Impresiones de una mujer a solas
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Impresiones de una mujer a solas

Una antología general

Laura Méndez de Cuenca

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Impresiones de una mujer a solas

Una antología general

Laura Méndez de Cuenca

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Información del libro

Éste es el libro de una de las mujeres más deslumbrantes de toda la literatura mexicana. En sus textos de espléndida factura literaria, la escritora cruza entre los siglos XIX y XX y construye un camino propio hacia la modernidad que enfrenta con templanza e inteligencia.

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Información

Año
2016
ISBN
9786071644183
CUENTOS

UN RAYO DE LUNA*

No era una noche tibia de primavera, de esas impregnadas de perfume de flores tropicales, de cielo dulcemente gris de color de perla con nubes encarrujadas en el horizonte, cuando el misterioso rayo de luna llenó mi alma de emoción hasta entonces nunca sentida; bien segura estoy de que las mordentes ráfagas de octubre habían despojado de sus hojas a los recios árboles, sin preocuparse de la suerte de los pobrecitos gorriones que entre hojas y capullos sabían fabricarse nidos de arquitectura tan perfecta como la de los palacios góticos y los castillos señoriales de la Edad Media.
También creo recordar que las estrellas temblaban al través de la ligerísima niebla que anuncia, en nuestras regiones, la estación fría, como se ve la trémula palpitación de las vírgenes, bajo el velo nupcial. Sirio, la hermosa reina Sirio, sobresalía en blancura brillante y luminosa en medio de las otras, todas de diversos colores, rojas, verdes, azules, que se prendían en el espacio.
El cielo, teñido débilmente de un matiz entre azul y verdoso, remedaba la superficie del mar alegre y sereno; y se me figura que las demás estrellas han de haber estado hechas una furia de celosas. Cierto que resplandecían, mas con ese fulgor siniestro de las miradas de un enamorado en presencia de su rival.
Hacía frío, muchísimo frío. La cima encrespada del Ajusco que cierra el término del paisaje, se empinaba cuanto podía en el espacio, y un jirón de nube sobre ella posado, semejaba un obelisco de plata. Mirando fijamente a la serranía, a la hora de ponerse el sol, creíase ver una ciudad fantástica, con sus torres de encaje, sus arcos gráciles ornados de arabescos, sus columnas enredadas de festones, sus puentes colgantes; y también barcos raros y gigantescos con sus trapos desplegados, ligeros juncos y débiles esquifes. La población de la ciudad fantástica era también de lo más extraño: hombres muy altos, mujeres blancas y deformes. Una llevaba unidas a la espalda abiertas alas de halcón; otra se cubría la cabeza con descomunal casco romano. Algún hombre llevaba un tirso y lo empuñaba con arrojo cual si fuera lanza; y otro, apenas distante del primero, acometía con ira a unos perros, armado de un paraguas, arrastrando a la vez la enorme cola de delfín que ocupaba el lugar de sus piernas, pues que de tales miembros carecía.
Yo estaba en sitio donde admirar ese cuadro fantasmagórico: en lo más recóndito del bosque de pinos. Allí todo era oscuro. La densa lobreguez de la noche descendente sobre el tupido follaje, no permitía siquiera alcanzar, con la vista, a cuatro metros de distancia. Arriba, todavía se franjeaba de oro y violado la ciudad fingida por las nubes en la serranía, esfumándose, transformándose, fundiéndose unas en otras con maravillosa rapidez.
De súbito, gruesos nubarrones plomizos que se empujaban unos a otros, arremolinándose hacia el occidente, dejaron en tinieblas el objeto de mi atención: la ciudad fingida en el volcán muerto. Entonces, un rayo de luna, un indiscreto rayo de luna que se enderezó hacia el bosque, dejóme ver ¡lo que nunca viera!: un airoso arbusto, una mano morena y nerviosa recorriendo los trastes de la guitarra y unos ojos negros como la sombra de los árboles, que me miraron abrasándome, y que yo siento me miran todavía.
El rayo de luna recorrió a prontos trechos el bosque, dibujando a mis pies temblorosa y movible alfombra de encaje, con la sombra de las hojas agitadas por el viento sutil. Después, ocultándose el astro detrás de enorme masa compacta de vapores que borroneaba el horizonte, recogió su bendito rayo, arrebatando a mis miradas el volcán muerto, el cielo verde-azul, el busto airoso, la mano, y aquellos ojos negros como el dolor…
Por un buen rato no acerté a concertar mis ideas dispersas. Sentía yo que se me atropellaban en los rincones del cerebro, y también que mis nervios, tirantes a más no poder, amenazaban reventar. Algo en mi interior me decía: suspira, solloza, grita. ¡Qué sé yo qué! Iba a darme a escapar de ahí, cuando el airecillo sutil, que seguía jugueteando entre las hojas, trajo a mi oído un preludio de guitarra, un acorde y, luego, los dulces ecos de una voz deleitosa y robusta, que entonaba una canción del país:
Te vas y en la mar te meces
sobre las ondas de blanca espuma
que dora el sol;
mañana, niña, estaremos
separados muy lejos,
tristes tú y yo.
Mis nervios ya no pudieron más; haciendo ¡crac!, reventaron en lágrimas, en éstas que me ahogan todavía.
San Pedro de los Pinos, 1890

