Amor de ciudad grande
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Amor de ciudad grande

Vicente Quirarte

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Amor de ciudad grande

Vicente Quirarte

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Amor de ciudad grande es un recorrido por la Ciudad de México a través del tiempo y de la gente que la ha habitado, visitado o escrito sobre ella, desde sus comienzos como refugio de españoles hasta su transformación en una de las ciudades más grandes del mundo. Vicente Quirarte ofrece con este libro un retrato de la ciudad, representada como un personaje que cobra vida gracias a la constante actividad y renovación de sus habitantes. Un paseo por sus calles, edificios y monumentos deja entrever al observador una parte de la esencia de la ciudad, a momentos caótica pero siempre enigmática, lo que hace aún más difícil la tarea de discernir entre el amor y el odio que puede suscitar una ciudad como el Distrito Federal. Desde la mirada de consagrados escritores, tanto mexicanos como extranjeros, que van desde Cervantes hasta Elena Poniatowska, Quirarte logra reconstruir la identidad de una ciudad que está en constante movimiento, y que sin embargo no tiene un rumbo definido

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Información

Año
2013
ISBN
9786071614506
Categoría
History
Categoría
Mexican History

VIII. EL SÍNDROME DE HYDE

DE LAS numerosas imágenes de la Ciudad de México que marcan inequívocamente el paso de la urbe decimonónica a la capital que inaugura el siglo XX, elijamos un cuadro de Julio Ruelas, pintado el año 1901. El general Sóstenes Rocha cabalga en compañía de su estado mayor, uniformado en traje de gala. Atraviesan un bosque que parece ser Chapultepec. Desde el sargento de rasgos marcadamente indígenas que sostiene la corneta de órdenes hasta el general Rocha —no menos indígena, no menos grandioso—, que abre la marcha en su caballo negro, el grupo sintetiza la fórmula de Baudelaire: lujo, calma, voluptuosidad. Diez centauros recorren, ornan y dignifican la ciudad en actitud solemne pero relajada. Celosos de sus privilegios, con el prestigio de sentirse protectores de la paz, ya no protagonistas de pronunciamientos que ahogaron el siglo XIX, los militares del siglo XX reflejan la prosperidad de una ciudad que crece bajo la mano férrea de un gobierno creyente en la fórmula que despoja de guarismos a la política y los añade —dadivosa— a la administración. Atrás quedaba también el desfile de tropas heterodoxas que exhibían sus miserias frente a cada nueva invasión extranjera o ante el cuartelazo en turno. Brazo armado del juarismo y posteriormente de Díaz, Sóstenes Rocha representa en el cuadro de Ruelas la nueva misión del ejército: participar en desfiles que den cuenta del nuevo armamento, del lujo del uniforme, de la disciplina de sus cuadros.
La Ciudad de México del siglo XX cumple al pie de la letra el programa positivista de orden y progreso y formula matemáticamente sus ritos de paso. Simétrica como la marcialidad de sus soldados, establece sus hitos topográficos e históricos acorde con los acontecimientos que marcan la duración universal o conmemoran celebraciones nacionales: la inevitable entrada del siglo XX apresura la inauguración de la monumental obra de desagüe de la Ciudad de México. La conmemoración de las fiestas del Centenario de la Independencia, en 1910, será el marco adecuado para exaltar la apoteosis de un sistema que quiere y pretende vivir en el mejor de los mundos posibles. Resulta inevitable hablar de la Ciudad de México entre 1903 y 1911 sin que la era lleve el nombre de quien encabezó treinta años de vida política. Cuando Porfirio Díaz ocupa por primera vez la presidencia de la República, la capital tiene aún su aspecto levítico, no obstante la piqueta demoledora de la Reforma. Cuando en 1911 la Revolución lo expulsa del poder y de la ciudad, la capital ha experimentado cambios definitivos. En la novela La majestad caída, publicada en 1912, fiel a su costumbre de incorporar hechos que apenas han ocurrido, Juan A. Mateos coloca el siguiente monólogo en la mente de Porfirio Díaz en el momento culminante de las fiestas del Centenario:
Este pueblo que se agita en mi derredor me debe todo; es cierto que los empréstitos de millones se han consumido en mis manos y no se pagarán en muchas generaciones, pero he tendido los nervios de la civilización por todo el territorio, los teléfonos y las vías férreas, convirtiendo las radas en grandes puertos como las obras del puerto de Veracruz, el desagüe del Valle de México, el drenaje de la ciudad, los edificios científicos, los grandes monumentos, como el de Juárez, que semeja al de Júpiter Capitolino, o las ruinas del Partenón; la columna de la Independencia, el teatro, que será el primero de América, los palacios de los Poderes y las escuelas […]1
En 1900, la Ciudad de México tenía una extensión de ochocientos cincuenta hectáreas y una población de 367 446 habitantes. En 1910, la superficie urbana era de 962 hectáreas y la población había aumentado a 716 862 habitantes, es decir, casi se había duplicado. Los límites de la ciudad en 1900 eran los siguientes, de acuerdo con Enrique Espinosa López:
Su expansión urbana hacia el norte, llegó hasta lo que hoy comprende las calles de Ricardo Flores Magón, con un saliente sobre la República de Argentina, hasta la glorieta de Peralvillo y Canal del Norte; en el lado oriente, por la parte nororiente, la mancha urbana llegaba hasta las calles de Allende, y por el suroriente su extensión se encontraba hasta la calzada Congreso de la Unión; hacia el sur, el límite del casco urbano se encontraba en las calles de Chimalpopoca, con salientes en la Calzada de la Viga, San Antonio Abad y sobre el eje central Lázaro Cárdenas; por el poniente, el límite de la ciudad colindaba con la Plaza de la República, mejor conocida como el Monumento a la Revolución, con dos grandes salientes sobre la Avenida Parque Vía, llegando hasta el Circuito Interior, formando la Colonia San Rafael; el otro saliente lo formó la Colonia Santa María la Rivera, hasta las calles de Fresno y Eligio Ancona.2
La sociedad mexicana que el 1° de enero de 1901 entra incuestionablemente en el nuevo siglo clausura la discusión entre unistas y ceristas, que desde 1896 ocupó la pluma de Amado Nervo.3 El siglo XX había nacido, material y simbólicamente con la difusión de la electricidad, que marcaba una de las principales fronteras entre el progreso decimonónico, logrado gracias al imperio del vapor, y la nueva energía que reinventaba la noche, modificaba maquillajes y, con su aplicación a las comunicaciones, reducía las dimensiones del planeta. Creyente en la infalibilidad del orden y el progreso, México llegaba a la nueva centuria con una presidencia que garantizaba y fortalecía la paz republicana, al tiempo que ahondaba la zanja entre los diferentes grupos sociales; en 1901, creciente era el número de quienes aun sin decirlo consideraban que la permanencia de Porfirio Díaz en el poder era signo inequívoco de su decadencia. Quien entonces era un niño de 12 años, y sería posteriormente amigo y partidario de Francisco I. Madero, resumiría esta época crucial, desde la perspectiva de 1921: “El descanso material del país, en treinta años de paz, coadyuvó a la idea de una Patria pomposa, multimillonaria, honorable en el presente y epopéyica en el pasado”.4 Ramón López Velarde es el nombre de ese niño, que en 1900 había sido llevado, de su natal Jerez, al Seminario Conciliar de Zacatecas, bajo la dirección del canónigo Domingo de la Trinidad Romero, y donde habría de cursar los dos primeros años de Humanidades con premios de Primer Orden y con la nota de Perfectamente Bien. López Velarde sería el fundador consecuente del nacionalismo que desde principios de 1900 se venía gestando.
Alain Borer, gran biógrafo de Rimbaud, acuñó el término “Obra-Vida” para hablar del vínculo indisoluble entre ambos hechos. A fines del siglo XIX, la dicotomía wildeana en torno al genio de la vida y el talento de la obra permeaba los trabajos y los días de los escritores que se autodenominaban decadentistas, con su célula mexicana reunida alrededor de Jesús E. Valenzuela y la Revista Moderna. Y así como en ese órgano se daban cita varias generaciones, en el México que inicia el 1901 coinciden diversas maneras de esculpir esa obra colectiva que llamamos imaginario social, México moderno, nuevo siglo. El objeto de estas líneas es seguir los pasos de algunos escritores que, de diversas y significativas maneras, enfrentaron la Historia y la transformaron a partir de su concepción estética, política y vital. Justo Sierra, el mayor de edad entre ellos, llegará en 1901 a los 53 años; Jesús E. Valenzuela, a los 44; Federico Gamboa, a los 36; Victoriano Salado Álvarez, a los 33; Amado Nervo, a los 31; Bernardo Couto Castillo no alcanzará los 21, porque muere de pulmonía el 3 de mayo de 1901.
Las vidas disyuntivas de Sierra y Couto ilustran las contradicciones y la evolución del país desde el triunfo de la República hasta la transformación, como señala Charles Hale, del liberalismo en un mito político unificador en torno a Porfirio Díaz, quien paulatinamente sucedía a Juárez como el consumador de la Segunda Independencia. En 1864, Sierra es un adolescente jacobino que se manifiesta en la calle contra la entrada de Maximiliano y Carlota, y llega a su madurez emocional e intelectual con la República restaurada. El primer recuerdo que Jesús E. Valenzuela anotará en sus memorias es el poema que Justo Sierra lee en 1873 ante la tumba de Manuel Acuña. El año 1901 Sierra se encuentra en Europa, donde lo alcanza la noticia de que Díaz lo ha nombrado subsecretario de Instrucción Pública.
