El otro Occidente
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El otro Occidente

América Latina desde la invasión europea hasta la globalización

Marcello Carmagnani, Jaime Riera Rehren, Alicia Hernández Chávez

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El otro Occidente

América Latina desde la invasión europea hasta la globalización

Marcello Carmagnani, Jaime Riera Rehren, Alicia Hernández Chávez

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Examen del encuentro entre Europa y América, y las transformaciones ocurridas mediante un proceso que comenzó con del descubrimiento y continúa hasta el presente siglo XXI. El autor muestra el tejido de las relaciones entre diversos modos de vida, creencias, organizaciones sociales, leyes y costumbres, políticas y economías, que originan así un nuevo modo de civilización Occidental.

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V. LA OCCIDENTALIZACIÓN

El rasgo que caracteriza la evolución del mundo latinoamericano a partir del segundo tercio del siglo XX es una marcada oscilación que alterna momentos de proyección hacia la dimensión internacional y periodos en los que América Latina tiende a aislarse del resto del mundo, negando incluso su matriz occidental.
En este capítulo intentaremos mostrar cómo dicha tendencia oscilatoria forma parte de una tensión entre mundialización y aislacionismo cuyo origen se remonta a finales del siglo XIX, la cual nos permite en tender el camino seguido por América Latina en su búsqueda de participación en un mundo caracterizado por la constante disminución de las distancias temporales y espaciales entre los distintos países. Describiremos además el papel desempeñado por los actores latinoamericanos en este proceso, ordinariamente presentado como pasivo, que se limita a padecer las imposiciones externas.

1. DEL DESORDEN INTERNACIONAL A LA NUEVA DIPLOMACIA

Desde el punto de vista de las relaciones internacionales, es evidente la tensión entre mundialización y aislacionismo que acompaña el proceso de occidentalización del subcontinente en su aspiración de aprovechar las oportunidades ofrecidas por los conflictos entre las grandes potencias y, en el periodo entre las dos guerras mundiales, entre las potencias totalitarias y las potencias liberal-democráticas.
Tras la institución de las Naciones Unidas, la tensión entre mundialización y aislacionismo nacionalista pierde en América Latina una parte de su agresividad, al surgir la tendencia a aprovechar las posibles ventajas de una alianza con la superpotencia estadunidense, sin alejarse por otro lado de las iniciativas multilaterales que comienzan a manifestarse en las áreas débiles del mundo bipolar.
Efectivamente, el creciente fortalecimiento de las relaciones multilaterales a partir de los años de 1980 permite que los países latinoamericanos reorienten su participación en las instituciones internacionales, identificando en el nuevo regionalismo abierto un instrumento para acrecentar su actividad a nivel global. Durante esta última fase el mundo latinoamericano empieza entonces a entender las ventajas ofrecidas por la subsidiaridad (enajenación parcial de la soberanía nacional) con el fin de solucionar conflictos y establecer nuevas formas de colaboración continental e internacional.

