este volumen se inicia con la infancia y la juventud de Lázaro Cárdenas, joven soldado que se va abriendo paso en una época tormentosa hasta ocupar la presidencia a fines de 1934.
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HistoriaCategoría
Historia mexicanaCARRANZA: UNA TESTARUDEZ Y
UN ESTILO CESÁREO DE GOBIERNO
UN ESTILO CESÁREO DE GOBIERNO
LÁZARO CÁRDENAS, como otros miles de jóvenes provincianos era, para emplear el lugar común, una hoja que arrastraba el viento de la Revolución. Durante año y medio había luchado en su tierra contra el despotismo huertista y su lucha tenía una coherencia, pero al moverse en un escenario nacional, todo cambió de modo inexplicable. No sólo los enemigos del día anterior se transformaron en enemigos claramente definidos, sino en otros muchos enemigos, pues había maytorenistas y callistas, gonzalistas, obregonistas, villistas y otros muchos grupos que seguían a sus grandes y a sus pequeños caudillos.
No resultaba fácil saber por qué luchaban. Los argumentos del Primer Jefe eran tan confusos como los de Villa. El mismo Zapata, a quien investía un ideal agrario, se negaba a reconocer la legitimidad del gobierno convencionista.
En última instancia no contaban los “principios” tan invocados, tan reiterados a lo largo de los años, sino los hombres y detrás de los hombres los fusiles y las balas. Lo que se dijo y se machacó en la Convención sobre el militarismo sostenedor de las tiranías, su pretensión de gobernar al país, los caprichos de los caudillos “que han de lanzarnos a la guerra”, y sobre la “leva dolorida y hambrienta” se había precipitado en el infierno de las buenas intenciones.
Carranza fue el más astuto de los caudillos. Amenazado por el Ejército del Sur y la División del Norte, dudando de la fidelidad de sus generales a quienes no supieron atraerse los zapatistas —Obregón el primero—, se había instalado en el puerto de Veracruz, no sin antes oponerse a las exigencias lesivas de Washington para retirar sus tropas. Como de costumbre, a pesar del acoso interno, de la necesidad de ocupar un puerto bien abastecido y de organizar su contraofensiva, logró apuntarse una victoria: los invasores abandonaron Veracruz sin condiciones.
La obstinación de Carranza es su principal característica. El 30 de diciembre de 1914, el general Alfonso Santibáñez traicionó al Primer Jefe haciéndose villista y encarcelando a su hermano el general Jesús Carranza. Don Venustiano ordenó que una columna saliera en persecución del rebelde. Santibáñez, dueño de un rehén tan valioso, mandó el siguiente telegrama: “Tengo conocimiento que avanzan tropas a combatirme en esta plaza; sírvase usted suspender el avance y si me envía medio millón de pesos y medio millón de cartuchos pondré en libertad a su hermano el general Jesús Carranza. Espero inmediata contestación”.
Carranza no accedió al chantaje y como la columna siguió avanzando, el 31 Santibáñez fusiló a todo el Estado Mayor y a los soldados de la escolta del general prisionero. El 1º de enero de 1915 don Jesús telegrafió a su hermano pidiéndole hiciera algunas concesiones a Santibáñez y detuviera la marcha de la columna. El terco Viejo contestó: “Refiérome tu mensaje de 6 p. m. de hoy. Mientras no estés en libertad tú y las personas que te acompañan no puedo suspender la orden de que batan a Santibáñez”. El resultado fue que el 11 murieran ante un pelotón de fusilamiento el general Jesús Carranza y su hijo Abelardo.
Carranza permaneció impasible. Desde el edificio porfiriano del Faro, convertido en su palacio y su cuartel general, sin perder un minuto se encargó de pertrechar al general Obregón, nombrado jefe de las operaciones. En medio de la agitación militar, el Primer Jefe se daba tiempo para dictar la ley agraria del 6 de enero, en un intento de arrebatarle sus banderas a Zapata y un día después, el 7, ordenar, en un gesto desafiante, que las compañías petroleras suspendieran sus actividades hasta no recibir un permiso expreso del gobierno, provocando una agria disputa con Washington.
Carranza se hallaba en su elemento, rodeado de papeles que examinaba cuidadosamente levantando sobre su frente las antiparras y de ayudantes solícitos a sus menores gestos. En el ejército, ya nadie discutía sus órdenes ni cuestionaba su autoridad de Primer Jefe. A semejanza de la pasada lucha contra el huertismo, él mandaba y otros hacían el “trabajo” —muy duro— de combatir a los desobedientes aliados de la víspera. Carranza no advertía este hecho —motivo de las pasadas hostilidades— y cada vez se apartaba más de la figura de Madero y se identificaba con la de Juárez. Ocupar el faro luminoso, guía de los navegantes desde los tiempos coloniales, era un símbolo adecuado de la posición que el destino —siempre generoso— le deparaba en esta etapa de su vida.
