La antigua retórica
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La antigua retórica

Alfonso Reyes

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La antigua retórica

Alfonso Reyes

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Índice
Citas

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En La antigua retórica el autor examina la materia tomando en cuenta los principales textos que en la Antigüedad dieron las normas para la composición oratoria. Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, los tres principales tratadistas, dejaron establecidas las bases del diálogo entre el hombre creador y su público. Aristóteles profundiza en las argumentaciones heredadas de la filosofía anterior; Cicerón agrega a la concepción de la crítica la brillantez del estilo, y Quintiliano, crea las bases de esa ciencia con la seguridad de quien sabe que se trata de una arte educativa. Con ellos, la retórica de la Antigüedad cobró importancia decisiva en las posteriores tareas humanísticas. "Sin la palabra —explica Reyes— la naturaleza sería muda; sin ella, todo es tiniebla y silencio en esta vida y en la posteridad que aguarda."

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Información

Año
2019
ISBN
9786071658784
Categoría
Literatura

Cuarta lección
Quintiliano o la teoría de la educación liberal

I. De Cicerón a Quintiliano

1. Seguir las contaminaciones inevitables de la retórica y la poética, entrar aquí en la Epístola a los Pisones y otras obras semejantes, desviaría el eje de nuestro estudio. Tenemos que imponernos límites pragmáticos, y saludar de lejos a Horacio, nuestro orgulloso amigo. En comparación con el De Sublimitate de Longino, un crítico ha calificado las discretas observaciones de Horacio como un tratado De Mediocritate. Cierto es que el tratado va tejido en frases tan lapidarias y sentenciosas, en expresiones tan felices y artísticas, que la posteridad lo ha convertido en un Diccionario de Citas.
2. Otro es el caso para Séneca Retor, el cordobés, codificador máximo de la “declamación”. No inauguró Séneca tal estilo, sino acaso su paisano Porcio Latrón, de quien sabemos poco. Como a estos declamadores prehispánicos se acusa de haber sembrado los gérmenes de la corrupción culterana y conceptista aun antes de que existiera la literatura española, Menéndez y Pelayo, en patriótico arrebato, se creyó en el deber de salvar la memoria de Latrón, arguyendo ingeniosamente que fue un corrompido más que un corruptor, pues que tiene toda la traza “de una naturaleza artística robusta e indómita que, no encontrando para espaciar sus alas el aire libre de la verdadera elocuencia, tuvo que consumirse y gastar estérilmente sus fuerzas en la triste y caliginosa atmósfera de las escuelas.” Menéndez y Pelayo olvida aquí deliberadamente que Porcio Latrón de tal modo disimulaba su naturaleza robusta e indómita que, entre las escasas noticias que de él poseemos, consta que —hecho a la caliginosa atmósfera de las escuelas y muy bien hallado entre cuatro paredes— la primera vez que compareció en el foro rogó que la audiencia se trasladara a un palacio vecino, porque se desconcertó al encontrarse ante el cielo abierto (Quintiliano, X, § V).
La declamación no sólo inundaba las aulas, falsa salida de la oratoria que había perdido ya su oficio, sino que irrumpía en la vida social y era pasatiempo de sesudos varones. La prosa de Séneca el Viejo y todas sus teorías se resienten de tal ejercicio, esgrima de la mente y del aparato bucal a que el propio Ovidio, discípulo de Latrón, era a ratos aficionado. Si queremos imaginar lo que fue esta moda, veamos lo que hoy sucede con el baile, tan generalizado en todas las clases y las edades. Si mañana se recobra el verdadero sentimiento de la danza, nuestra época aparecerá como una época de convulsionarios, epilépticos, adeptos del mal de San Vito o afligidos de ataxia locomotriz y, en el mejor caso, bufones y cirqueros en mala hora metidos a bailarines. Si hoy se habla de influencias africanas, entonces se habló de influencias asiáticas o siquiera bárbaras, como aquellas que llegaron del Betis.
La deliberativa ha desaparecido del mundo: los césares le han torcido el cuello. Quedan la epidíctica, que también se llama panegírica o demostrativa —no porque demuestre, sino porque muestra o exhibe—, y la judicial o forense. Pues bien, la epidíctica se sacia en la fantasía histórica, y la forense en la fantasía legal: imaginación de casos imposibles, ingeniosidad y agudeza, reconstrucción arbitraria del pasado, charada jurídica y razonamiento laberintoso, defensa de dos puntos adversos en que la consabida balanza se enloquece, enredo sin solución, aporia. Por un lado, aquellos temas escolares que han llegado hasta los seminarios despidiendo un olor de momia: el paso de Aníbal por los Alpes, los espartanos en las Termópilas: lo que entre nosotros sería el Cortés de la Noche Triste, el Cuauhtémoc en el tormento, San Martín en los Andes, la rendición de Anaya. Por otro, aquellas discusiones bifrontes como el dios Jano que ya se anunciaban en las supuestas controversias de los sofistas griegos Córax y Tisias sobre el pago de honorarios del discípulo al maestro.
