La globalización
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La globalización

Consecuencias humanas

  1. 171 páginas
  2. Spanish
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La globalización

Consecuencias humanas

Descripción del libro

Zygmunt Bauman nos presenta un estudio sobre las consecuencias sociales de los procesos globalizadores; pretende demostrar que la globalización incluye mucho más que sus manifestaciones superficiales e intenta hacer legible un término supuestamente clarificador de la mujer y el hombre moderno. Constituye, pues, un importante aporte sobre la polémica que ha desencadenado el concepto de globalización.

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Información

Año
2016
ISBN del libro electrónico
9786071634627
Categoría
Social Sciences
Categoría
Sociology

II. GUERRAS POR EL ESPACIO: INFORME DE UNA CARRERA

SE DICE con frecuencia, y en general se da por sentado, que la idea del espacio social nació (en las cabezas de los sociólogos, ¿dónde, si no?) a partir de una transposición metafórica de conceptos formados dentro de la vivencia del espacio físico “objetivo”. Sin embargo, la verdad es lo contrario. La distancia que hoy tendemos a llamar “objetiva”, y a medir en comparación con la longitud del Ecuador en lugar de las partes del cuerpo, la destreza corporal o las simpatías/antipatías de sus habitantes, tenía como patrón el cuerpo y las relaciones humanas mucho antes de que la vara metálica llamada metro, encarnación de lo impersonal e incorpóreo, fuera depositada en Sèvres para que todos la respetaran y obedecieran.
El gran historiador social Witold Kula demostró más exhaustivamente que cualquier otro estudioso que desde tiempos inmemoriales el cuerpo humano era “la medida de todo”, no sólo en el sentido sutil derivado de las meditaciones filosóficas de Protágoras sino también en un sentido mundano, literal y nada filosófico. Durante toda su historia y hasta el reciente comienzo de la modernidad, los seres humanos medían el mundo con sus cuerpos —pies, puños o codos—; con sus productos —canastos u ollas— o con sus actividades. Por ejemplo, se dividían los campos en Morgen, parcelas que un hombre podía arar entre el alba y el ocaso.
Sin embargo, un puñado no es igual a otro, ni un canasto, tan grande como otro; las medidas antropomórficas y praxeomórficas no podían ser sino tan diversas y accidentales como los cuerpos y las prácticas humanas a las que aludían. De ahí las dificultades que surgían cuando los dueños del poder querían acordar un tratamiento uniforme a un gran número de súbditos, al exigirles “los mismos” impuestos o gabelas. Había que encontrar la manera de soslayar y neutralizar el impacto de la variedad y la contingencia, y para ello se impusieron patrones obligatorios de medida de distancia, superficie o volumen, a la vez que se prohibieron todas las normas locales basadas en criterios individuales o grupales.
Pero el problema no se limita a la medición “objetiva” del espacio. Antes de llegar a la medición es necesario tener un concepto claro de aquello que se ha de medir. Si esto es el espacio (más aún, si se lo ha de concebir como algo mensurable), ante todo se necesita la idea de distancia, que en su origen derivó de la distinción entre cosas o personas “cercanas” y “lejanas”, así como de la vivencia de que algunas eran más “cercanas” al sujeto que otras. Inspirándose en la tesis de Durkheim y Mauss sobre los orígenes sociales de la clasificación, Edmund Leach descubrió un paralelismo asombroso entre las categorías populares de espacio, clasificación de parentesco y el tratamiento diferenciado de los animales domésticos, de crianza y salvajes.1 En el mapa popular del mundo, las categorías de hogar, granja, campo y lo “lejano” parecen ocupar un lugar basado en un principio muy similar, casi idéntico, al de las de mascotas domésticas, ganado, animales de caza y “animales salvajes” por un lado y las de hermano, primo, vecino y forastero o “extranjero” por el otro.
Como sugiere Claude Lévi-Strauss, la prohibición del incesto, que entraña la imposición de distinciones conceptuales artificiales a individuos física, corporal y “naturalmente” indiferenciados, fue el primer acto constitutivo de la cultura, que a partir de entonces consistiría en insertar en el mundo “natural” las divisiones, distinciones y clasificaciones que reflejaban la diferenciación de las prácticas humanas y los conceptos unidos a ellas. No eran atributos propios de la “naturaleza” sino de la actividad y el pensamiento humanos. La tarea que enfrentaba el Estado moderno ante la necesidad de unificar el espacio sometido a su dominación directa no fue una excepción; consistió en separar las categorías y distinciones espaciales de las prácticas humanas no controladas por el poder estatal. La tarea se reducía a sustituir las prácticas locales y dispersas por las administrativas del Estado, punto de referencia único y universal para toda medida y división del espacio.