* Simplezas, París, 1910, pp. 47-52; Simplezas, México, 1983, pp. 25-26.

ESTABA ESCRITO*

Aquella mañana Marcial y Camila salieron a pasear muy de mañanita; ¡cosa rara!: ninguno de los dos era madrugador.
Marcial estaba sombrío aunque hiciera esfuerzos por ocultarlo, fingiendo reír hasta enseñar los dientes, pero con una risa entupida que ninguna razón tenía de ser, pues si la mañana estaba azul y alegre, las flores ebrias de sol y el agua del río echando espumarajos como caballo cansado, cuando más habría motivo para sentir el contento que da al ánimo el vigor de quien puede beber oxígeno a pulmón lleno; la alegría de la naturaleza saliendo de su lecho oriental; pero en cuanto a risa capaz de aflojar las quijadas, no podía caber en un hombre taciturno por enfermedad como lo era Marcial; en un hombre eternamente dolorido del género humano y sin el menor asomo de avenimiento con las chocheces del siglo que corre.
Marcial era por instinto, un trasunto quijotesco muy fuera de caja con las costumbres modernas; profesaba la honradez convencional pregonada en los tratados de moral, con exageración tan extremada, que a no serle indispensable ganar para sí y los suyos el pan de cada día, hubiérase dado al ejercicio de desfacer entuertos, aunque para ello hubiese tenido que arriesgar vida y hacienda. Nuestro hombre, empero, ignoraba la existencia de Cervantes y por ende la del ilustre manchego y su remilgada dulcinea; hubiera sido trovador provenzal si por una broma del hado no le hubiese tocado en suerte venir al mundo en un pueblo rabón de México y ser maromero por educación, por necesidad y por honor a su abolengo.
El padre de Marcial fue siempre el ecuestre más notable de cuanta compañía de funámbulos y volatineros recorrió la legua por la extensa república; la madre volteaba con extrema limpieza en los juegos de salón: de ahí es que podría decirse que Marcial había sido acróbata desde el vientre materno. Era muy niño aún, llegaba muy de cerca a su décimo octubre, cuando ingresó a la compañía una pobre mujer de miembros flácidos y rostro amarillento y sudoroso a causa de un asomo de tisis que empezaba a minarla y había de llevarla al sepulcro a la vuelta de pocos meses y con poquísimo trabajo: como que ninguna droga le salió al encuentro, ningún cuidado ni higiénico afán, ni aun por aprecio a la vida, ¡ay! Aquella vida del trapecio y del trampolín.
Tenía en aquel entonces la encanijada acróbata una chiquilla mofletuda que se bebía a la madre en constante succión de lo que no prometía cansarse nunca; si había tenido progenitor, lo que es padre ni de juguete: el tal sería uno de tantos difíciles de entresacarse entre una multitud de admiradores, por la misma madre de la chica. A la muerte de ésta, que no se hizo de rogar mucho tiempo, Camila, la mamona insaciable, fue recogida generosamente por la familia de Marcial.
Andando el tiempo la niña se convirtió en adolescente y el muchacho en atleta en posesión del vigor juvenil y con una dotación de sueños e ilusiones de lo más raro que imaginarse pueda. No sabía leer ni escribir; pero ni la sabiduría le hacía falta para gobernarse a sí propio por muy recto criterio, ni estorbábale la ignorancia para practicar el bien donde quiera que hallaba modo y ocasión de hacerlo.
Camila había crecido en la sentina de circo; la libertad de acción, el lenguaje obsceno que ahí se estilaba y la desnudez impudente que constituía el traje de gala de los artistas, le arrebataron la inocencia desde muy temprano pero sin corromper su corazón; porque la abstención de trato con gente honrada le impidió caer en groseras malicias. Para ella no era un secreto las causas de la vida; presentía las delicias del amor, y como nadie la molestaba enderezándola por camino alguno de moral escrita, Camila no tenía impaciencias por llegar a mujer y esperaba y esperaba su turno gozosa, alegre y feliz, sin que le dieran quehacer los nervios.
