Invención del sistema político mexicano
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Invención del sistema político mexicano

Forma de gobierno y gobernabilidad en México en el siglo XIX

Luis Medina Peña

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Invención del sistema político mexicano

Forma de gobierno y gobernabilidad en México en el siglo XIX

Luis Medina Peña

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El autor explora en toda su dimensión histórica el nacimiento y la consolidación del primer sistema político de México tras la restauración de la República en 1867. El libro concluye con un análisis de las causas que llevaron al fracaso de ese primer sistema político y con un esbozo de las modificaciones hechas por los primeros gobiernos de la Revolución mexicana.

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VI. PORFIRIO DÍAZ Y LA CREACIÓN DEL SISTEMA POLÍTICO

El exclusivismo es mortaja de regímenes.
PORFIRIO DÍAZ, según FRANCISCO BULNES,
El verdadero Díaz y la Revolución
No tengo en política ni amores ni odios.
PORFIRIO DÍAZ, según EMILIO RABASA,
La evolución histórica de México
[…] atraer y contentar a los individuos que pueden formar centro, asimilando elementos que parecían sinceros. Éste es mi trabajo […]
PORFIRIO DÍAZ, según PORFIRIO DÍAZ, carta a BERNARDO REYES
LA REVOLUCIÓN DE AYUTLA marcó el último extremo de la polarización de la clase política. Para 1854 todas las fórmulas políticas y los artificios constitucionales para dar viabilidad a la república habían fracasado. La fórmula de la amalgama intentada por Guadalupe Victoria a fin de representar en su gobierno a las principales corrientes políticas actuantes había naufragado en la inmovilidad. La alianza de los altos mandos del ejército con las clases políticas civiles de los estados se topó con la Iglesia y los pueblos. El centralismo así resultante, a su vez, pereció ante la cuestión texana y la guerra con los Estados Unidos. La dictadura de Santa Anna estaba condenada desde su inicio frente al regreso de los afanes federalistas en los estados. La vida útil de toda una generación política se había agotado en las interminables disputas sobre la mejor forma de gobierno para asegurar la felicidad de México.
En el transcurso de poco más de tres decenios, esta disputa fundamental había alentado la división en la clase política y había fragmentado al país, paralizando cualquier intento de progreso material y dispersando el poder político. Sin embargo, al menos en el nivel parlamentario, la polarización de la clase política no había llegado al grado del rompimiento absoluto pues, como vimos en capítulos anteriores, hubo varios intentos de reconciliación y de transacción que aunque infructuosos daban cuenta de la existencia de espacios para un posible acuerdo. La peculiaridad de la Revolución de Ayutla fue que marcó el inicio de la polarización definitiva, propició una serie de circunstancias que harían la reconciliación imposible y determinarían que la cuestión de la forma de gobierno sólo podría ser resuelta vía el enfrentamiento armado y el triunfo de una de las banderías.
LAS LEYES DE REFORMA Y LA CONSTITUCIÓN DE 1857
Iniciada por el viejo caudillo insurgente Juan Álvarez, la Revolución de Ayutla fue el umbral de acceso al poder de una nueva generación liberal, dividida en puros y moderados. Las razones para su división ideológica no se referían, al menos en estos primeros momentos, al tipo de régimen político que debía adoptar el país, sino que giraban en torno a la naturaleza y los alcances de las reformas sociales a llevar a cabo. Para ellos no había duda sobre la forma de gobierno. Ésta debía ser la republicana y federal. La parte más exaltada de esta nueva generación manifestaba una creencia casi religiosa en la eficacia de la ley para gobernar y transformar la sociedad, y estaba convencida de que sólo la reforma social podía alterar el escenario político para consolidar definitivamente la opción republicana y federal. Las leyes Juárez, Lerdo e Iglesias integraron el programa radical de los puros, en tanto que la Constitución de 1857 fue obra de un Congreso constituyente con mayoría de moderados.1 Los moderados, con Ignacio Comonfort a la cabeza, parecían ser los de siempre, dispuestos a hacer concesiones a los adversarios conservadores; pero no lo son porque hay un matiz diferente frente a sus antecesores moderados de la generación anterior. Sabían que los liberales tenían el consentimiento pasivo de la población para gobernar gracias a los excesos de gobiernos precedentes. En consecuencia, los moderados de esta generación ya no se proponen gobernar integrando a los adversarios conservadores, sino que se conforman con no hacerlo en contra de ellos. Parece un matiz nimio, pero es de primordial importancia histórica porque habrá de llevarles a cometer los errores que a la larga despejan el camino a los puros. Dentro de esta actitud se inscribe la benevolencia, casi lenidad, con la cual Comonfort presidente trata a los cabecillas militares de las diversas revueltas que plagan su breve gobierno. “He sido suave hasta aquí con los reaccionarios —escribe a Joaquín Moreno en febrero de 1857—, porque no he querido llenar de sangre nuestro país, que ha formado de las revoluciones una segunda educación…”2 Ha dicho Emilio Rabasa que Comonfort se decidió dar el golpe de Estado convencido de que los defectos de la constitución que había jurado le impedían gobernar.3 Pero esta percepción de Comonfort hay que matizarla. Como sostiene Cosío Villegas apoyándose en Anselmo de la Portilla, los temores del presidente procedían no de la constitución en sí, sino del convencimiento de que ésta enfrentaría la cerrada oposición de la Iglesia católica y de los conservadores aliados a ella, y Comonfort no quería gobernar contra ellos.4