El encuentro del Centauro del Norte y el Atila del Sur
En tanto que Villa estacionaba sus trenes en las cercanías de la ciudad, Eulalio Gutiérrez trataba de organizar una sombra de gobierno. Zapata, recelando de su posible aliado, el Centauro del Norte, decidió que la primera entrevista tuviera lugar en Xochimilco, un lugar dominado por su gente.
Villa se presentó el 4 de diciembre al medio día, vestido con un grueso suéter marrón, salacot y mitazas de cuero. Tenía la piel enrojecida “como la de un alemán” y su corpulencia —debía pesar 90 kilos— contrastaba con la piel oscura de Zapata y su delgado cuerpo; el jefe suriano vestía un traje ajustado de charro, una camisa color lavanda, una mascada de seda azul atada al cuello y lo cubría su inmenso sombrero que le velaba los ojos brillantes y recelosos.
La conversación no resultaba espontánea hasta que Villa mencionó el descaro de Carranza.
—Le han dicho a usted todos los compañeros —respondió Zapata—; siempre lo dije, les dije lo mismo, ese Carranza es un canalla.
—Son hombres que han dormido en almohadas blanditas. ¡Dónde van a ser amigos del pueblo que toda la vida se la ha pasado de puro sufrimiento! Para que los carrancistas llegaran a México fue para lo que peleamos todos nosotros. Los que por allá pelearon muy duro fueron esos huertistas. Llegó a haber batallas donde hubiera poco más de 5 000 muertos.
—¿En Zacatecas? —preguntó Zapata.
—En Torreón también. Allí estuvo muy pesado; pelearon como 18 000 hombres. En toda la región lagunera peleamos como 27 días. Pablo González, que hacía más de un mes que estaba comprometido conmigo para no dejar pasar federales, me dejó pasar 11 trenes; pero todavía nos socorrió la suerte de que pudimos con ellos y todavía les tomamos Saltillo y otros puntos, y si acaso se descuida ese González lo tomamos hasta a él. Ja, ja, ja.
—En las manos de ustedes dos están los destinos de México —intervino el general Serratos.
—Yo no necesito puestos públicos porque no los sé lidiar —respondió Villa.
—Vamos a ver por donde están estas gentes. Nomás vamos a encargarles que no den quehacer.
—Por eso yo se los advierto a todos los amigos, que mucho cuidado, si no, les cae el machete (risas). Pues yo creo que no seremos engañados. Nosotros nos hemos estado limitando a estarlos arriando, cuidando, por un lado y por otro, a seguirlos pastoreando.
—Yo muy bien comprendo que la guerra la hacemos nosotros los hombres ignorantes y la tienen que aprovechar los gabinetes; pero que ya no nos den quehacer.
—Los hombres que han trabajado más, son los menos que tienen que disfrutar de aquellas banquetas. Nomás puras banquetas, y yo lo digo por mí: de que ando en una banqueta hasta me quiero caer —comentó Zapata.
—Este rancho está muy grande para nosotros; está mejor por allá fuera. Nada más que se arregle esto para ir a la campaña del Norte. Allá tengo mucho quehacer. Por allá van a pelear muy duro todavía.
—Porque se van a reconcentrar en sus comederos viejos.
—Aquí me van a dar la quemada; pero yo creo que les gano. Yo les aseguro que me encargo de la campaña del Norte; yo creo que a cada plaza que lleguemos también se las tomo. Va a parar el asunto en que para los toros de Tepehuanes, los caballos de allá mesmo.
—¿Qué principios va a defender? —preguntó Serratos.
—Pues yo creo que a Carranza todavía; pero de patria no veo nada. Yo me estuve enhuizachado cuando la Convención. Empezaron: que se retire el general Villa y que se retire, yo dije. Yo creo que es bueno retirarse, pero es mejor hablar primero con mi general Zapata. Yo quisiera que se arreglara todo lo nuestro, y por allá en un ranchito —lo digo por mi parte— allá tengo unos jacalitos que no son de la Revolución. Mis ilusiones son que se repartan los terrenos... de los riquitos. Dios me perdone ¿no habrá por aquí alguno?
Se escucharon voces: “Es pueblo, es pueblo”.
—Pues para ese pueblo queremos las tierritas. Ya después que se repartan, comenzará el partido que se las quite.