Nacionalismo y soberanía nacional

Durante el siglo XIX las iniciativas de los países latinoamericanos orientadas a afianzar su presencia en el escenario internacional aparecían fuertemente condicionadas por la forma sustancialmente bilateral de las relaciones entre los Estados y por su exclusión de las conferencias internacionales, que dura casi un siglo. Su única forma de participación en el sistema internacional era en aquel periodo la inserción en las redes comerciales y financieras.
Esta escasa proyección internacional obedecía a la convicción europea de que las áreas latinoamericanas carecían de un desarrollo político-social comparable al de Europa y de que sólo cuando el subcontinente alcanzara el nivel de los países culturalmente maduros podría aspirar a una plena participación en el concierto internacional. Tales puntos de vista eran compartidos por los positivistas norteamericanos y europeos.
Los prejuicios europeos incitaban a un creciente descontento en la opinión pública latinoamericana frente al concierto internacional ya desde los primeros años del siglo XX. Los efectos de esta hostilidad se expresan en la evolución de la idea de nación, la cual, surgida durante la época liberal, va transformándose en doctrina nacionalista con marcados rasgos defensivos y agresivos que prolongan su influencia durante buena parte del siglo.
Desde el estallido de la primera Guerra Mundial hasta finales de la segunda y a pesar de la creciente internacionalización del mundo con la inclusión de los Estados Unidos y Japón entre las principales potencias, persiste la concepción de un orden internacional jerárquico que tiende a privilegiar precisamente a las grandes potencias. Los Estados Unidos no se limitan a compartir esta visión, sino que reactualizan la antigua idea del traslatio imperi sosteniendo que el centro de la civilización occidental se ha desplazado desde la vieja Europa a los Estados Unidos. Y la idea de la decadencia de Europa ejerce también su influencia en los países latinoamericanos, los cuales reivindican el legado del humanismo europeo y aspiran a desempeñar un nuevo papel en el escenario internacional.
La persistencia de una visión jerárquica del orden mundial permite que las antiguas y nuevas potencias conserven sus privilegios, que a su vez son impugnados por las potencias secundarias y en general por los Estados, como los latinoamericanos, que sienten amenazada su soberanía e impulsan movimientos nacionales reticentes a participar en el sistema internacional. El clima conflictivo tiende pues a imponerse como nueva característica en las relaciones entre los Estados durante gran parte de la primera mitad del siglo XX, manifestándose con fuerza entre 1914 y 1945 y favoreciendo el desarrollo de las ideas que consideran las relaciones internacionales como fundamentalmente asimétricas, con el resultado de restringir los márgenes de la libertad de circulación de las personas, de las ideas, de las mercancías y de las tecnologías.
La nueva orientación internacional no constituye solamente un fenómeno cultural carente de repercusiones en la escena política mundial, ya que la nueva cultura nacionalista es también producto del nuevo colonialismo en auge tras el Tratado de Versalles de 1919. Este colonialismo distingue tres tipos de países atrasados: los países de tipo A, como los de Oriente Medio, que a breve plazo podrían alcanzar la independencia, ya que muestran cierto nivel cultural; los países de tipo B, definidos como tribales y situados en África tropical, que requieren un largo periodo de administración europea antes de merecer la independencia, y, por último, los países de tipo C, primitivos, como los de Oceanía y algunos de África negra, que seguirán sujetos a un muy prolongado periodo de administración colonial. En el último grupo se situaban algunos enclaves estratégicos considerados de vital importancia para el control europeo de Asia, como Hong-Kong y Singapur. No muy diferente de la tipología de Versalles es el modelo subyacente a la política internacional de los Estados Unidos y de los principales países latinoamericanos. Para los Estados Unidos son países de atraso relativo India, Indochina, Indonesia, mientras los países del Caribe entran en la categoría de tribales e, implícitamente, los latinoamericanos son considerados Estados de soberanía limitada.
Sin duda la vigencia de dicha concepción jerárquica del orden mundial en el periodo entre las dos guerras mundiales contribuye a acentuar el desorden internacional. Si se otorga la debida importancia a la relación entre cultura y mundialización se entenderá cómo este clima conflictivo favorece la ofensiva de las áreas latinoamericanas y en general de aquellos países que a partir de los años cincuenta serán definidos como de Tercer Mundo.