LA BATALLA DE LOS MAPAS

Lo que resulta fácilmente legible o transparente para algunos puede ser oscuro y opaco para otros. Donde algunos encuentran el rumbo sin la menor dificultad, otros se sienten desorientados y perdidos. Mientras las mediciones fueron antropomórficas y tomaron como puntos de referencia prácticas locales sin coordinación entre sí, las comunidades humanas pudieron emplearlas como escudo para ocultarse de los ojos curiosos y las intenciones hostiles de los intrusos; sobre todo, de las imposiciones de los poderosos.
Para recaudar impuestos y reclutar soldados, los poderes premodernos, incapaces de interpretar realidades legibles solamente para sus súbditos, debieron actuar como fuerzas foráneas, hostiles: recurrir a invasiones armadas y expediciones punitivas. En verdad, la recaudación de impuestos casi no se distinguía del robo y el pillaje, y la práctica de reclutar soldados era casi idéntica a la de tomar prisioneros; los secuaces armados de príncipes y nobles usaban la espada y el látigo para convencer a los “nativos” de que entregaran sus bienes o hijos; obtenían todo lo posible por medio de la fuerza bruta. Ernest Gellner bautizó Estado odontológico al sistema de dominación premoderno: la especialidad de los gobernantes era la extracción por medio de la tortura.
Ofuscados y confundidos por la desconcertante variedad de los sistemas locales de medición y recuento, los poderes fiscales y sus agentes preferían negociar con corporaciones en lugar de hacerlo con individuos; con jefes de aldea o de parroquia en vez de agricultores o inquilinos; incluso en el caso de gabelas tan “individuales” y “personales” como los impuestos sobre las chimeneas o las ventanas, las autoridades preferían asignar un monto global a la aldea, y que los locales se repartieran el peso. Asimismo, cabe suponer que preferían cobrar los impuestos en dinero en lugar de productos agrícolas, sobre todo porque los valores monetarios, determinados por la casa de la moneda estatal, eran independientes de las costumbres locales. Ante la ausencia de mediciones “objetivas” de la tenencia de la tierra, los catastros y los inventarios de ganado, el método de recaudación preferido por el Estado premoderno era el impuesto indirecto sobre actividades como la venta de sal y tabaco, el uso de caminos y puentes, los pagos por puestos oficiales o títulos, difíciles o imposibles de ocultar en medio de la maraña de interacciones tan transparentes para los locales como oscuras y engañosas para el visitante ocasional. Como dijo Charles Lindblom, ese Estado no tenía dedos, sino solamente pulgares.
No es casual que la legibilidad y transparencia del espacio se haya convertido en uno de los objetivos principales en la batalla del Estado moderno por imponer la soberanía de su poder. Para lograr el control legislativo y regulatorio sobre los patrones y las lealtades de la interacción social, el Estado debía controlar la transparencia del marco en el cual se ven obligados a actuar los diversos agentes que participan en esa interacción. Los poderes modernos promovían la modernización de las pautas sociales con el fin de establecer y perpetuar el control así concebido. Un aspecto decisivo del poder modernizador fue, pues, la prolongada guerra que se libró en nombre de la reorganización del espacio. Lo que estaba en juego en la batalla más importante de esa guerra era el derecho de controlar el servicio cartográfico.
La esquiva finalidad de la guerra espacial moderna era la subordinación del espacio social a un solo mapa, aquel que elaboraba y sancionaba el Estado. Este proceso era acompañado y complementado por la desautorización de todos los mapas o interpretaciones del espacio rivales de aquél, así como por el desmantelamiento o la anulación de toda institución y em-prendimiento cartográfico que no fuera creado, financiado o autorizado por el poder. Al cabo de esa guerra debía quedar una estructura espacial perfectamente legible para el poder estatal y sus agentes, a la vez que inmune a toda manipulación semántica por parte de usuarios o víctimas, resistente a cualquier iniciativa de interpretación “desde abajo” que pudiera saturar fragmentos de ese espacio con significados desconocidos e ilegibles para las autoridades constituidas y de ese modo volverlos invulnerables al control ejercido desde arriba.
La invención de la perspectiva pictórica, realizada en el siglo XV por Alberti y Brunelleschi conjuntamente, significó un paso decisivo y un punto de inflexión en el largo camino hacia la concepción moderna del espacio y los métodos para ponerla en práctica. La idea de la perspectiva se hallaba a mitad de camino entre la visión del espacio firmemente arraigada en las realidades colectivas e individuales, por una parte, y su posterior desarraigo moderno, por otra. Daba por sentada la función decisiva de la percepción humana en la organización del espacio: el ojo del observador era el punto de partida de toda perspectiva; determinaba el tamaño y las distancias relativas de todos los objetos que ocupaban el campo y era el único punto de referencia para la asignación de los objetos y el espacio. Lo novedoso era que el ojo del observador era un “ojo humano en cuanto tal”, y por lo tanto algo nuevo, “impersonal”. No importaba quiénes fueran los observadores, sino sólo el hecho de que se situaban en el punto de observación indicado. Ahora se dice —más aún, se da por sentado— que cualquier observador situado en ese punto verá las relaciones espaciales entre los objetos de la misma manera.
En lo sucesivo, la disposición espacial de las cosas no dependería de las cualidades del observador sino de la situación plenamente cuantificable del punto de observación, su localización gráfica en un espacio abstracto y vacío, libre de seres humanos, un espacio social y culturalmente indiferente e impersonal. La concepción de la perspectiva logró un doble objetivo, y así sujetó la naturaleza praxeomórfica de la distancia a las necesidades de la nueva homogeneidad promovida por el Estado moderno. Reconocía la subjetividad relativa de los mapas del espacio, y a la vez neutralizaba su influencia: despersonalizaba las consecuencias de los orígenes subjetivos de las percepciones de manera casi tan drástica como la imagen husserliana del significado nacido de la subjetividad “trascendente”.
