La morada cósmica del hombre
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La morada cósmica del hombre

Ideas e investigaciones sobre el lugar de la Tierra en el Universo

Marco Arturo Moreno Corral

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La morada cósmica del hombre

Ideas e investigaciones sobre el lugar de la Tierra en el Universo

Marco Arturo Moreno Corral

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Si bien no es un tratado de cosmología ni de las teorías acerca del origen del Universo, sí se hace un recuento histórico de las diversas teorías desde la Antigüedad hasta nuestros días; pero también trata de nuestra galaxia y de otras galaxias más lejanas; de nuestros astros conocidos, el Sol y la Luna, y de cuerpos celestes más extraños, como los cuasares y hoyos negros, para que el lector obtenga un panorama de la astronomía.

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Información

Año
2013
ISBN
9786071603647

III. Primeros intentos de racionalización

Introducción
ESTE capítulo tratará sobre algunos logros astronómicos de importancia obtenidos a lo largo de un periodo que se inicia en el siglo VI a.C. y termina en el siglo II d.C. Como se verá, entre los pensadores griegos de esa época surgieron ideas acerca de la estructura y el origen del cosmos, así como de los movimientos planetarios que sin duda sirvieron para enriquecer el proceso intelectual mediante el cual el hombre ha establecido su sitio en el Universo. Aunque también debe señalarse que en esas remotas fechas se originaron conceptos que frenaron el desarrollo de la ciencia en general y de la astronomía en particular.
Los orígenes de lo que ahora llamamos ciencia se remontan al siglo VI a.C. En aquella lejana época ocurrió un cambio importante en la forma en que el hombre entendía el mundo que lo rodeaba. Fue entre los griegos donde algunos pensadores comenzaron a vislumbrar una manera diferente de percibir los fenómenos naturales, al darse cuenta de que la naturaleza se encontraba sujeta a reglas que podían ser conocidas. Además, comprendieron que tales reglas no estaban sujetas al arbitrio de entes sobrenaturales y que su cabal comprensión los podía capacitar para predecir adecuadamente eventos del mundo natural.
Esa visión, nueva en la historia de la humanidad, permitió a los griegos comenzar a separar los mitos del mundo real, iniciándose así la búsqueda racional del conocimiento, lo que finalmente los condujo a estructurar diversas disciplinas científicas entre las que destacaron la astronomía y la geometría.
Tales de Mileto y Anaximandro
Tales de Mileto (ca. 624-547 a.C.) ha sido señalado por los historiadores de la ciencia como el fundador de la llamada escuela jónica. Su actuación marca el inicio claro de la búsqueda de explicaciones racionales sobre los fenómenos naturales. Aunque todavía muy cercano a la cosmovisión primitiva de los griegos, intentó explicar el mundo sin recurrir a los dioses como formadores de éste.
Tales consideró que el agua era el constituyente básico de todo. Según él, ese líquido llenaba por completo el espacio más allá de los límites de nuestro mundo. Analizando solamente los cambios que sufre este vital elemento en sus estados líquido, sólido y gaseoso, construyó un modelo con el que trató de explicar en forma racional la existencia de los diferentes objetos naturales, lo que sin lugar a dudas significó un cambio fundamental en el estudio de la naturaleza.
Para Tales, la Tierra era un disco plano que se encontraba flotando sobre agua. El Universo estaba formado por una gran masa líquida encerrada en una enorme esfera de aire, que según ese filósofo no era otra cosa que vapor de agua. La superficie interna de esa esfera era la bóveda celeste. En su esquema los astros brillaban porque recogían las excreciones terrestres y las inflamaban. Lo mismo sucedía con el Sol, que al inflamar los vapores que ascendían desde la Tierra producía el fuego que lo caracteriza. Tales sostuvo que los cuerpos celestes flotaban sobre las aguas contenidas en el firmamento, por lo que el movimiento de los astros era consecuencia natural del fluir del agua que formaba el Universo. Estas ideas libraron a su modelo cósmico de los seres sobrenaturales que antes habían sido tan necesarios para explicar el movimiento de los objetos de la esfera celeste.
