Introducción a las doctrinas político-económicas
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Introducción a las doctrinas político-económicas

Walter Montenegro

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Introducción a las doctrinas político-económicas

Walter Montenegro

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El estudio que ofrece el profesor Montenegro es un valioso esquema que pone, al alcance de los no iniciados, las bases de los sistemas de pensamiento político que agitan al mundo, como el liberalismo, la democracia, el fascismo, el socialismo cristiano, el marxismo y el comunismo.

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Información

VIII. COMUNISMO

Fundamento ideológico • Antecedentes históricos • El Manifiesto comunista • Las Internacionales y la Revolución rusa • Lenin • Trotskismo y estalinismo • La URSS • Dictadura del proletariado y Partido Comunista • La República Popular de China, Cuba y Chile • La nueva izquierda • Glosa
LA PIEDRA angular de la doctrina comunista es la propiedad “común” o colectiva de los instrumentos de producción —y por ende la negación del derecho a la propiedad privada de los mismos— y la rebelión de las clases desposeídas contra las clases poseedoras. De ahí que los historiadores del comunismo encuentren los antecedentes de esta teoría en todas las ideas y hechos que, a través de la historia de la Humanidad, significan una negación del derecho a la propiedad privada o una forma de subversión contra los órdenes políticos, sociales y económicos fundados en aquélla y erigidos sobre una estructura clasista.
Con este criterio, Max Beer,1 cita como a uno de los precursores a Licurgo que, en Esparta, hacia el siglo IX a.C., legisló, entre otras cosas, contra el acaparamiento de las riquezas por parte de unos pocos en desmedro de los demás y sustituyó las monedas corrientes de oro por otras de hierro, de gran tamaño y peso, que dificultaban el atesoramiento.
Más tarde, también en Esparta, el rey Agis IV, indignado por los abusos de la oligarquía, quiso restablecer la legislación austera y justiciera de Licurgo, propuso la redistribución de bienes empezando por repartir sus tierras y otras propiedades personales así como las de su madre, e incitó a los demás a que siguieran el ejemplo. Algunos lo hicieron, pero el plan encontró gran resistencia entre la oligarquía espartana y Agis fue destronado y arrestado. Se le pidió que retirase su proyecto de reforma agraria como condición para salvar su vida. Agis se negó y fue ahorcado junto con su madre, adquiriendo así la categoría de “primer mártir” de esta causa.
En Atenas encontramos a Platón que, en la República, propone la comunización de todos los bienes, inclusive las mujeres.
En Roma son las masas las que forjan el siguiente eslabón, en la larga y ensangrentada cadena de las luchas sociales, mediante sucesivas rebeliones de esclavos que se levantaron en busca de libertad e igualdad. En 187 a.C., 7 000 esclavos fueron crucificados por este motivo. Veinte mil sufrieron igual pena en Sicilia, y más tarde Espartaco, el más famoso de los caudillos “esclavistas”, encabezó la gran insurrección que costó el ajusticiamiento de otros 6 000.
Cristo —hoy símbolo de la lucha contra el comunismo— ha sido muchas veces citado como precursor de esta doctrina, por su prédica igualitaria y de desprendimiento de los bienes terrenales (véase “Socialismo cristiano”). Pero la ética cristiana inspirada en la renunciación, la paciencia y la humildad es diametralmente opuesta a la bandera reivindicacionista y al método subversivo del comunismo.
Entre los Padres de la Iglesia, se cita a Justiniano que preconizaba la comunidad total de bienes; a Tertuliano, para quien la justicia debía entenderse como la participación de todos los hombres en todos los bienes del mundo, con exclusión de las mujeres; y a Juan Crisóstomo, quien sostenía que “es imposible enriquecerse honradamente”.
Entre las postrimerías del feudalismo y la iniciación de la Edad Moderna, numerosas rebeliones de campesinos (como la insurrección de Flandes en 1300 y las revueltas de aldeanos en Francia e Inglaterra —especialmente la célebre encabezada por John Ball—) dan testimonio del descontento de las masas y de su propósito, que encierra más violencia que dirección y más pasión que eficacia, de buscar soluciones desesperadas para el problema del desequilibrio socioeconómico.