La reformulación de las relaciones entre las áreas latinoamericanas y el resto del mundo toma en cuenta que estas áreas se han transformado en un mundo euroamericano. La idea de que el subcontinente comparte una tradición con Europa subyace sobre todo en la opinión pública, hasta el punto de que esta convicción se configura como rasgo característico del nacionalismo, el cual se reproduce tanto en las capas altas como en los sectores populares, pero es apoyado de modo especial por los nuevos actores sociales surgidos de la modernización en el siglo XIX, las capas medias, el proletariado urbano y minero, e incluso el campesinado sin tierra. El nacionalismo es una demostración de cómo se ha interiorizado la internacionalización y de la capacidad de crear y desarrollar nuevos instrumentos culturales a fin de proyectarse en un escenario internacional conflictivo. En este sentido, el nacionalismo es un vector que vincula de manera original el contexto nacional con el internacional.
El nacionalismo utiliza la idea preexistente de nación para liberar al subcontinente de la trampa de una tensión internacional puramente ideológica. La madurez cultural latinoamericana se demuestra por el hecho de haber evitado la contraposición entre liberalismo angloamericano y socialismo soviético, y entre estas ideologías opuestas y la doctrina corporativista nazifascista. El nacionalismo es, en otros términos, el vector cultural que permite que las áreas latinoamericanas se adapten, sin contraponerse, al contexto internacional negativo vigente entre las dos guerras mundiales. Gracias al nacionalismo los países latinoamericanos contrarrestan la agresividad de las viejas y nuevas potencias utilizando los instrumentos culturales occidentales de los que disponen.
Las numerosas páginas dedicadas al nacionalismo latinoamericano suelen hacer hincapié especialmente en la originalidad doctrinal y en las políticas públicas que buscan la colaboración entre los distintos grupos sociales. Sin embargo, no se ha tenido suficientemente en cuenta el hecho de que el nacionalismo, como cualquier otro fenómeno cultural, puede asumir múltiples formas, ni se ha subrayado la diferencia que existe entre el nacionalismo surgido entre las dos guerras mundiales y el que nace después de la segunda guerra. Conviene entonces precisar que el nacionalismo latinoamericano encuentra sus raíces en la idea de nación elaborada por el constitucionalismo liberal y no se origina, como ocurre en África y Asia, en la rebelión anticolonial en la segunda posguerra. En América Latina, el nacionalismo surge de la idea liberal de la “comunidad de intereses” que se materializa en la defensa de la soberanía nacional. La conjunción entre nacionalidad y soberanía permitirá que los gobiernos legitimen su política de cohesión al interior de las fronteras nacionales, reforzando a la vez su actividad de potencia en el contexto internacional.
La nueva orientación en defensa del interés nacional surge de las tensiones existentes entre las potencias europeas desde finales del siglo XIX, las cuales obligan a Latinoamérica a buscar un perfil más alto en el escenario internacional. La actividad internacional de los países latinoamericanos en ese periodo arranca entonces de la idea de defender su soberanía, potencialmente amenazada por todos los demás Estados, sean ellos grandes potencias o países fronterizos. En consecuencia, el nuevo concepto de nación se funda en una presunta o real amenaza externa, identificada en los estudios de comienzos del siglo XX con el utilitarismo y el economicismo estadunidense, inclinado a minar los cimientos de las sociedades latinoamericanas. La existencia de una amenaza externa es el factor que legitima la acción de Estados y gobiernos en el sentido de proyectar la vida individual y colectiva de la población hacia los valores de la nacionalidad, por encima de las diferencias internas de origen social, regional o étnico.
Una de las propuestas internacionales surgidas a finales de la primera guerra con el propósito de moderar el nacionalismo latinoamericano es el documento de catorce puntos del presidente estadunidense Wilson. Dicha propuesta se basa en el principio mazziniano de la autodeterminación nacional, que debía servir como guía para la reconstrucción de Europa y de un nuevo sistema internacional que edificaría “un mundo seguro para la democracia”. Se recurría, algo ingenuamente, a la opinión pública considerada como un sentimiento implícito en todos los pueblos y como un cemento que debía consolidar las arenas móviles de la participación de los Estados en la Liga de las Naciones. Wilson, en efecto, entendía que el producto más significativo del orden liberal nacido en el siglo XIX era la formación de una opinión pública independiente, pero no tenía en cuenta que la opinión pública mundial no podía ser institucionalizada.