Evidentemente este modelo ahora resulta simple y sin fundamento científico, pero en aquella época tuvo la enorme ventaja sobre los mitos de no necesitar la presencia o intervención divina para su correcto funcionamiento. Además, y esto hay que resaltarlo, mediante su aplicación Tales trató de explicar fenómenos naturales como los terremotos, ya que sostuvo que se originaban a causa de ebulliciones de agua caliente en los océanos que rodeaban la Tierra. Fácil es entender el razonamiento que lo llevó a ese tipo de ideas, pues ¿quién no ha visto el movimiento de la tapadera de una olla cuando el líquido que contiene comienza a hervir? Más aún, todos sabemos por experiencia que el hielo flota sobre el agua. Entonces, ¿por qué buscar dioses o monstruos acuáticos para que sostuvieran la Tierra y las estrellas, si éstos, siendo cuerpos sólidos, de forma natural tendrían que flotar en el agua que llenaba todo el cosmos?
Desde esta perspectiva basada en observaciones simples, pero sistematizadas, de la naturaleza, Tales de Mileto propuso al agua como el principio y el fin de todo, pues “al condensarse, o al contrario, al evaporarse, constituye todas las cosas”.
Anaximandro (ca. 611-545 a.C.) fue discípulo de Tales. Escribió una Cosmología y una Física “ampliamente desembarazadas, al menos en el detalle, de ideas religiosas o míticas”. Estas obras, que no han llegado hasta nosotros, pero que son conocidas parcialmente por diversos comentarios de autores griegos y latinos, muestran que Anaximandro intentó explicar el cosmos partiendo de consideraciones lógicas derivadas de la observación.
Como origen mismo del Universo consideró el apeiron: lo infinito e indefinido. Era éste una sustancia diferente del agua y de los demás elementos. A partir de él se formaron los cielos y el mundo. Enseñó que el cielo era una esfera completa en cuyo centro se encontraba la Tierra libremente suspendida, sin que nada la sostuviera, y que no caía porque se hallaba a igual distancia de todo. Atribuyó a la Tierra una forma cilíndrica semejante a la de una columna de piedra, e incluso dio sus dimensiones, ya que afirmó que era tres veces más ancha que profunda. También dijo que el disco superior de ese cilindro era el único que estaba habitado.
Consideró que los astros eran fuego que se observaba a través de orificios localizados en las superficies internas de ruedas tubulares huecas y opacas, las que en su interior contenían lumbre. Para explicar el movimiento de los diferentes cuerpos celestes desarrolló un modelo según el cual dichas “ruedas” estaban girando en torno al eje de simetría del cilindro terrestre. Cada una de ellas presentaba diferentes grados de inclinación respecto de ese eje. Afirmó que “los astros son arrastrados por los círculos y esferas en las que cada uno se halla situado”.
Según Anaximandro, el Sol era un orificio que se hallaba en un anillo cuyo diámetro era 27 veces el del disco que formaba a la Tierra, mientras que la Luna estaba sobre otro que se localizaba a sólo 18 de esos diámetros. Consideraba al Sol como el cuerpo celeste más alejado. Después se encontraba la Luna, y por debajo de ella estaban las estrellas, la Vía Láctea y los planetas, todos localizados en la parte interior de una rueda tubular cuyo diámetro era de solamente nueve veces el terrestre.
Es importante señalar que esas distancias no se obtuvieron como resultado de un proceso de medición, sino que surgieron de una idealización de carácter matemático, donde Anaximandro consideró que los cuerpos celestes deberían encontrarse localizados precisamente en los sitios señalados por la progresión originada por los múltiplos del número nueve. Esto es: 9, 18 y 27.
Debe resaltarse que la parte realmente novedosa de la cosmogonía de Anaximandro fue la abstracción que le permitió afirmar que la Tierra no necesitaba soporte alguno, ya que por estar localizada a igual distancia de todo no podría caer en ninguna dirección particular. Aunque su modelo también fue muy simple y no explicaba muchos de los fenómenos celestes, tuvo el mérito de usar la abstracción como una herramienta en el proceso de estudio de la naturaleza.
Por su posterior influencia sobre otros modelos cosmogónicos debe valorarse adecuadamente su concepción de un sistema donde el movimiento diurno[1] adquirió verosimilitud al considerar los giros de las ruedas huecas. Esta interpretación permitió el posterior desarrollo de la idea de un universo-máquina, esquema que sería manejado y favorecido por muchos pensadores notables desde la Antigüedad hasta el Renacimiento.
Los pitagóricos