El centro de gravedad de la organización espacial se ha desplazado, pues, de la pregunta “¿quién?” a la pregunta “¿desde qué punto del espacio?” Sin embargo, apenas se planteó la pregunta resultó evidente —ya que no todas las criaturas humanas ocupan el mismo lugar ni contemplan el mundo desde la misma perspectiva— que no todas las observaciones tendrían el mismo valor. Por tanto, debe o debería existir un punto privilegiado desde el cual se pueda obtener la mejor percepción. Se comprendía fácilmente que “mejor” quería decir “objetivo”, lo cual significaba, a su vez, impersonal o suprapersonal. El “mejor” era un punto de referencia singular hasta el punto de ser capaz de realizar el milagro de elevarse por encima de su propio relativismo endémico, y superarlo.
Lo que remplazaría a la caótica y desconcertante diversidad premoderna de los mapas no sería una imagen del mundo compartida universalmente sino una jerarquía estricta de las imágenes. En teoría, “objetivo” significaba, ante todo, “superior”; su superioridad práctica era una situación ideal que los poderes modernos debían alcanzar, y a partir de entonces se convertiría en uno de los principales recursos de aquéllos.
Los territorios domesticados, conocidos e inteligibles a los fines de las actividades cotidianas de aldeanos o parroquianos seguían siendo confusa y aterradoramente foráneos, inaccesibles y salvajes para las autoridades de la capital; la inversión de esa relación fue un indicador y una dimensión principal del “proceso de modernización”.
La legibilidad y la transparencia del espacio, consideradas en los tiempos modernos las señales del orden racional, no fueron, en cuanto tales, invenciones modernas; en todo tiempo y lugar eran las condiciones indispensables para la convivencia humana, ya que ofrecían el mínimo de certeza y confianza sin el cual la vida cotidiana era poco menos que inconcebible. La novedad moderna consistió en postular la transparencia y la legibilidad como un objetivo que se ha de buscar de manera sistemática: una tarea; algo cuidadosamente diseñado con ayuda de la pericia de los especialistas y a lo cual hay que someter una realidad recalcitrante. La modernización significó, entre otras cosas, hacer del mundo un lugar acogedor para la administración comunal regida por el Estado; y la premisa para ello fue volver el mundo transparente y legible para el poder administrador.
En su fecundo estudio sobre el “fenómeno burocrático”, Michel Crozier ha mostrado la íntima conexión existente entre la escala de certidumbre/incertidumbre y la jerarquía del poder. El autor dice que, en cualquier colectividad estructurada (organizada), la posición dominante corresponde a las unidades cuyas situaciones son opacas, y sus acciones, impenetrables para los de afuera —aunque transparentes para ellos—, libres de brumas y a prueba de imprevistos. En el mundo de las burocracias modernas, la estrategia de todo sector existente o aspirante consiste, invariable y consecuentemente, en tratar de tener las manos libres y aplicar presión para imponer reglas estrictas y rígidas sobre todos los demás miembros de la organización. El sector que gana la mayor influencia es el que consigue hacer de su propia conducta una incógnita variable en las ecuaciones elaboradas por los otros sectores para hacer sus cálculos, a la vez que logra hacer de la conducta ajena un factor constante, regular y previsible. Dicho de otra manera, las unidades con mayor poder son aquellas que constituyen fuentes de incertidumbre para las demás. La manipulación de la incertidumbre es la esencia de lo que está en juego en la lucha por el poder y la influencia en cualquier totalidad estructurada, ante todo, en su forma más acabada: la organización burocrática moderna, en especial la burocracia estatal moderna.
El modelo panóptico del poder moderno de Michel Foucault se basa en un postulado muy similar. El factor decisivo del poder que ejercen los supervisores ocultos en la torre central del panóptico sobre los presos encerrados en las alas del edificio con forma de estrella es la combinación de la plena y constante visibilidad de los presos con la total y perpetua invisibilidad de los supervisores. El preso nunca sabe con certeza si los supervisores están observándolo, si su atención está concentrada en otro lugar, si están dormidos, distraídos o absortos en otros quehaceres, y por lo tanto debe actuar en todo momento como si estuviera bajo vigilancia. Supervisores y supervisados (sean presos, obreros, soldados, alumnos, pacientes o lo que fuere) residen en “el mismo” espacio, pero se encuentran en situaciones diametralmente opuestas. Nada obstruye las líneas visuales del primer grupo, en tanto el segundo se ve forzado a actuar en un territorio brumoso y opaco.
Adviértase que el panóptico era un espacio artificial, construido sobre la base de la asimetría de la capacidad visual. Se trataba de manipular conscientemente y reordenar a voluntad la transparencia del espacio como relación social: en última instancia, como relación de poder. La artificialidad del espacio hecho a medida era un lujo fuera del alcance de los poderes empeñados en manipularlo en escala estatal. En lugar de crear a partir de cero un espacio nuevo, funcionalmente impecable, los poderes estatales modernos —mientras perseguían sus objetivos “panópticos”— tuvieron que darse por satisfechos con una solución para salir del paso. Así, la primera tarea estratégica de la guerra moderna por el espacio consistió en levantar un mapa que resultara legible para la administración estatal y a la vez violara los usos y las costumbres locales, privara a los “nativos” de sus medios probados de orientación y los desconcertara. Esto no significó el abandono del ideal panóptico, sino simplemente su postergación a la espera de que llegara una tecnología más potente. Una vez que se alcanzaran los objetivos de la primera fase, se podía abrir la vía hacia la etapa siguiente, aún más ambiciosa, del proceso modernizados En ésta se trataba no sólo de trazar mapas elegantes, uniformes y uniformadores del territorio estatal, sino de reformar el espacio físico de acuerdo con el patrón de elegancia alcanzado hasta entonces únicamente por los mapas conservados en la oficina cartográfica; no de limitarse a registrar la imperfección existente del territorio, sino de imponerle a la tierra el grado de perfección logrado en el tablero de dibujo.
Anteriormente, el mapa reflejaba y registraba los accidentes del territorio; ahora le tocaba a este último convertirse en reflejo del mapa, elevarse al nivel de transparencia racional al que aspiraban las cartas. Era necesario partir de cero para reformar el espacio a imagen del mapa y de acuerdo con las decisiones de los cartógrafos.

