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Norberto Bobbio
El filósofo y la política. Antología
Este libro está disponible para leerlo hasta el 19º abril, 2026
- 516 páginas
- Spanish
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Norberto Bobbio
El filósofo y la política. Antología
Descripción del libro
Esta antología agrupa textos que van desde el estudio de los clásicos hasta las relaciones internacionales de fin del siglo XX, pasando por la democracia y el cambio político, la ética y la cultura.
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Información
DEMOCRACIA
DEMOCRACIA*
ETIMOLÓGICAMENTE, democracia significa “poder” (krátos) del “pueblo” (dêmos). Los griegos, de cuya lengua derivó el vocablo, la distinguían de otras formas de gobierno: aquella en la que el poder pertenece a uno solo, “monarquía” en sentido positivo, “tiranía” en sentido negativo, y aquella en la que el poder pertenece a pocos, “aristocracia” en sentido positivo, “oligarquía” en sentido negativo. El significado general ha permanecido sin cambios durante siglos, si bien entre nuestros escritores políticos de los siglos XV y XVI se usaba fundamentalmente la expresión latina “gobierno popular”, diferente del “principado” y del “gobierno de los notables”. También hoy se entiende por democracia la forma de gobierno en la que el pueblo es soberano. El Artículo 1 de la Constitución de la República italiana señala: “La soberanía pertenece al pueblo”.
La democracia de los modernos se distingue de la de los antiguos por la manera en que el pueblo ejerce el poder: directamente, en la plaza o ágora entre los griegos, en los comitia de los romanos, en el arengo de las antiguas ciudades medievales, o indirectamente, a través de representantes, en los Estados modernos. Todavía Montesquieu, a mediados del siglo XVIII, en las páginas dedicadas a la democracia, citando a Atenas y Roma como ejemplo de esa forma de gobierno, escribe que el pueblo que goza del poder supremo debe hacer por sí solo todo lo que pueda efectuar bien y confiar a sus ministros únicamente lo que no pueda realizar por sí mismo. Algunos años después, Rousseau, al exaltar la democracia de los antiguos, rechazaba el gobierno representativo prevaleciente en Inglaterra, sosteniendo que los ingleses eran un pueblo libre sólo el día en que votaban. Hoy, en cambio, los Estados democráticos están, si bien en diferente medida y matiz, gobernados bajo la forma de la democracia representativa, sólo en algunos casos combinada con elementos de democracia directa, como el referéndum. El instituto de la representación es a tal punto connatural a la democracia moderna que, cuando se dice que los Estados Unidos o Italia son países democráticos, se sobreentiende que la democracia que hay en ellos es representativa.
La democracia directa, es decir, el sistema en el que los ciudadanos tienen el derecho de tomar las decisiones que les atañen, y no sólo el de elegir a las personas que decidirán por ellos, ha quedado como un ideal límite, cuya fuerza propulsiva no ha decaído, en especial desde que la cada vez más rápida difusión de las computadoras permite que un gran número de personas voten a distancia sin que sea necesario que se reúnan en una plaza pública o en una asamblea, eliminando de golpe el límite, del que estaban conscientes los partidarios de la democracia directa como el propio Rousseau, para el que esta forma de democracia era posible sólo en los Estados pequeños. Se ha dicho, aunque de manera paradójica, indicando más una inclinación que una verdadera propuesta institucional, que la democracia del futuro podría asemejarse a la democracia del pasado más que a la del presente.