Así llegamos hasta mediados del siglo XIX, época de la más grande trascendencia en el desarrollo de las corrientes socialistas. Es cierto que ya los utopistas habían criticado severamente el régimen de la propiedad privada y el orden social de su tiempo. Pero al concluir la primera mitad del siglo citado, cuando al desarrollo incontrolado del capitalismo individualista hacía sentir sus efectos, el fermento revolucionario latente buscaba formas de expresión y vías de realización más concretas e inmediatas (véase “Marxismo”).
Con la Revolución industrial, cinco elementos hasta entonces desconocidos intervienen en la alquimia del fenómeno económico social: 1) Los nuevos instrumentos de producción: las máquinas, las fábricas. 2) La burguesía, clase que, habiendo desplazado a la nobleza de sangre, posee los nuevos instrumentos de producción. 3) El proletariado, clase mayoritaria que, en beneficio de la burguesía, trabaja manejando las máquinas y puede, hipotéticamente, ser devorado por éstas. 4) El salario, precio del trabajo del proletariado. 5) El capital, producto pecuniario del trabajo y de las utilidades que éste produce, que a su vez sirve para adquirir más máquinas y más trabajo humano.
Al proletariado ya no le bastaban, en esas circunstancias, los nobles planteamientos ni las esperanzas que le ofrecían los utopistas. La máquina, al acelerar el ritmo de producción, había acelerado también angustiosamente el desarrollo del fenómeno político y social.
La “Liga Comunista” de Alemania, que anteriormente se llamó “Liga de los Justos” y “Liga de los Comunes”, encomendó a Karl Marx y Friedrich Engels la redacción de un documento que, sintetizando los principios de la ideología marxista, prescribiese las normas mediante las cuales dichos principios deberían llevarse al campo de la acción política.
El resultado de esa labor fue el Manifiesto comunista, que se publicó en 1848 y que desde entonces, y a través de las múltiples interpretaciones que de él se han hecho, sigue siendo la proclama fundamental del comunismo en el mundo.
Después de enunciar sintéticamente algunos conceptos básicos de la teoría marxista, el Manifiesto hace una acerba crítica del orden capitalista; de la propiedad privada (“en todo caso, nueve décimas partes de la población no la tiene”); de la concentración de riquezas en manos de unos pocos (la burguesía) y de la miseria de los más (el proletariado), etc. Luego descarta a la clase media como posible instrumento de lucha, porque la clase media no se identifica con el proletariado sino que tiende a sumarse a la burguesía. Seguidamente, el Manifiesto declara que el proletariado y sólo el proletariado puede y debe realizar la gran transformación. ¿Por qué medios? Por la acción revolucionaria, para conquistar el poder político, ya que la burguesía no se avendrá a desprenderse voluntariamente del gobierno que no es sino un instrumento suyo.
Analizando la sociedad capitalista, el Manifiesto se refiere a la familia y dice que, “bajo el régimen burgués”, la familia no es tal, sino un conglomerado en el que los padres explotan a los hijos y los hijos hacen usufructo de los padres, así como los maridos de sus mujeres y viceversa; que el trabajador no tiene, en verdad, familia, puesto que ella está desnaturalizada en sus fines y desintegrada, al cabo, por las implacables necesidades de la vida: la mujer y los hijos, desde su más tierna edad, deben trabajar y son aniquilados por la mala alimentación, la falta de unidad del hogar, el peso del trabajo en la fábrica, la corrupción derivada de la miseria y otras calamidades semejantes.
(Esta crítica de ciertas condiciones imperantes en aquel entonces es interpretada a veces como una negación de la familia en general.)
En cuanto a la patria, ésta es apenas una ficción para los proletarios, ya que no tienen patria alguna, en el verdadero sentido del vocablo (“¿Qué les da la patria?”); sólo se deben, por consiguiente, a una solidaridad de clase; sin fronteras, las miserias y las aspiraciones de los de su clase, esparcidos por todo el mundo, unen a los proletarios entre sí, sin distinciones nacionales que carecen de realidad.