—Le tienen mucho amor a la tierra —dijo Zapata—. Todavía no lo creen cuando se les dice que esta tierra es suya. Creen que es un sueño. Pero luego que hayan visto que otros están sacando productos de estas tierras dirán ellos también: voy a pedir mi tierra y voy a sembrar. Sobre todo, ése es el amor que le tiene el pueblo a la tierra. Por lo regular toda la gente de eso se mantiene.
—Les parecía imposible ver realizado eso —intervino Serratos. No lo creen. Dicen: tal vez mañana nos la quiten.
Replicó Villa:
—Ya verán cómo el pueblo es el que manda y que él va a ver quiénes son sus amigos.
—Él sabe si quieren que se les quiten las tierras —habló Zapata—. Él sabe por sí solo que tienen que defenderse. Pero primero lo matan que dejar la tierra.
—Nomás le toman sabor y después le damos el partido que se las quite. Nuestro pueblo nunca ha tenido justicia, ni siquiera libertad. Todos los terrenos principales los tienen los ricos y él, el pobrecito, encuerado trabajando de sol a sol. Yo creo que en lo sucesivo va a ser otra vida, y si no, no dejamos esos máuseres que tenemos. Yo aquí juntito a la capital tengo 40 000 mauseritos y 77 cañones y unos...
—Está bueno —intervino Zapata.
—...16 millones de cartuchos, aparte del equipo porque luego que vi que este Carranza era un bandido me ocupé de comprar parque y dije: con la voluntad de Dios y la ayuda de ustedes los del sur, porque yo nunca los abandoné todo el tiempo que estuve comunicándome.
—Luego que den tantito lugar, luego luego se quieren abrir paso y se van al sol que nace. Al sol que nace se van mucho al carajo, por eso a todos esos cabrones los he “quebrado”; yo no los consiento. En tantito que cambian y se van ya con Carranza o ya con los demás allá. Todos son una punta de sinvergüenzas: ya los quisiera ver en otros tiempos.
—Yo soy un hombre que no me gusta adular a nadie; pero usted bien sabe tanto tiempo que estuve yo pensando en ustedes.
—Así nosotros. Los que han ido allá al norte, de los muchos que han ido: estos muchachos Magaña y otras personas que se han acercado ante usted, le habrán comunicado que allá tenía yo esperanzas. Él es, decía yo, la única persona segura, y la guerra seguirá, porque lo que es aquí conmigo no arreglan nada, y aquí seguiré hasta que no me muera yo y todos los que me acompañan.
—Desde 1910 tantió el cientificismo que yo estorbaba y, cuando el levantamiento de Orozco —relató Villa—, yo luego comprendí que era un levantamiento del cientificismo y lo sentí en el alma.
—El tiempo es el que desengaña a los hombres —comentó Zapata.
—El tiempo, sí señor.
—Pero lástima que Orozco no haiga ido. Así como maté a su padre yo le llamé también para hacer lo mismo, porque mis ganas eran con él.
—Ah, qué hombre ese tan descarado.
—Pero yo dije: éste por cobarde hace esto. ¡Conque mandas a tu padre, pues ahora tu padre me la paga y que lo fusilo para que no mañana digas que por miedo a ti no lo fusilé, pero yo cumplo con un deber de matar a los traidores aunque vengan con su ejército después.
—Hizo muy bien. Yo, cuando lo fusilaron, dije yo: pues ahora sí que es sabroso...
La música impidió que el taquígrafo del general Roque González Garza siguiera tomando esta conversación y poco después Villa y Zapata se retiraron a un cuarto donde acordaron celebrar una alianza entre la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur. Villa aceptaba el Plan de Ayala —amputado de sus ataques a Madero— comprometiéndose a pertrechar las tropas de Zapata, siempre carentes de armas y municiones. Se reiteró el solemne compromiso de hacer que ocupara la presidencia un civil identificado con la Revolución.
Los dos ejércitos gozaban de autonomía. Zapata debería ocupar el estado de Puebla y Villa combatiría en el norte, lo cual era contrario al plan del general Ángeles, partidario de que las fuerzas unificadas de los caudillos populares marcharan sin dilación a Veracruz para consumar la derrota de Carranza.
Después de tomar estas decisiones los generales ajustaron algunas cuentas pendientes. Zapata pidió le fuera entregado el general Guillermo García Aragón, antiguo jefe de Lázaro Cárdenas, sustituto de Eufemio Zapata como superintendente de Palacio y actual vicepresidente de la Convención, ya instalada en México. Villa convino generoso y a su vez solicitó tres generales —entre ellos Juan Andrew Almazán— que lo abandonaron pasándose al ejército del sur. Zapata adujo que eran sus huéspedes y ofreció sustitutos. Villa los aceptó complaciente a cambio del periodista Paulino Martínez, orador de Zapata en la Convención, por el delito de haber atacado cruelmente a Madero, ídolo venerado del Centauro del Norte. El trueque se realizó de un modo natural y sin darle importancia. El pobre don Paulino, sin saberse sentenciado a muerte, en su discurso durante la comida había dicho: “Señores, esta fecha debe quedar burilada con letras de diamante en nuestra historia, porque en mi humilde concepto éste es el primer día del primer año de la redención del pueblo mexicano”.