DEL MAPA DEL ESPACIO A LA ESPACIALIZACIÓN DEL MAPA

Según indica la intuición, la estructura espacial geométricamente sencilla, constituida por bloques uniformes del mismo tamaño, parece la más apta para satisfacer la exigencia mencionada. No es casual que en todas las visiones utópicas modernas de la “ciudad perfecta”, las normas urbanísticas y arquitectónicas en las cuales los autores centraron su atención indivisa e implacable giraran en torno de los mismos principios fundamentales: ante todo, la planificación estricta, detallada y exhaustiva del espacio urbano, la construcción de la ciudad “a partir de cero” en un lugar deshabitado, de acuerdo con un diseño terminado antes de iniciar la construcción; en segundo lugar, la regularidad, uniformidad, homogeneidad y posibilidad de reproducir los elementos espaciales en torno de los edificios administrativos situados en el centro o, mejor aún, en lo alto de una colina desde la cual se abarcará la totalidad del espacio urbano. Las siguientes “leyes fundamentales y sagradas” expuesta...

Índice

  1. Portada
  2. Introducción
  3. I. Tiempo y Clase
  4. II. Guerras por el espacio: informe de una carrera
  5. III. Después del Estado nacional... ¿qué?
  6. IV. Turistas y vagabundos
  7. V. Ley global, órdenes locales
  8. Índice analítico
  9. Índice