Todos los países latinoamericanos desconfiaron de las propuestas de Wilson de 1919, orientadas a integrar un único mundo americano que pudiera eliminar las tensiones entre los Estados Unidos y Latinoamérica e imponer el respeto de la soberanía y de la integridad territorial mediante la creación de instituciones panamericanas que ofrecieran “un ejemplo al mundo de la libertad institucional y comercial y de la disponibilidad de cooperación”. Y no podía ser de otra manera, puesto que la hostilidad latinoamericana al gran proyecto internacional de Wilson obedecía a la percepción de la continuidad entre su primera política exterior con la de su predecesor Theodore Roosevelt, propulsor de “la política del garrote”. En efecto, en 1914 el presidente Wilson había autorizado la intervención de las tropas estadunidenses en México y no respaldó la mediación propuesta por Argentina, Brasil y Chile destinada a impedir toda intervención externa en los asuntos mexicanos. Lo que explica el hecho de que, aunque 16 países latinoamericanos firmaran la constitución de la Liga de las Naciones, su participación en ella fuera del todo irrelevante.
El rechazo latinoamericano de las propuestas de Wilson marca el final de la apertura internacional de estos países, apertura a la que con anterioridad se habían mostrado sumamente disponibles, hasta el extremo de participar en la alianza anglofranconorteamericana en la primera Guerra Mundial, para verse luego humillados con la exclusión de la conferencia que elaboró los tratados de Versalles. Tal como sucede con algunos países europeos, tras la primera guerra el subcontinente americano comienza a abandonar sus precedentes posiciones diplomáticas. El nuevo orden internacional se cierra a las reivindicaciones latinoamericanas en orden a una mayor participación en la escena mundial y a un reconocimiento de la doctrina de no intervención en los asuntos internos de los Estados. Los países latinoamericanos aspiraban, en efecto, a un respaldo internacional frente a la amenaza estadunidense, particularmente intensa hasta finales de los años veinte.
La nueva línea latinoamericana rompe entonces con aquella tradición orientada a neutralizar la intervención de las potencias europeas en el hemisferio americano, posición que hasta finales del siglo XIX compartía con los Estados Unidos. El principio de no intervención, patrimonio común de las Américas, es violado oficialmente por los estadunidenses en 1905, cuando se afirma en el corolario Roosevelt de la doctrina Monroe que los Estados Unidos pueden intervenir incluso militarmente en las Américas a fin de prevenir la intromisión de una potencia extranjera, o bien cuando algún país latinoamericano no cancele su deuda externa.
A su vez los latinoamericanos subrayan la vigencia de la doctrina de no intervención formulada por el internacionalista liberal argentino Carlos Calvo en la década de 1860, cuando comenzaba a construirse el orden liberal en el subcontinente. La doctrina Calvo, aceptada por todas las cancillerías latinoamericanas, se basa en el principio de igualdad de todos los Estados soberanos, en virtud del cual ningún Estado puede gozar de derechos extraterritoriales, por lo que las peticiones de reparaciones y en general los reclamos relativos a derechos de propiedad de los súbditos extranjeros deben ser resueltos exclusivamente por los tribunales nacionales.
La doctrina Calvo fue rápidamente incorporada al derecho internacional y sirvió como fundamento para contrarrestar la presencia de las potencias europeas en el subcontinente. En un memorándum enviado por el ministro de Relaciones Exteriores argentino Luis M. Drago al gobierno de los Estados Unidos en ocasión del bloqueo naval estadunidense, alemán, inglés e italiano a Venezuela en 1901-1902, que pretendía obligar al gobierno de este último país a respetar contratos firmados con empresarios europeos y estadunidenses, se recuerda a los gobiernos respectivos que “la deuda externa no puede ser motivo de intervención armada o de ocupación territorial de las naciones americanas”. Dicha posición del ministro y jurista Drago es compartida por todos los delegados latinoamericanos en la Conferencia de La Haya de 1907. La conferencia, sin embargo, aprue...

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