No hubo doblez, pero tampoco piedad. Zapata compartía con Paulino Martínez sus crímenes verbales contra Madero y a pesar de eso no vaciló en entregarlo.
La entrada en México
El día 6 desfilaron durante más de ocho horas 30 000 hombres de la División del Norte y las fuerzas de Zapata ante una muchedumbre espectante. Eran los otros vencedores. Al entrar unos días antes las “hordas” del Atila del Sur, se desvaneció un mito. Los peones de las antiguas haciendas azucareras carecían de marcialidad. Vestían camisas y calzones de manta, calzaban huaraches, los cubrían sus grandes sombreros derrengados y si bien era cierto que las cananas repletas de balas cruzaban su pecho y llevaban en la mano su pesado 30-30, estos hombres de rostros oscuros y poderosos se conducían extrañamente. Llamaban a las puertas y descubriéndose pedían por el amor de Dios se les socorriera con unas tortillas. Pocas veces se atrevían a entrar en el quick-lunch de Sanborn’s y sentados frente al mostrador tomaban torpemente su taza de café mientras las meseras contemplaban a los grandes salvajes tan sumisos y asustados como ellas mismas.
Zapata se alojaba en un hotelucho de barriada cerca del ferrocarril que conducía a su tierra y Villa en su tren militar. Ningún general ocupó los palacios de los ricos abandonados por los carrancistas, ni visitaban los bares de lujo, se robaban las cosas o provocaban balaceras.
Al desfilar las tropas frente a Palacio, Villa y Zapata bajaron de sus caballos y se unieron a Eulalio Gutiérrez. En el salón de audiencias, la vista de la silla presidencial —Eufemio Zapata pensaba que se trataba de una silla de montar— determinó que Villa decidiera sentarse en ella. Fue el momento culminante de su carrera. Reclinado sobre uno de los brazos, ataviado de general pero llevando sus altas mitazas, el Centauro sonreía satisfecho y burlón. A su lado un Zapata ensimismado y lejano sostenía sobre sus piernas el enorme sombrero y rodeando a los dos personajes, dispuestos en hileras, asomaban los rostros de los hombres del sur y del norte a quienes la Revolución había sacado del anonimato confiriéndoles un poder momentáneo. Los sombreros tejanos se mezclaban a los sombreros de charro, las camisas de manta a los estorbosos cuellos postizos, los rostros oscuros de los indios y sus espesas cabelleras a los bigotes y a las pieles matizadas de los mestizos y los criollos.
El carnaval popular, por un truco de magia no imputable a los fotógrafos de prensa, había sustituido al carnaval porfirista, maderista y aun huertista donde los gobernantes, ataviados de frac, guantes blancos y zapatos de charol encarnaban de modo irreprochable la imagen augusta de las instituciones republicanas.
“La doctrina subterránea del zapatismo —dice Vasconcelos en La tormenta— era la vuelta de México al indigenismo de Moctezuma... Elementos culturales para un aztequismo viable no hay uno solo. La suerte del aztequismo, que periódicamente renace, es el elemento de crueldad que no han podido destruir cuatro siglos de predicación cristiano-hispánica. El teocalli de los sacrificios humanos es la única institución azteca que pervive. Los zapatistas la traían perfeccionada con el uso de la ametralladora y la pistola automática. Sugerido por la manera como el armamento moderno destroza los cuerpos, los zapatistas habían creado un término para símbolo de sus ejecuciones y venganzas: ‘quebrar’ al enemigo... ‘Quebrar’ a fulano... ‘Ya quebré a zutano’... Matar a balazos era quebrar y ninguna otra palabra tuvo entre el zapatismo un uso más extenso ni aplicación más celosa.
”...Todos estos planes fermentaban oscuramente dentro de la inconsciencia zapatista. Y se quedaron en suspenso, no por reacción sana de una opinión que no existe, sino por el choque con las tendencias seudoprogresistas de los del norte, villistas y carrancistas. Se dijeron éstos —así lo escuché a cor...
Índice
- Portada
- Cárdenas: infancia y juventud de un soldado revolucionario
- Carranza: una testarudez y un estilo cesáreo de gobierno
- Obregón: el educador y el ángel exterminador del ejército
- Calles: avances capitalistas y retrocesos dictatoriales
- El Maximato, un intento de gobernar a trasmano
- Bibliografía
- Índice