Simpatías y diferencias
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Simpatías y diferencias

Quinta serie. Reloj de sol

Alfonso Reyes

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Simpatías y diferencias

Quinta serie. Reloj de sol

Alfonso Reyes

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Información del libro

Los artículos periodísticos que conforman las cinco series de Simpatías y diferencias son de muy distinta procedencia. Van de la crónica al ensayo, de la anécdota al recuerdo o de ágiles comentarios de libros o acontecimientos contemporáneos a libres ocurrencias. Y, aunque muchos de ellos fueron provocados por lo que se llama la "actualidad", la misma variedad de asuntos les otorga un valor perdurable enlazado a la amenidad de su lectura. En esta Quinta serie el autor discurre sobre temas como la microbiología literaria, Unamuno dibujante, las representaciones de clásicos o dos obras reaparecidas de Fray Servando que nos dan en conjunto una muestra del ambiente mental que experimentaba Reyes por aquellos años.

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Información

Año
2018
ISBN
9786071656414
Categoría
Literatura

I. ANÉCDOTAS Y RECUERDOS

Epígrafe

Hay que interesarse por las anécdotas. Lo menos que hacen es divertirnos. Nos ayudan a vivir, a olvidar por unos instantes: ¿hay mayor piedad? Pero, además, suelen ser, como la flor en la planta, la combinación cálida, visible, armoniosa, que puede cortarse con las manos y llevarse en el pecho, de una virtud vital.
Hay que interesarse por los recuerdos, harina que da nuestro molino.

El gimnasio de la Revista Nueva

Habla “Azorín”:
Luis Ruiz Contreras: el patriarca, el organizador de las huestes de 1898. Ruiz Contreras: un hombre que posee una copiosa biblioteca. Libros franceses, libros ingleses, libros italianos. Leedlos todos, examinadlos todos, pero no os llevéis ninguno. Nos sentamos en amplios sillones; charlamos a gritos; discutimos las obras nuevas; imprecamos, desde lejos, a los maestros.
Esto sucedía en la casa número 24 o 26 de la calle de la Madera; una casa pequeña, no remozada, que sólo consta de dos pisos. ¿No es allí, por ventura, donde vivió don Francisco de Quevedo y Villegas? Buenos auspicios para una campaña literaria.
En el piso bajo, Ruiz Contreras ha instalado las oficinas de la Revista Nueva. Hay un espacioso salón con una maciza reja a la calle; y en el fondo, uno de aquellos espesísimos muros que sólo se construían en otros tiempos, cuando las casas se ajustaban por solidez y no, como hoy, por equilibrio. El salón tiene al lado una pequeña alcoba. Vienen después un comedor, también con su pequeña alcoba; una cocinita; un patio, donde crece y se retuerce una parra vetusta.
Cuando la obra de adaptación comienza al ruido de los martillos y las sierras, advierten los nuevos huéspedes unas ratas gordas, émulas del gato, que van y vienen llenas de azoramiento. La portera lo explica: antes de aquellos señores habitaban la casa unas buenas viejas, que solían distribuir a las ratas diariamente dos panecillos de a diez céntimos, a la resolana de la parra.
—La Revista Nueva —me dice Ruiz Contreras— nacía a la sombra de Quevedo y a riesgo de que se la comieran las ratas, como aconteció al fin y a la postre.
Se convirtieron, pues, las alcobas en alacenas, y la mansioncita comenzó a tomar un aspecto insospechado. ¿Y el salón? ¿El salón con sus alardes de reja castiza y muro espeso?
Ruiz Contreras era sutil: como aquellas oficinas no estaban destinadas a redacción de la revista (los artículos de revista cada uno los escribe en su casa), sino que habían de ser tan sólo un lugar de reunión, la mansioncita se iba a llenar de conversaciones inútiles. Quevedo y las ratas se ahuyentarían… En un relámpago de genio, Ruiz Contreras decidió instalar en el salón un gimnasio. Quiero señalar este rasgo a la historia de las civilizaciones; un gimnasio en las oficinas de un periódico español del siglo XIX ¿no era un signo de renovación, oh Montherlant de la penúltima hora? ¿No anunciaba ya, con antelación de cuatro lustros, el día en que la tarde madrileña había de vacilar entre el fútbol y la corrida de toros?
Montaron en el salón unos aparatos americanos deslumbradores, recién adquiridos en el Rastro. Pero Benavente no quedó satisfecho y pidió una maroma. Benavente no quería gimnasio: quería circo. Y trajeron una maroma y la amarraron de aquella reja hercúlea, y la hicieron pasar por una horadación de aquel muro espeso, atravesando el salón de parte a parte; y ajustaron a la extremidad libre de allende el muro una barra en palanca para producir la tensión, y aquella palanca sólo funcionaba al esfuerzo colectivo de los literatos del 98.
Esa misma tarde comenzaron los ejercicios. De cuando en cuando, un acróbata se desplomaba; rodaban por el suelo los humildes objetos de los bolsillos: el lápiz, las perras chicas.
En medio del salón, finalmente, radiaba una jardinera redonda, que había pertenecido a las oficinas de otro periódico famoso, El Globo. En esa jardinera se sentó Castelar, mientras hojeaba, tal vez, los diarios venidos de América.
Baroja, Benavente, Bueno, Darío, Gómez Carrillo, Icaza, Lasalle, el director de orquesta; Maeztu; el viejo Matheu, autor de tantas novelas, cuya sepultura un día había de remover “Azorín”; Morato, el socialista; Valle-Inclán, que aún tenía un brazo de sobra; Verdes Montenegro, Villaespesa, otros más —y Silverio Lanza, el raro.
¿Los imagina el lector dominándose en las anillas, volteando en el trapecio?
La Revista Nueva apareció el 15 de febrero de 1899 y duró los nueve meses de rigor.