Como dije antes, Marcial aquel día estaba decidor y locuaz, motivo suficiente para que Camila abriera tamaños ojazos, de asombro que se convirtió en espanto, cuando sentados ambos artistas a la sombra de un mezquite que se miraba en el río, Marcial atrayendo hacia sí dulcemente a Camila, le dijo en el tono más mimoso que darse puede:
—Camila, yo te amo. ¿Quieres ser mi esposa? ¿Quieres que nos casemos y no volver a subir jamás al trapecio que tanto te acobarda?
La chiquilla creyó estar fuera de este mundo. No subir más al trapecio, al terrible trapecio que se mecía allá arriba, tan áspero y tan alto; ¡ah! Eso debía ser un sueño. Iba a responder a Marcial: sí quiero, cuando le vino a la memoria como un golpe mortal, que en la noche de ese mismo día iba a verificarse su función de gracia y tendría que trabajar sin red, para lucirse más, en el trapecio volante y en el trapecio doble; así es que no respondió palabra y sonrió tristemente.
—¿Qué me respondes, Camila, tú no me amas?
Lo que es eso ni la pobre muchacha lo sabía; pero no le disgustaba cambiar por la vida de esposa y de madre cuyos dolores no conoció, aunque las satisfacciones de ambas adivinara, el trapecio aquel de todos los días y de todas las noches; la cuerda por donde subía sosteniéndose con los dientes, y bajaba haciendo angelitos, con su vestido de tarlatana de colorines y una flor teñida con fushina, entre los indóciles cabellos destrenzados. Camila no respondió a derechas sí o no; pero no pudo menos que preguntar tímidamente:
—¿Tampoco esta noche trabajaré?
Marcial sintió un brusco volteo del corazón como si la tal víscera hubiera tenido la humorada de ponerse boca abajo.
—Mira, esta noche sí porque el empresario no querría permitirlo aunque te pesáramos en oro; pero después, no; ni mañana, ni nunca. Mi padre ya no renovará el contrato; nos casaremos dentro de una semana y yo subiré al trapecio por ti y por mí. ¿Quieres?
Camila pensó: “hoy nada más, nada más,” nada dijo, y cayó muda en los brazos de Marcial. El artista la estrechó fuertemente haciéndose entre sí el propósito de labrar la felicidad de aquel pobre ser.
Eran más de las ocho; la destartalada plaza de gallos del pueblo abría de par en par las anchas puertas, cuyos batientes lamían amenazando aniquilarlas, movedizas llamaradas de ocote; la murga insufrible formada por cinco indígenas que nada tenían que agradecer a Euterpe, se vengaba a trompetazos del desdén con que había sido vista durante todo el año, y desde que empezara la feria no cesaba de echar trompetazos a los cuatro vientos para llamar a la gente al circo. Aquélla acudía bien provista de cañas, cacahuates y naranjas para entretenerse, comiendo y arrojando las cáscaras al redondel, la larga espera de todas las noches antes de la función.
Como que ya tenía el público para rato. Mientras no estuviera en la plaza todo el pueblo reunido, ni esperanzas de maroma, ni de suertes, ni de coplas saladas por el payaso.
Parte de los acróbatas, con el vestido mixto de calle y de trabajo funambúlico, emparejaban con sus rastrillos el estiércol de la pista; otros extendían la raída alfombra sobre el colchón de zacate y algunos más afianzaban a martillazos las maniotas de la barra o aseguraban el trampolín. Nada de red: suprimirla en las noches de beneficios era el lujo de la función. A un lado del redondel, bajo un tinglado hecho a última hora de tiras de manta y tejamanil, el resto de la compañía en rutinaria promiscuidad, hombres y mujeres se metían en abigarradas mallas; pintarrajeábanse otros, y algunos ya listo...

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