Religión griega
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Alfonso Reyes

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Religión griega

Alfonso Reyes

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El trasfondo de la cultura griega —la religión—, de donde derivaban la actitud ante la vida y la conducta de los ciudadanos, es el tema de esta obra. Contrariamente a lo que caracteriza a una religión establecida, obediente a normas escritas y a determinaciones impuestas por quienes se encuentran a cargo, Grecia dio siempre mayor importancia a las tradiciones orales que, época tras época, se reanimaban y enriquecían con leyendas cuyas distintas versiones eran a menudo contradictorias. De hecho, no existe literatura especializada que precise los dogmas, sino que la costumbre, por encima de la letra escrita, llevó a su plenitud cabal el vigor de la religión. Alfonso Reyes hace aquí un recuento del camino que siguió la religión a través de la historia desde los iniciales ritos agrarios y los sacramentos públicos hasta los rituales que le dieron valor como creencia compartida. En un principio, el misticismo egeo se relaciona con los brotes espirituales venido de otras religiones y luego da paso a tendencias fundadas en la idea del Olimpo que otorgaba configuración humana a dioses mayores y menores. De este entrecruzamiento surge la nueva religión. "De la magia directa —dice Reyes—, que esclaviza el fenómeno natural en manos del jefe metafísico, se asciende a la postura menos activa y ya más bien consultiva de la adivinación. Se llega después a la imploración y a la plegaria. Se alcanza por último la cima desinteresada de la pura contemplación."

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Información

Año
2019
ISBN
9786071659620
Categoría
Letteratura
Categoría
Saggi letterari

SEGUNDA PARTE

LAS INSTITUCIONES RELIGIOSAS

III. ORGANISMOS DE LA RELIGIÓN

I. LAS INSTITUCIONES SACRAS EN GENERAL

1. Las instituciones sacras y los mitos cultuales —segundo y tercer elemento después de la creencia— forman el material de la religión griega. Nos referimos solamente a los mitos cultuales, pues no todos los mitos lo fueron: muchos hay que se derraman hacia el folklore y el fondo étnico de la imaginación griega, ajenos al orden religioso. Pero aun los mitos cultuales sólo sirven aquí de ejemplo, como en las páginas anteriores: no son el asunto de este libro.
Las instituciones tienen su historia. No cabe aquí por laboriosa e incierta. Ella supone un estudio aparte. Confundida la Religión con el Estado, como hay un enjambre de Estados, no existe una Iglesia común. Ni siquiera todas las funciones religiosas de cada Estado particular se someten siempre cabalmente a un régimen o a una norma comunes.
2. Las instituciones comprenden los organismos y las prácticas mediante las cuales el creyente se comunica con la deidad. Los organismos son el SACERDOCIO y los SACROS LUGARES. Las prácticas son los RITOS, ya ORDINARIOS, ya EXTRAORDINARIOS.
El sacerdocio fue en Grecia una institución sui generis, muy poco semejante a la actual. Lo consideraremos en cuanto a la PERSONA, en cuanto a la CONDUCTA y en cuanto a los DERECHOS SACERDOTALES.
Después consideraremos el caso de los SACROS LUGARES, su desarrollo, circunstancias y características.
En cuanto a los RITOS o prácticas, el cuadro siguiente nos servirá de guía:
RITOS:
ORDINARIOS
GENERALES (cap. IV).
DOMÉSTICOS (cap. V).
CULTO INTERMEDIARIO DEL HÉROE (cap. VI).
EXTRAORDINARIOS (caps. VII-XI).
SINGULARIDADES HIERÁTICAS: Prostitución sacra y mutilación (cap. VII).
FUNDACIÓN DE CIUDADES (cap. VIII).
PANEGIRIAS (cap. IX).
FESTIVALES (cap. X).
ALGUNAS MANIFESTACIONES DIVINAS (pues no todas son RITOS: cap. XI).
Tal es, pues, el contenido de esta Segunda Parte.