La Residencia de Estudiantes

En Madrid, al término de la Castellana, cerca ya del Hipódromo, donde se alza el monumento ecuestre de la Reina Católica —que, en lenguaje madrileño, se llama “la huida a Egipto”—, hay una colina graciosa, vestidas de jardín las faldas y coronada por el Palacio de Bellas Artes, hoy nido de los tricornios de la Guardia Civil. Juan Ramón Jiménez la ha bautizado: “Colina de los Chopos”. Los viejos la llaman el Cerro del Aire. Sopla allí un vientecillo constante, una brisa de llanura. José Moreno Villa, asomado a su ventana, ha sorprendido desde allí sus “Estampas de Aire”, estas impresiones de poeta que es también dibujante, y se complace en aprehender las palpitaciones de la línea en el viento. Allí, en la Cuesta de los Zapateros, se columbra la pista del no lejano Hipódromo y, con ayuda de gemelos, se disfruta gratis del espectáculo y hasta pueden cruzarse apuestas.
Detrás del Palacio de Bellas Artes, traspuesto un puentecillo militar, donde ya la guardia se ha acostumbrado a no abordar al transeúnte con el antediluviano quién vive, aparecen, en risueña explanada que circuye el canalillo de Isabel II, rodeados de campos deportivos, entre sílabas de jardinillos ingleses y exclamaciones castellanas de chopos verticales, los pabellones de la Residencia.
Morada de estudiantes en paz, aseada casa con comodidad de baños abundantes, conforte de calefacción y chimeneas, salones de conferencias y bibliotecas. ¡Oxford y Cambridge en Madrid! —exclama, entusiasmado, el britano Trend. ¡El Dómine Cabra vencido! Barrida la vieja podredumbre; desmontado el círculo —ni siquiera dantesco— de Jácome Trezo y sus callecillas microbianas, donde antaño los estudiantones cogían achaques para el resto de su picaresca existencia, y se educaban en los deleites de lo feo, lo contagioso y lo hambriento. ¡Oh inmoralidad de la bujía en la botella, la frente despeinada y el mal hervido café en vísperas de exámenes! Lejos, alto, saneada de silencio y aire, abre la Residencia sus galerías alegres; capta todo el sol de Castilla —dulce invernadero de hombres— y da vistas a los hielos azules del Guardarrama —aérea Venecia de reflejos.
Esta casa, gobernada por gente joven, entre jardinera y futbolista, es refugio de algunos espíritus mayores. El poeta Juan Ramón Jiménez vivió aquí hasta su viaje a América, de donde regresó casado. El poeta Moreno Villa, el investigador de arte Ricardo Orueta, el filólogo Solalinde, allí continúan. Eugenio d’Ors paraba siempre en la Residencia antes de trasladar a Madrid sus reales. Y todos ellos, y Ortega y Gasset, “Azorín”, Maeztu, Canedo, gustan de ofrecer a los huéspedes de la Residencia, en lecturas semiprivadas, las primicias de sus libros y sus estudios. El filósofo (Bergson), el sabio (Einstein), el escritor (Wells), el