Consumada la toma del poder político —continúa el Manifiesto— deberá establecerse la dictadura del proletariado, para realizar la transición del sistema capitalista a la sociedad sin clases del futuro. Esa dictadura hará, entre otras cosas, lo siguiente: abolir la propiedad privada de la tierra y de los demás instrumentos de producción, y aplicar la renta de la tierra a los gastos de orden público; crear un fuerte impuesto progresivo a la renta; abolir el derecho de herencia; confiscar los bienes de los reaccionarios; centralizar el crédito en manos del Estado; centralizar y controlar los medios de comunicación y transporte, multiplicar las fábricas del Estado y otros instrumentos colectivos de producción, y mejorar la productividad de la tierra de acuerdo con un plan colectivista; proclamar la obligatoriedad del trabajo y crear ejércitos industriales y agrícolas; combinar las explotaciones agrícola e industrial con tendencia a abolir las diferencias entre el campo y la ciudad; instituir la educación pública obligatoria y gratuita para todos los niños; prohibir el trabajo de los niños; armonizar los planes de educación y de trabajo, etcétera.
Concluye el Manifiesto diciendo: “Los comunistas declaran abiertamente que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente… los proletarios sólo tienen sus cadenas que perder y un mundo que ganar. ¡Proletarios del mundo, uníos!”
Pero debían pasar todavía alrededor de 70 años antes que llegase la oportunidad de hacer un experimento práctico con este plan. Tentativas como la revolución de 1848 en París, alzamiento obrero que fue sofocado a costa de 10 000 vidas, o la Commune, otro golpe comunista realizado en Francia al concluir la guerra franco-prusiana, en 1871, no fueron sino balbuceos fracasados, premonitorios de la prueba decisiva.
El trabajo de preparación estuvo a cargo de las “Internacionales” (organizaciones socialistas internacionales de trabajadores). La primera se constituyó en 1865, en Londres, bajo la dirección del propio Marx; en el desarrollo de las labores de esta Internacional se separaron de los marxistas ortodoxos los anarquistas de Bakunin. La segunda fue fundada en 1889, en París; duró hasta el comienzo de la primera Guerra Mundial y en el curso de su existencia se desmembró la rama del socialismo evolutivo o reformista de Bernstein. La tercera quedó instituida en Moscú, en 1919, bajo el control del comunismo soviético. Y la cuarta, la trotskista, tuvo sedes sucesivas en varias ciudades de Europa y América, después de que Trotski fue desterrado de Rusia en 1923.
La prueba decisiva para el comunismo —y quizá para el hombre de este tiempo— es la Revolución rusa. Al concluir la segunda década del siglo XX, Rusia era uno de los países más atrasados de Europa. Imperaba allí un régimen monárquico absolutista, en lo político, y de características feudales en lo económico y social. El liberalismo de los siglos XVIII y XIX apenas tocó a Rusia. Y las nuevas tendencias revolucionarias sólo se tradujeron en acciones terroristas incoherentes y negativas como aquellas de que fue protagonista el nihilismo (véase “Anarquismo”). A fines del siglo XIX se formaron partidos de filiación socialista como el Social Revolucionario que pronto se dividió en dos bandos, los mencheviques o minoría, y los bolcheviques o mayoría, de espíritu más radical que el primero.
Rusia formó parte de la alianza contra Alemania en la primera Guerra Mundial. La ineptitud y corrupción del gobierno del zar Nicolás II condujeron a la nación al borde del desastre. El hambre y el desaliento prepararon el terreno para la rebelión. Los alemanes, que percibieron esta situación, ayudaron a los tres caudillos comunistas exiliados en Suiza, Lenin y sus lugartenientes, a entrar subrepticiamente en Rusia y preparar la revuelta. En marzo de 1917, después de una huelga que paralizó al país, se produjo la abdicación del zar (más tarde asesinado con toda su familia), y subió al gobierno, por espacio de cuatro meses, el príncipe Luvov, quien fracasó en su propósito de instaurar un régimen democrático parlamentario. Fue sucedido por Kerenski, con los mencheviques, también incapaces de dominar la situación. En noviembre (octubre según el calendario ruso antiguo), tomó el poder Lenin, con sus bolcheviques, cuyo lema era: “Paz, tierra y pan”. ...

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