La Iglesia y los conservadores claro está que se opusieron, pues la constitución había recogido algunos de los puntos de política más importantes de los puros que se contenían claramente en las Leyes de Reforma. Dichas leyes se habían expedido, de acuerdo con el punto 3º del Plan de Ayutla reformado en Acapulco el 11 de marzo de 1854, por el gobierno provisional que el propio plan había previsto para que convocase a un Congreso extraordinario constituyente. Ningún liberal moderado habría negado la validez de esas leyes sin socavar la legitimidad del Congreso mismo, razón por la cual puntos esenciales del programa de la reforma social alcanzaron rango constitucional. ¿Cuáles eran esos puntos? La libertad de enseñanza; la eliminación de los fueros, salvo el de guerra para los casos relacionados con la disciplina militar; la prohibición a las corporaciones civiles y eclesiásticas de poseer bienes raíces, excepto los relacionados “inmediatamente” con el servicio u objeto de la institución; y, finalmente, la libertad de cultos, no contenida en las Leyes de Reforma, que quedaría consignada en la constitución por omisión, pues los constituyentes consideraron contrario al credo liberal cualquier intento de reglamentarla, y con ello desapareció la católica como religión oficial del texto constitucional. Sin embargo, a cambio introducen el artículo 123, que da lugar a la secularización, a la separación entre la Iglesia y el Estado.5
El relevo generacional no sólo afectaba a los liberales, pues junto con ellos también debutaba una nueva generación de conservadores. Provenientes de los grupos más tradicionalistas pero nacidos a principios del siglo XIX, los arreglos institucionales de la Colonia resultaban nebulosos a los nuevos conservadores. Para ellos, de Miguel Miramón a Vicente Ortigosa, el quid de la cuestión seguía siendo, como para sus antecesores ideológicos, la constitución de un Estado fuerte capaz de resolver adecuadamente los problemas políticos más urgentes, entre ellos los comprendidos en la relación Iglesia y Estado.
Sin embargo, a la larga y dada la naturaleza revolucionaria tanto de las Leyes de Reforma como de algunos de los principios de la propia constitución, el bloque de los nuevos liberales no habría de mantenerse unido. Una buena parte de los moderados, que prefería andarse con cuidado en los empeños por transformar las herencias institucionales y políticas de la época colonial, desertaría de las filas republicanas para apoyar la opción monárquica que alentarían los nuevos conservadores. La legislación derivada de la Revolución de Ayutla, en consecuencia, fue la punta de lanza del ataque liberal y la causa de la polarización definitiva de las posturas políticas, pues con ella quedaron anulados los espacios para la concertación y la reconciliación. En este rápido proceso de deterioro político, el golpe de Estado del presidente Ignacio Comonfort contra la Constitución de 1857 es apenas la clarinada para el inicio de 10 años inciertos de guerra civil, de la cual sólo podía salir triunfante una de las facciones en pugna.
LA GUERRA CIVIL Y SUS CONSECUENCIAS
Si bien es cierto aquello de que no hay verdadera revolución sin una cruenta guerra civil, la desatada por Ayutla califica merecidamente con poco más de 10 años continuos de conflictos armados. Las guerras de Tres Años, de Intervención y del Imperio son la expresión radical de la polarización alcanzada, el enfrentamiento político por otros medios. Esas guerras se fundamentan en una convicción ya para entonces muy arraigada en las mentes de la época: el fracaso de los arreglos constitucionales para resolver las diferencias políticas. A partir de las Leyes de Reforma no hay regreso posible. Si para los liberales puros esa legislación es el requisito indispensable para catapultar al país hacia el progreso y la modernidad, para sus adversarios es la negación de un terreno común en el cual coexistir. Los 10 años de guerra civil son, también, la evidencia más palpable de que los desacuerdos sobre la forma de gobierno no podían ya ser resueltos mediante conciliaciones, sino a través de la derrota total del adversario. En todo esto juega su papel un doble desencanto. Entre los liberales puros prima el convencimiento de que la moderación equivale a condescender con los adversarios conservadores; la postura moderada llegó a ser considerada por los puros como lenidad cuando no como traición. Entre los conservadores y muchos moderados prevaleció la impresión de que imaginar cualquier variante de la república era inútil, en todo caso un empeño idealista por elucubrar en torno a abstracciones propias de filósofos y que, por lo tanto, había que renovar el planteamiento de la monarquía moderada como el medio más efectivo para contar con un Estado eficaz, racional, equilibrado y conciliador.6 Ya para entonces habían aparecido nuevos