II. EL SACERDOCIO

A) La persona sacerdotal

1. En Grecia no hubo una casta sacerdotal aparte de los laicos. En principio, todo ciudadano —nunca el extranjero— está facultado para oficiar por sí en cualquier acto religioso. Los deberes de la religión apenas se distinguían de los deberes comunes, apenas los acentuaban un poco. El mismo sacrificio, que supone ya cierto adiestramiento, era cosa que podía confiarse a un ciudadano cualquiera. Con ser gente tan refinada, los griegos eran unos inveterados matarifes. Degollaban un cordero o descuartizaban una res tan sin melindre como la cocinera de hoy le tuerce el pescuezo a una gallina.
En lo privado, los oficiantes eran los padres de familia. A diario cumplían los más variados ritos: al desayuno, a la comida, a la cena, al amanecer, al ponerse el sol; sin contar las ceremonias de los días señalados: el nacimiento, el casi bautizo o adopción del hijo propio que le confería el derecho a la tribu, las nupcias, los fallecimientos, los negocios, los convenios, los viajes … ¡qué sé yo! El griego era un ministro de la religión en función perpetua. A este fin, había en el centro de la casa un sacro hogar (hestía), y en el patio, un altar al Zeus Protector.
Consta que el ciudadano privado podía por sí mismo sacrificar en algunos templos —el sumo acto religioso— sin la presencia del hiereús, el guardián sacro o “degollador titular”. Así era permitido en el Anfiareón de Oropo, cuyo dios local, Anfiarao, aunque nada lerdo en los oráculos y en las “incubaciones” del sueño curativo —y por quien el autor de este libro confiesa cierta simpatía—, era, por lo demás, muy afecto a las vacaciones de invierno, como Apolo, y solía darse buena vida. Suspendido el tráfico marítimo durante los meses inclementes, la ruta entre Beocia y el Ática se despoblaba, escaseaba el negocio, y el dios cerraba su tienda y se iba de picos pardos. (A. R., “Un dios del camino”, en Junta de sombras, México, 1949, pp. 15-23.)
Durante las temporadas de las grandes ceremonias públicas, por lo mismo que éstas comprendían los deberes religiosos privados como el género comprende a la especie, lo esencial era cumplir con aquéllas, y podían descuidarse un poco las rutinas de la familia.
La religión y sus prácticas no eran, pues, claustrales, ni exclusivas en principio, ni solitarias. Se relacionaban directamente con la comunidad. La misma asamblea del pueblo que entendía en los negocios políticos decidía sobre los asuntos religiosos (autorización de un culto, restauración de un templo, etc.). Todas las actividades de la cultura, acaparadas en el Oriente por las castas sacerdotales, Grecia las entregó a los laicos, y los resultados fueron la libertad del espíritu, la filosofía, las ciencias y las artes. Practicando una intromisión inversa a la que el Oriente conoció, aquí el laico se adueñó de las funciones hieráticas.
2. Las ceremonias públicas y la guarda de los sacros lugares crearon un mínimo indispensable de sacerdocio. Ello requería cierta especialización y práctica, si no vocación ni estudio alguno. Este sacerdocio era asistido por auxiliares y esclavos. Para ejercer semejante ministerio cívico —que tal venía a ser— no había teóricamente limitación de sexos; aunque la sociedad griega era, por excelencia, una sociedad masculina; la mujer vivía confinada en el fregadero y el telar; los chicos, en los establos escolares del gobierno. Pero sí hay una clasificación clara entre los cultos que incumben al sacerdote y los que incumben a la sacerdotisa. Por regla —regla de múltiples excepciones—, el sacerdote sirve a un dios, y la sacerdotisa a una diosa. Y cuando acontece a la inversa, como en ciertas consagraciones arcaicas, el sacerdote, de cierta vaga manera, es considerado esposo de la diosa, y la sacerdotisa, esposa del dios.
El único requisito del sacerdocio estable era la integridad física: condición de pureza y también probable residuo mágico de los días en que el sustento de la tribu exigía el pleno vigor físico de su jefe u Hombre Medicina, pues se entendía que tal vigor trascendía a todos. En Mesenia, el sacerdote o la sacerdotisa que perdían un hijo —lo que se miraba como una merma vital —tenían que renunciar al oficio.
Al principio, las ceremonias públicas estaban a cargo de los antiguos reyes. Más tarde, sus legítimos sucesores —ya sólo reyes por el título y no por el mando— heredaron parte de estas atribuciones: el Arconte Basileo, en Atenas, y el Rex Sacrificulus en Roma. Bajo el régimen de las repúblicas, ciertas funciones pasaron a los supremos magistrados, ya hereditarios o electivos. Pero éstos no llegaron a constituir casta eclesiástica. Todo funcionario era, por oficio, un sacerdote público, como en el orden doméstico venía a serlo todo ciudadano.