Sin duda que el mal venía de muy hondo y no es atribuible a un solo hombre. Y aquí tocamos aquella región temerosa y enigmática de la literatura latina, que tanto tiene de paradoja. El genio de Roma se realiza singularmente en la historia y en el derecho, mientras la literatura muestra ser para aquel pueblo cosa de imitación griega y yuxtapuesta, por muy perfecta que haya sido. Aquellos largos siglos de esterilidad; aquella súbita vegetación que en cien años llega a madurez, y luego envejece no menos prematuramente en los días de la tregua antonina; aquel extraño renacimiento a fines del Imperio y aun bajo la acometida de las hordas bárbaras; aquel empeño de prolongar el oficio de la elocuencia cuando ya ha perdido todo su objeto; aquel teatro de importación que, trasladado en mitad de un pueblo tan teatral y patético ya de suyo, resulta, sin embargo, semiabortado; aquella ternura elegiaca que corre irrestañablemente por un terreno tan áspero y al parecer tan poco propicio ¿no son enigmas insolubles, no hacen sospechar un artificio permanente, si se compara todo ello con aquella espontaneidad casi increíble de la antigua Grecia?
En la época que ahora tocamos, el cosmopolitismo imperial revolvía monstruosamente pueblos, costumbres, religiones y prácticas supersticiosas, alterando la sustancia nativa; y Roma, sin alimentarse, se hinchaba. Y entonces aparecen los declamadores, sustituyendo la general manía amplificadora de las letras latinas por otra enfermedad nerviosa, de estremecimientos y calambres. Es innegable que estos atletismos del discurso y estos cuentos inverosímiles que les servían de pretexto soltaban la lengua y avivaban el ingenio, excitando de paso la sensibilidad para apreciar y distinguir delicadas minucias; pero ofrecían también esa condición quebradiza que acelera las decadencias. De hecho, entre el mayor de los Sénecas y su hijo o el seudo-Quintiliano hay una transformación del estilo algo precipitada. Tácito piensa que los hábitos declamatorios desvirtúan la educación, convirtiendo la escuela en un auditorio y al maestro en lo que hoy llamaríamos un tenor favorito. El retrato que Plinio el Joven hace de Iseo es un canto al virtuosismo puro: ¡Qué maestro! Improvisa siempre; deja que el auditorio le dé el pie forzado del tema y escoja el lado del debate, como el diseur del cabaret parisiense pide al público los consonantes de la copla que ha de cantar. No titubea nunca. ¡Como que practica de día y de noche! ¡Y qué apostura, qué ademán, qué ojos, qué voz! Parece que oímos a la aficionada del cine hablando del “astro” predilecto.
3. Séneca recopila casos epidícticos en las Suasorias, y casos forenses en las Controversias. Algunos sostienen que su función se limita a ser un testigo de cargo contra los males de su tiempo (concediendo que sea posible coleccionar con diligencia y placer notorios lo mismo de que se abomina), y aseguran que su verdadera obra personal, mucho más estimable, está en los prefacios de sus libros. Los prefacios están dirigidos a sus tres hijos: Séneca el Filósofo, Novato —más tarde adoptado por Galión y que presenció en la Acaya el juicio de san Pablo— y Mela, el padre de Lucano. Allí, haciendo gala de aquella espléndida memoria que es prenda de los declamadores y que le permitía reconstruir discursos escuchados años atrás, acumula curiosas noticias sobre los viejos retores, declamaciones ejemplares, poemas perdidos, anécdotas en que sus panegiristas, extremando la complacencia, quieren ver siempre un tono de ironía y sarcasmo. Apunta cierta noción “comparatista”, y echa en cara a “la insolente Grecia” su recluimiento literario, punto en que no le falta razón, si se considera la relativa indiferencia de los helenos para las culturas oriental y latina en época en que ya las tenía a su alcance. Si no hubiéramos perdido la obra Sobre los magos de Hermipo de Esmirna, el biógrafo de los peripatéticos, y si realmente se trataba, según Plinio y Laercio, de una exposición de las doctrinas de Zoroastro, tendríamos en ella una manifestación verdaderamente excepcional del contacto entre Grecia y el Oriente producido por las conquistas de Alejandro. Y aunque la erudición alejandrina trabajaba directamente bajo la tutela del epistológrafo o canciller de los Tolomeos, y contaba, por consecuencia, con las mayores facilidades para el estudio de la egiptología, sólo en tiempos ulteriores aparecen testimonios de esta curiosidad por la filología comparada, de que son rarísima muestra los jeroglifos de Queremón. En Filón, judío helenizado, en vano se buscan luces sobre la literatura hebraica de su tiempo o la mente egipcia. Y en cuanto a la lengua latina, por mucho tiempo Grecia parece haberla considerado con cierto desdén, y sólo en el siglo de Augusto se cita una obra de Dídimo que parece ser una gramatiquilla elemental, y un cierto paralelo entre Demóstenes y Cicerón del siciliano Cecilio, a quien por lo demás Plutarco cita como autor insignificante.*