Pitágoras (ca. 582-ca. 497 a.C.), personaje del que incluso se ha puesto en duda su existencia, es considerado el fundador de la denominada escuela pitagórica, especie de fraternidad secreta cuyos miembros se dedicaron tanto a actividades político-religiosas como a la especulación filosófica y al cultivo de las matemáticas. Este grupo se originó en Crotona al finalizar el siglo VI a.C. Su influencia en el desarrollo del pensamiento griego fue considerable, tal y como lo demuestran las obras de filósofos tan importantes como Platón y Aristóteles, quienes con algunas modificaciones aceptaron el modelo cosmogónico surgido entre los miembros de esa importante comunidad científico-mística.
El estudio del sonido interesó grandemente a Pitágoras, quien según la tradición descubrió que al pulsar una cuerda tensa los sonidos agradables al oído corresponden exactamente a divisiones de ésta por números enteros. También se dice que fue quien identificó las siete notas musicales y que se dio cuenta de que, mezcladas en un orden numérico, producían armonía. Ese tipo de descubrimientos llevó a los pitagóricos a pensar en el número como una entidad mística que debía ser la esencia de todo. Como las relaciones entre el sonido y los números eran tan coherentes, pensaron que no eran privativas de la música, y que deberían expresar hechos fundamentales de la naturaleza, de ahí que para entenderla se dedicaran a buscar las diferentes combinaciones existentes entre los números. Por ejemplo, pensaban que podían calcular las órbitas de los cuerpos celestes relacionando sus desplazamientos con intervalos musicales, pues según ellos, los movimientos planetarios deberían producir la llamada música de las esferas, sonidos sólo audibles para los iniciados en las doctrinas pitagóricas.
Esa mezcla entre la investigación científica y el misticismo produjo una visión cósmica muy particular. Según las relaciones numéricas determinadas por los movimientos periódicos de los planetas, fijaron las distancias de éstos a la Tierra, basándose en la velocidad con la que los veían moverse. Inicialmente consideraron que su ordenamiento era: la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno, aunque después antepusieron el Sol a Venus y Mercurio. Los pitagóricos consideraron que los planetas debían moverse todos de manera regular en torno a la Tierra, por lo que tenían que seguir la más perfecta de las curvas, que era el círculo. De esta manera se introdujo en astronomía el concepto de órbitas circulares, idea que tuvo vigencia por casi 2 000 años.
Fue Parménides (514-450 a.C.), uno de los miembros de esta singular comunidad, quien primero enseñó que la Tierra era esférica y que estaba inmóvil en el centro del Universo. Sin embargo su argumentación en favor de esa esfericidad no fue consecuencia de la observación, medición o exploración, sino de consideraciones geométricas acerca de la simetría. Afirmó que la Tierra, siendo el centro mismo del Universo, necesariamente tendría que ser esférica, pues la esfera, que era la forma perfecta, era la única que podía ocupar ese sitio privilegiado. Siguiendo esa línea de razonamiento también aseguró que el Universo en su conjunto tenía la misma forma, haciendo así a un lado el antiguo concepto de una bóveda celeste hemisférica surgido entre los caldeos. Más exactamente, Parménides creyó en la existencia de un universo finito formado por una serie de capas concéntricas a la Tierra. La más externa era sólida y servía como límite al mundo, además de ser el asiento de las estrellas fijas. Según él, el Sol y la Luna fueron formados de la materia “separada de la Vía Láctea”, habiéndose formado el primero de una sustancia sutil y caliente, mientras que la segunda lo hizo de una oscura y fría. Parménides consideró que la Vía Láctea era un anillo luminoso que como una guirnalda circundaba a la Tierra, y que se había formado con los vapores provenientes del fuego celeste.
Otro pitagórico que se ocupó ampliamente de los estudios cosmogónicos fue Filolao (450-400 a.C.). A él se atribuyen las primeras enseñanzas sobre el movimiento de la Tierra. Concibió un modelo cósmico en el que al principio el fuego lo llenaba todo, pero, según él, en un instante dado se operó en el cosmos una diferenciación ocasionada por un torbellino. Esto separó al fuego, dejando parte de él en el centro y el resto en la esfera del mundo. Alrededor del fuego central estacionario giraban todos los cuerpos celestes, incluso la Tierra. La luz y el calor generados por esa luminaria central eran reflejados por el Sol, el cual en su modelo resultaba ser una especie de objeto...

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