3. Las aristocracias no siempre cedieron sus privilegios religiosos. La guarda de los sacros lugares y la administración de los grandes cultos debió haber recaído totalmente en manos del Estado, de los mandatarios del pueblo, al evolucionar las estructuras políticas y al convertirse la capilla real en templo público. Pero el Estado nunca logró arrebatar sus antiguos derechos a ciertas familias que los conservaban como parte de sus patrimonios: los Oráculos en general, de que algunos eran locales y aun privados; los Misterios de Eleusis regidos por los Eumólpidas y los Cérices; los de Dióniso Melpómenos, por los Euneidas; los de Fila, por los Licómidas; la labranza sacra en el Acrópolis a cargo de los Bucigas; las Venerables Deméter y Kora, reserva de los Hesíkidas; o los cultos áticos de Erecteo y Atenea, siempre retenidos por Butades y Eteobutades. A fines del siglo III, una familia fundó sagrarios que dedicó a Demos y a las Gracias, y se adjudicó el sacerdocio hereditario. Tampoco falta el tipo intermedio de cultos que, aunque oficializados, son solamente ejercidos por determinadas familias: los Clítidas en la isla de Cos.
Se comprende que las casas principescas se aferrasen a estos privilegios, se los disputasen entre sí y aun revelaran en ello un insaciable imperialismo: tales eran el ascendiente que estas funciones aseguraban y los medros que permitían so capa de piedad. Los menores que, en general, no podían comparecer por sí en los pleitos jurídicos, gozaban de este derecho extraordinario para reclamar el sacerdocio inherente a su familia.
Las clases bajas, sin antecedentes hieráticos, se agrupaban en los santuarios rústicos o en los templos de sus amos “feudales”, formando corporaciones religiosas, cuyos sacrificadores oficiales se llamaban orgeones. Las reformas democráticas de Solón y de Clístenes, en Atenas, absorbieron al pueblo en las “fratrías” señoriales. (Ver Primera Parte, cap. VIII, § 2.)
4. Los heraldos tuvieron un día carácter religioso. Portavoces y embajadores —no necesariamente negociadores—, testigos de los sacrificios guerreros, “tabeliones” de los pactos jurados por los caudillos, Homero los trata con singular reverencia. Más tarde, su oficio se confunde entre los oficios públicos generales. En la Esparta histórica, los Taltibíades se decían descendientes de Taltibio el heraldo de Agamemnón en la Ilíada—, cuidaban del sagrario que se alzó en honor de su epónimo y tenían derecho a ciertas embajadas.
5. Había, en fin, expertos hieráticos, practicones y ritualistas, francotiradores de los servicios religiosos —consecuencia de la indeterminación del sistema—, a quienes se acudía en los trances difíciles como hoy acudimos al electricista. Ellos aconsejaban, por ejemplo, sobre el día más propicio para unas bodas o un viaje, pero siempre en cierta categoría de gente algo entrometida, subordinada y a quien sólo se daba crédito por arrastre de las costumbres vulgares, como hoy a los curanderos frente a los verdaderos facultativos.
6. Los verdaderos adivinos, por cuyo ministerio se manifestaba la voluntad de los dioses, son personas excepcionales y sagradas, no sometidas a regla o costumbre, fuera de las prácticas que ellos mismos se impusieran, por el decoro de su función, para impresionar al pueblo o porque realmente creían atraer de esta suerte la inspiración mística. Las características de su sacerdocio se resuelven en las características de su función adivinatoria, y ésta será considerada al tratar de las manifestaciones divinas.

B) La conducta sacerdotal

7. La conducta sacerdotal sólo se distingue de la ordinaria en el caso de ciertos cargos especiales. Pero, cualquiera fuese su misión, los sacerdotes obraban con independencia, sin más disciplina que la impuesta por la tradición, sin otra responsabilidad que la dictada por la opinión pública. Ni siquiera se conocían entre sí unos a otros, y aun solían mirarse con recelo y emulación.
Aunque, en general, tal conducta es menos rigurosa que la obligatoria para los modernos sacerdocios, se dan los dos extremos: a una parte, el sacerdote y la sacerdotisa de la Ártemis Himnia que se abstienen del trato con la gente y ni siquiera pueden visitar las casas de los vecinos; otra parte, la multitud de oficiantes ape...

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