Volviendo a los prefacios de Séneca, en ellos se percibe a las claras que, entre la legítima oratoria de otros días y la actual declamación, se ha ahondado un abismo. Y aunque no se llega en ellos, ni con mucho, a esa síntesis en la estimación de lo individual que propiamente llamamos crítica, el adelgazar especies y apreciar tenuidades prepara, sin duda, el advenimiento de la crítica. Por eso el Viejo Séneca forma, con Plinio el Joven y Quintiliano, el cuerpo principal del juicio en esta época de transición, ya que las obras retóricas de Varrón se han perdido, y tal vez aunque las hubiéramos conservado.
Si Séneca ha sido acusado con saña, también defendido con denuedo. Se ha hecho notar que, en diversos lugares, elogia la “severidad” de Latrón y objeta las muelleces de Aurelio Fusco, Fabiano y Musa, como disgustado de todo desbarajuste que perturbe la armonía o de todo afeite que vicie la naturaleza. Verdad también que condena la imitación servil y el apego a un solo modelo, criterio liberal que se refuerza con ciertos momentáneos desaires contra la regla automática. Su teoría de las palabras nobles y bajas, sostenida más tarde por Longino, admite alguna defensa, aunque hoy diríamos más bien que el mal no está en la palabra baja, sino en la ocasión inoportuna. De pronto, se alza contra el afeminamiento de la juventud, que afloja el brazo y no sostiene la espada. Y él mismo delata los errores de la declamación, a cuyos maestros ajusticia con esta palabra de Casio Severo: “¡Pilotos en estanque!”
Lástima que no se quedara en esta nota, porque entonces sería bien venido el alegato que ha hecho en su favor la mejor crítica española. Pues es innegable que la concepción senequista de la retórica es opuesta a la ciceroniana. Si allá, en principio al menos, lo primero es la enciclopedia y de ella debe derivar la oratoria, aquí los bueyes vienen detrás de la carreta: “Aplicáos a la elocuencia —dice Séneca—. Desde allí dominaréis las artes”. Además, es tan abundante y perniciosa aquella recopilación de casos declamatorios que, por muy santa que sea la intención, la obra cambia de equilibrio y se convierte en una antología del mal gusto. No es posible cerrar los ojos ante esta evidencia.
La sola enumeración de temas puede ilustrarnos al respecto: Temas suasorios elementales. Duda de Alejandro antes de embarcar; duda de los espartanos frente a Jerjes; duda de Agamemnón ante el sacrificio de su hija Ifigenia; duda de Alejandro ante los augurios adversos a la entrada de Babilonia; duda de los atenienses conminados por Jerjes a derrumbar los monumentos de sus victorias contra Persia; duda de Cicerón sobre si ha de implorar la gracia de Antonio y dar al fuego sus Filípicas.— Temas controvertibles para estudiantes superiores. La sacerdotisa prostituida; la herencia condicional del tío; el tiranicida libertado por los piratas; la incestuosa despeñada; el sepulcro encantado; el varón fuerte sin manos; el padre que envenena al hijo enajenado; la casa incendiada con el tirano; el padre arrancado al sepulcro; la crucifixión del siervo abnegado. Hay el caso del seductor de dos doncellas, una que reclama su muerte y otra que le exige el matrimonio, y en que se desea saber cuál es el fallo justo. Hay el soldado que, habiendo perdido sus armas, lucha denodadamente con las armas depositadas como reliquias en la intocable tumba de un héroe, donde se desea dictaminar si ha habido o no ha habido sacrilegio. Y por este tenor se suceden las extravagancias folletinescas, que de hecho anuncian ya la novela y que inspiraron directamente un episodio de Madeleine de Scudéry (L’illustre Bassa).
Para mejor describir el mecanismo de la declamatoria, recordaremos de una vez dos estupendos juegos que trae el seudo-Quintiliano: 1º Pro juvene contra meretricem: El amante de una cortesana acusa a ésta de haberle administrado un filtro que provoca el odio, para quedar libre de sus cortejos y aceptar a otro galán más rico. ¿La odia acaso, si la acusa de obligarlo a odiarla? ¿Y hay crimen mayor que obligar a odiar lo que se ama? Etcétera. 2º Pasti cadaveribus: una ciudad amenazada de hambre envía un emisario a traer cereales, con orden de regresar cierto día. El emisario cumple el encargo; pero, a su vuelta, obligado por el naufragio, arriba a un puerto donde vende su mercancía a doble precio y, comprando doble cantidad de cereales, todavía llega a su país el día fijado. Entretanto, el hambre ha alcanzado tal extremo que sus compatriotas se han entregado al canibalismo, lo que no hubiera sucedido si el emisario regresa por vía directa con su primera compra. ¿Es culpable? Dos ejemplos más: Frontón, de quien adelante hablaremos, propone este tema a su discípulo Marco Antonio: Un cónsul se desviste de su toga y, ciñendo una cota de malla y a la vista del pueblo, sin respeto a su dignidad, se mezcla con la juventud durante l...

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