Así y todo, la democracia directa y la representativa tienen en común el principio de legitimidad o, en otras palabras, el fundamento de la obligación política, esto es, el principio según el cual un poder es aceptado como legítimo y como tal debe ser obedecido. Son dos los principios fundamentales de legitimidad del poder: aquel por el cual es legítimo el poder que descansa en última instancia en el consenso de quienes son sus destinatarios, y aquel por el cual es legítimo el poder que deriva de la superioridad —que puede ser, según las diversas teorías, natural o sobrenatural— de quien lo detenta. En el primer caso tenemos un poder ascendente, o sea, que procede de abajo hacia arriba; en el segundo un poder descendente, es decir, que se mueve de arriba hacia abajo. Al imaginar el sistema de poder como una pirámide, se puede pensar que fluye de la base al vértice o viceversa. Tanto la democracia directa como la indirecta reconocen su principio de legitimidad en la forma de poder ascendente. La diferencia está en el hecho de que en la primera el consenso se expresa sin mediaciones, y en la segunda lo hace a través de intermediarios que actúan en diferentes niveles a nombre y por cuenta de quienes están en la base de la pirámide.
A partir de esta diferencia entre dos principios opuestos de legitimidad, la tradicional distinción de las formas de gobierno, proveniente de un criterio meramente cuantitativo y como tal extrínseco —uno, pocos, muchos—, es sustituida por otra, que se ha vuelto predominante, entre democracia y autocracia, en la que la forma de gobierno democrática, sea directa o indirecta, se opone a todas las demás en cuanto precisamente es la única en la que el poder se transmite de abajo hacia arriba. Teniendo en cuenta la separación entre democracia y autocracia hay quien ha hecho, con conocimiento de causa, corresponder la distinción, bastante conocida en la filosofía moral, entre normas autónomas, en las que el que fija la norma y quien la recibe son la misma persona, y normas heterónomas, en las que quien pone la norma es diferente del que la recibe. Se puede decir, si bien idealmente y en última instancia, que la democracia es el sistema de la autonomía y la autocracia el de la heteronomía.
Lo que en el paso de la democracia directa a la representativa cambia o, mejor dicho, debe ser subsecuentemente especificado, es el concepto mismo de pueblo. “Pueblo” designa un ente colectivo, y la palabra corresponde al conjunto de personas que se reúnen en una plaza o en una asamblea. En la democracia representativa de los grandes Estados, los que gozan de los derechos políticos, esto es, del derecho a participar aunque indirectamente en la definición de las decisiones colectivas, jamás se congregan al mismo tiempo en una plaza o en una asamblea para deliberar. Valiéndose del derecho de reunión, se pueden juntar en una plaza o en una asamblea sólo parcialmente y, de cualquier manera, no para deliberar. En una democracia representativa el individuo generalmente no es el que decide; casi siempre es tan sólo un elector. En cuanto tal realiza su tarea normalmente solo, uti singulus, en una casilla separado de los demás sujetos. El día de la elección, es decir, del evento constitutivo de la forma de gobierno representativo, no existe pueblo alguno como ente colectivo: sólo hay muchos individuos cuyas determinaciones son contadas, una por una, y sumadas. Una democracia de electores como lo es la representativa no recibe su legitimidad del pueblo, que, como entidad colectiva, no existe fuera de una plaza o asamblea, sino de la suma de individuos a quienes le ha sido atribuida la capacidad electoral. De hecho, en los cimientos de la democracia representativa, a diferencia de lo que sucede con la directa, no está la soberanía del pueblo, sino la de los ciudadanos.
