Un banquete canónico
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Rafael Rojas

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Un banquete canónico

Rafael Rojas

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Indagación de la literatura cubana desde los textos precursores de Antonio Bachiller y Aurelio Mitjans hasta las valoraciones consumadas de Cintio Vitier y Roberto Fernández Retamar. La crítica de este discurso le permite a Rojas advertir los cruces y desencuentros de tres cánones literarios: el nacional cubano, el regional latinoamericano y el universal occidental.

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SEGUNDA PARTE
COLOQUIO DE FICCIONES
REINVENCIONES DEL BARROCO
Carpentier:
Y SONARÁ LA TROMPETA...
Corintios, I, 52
Venecia parecía hundirse, de hora en hora, en sus aguas turbias y revueltas. Una gran tristeza se cernía, aquella noche, sobre la ciudad enferma y socavada. Pero Filomeno no estaba triste. Nunca estaba triste. Esta noche, dentro de media hora, sería el Concierto—el tan esperado concierto de quien hacía vibrar la trompeta como el Dios de Zacarías, el Señor de Isaías, o como lo reclamaba el coro del más jubiloso salmo de las Escrituras. Y como tenía muchas tareas que cumplir todavía dondequiera que una música se definiera en valores de ritmo fue, con paso ligero, hacia la sala de conciertos cuyos carteles anunciaban que, dentro de un momento, empezaría a sonar el cobre impar de Louis Armstrong. Y parecíale a Filomeno que, al fin y al cabo, lo único vivo, actual, proyectado, asaetado para el futuro, que para él quedaba en esta ciudad lacustre, era el ritmo, los ritmos, a la vez elementales y pitagóricos, presentes acá abajo, inexistentes en otros lugares donde los hombres habían comprobado—muy recientemente, por cierto—que las esferas no tenían más músicas que las de sus propias esferas, monótono contrapunto de geometrías rotatorias, ya que los atribulados habitantes de esta Tierra, al haberse encaramado a la luna divinizada del Egipto, de Súmer y de Babilonia, sólo habían hallado en ella un basurero sideral de piedras inservibles, un rastro rocalloso y polvoriento, anunciadores de otros rastros mayores, puestos en órbitas más lejanas, ya mostrados en imágenes reveladas y reveladoras de que, en fin de cuentas, la Tierra esta, bastante jodida a ratos, no era ni tan mierda ni tan indigna de agradecimiento como decían algunos—que era, dijérase lo que se dijera, la Casa más habitable del Sistema—, y que el Hombre que conocíamos, muy maldito y fregado en su género, sin más gentes con quienes medirse en su ruleta de mecánicas solares (acaso Elegido por ello, nada demostraba lo contrario), no tenía mejor tarea que entenderse con los asuntos personales. Que buscara la solución de sus problemas en los hierros de Ogún o en los caminos de Eleguá, en el Arca de la Alianza o en la Expulsión de los Mercaderes, en el gran bazar platónico de las Ideas y artículos de consumo o en la apuesta famosa de Pascal & Co. Aseguradores, en la palabra o en la Tea—eso, era cosa suya. Filomeno, por lo pronto, se las entendía con la música terrenal—que a él, la música de las esferas lo tenía sin cuidado. Presentó su ticket a la entrada del teatro, lo condujo a su butaca una acomodadora de nalgas extraordinarias—el negro lo veía todo con singular percepción de lo inmediato y palpable—y apareció en truenos, grandes truenos que lo eran de aplausos y exultación, el prodigioso Louis. Y, embocando la trompeta, atacó, como él sólo sabía hacerlo, la melodía de Go down Moses antes de pasar a la de Jonah and the Whale, alzada por el pabellón de cobre hacia los cielos del teatro donde volaban, inmovilizados en un tránsito de vuelo, los rosados ministriles de una angélica canturia, debida, acaso, a los claros pinceles de Tiépolo. Y la Biblia volvió a hacerse ritmo y habitar entre nosotros con Ezequiel and the Wheel, antes de desembocar en un Hallelujah, Hallelujah, que evocó, para Filomeno, la persona de Aquel—el Jorge Federico de aquella noche—que descansaba, bajo una abarrocada estatua de Roubiliac, en el gran Club de los Mármoles de la Abadía de Westminster, junto al Purcell que tanto sabía, también, místicas y triunfales trompetas. Y concertábanse ya en una nueva ejecución, tras del virtuoso, los instrumentos reunidos en el escenario: saxofones, clarinetes, contrabajo, guitarra