lírico (Eugenio de Castro), el músico (Wanda Landowska, Falla, Viñes), el hispanista extranjero (Morley, Fitzgerald) no pasan por Madrid sin saludar esta casa. El político (Cambó, Hontoria) busca aquí un rato de olvido y esparcimiento en una conversación entre estudiantes. La obra editorial de la Residencia, bajo la dirección de su Presidente, Alberto Jiménez Fraud, y bajo las inspiraciones —en el origen al menos— de Juan Ramón Jiménez, perpetúa después, en tomos sencillos y elegantes, lo esencial de estas conferencias y lecturas. Ellas son acaso, para Madrid, el primer ensayo de combinación entre lo mundano y lo intelectual.1 La tarde en que hay reunión suenan los autos por la calzada del Pinar, y el salón se puebla de damas y diplomáticos. Los estudiantes ofrecen su casa a lo más selecto de la ciudad, como unos señores ingleses ofrecen su castillo a los amigos de la partida campestre. El domo de cristales del Palacio de Bellas Artes arde en crepúsculo amarillo; respira cielo frío el Guadarrama; y una ciudad nueva, un Madrid no sospechado del laudator temporis acti, se derrama abajo, entre torres blancas y árboles azules. Más tarde, brota el cielo estrellas; se enciende la gran jaula de luz en que un hombre habla y cien escuchan. A poco, roncan las bocinas, y las espadas iguales de los faros empiezan, entrecruzando luces, a segar el Cerro del Aire.
Los estudiantes de la Residencia, amén de sus horas fijas de comidas, reparten el tiempo a voluntad, según sus obligaciones académicas; pero cuentan en casa con el auxilio de libros y laboratorios, y hasta con cursillos de cuando en cuando. En los laboratorios trabajan sabios y biólogos de la nueva generación; discípulos, más o menos directos, de Ramón y Cajal: el llorado Achúcarro, y los más nuevos, Calandre, Negrín, Sacristán. Los estudiantes practican sus deportes preferidos. Reúnen fondos para crear becas y bibliotecas populares. Algunas veces organizan representaciones y fiestas: viejos pasos de Lope de Rueda, églogas de Encina y parodias como la Profanación del Tenorio, de que disfruté hace unos años.
Una vez, no sé quién llevó por la Residencia unos pares de “huaraches” mexicanos. Los declararon sandalia griega, y alcanzaron, entre los residentes, un éxito franco como calzado de baño y deporte veraniego. Los difundidores de nuestras artes populares debieran hacer a la Residencia un obsequio de “huaraches”. También los jardinillos de la Residencia sé yo que recibirían con gusto alguna semilla o planta mexicana característica. El “Jardín de México” sería un recuerdo expresivo y grato, consagrado a la mejor juventud. La Residencia ha sido también casa de americanos: Pedro Henríquez Ureña, José María Chacón. Yo mismo ¿no he sido como un comp...

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