elementos, ausentes cuando se había intentado la primera monarquía en 1821-1822. El más destacado y determinante de estos nuevos elementos se refería a la amenaza externa para el país. La reconquista por parte de España había desaparecido al reconocer la independencia del país en 1836. La amenaza externa era ahora más ominosa y próxima: los Estados Unidos de América. Si antes de 1836 la independencia del país había estado en entredicho, para los conservadores lo que se hallaba en peligro en la década de los sesenta era la integridad de la nación, una forma de ser, y en particular la religión católica. Los Estados Unidos de América no sólo aparecían como una potencia en expansión geográfica y económica, sino también y primordialmente como un poderoso país protestante. En ese contexto, para los conservadores y no pocos liberales moderados resultó natural recurrir a naciones europeas católicas —Francia y Austria—para tratar de dar contenido a la opción por la monarquía moderada como la mejor alternativa para asegurar la integridad nacional.
Como puede verse, el tema de la defensa de la religión católica tomó un giro inesperado hacia el inicio de los sesenta: la identificación de religión y antiimperialismo. En consecuencia, tras la deserción de los moderados, a los liberales puros sólo les quedó como espacio de maniobra ideológica el anticlericalismo y el nacionalismo antiintervencionista.
En lo que toca al régimen político, éste quedó resuelto por la prolongada guerra civil, cuya inmediata secuela fue la exclusión política de los adversarios, exclusión legalmente sancionada por la Ley de infidencia del 25 de enero de 1862. Esta ley draconiana, que castigaba a conspiradores, traidores y colaboradores con potencias extranjeras, fue la consagración en el nivel legislativo de la polarización ya irreconciliable a que había llegado la vida pública mexicana a principios de la década de los sesenta. Sobra decir que todos los que caían en las diversas categorías de esta ley quedaron por principio en el ostracismo político una vez restaurada la República en 1867. Y no sólo eso, el decreto del 29 de enero de 1863 complementó la Ley de infidencia agregando la pena del embargo de bienes a los colaboradores del Imperio.7 El triunfo de la forma de gobierno republicana, popular y federal por medio de las armas, y la exclusión de las facciones políticas que colaboraron con el Imperio dejaban planteado un problema de fondo: ¿cómo consolidar en la paz un poder ganado por las armas? ¿Qué hacer con los actores políticos vencidos? ¿Cómo transitar de una legitimidad obtenida por el triunfo armado a una legitimidad republicana basada en el consenso?
EL SISTEMA POLÍTICO PORFIRISTA
Las circunstancias
La historiografía ha encasillado a Porfirio Díaz en la categoría de los dictadores adoptando acríticamente la versión ideologizada sobre su largo gobierno que apareció en la víspera de la Revolución mexicana y se acentuó a partir de la consolidación de la facción obregonista. De Francisco Bulnes a José Vasconcelos, pasando por José López Portillo y Rojas, Francisco I. Madero y Andrés Molina Enríquez, se fue conformando la imagen de un dictador que a medida que envejecía era cada vez más arbitrario. Nada encarna mejor esta visión que las caricaturas de la prensa política de “monitos” que se había impuesto en un país mayoritariamente analfabeta a partir de la restauración de la República.8 Es famoso el estereotipo: un Díaz viejo, de uniforme, con el pecho tachonado de medallas y condecoraciones y el espadón en la mano, la famosa “Matona”. Daniel Cosío Villegas, el Braudel de la historia política de la segunda mitad del siglo XIX mexicano, apenas pudo sustraerse en forma parcial a esta imagen de Díaz. Inició la publicación de sus gruesos tomos de la Historia moderna de México con introducciones (Llamadas), en la primera de las cuales asumía plenamente la idea del Díaz dictador para luego cambiarla en la Llamada del último tomo que escribió.9 ¿Por qué el cambio?
Cosío mismo nos da las razones: 16 años de investigación y redacción casi simultáneas en un esfuerzo colectivo. Cuando él compone el tomo final, tiene ya una visión completa del periodo de la cual carecía al publicarse el primero. Pero ésta es apenas una razón técnica; la de fondo se debe a la concepción del movimiento histórico de México que guió a Cosío al componer la obra. México, nos dice, se caracterizó de 1821 a 1867 por un movimiento hacia la libertad política a costa del estancamiento material. Entre 1867 y 1876, los gobernantes (Juárez y Lerdo) “por primera y única vez” pretendieron avanzar simultáneamente hacia las metas de la libertad política y el progreso económico, pero fracasaron por las discordias civiles y porque el progreso económico que obtuvieron fue lento y limitado. Para Cosío el largo gobierno porfirista tuvo éxito enorme en el terreno material, “pero descuidando y aun sacrificando la libertad política”. Aun así, Cosío se vio obligado al final de su obra a rechazar el calificativo de dictador para Díaz, pues una dictadura “es un gobierno que, invocando el interés público, se ejerce fuera de las leyes constitucionales”. No es el caso de Díaz, nos dice en su última Llamada, pues “en treinta y cuatro años respetó escrupulosamente las formas constitucionales”....

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