Además de la titularidad del poder y la manera en que se ejerce, las formas de gobierno también han sido distinguidas a lo largo de la historia con base en los principios éticos en los que se han inspirado y a partir de los cuales han sido justificadas o juzgadas. La historia del pensamiento político conoce, junto a las tipologías de las formas de gobierno, el debate sobre cuál es la mejor forma de gobierno. Este debate toma en consideración los diversos principios éticos que cualquier forma de gobierno representa. Desde la Antigüedad, la democracia ha sido contrapuesta a los otros regímenes con base en el principio de la igualdad. No por casualidad en sus orígenes el sinónimo de democracia es “isonomía”, que significa igualdad ante la ley. En un famoso capítulo de los Discursos (I, 55), Maquiavelo sostiene como condición para la existencia y supervivencia de una república la “equidad”; en cambio, donde hay desigualdad entre nobles y plebeyos no es posible otra forma de gobierno más que el principado. Montesquieu distinguió las formas de gobierno no sólo con base en los criterios tradicionales del número de gobernantes y su manera de gobernar, sino también con base en los principios que las orientan. Consideró como principio inspirador de la democracia la virtud que definió como “amor a la igualdad” (IV, 3). El advenimiento al mismo tiempo irresistible y temido de la democracia significa para Tocqueville la llegada de una sociedad igualitaria. Uno de los grandes contrastes que recorren la historia del pensamiento político es el que pone frente a frente a quienes piensan que los hombres nacen iguales y, en consecuencia, la mejor forma de gobierno es la que restablece la igualdad de condiciones, y a quienes estiman que los hombres nacen desiguales y que la pretensión de hacerlos semejantes es absurda y perniciosa. Los escritores democráticos son igualitarios; los antidemocráticos, no igualitarios. Más aún, una de las razones por las que a lo largo del tiempo la democracia ha sido con frecuencia calificada como la peor forma de gobierno es precisamente su tendencia a la igualdad. En el siglo pasado, después de la Revolución francesa, en el país galo y por reflejo en Italia el partido liberal y el democrático se contraponen, por lo menos hasta la aparición de los socialistas, como el partido de la libertad y el de la igualdad. Al confrontar la escuela democrática y la liberal, Francesco De Sanctis definió la primera como “basada en la justicia distributiva, en la igualdad de derecho, la que, en los países más avanzados, también es igualdad de hecho”.
Conforme avanza la época contemporánea, la contraposición entre liberalismo y democracia tiende a desaparecer, y los regímenes democráticos se vuelven, o son cada vez más interpretados, como la continuación de los Estados liberales, tanto así que de hecho en el mundo actual no existen Estados democráticos que no sean al mismo tiempo liberales. La famosa contraposición entre libertad de los antiguos, entendida como autogobierno, y libertad de los modernos, como goce de las libertades civiles, viene a menos toda vez que la primera es insertada en un sistema político que comenzó a garantizar la segunda. Mientras en el mundo de las ideas el liberalismo y la democracia se muestran todavía durante un buen lapso como doctrinas opuestas, en la realidad sobreviene el paso del reconocimiento de los derechos de libertad a la admisión de los derechos políticos mediante los cuales el Estado liberal se transforma paulatinamente —con la progresiva ampliación del voto hasta llegar al sufragio universal masculino y femenino— en Estado democrático entendido como aquel en el cual los individuos gozan no sólo de las llamadas libertades negativas, sino también de las positivas, de participar, directa e indirectamente, en los asuntos públicos. Hoy la interdependencia entre la libertad liberal y la democrática es tal que hay buenas razones históricas para considerar que: a) la participación democrática es necesaria para salvaguardar las libertades civiles; y b) la protección de los derechos de libertad es necesaria para una correcta y eficaz participación.
Ideales liberales y democráticos se han entrelazado a tal punto que si es verdad que el reconocimiento de los derechos de libertad fue en un principio el presupuesto necesario para un ejercicio correcto de la participación popular, también es cierto que, a la inversa, el ensanchamiento de la participación se ha vuelto el principal remedio contra la subversión de los principios del Estado liberal. Hoy sabemos que sólo los Estados que brotaron de la revolución liberal se transformaro...
Índice
- PORTADA
- PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN
- PREFACIO
- ESTUDIO PRELIMINAR
- FILOSOFÍA POLÍTICA
- LA LECCIÓN DE LOS CLÁSICOS
- POLÍTICA Y ÉTICA
- DERECHO Y JUSTICIA
- DEMOCRACIA
- RELACIONES INTERNACIONALES
- CAMBIO POLÍTICO
- POLÍTICA Y CULTURA
- LOS IDEALES Y LA HISTORIA
- ÍNDICE