eléctrica, tambores cubanos, maracas (¿no serían, acaso, aquellas “tipinaguas” mentadas alguna vez por el poeta Balboa?), címbalos, maderas chocadas en mano a mano que sonaban a martillos de platería, cajas destimbradas, escobillas de flecos, címbalos y triángulos-sistros, y el piano de tapa levantada que ni se acordaba de haberse llamado, en otros tiempos, algo así como un “clave bien temperado”. “El profeta Daniel, ése, que tanto había aprendido en Caldea, habló de una orquesta de cobres, salterio, cítara, arpas y sambucas, que mucho debió parecerse a ésta”, pensó Filomeno... Pero ahora reventaban todos, tras la trompeta de Louis Armstrong, en un enérgico strike-up de deslumbrantes variaciones sobre el tema de I Can’t Give You Anything But Love, Baby—nuevo concierto barroco, al que, por inesperado portento, vinieron a mezclarse, caídas de una claraboya, las horas dadas por los moros de la torre del Orologio.
Concierto barroco
Guillén: CHÉVERE
Chévere del navajazo,
se vuelve él mismo navaja:
pica tajadas de luna,
mas la luna se le acaba;
pica tajadas de canto,
mas el canto se le acaba;
pica tajadas de sombra,
mas la sombra se le acaba
y entonces pica que pica,
carne de su negra mala
Sóngoro Cosongo
Sarduy: A DIOS DEDICO ESTE MAMBO
Como cuello de ganso el brazo de la envidiosa Cadillac en la bruma ondula, blanco emplumado en el andén lúgubre. Y es que se van las tres, o las dos que suman tres,1 a las morismas en busca de un aunque oculto señalado galeno, el relevante doctor Ktazob, que en taimado raspadero tangerino arranca de un tajo lo superfluo y esculpe en su lugar lúbrica rajadura, coronando el ingenio con punturas de un bálsamo mahomético que trueca en meliflua siflautilla hasta la voz de un brigante napolitano, achica a los Ming los pies, bizantiniza el gesto y en el pecho hincha dos turgencias nacaradas, remedos de las que en un plato ostenta Santa Olalla.
La escritura es el arte de la elipsis. Paso pues sobre el encuentro de nuestras deambulantes con cuatro monjes mercedarios—fondo negro, manto blanco—que en Madrid quisieron disuadirlas, discurriendo, con ademanes ovalados, como si acariciaran invisibles palomas que en una cinta, para rematar cada argumento, trajeran el latín pertinente, sobre la mutación a que aspiraban, para concluir, aunque intransigentes carismáticos, que era “violencia contra la res extensa, dádiva entre todas del Santísimo, de cuya sabia providencia están pendientes todas las criaturas—y señalaron, sobre el marco de la ventana (a lo lejos un convento, un beato consolando paralíticos) un libro con una manzana encima—... ergo pecado”.
Consigno sin embargo, y con qué cuidado, el diálogo que la Señora sostuvo en Guadalupe con el padre Illescas, teólogo esclarecido y prior de los Jerónimos.
Franqueados los sargazos, llegaban por entonces al convento serrano, desde los lejanos islarios, a de aprender a fablar, recibir el bautizo y morir de frío, indios mansos, desnudos y pintados, orondos con sus cascabeles y cuentecillas de vidrio; traían los suavemente risueños papagayos convertidos que recitaban una salve, árboles y frutas de muy maravilloso sabor, avecillas de ojos de cristal rojo, yerbas aromáticas y, cómo no, entre tanto presente pinturero, de arenas doradas las pepitas gordas que la fe churrigueresca, cornucopia de emblemas florales, convertiría en nudos y flechas, orlas y volutas, lámparas mudéjares que oscilan, capiteles de frutas sefardíes, retablos virreinales y espesas coronas góticas suspendidas sobre remolinantes angelotes tridentinos.
Cobra quedó maravillada ante tan burdos ornamentos y matizadas plumas. Con casabe quiso vestirse, con maderos mordidos por careyes esculpirse coturnos, con hojas de tabaco, caimitos y mangos armar un sombrero alto y jarifo como una giralda, con estatuillas taínas collares quebradizos y pulsos de fetiches frágiles que fueran saltando en ciscos a la sorpresa de los gestos.
Pup, hecha una usurera fenicia, se había entregado al trueque de los cándidos: contra mascarillas y ambrosías les canjeaba, con ojos saltones, en bolitas engolosinantes, las páginas apolilladas que iba arrancando de un misal averiado.
Pero, basta de arabescos, pasemos al sujeto medular, al meollo teórico del cambio.
—¡Qué desatino, hijas mías! y ¿de qué mientes rústicas y desbaratadas heredáis tan lamentabl...

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