Bernardo Couto Castillo nace en 1880, en el segundo año de gobierno de Manuel González, paréntesis democrático antes del prolongado imperio republicano de Díaz. Rebelde y precoz, enemigo del programa nacionalista de Altamirano y sus discípulos, el adolescente Couto viaja a París, donde se relaciona con los escritores y forja su propia leyenda de poeta maldito, que en los paraísos artificiales y el escándalo público establece las bases de su poética. Desde muy joven, Sierra publica, en las páginas de El Renacimiento, una serie de narraciones que posteriormente constituirán sus Cuentos románticos (1896). Couto cree en la destrucción de todos los valores. Sierra acepta un cargo en el gobierno porque sabe que podrá llevar al terreno de la práctica lo que había defendido en el de las ideas. Sierra y Couto representan la antítesis que, no sólo por cuestiones generacionales, constituía el debate en torno a las maneras de concebir el arte y sus objetivos. La polémica desatada a propósito de la crítica de Victoriano Salado Álvarez al libro de versos Oro y negro de Francisco M. de Olaguíbel es en realidad el ataque de Salado contra el decadentismo. Como sucede en todo movimiento radical, los autodenominados siete mosqueteros de la Revista Moderna hacen del culto a la personalidad uno de sus principales objetivos. Ciro B. Ceballos, que en 1902 dará a la luz En Turania, se convierte en cronista oficial de sus compañeros. A semejanza de los retratos literarios de Saint-Beuve, Ceballos convierte a los escritores en cruzados de su lucha contra la vulgaridad, el lugar común y la complacencia. Aunque otros son los propósitos de Couto en su rebelión en contra de la burguesía y sus valores, Ricardo Flores Magón no hubiera visto del todo mal la declaración de principios de los decadentistas, formulada por Ceballos a partir de la personalidad de Couto.
Literariamente él, como nosotros, aborrece a los anquilosados preceptistas, reniega de maestros vanidosos, de mentores ignorantes, ve a la academia, a ese trasconejado cónclave del sentido común, como una cripta atestada de momias.
Odia con toda la energía de que es capaz a esa literatura inculta, plebeya, cursi, sin calamita, llamada por mal nombre nacional que tantos tan gravísimos y tan irremediables perjuicios ha ocasionado aquí al arte verdadero y a los legítimos artistas.
Erigiríamos un cadalso para ajusticiar a los truhanes que se hacen literatos por obtener sinecuras.
Llevaríamos petróleos de escándalo a las casas de los viles que enfloran la lira parnáside con guirnaldas de cantueso.
Escribiríamos panfletos contra los ateneos.
Nuestra santa iracundia nos llevaba hasta desear apuñalear a los maestros para convencernos de su inmortalidad como hizo la fanática que envenenó a Mahoma.5
Las palabras de Ceballos son más llama que pólvora. En un artículo publicado a partir del nombramiento de Sierra, en junio de 1901, Ceballos expresa su confianza en que el nuevo subsecretario sea un apoyo para los jóvenes artistas. No se equivocó Ceballos. La puerta del subsecretario y futuro ministro, custodiada por el poeta Luis G. Urbina, siempre estuvo abierta para los creadores, y el apoyo de Sierra fue determinante para muchos de ellos. Los escándalos que provocaban los decadentistas no eran motivo de preocupación para el régimen. Por el contrario, la práctica vital de los poetas era un arma eficaz para un sistema que practicaba la escasa política y la demasiada administración y permitía el funcionamiento de casas de prostitución frente las escuelas.
No se trataba ya de mártires muertos en defensa de la libertad, sino, como las llamaba Rubén M. Campos, víctimas del bar, nueva institución que había dejado atrás el sobrio café del siglo XIX, para convertirse en un espacio cuya seducción nacía desde el decorado. Salado Álvarez ilustra tal diferencia, al comparar los cafés de mediados del XIX con los nuevos paraísos artificiales:
Los acostumbrados a las cantinas del día, con sus charras elegancias de mármoles y espejos, no se forman idea de cuán confortable se nos figuraba aquella botillería patriarcal, con sus sillas de asiento de tule, sus mesitas de madera blanca, sus mozos confianzudos y tardones, sus espejos para mirar segmentos de rostro y su concurrencia abigarrada y especial.6
Desde antes del ascenso de Sierra al ministerio, el régimen de Díaz había encontrado la manera de tener bajo control a los anarquistas espirituales. La advertencia —¿amenaza?— de Rosendo Pineda de que para el joven escritor de talento existía el camino que llevaba a la Cámara de Diputados o aquel que conducía a la Penitenciaría, aparece ilustrada en el imprescindible diario de Federico Gamboa, cuando menciona los resultados de las nuevas elecciones, donde los artistas salen favorecidos. Hay una contradicción en la actitud de los decadentistas. Mientras en teoría rechazan las prebendas, en la práctica reclaman la ayuda del régimen. En 1904, Campos publicará la novela Claudio Oronoz, retrato colectivo de su generación, y donde se habla de una utópica comunidad de artistas, ayudándose unos a otros y creando en permanente armonía. En 1861, año de la primera gran victoria liberal, Nicolás Pizarro había trazado una utopía semejante en la novela El monedero, novela fuertemente influida por los falansterios. La Ciudad de México se llamaría La Nueva Filadelfia. Sería cambiada de sitio a un espacio más frío y salubre que bien pudiera estar, profetizaba Pizarro, en un lugar semejante a Almoloya.
Justo Sierra ocupa la Subsecretaría de Instrucción Pública el 14 de junio de 1901. La recepción que había tenido a su llegada al puerto de Veracruz había sido apoteósica, símbo...

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