Novelas escogidas (1982-1998)
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Novelas escogidas (1982-1998)

Elena Garro

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Novelas escogidas (1982-1998)

Elena Garro

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Información del libro

El tercer volumen de las Obras reunidas de Elena Garro incluye dos novelas: Los recuerdos del porvenir, ganadora del premio Xavier Villaurrutia, cuenta los sucesos en un lugar llamado Ixtepec durante la década de los años 20, mientras se desarrolla la Guerra Cristera; Y Matarazo no llamó... es un thriller político que se desarrolla en el marco de las persecuciones sindicales y estudiantiles durante las décadas de 1950 y 1960 en México. El volumen lleva prólogo de Maria Luisa Mendoza y una Advertencia editorial de Patricia Rosas Lopátegui.

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Información

Año
2016
ISBN
9786071646491
Categoría
Literature
MI HERMANITA
MAGDALENA
(1998)
La desdicha empezó en mi casa con la desaparición de mi hermanita Magdalena. No sé por qué digo desdicha. Es difícil escoger las palabras que definen las vidas y las situaciones, sobre todo cuando la complejidad de los hechos y de los personajes escapan a la imaginación de una mente provinciana y medianamente dotada como es la mía. Quiero decir que no estábamos preparados para la catástrofe que se abatió sobre nosotros. Mi hermanita era lo que se llama “la alegría de la casa” y también “las niñas de los ojos de mi padre”. Fue en la noche de un domingo lluvioso. Se habían ido a Cuernavaca y nosotros nos habíamos quedado en la casa con Marta y con Loreto, las dos muchachas que se criaron en la casa de mi madre, allá en Chihuahua, pues nosotros no éramos de la capital. Éramos norteños.
Desde ese domingo lluvioso los árboles se hicieron menos verdes, el agua menos fresca y el cielo menos azul y más bajo, casi sin nubes. ¡Así sucede cuando nos toca la desdicha!
—¿Por qué nos vinimos a México? Si nos hubiéramos quedado en Chihuahua no habría sucedido esto —decían mis padres.
Hacía casi tres años que vivíamos en la capital y el resultado fue la desaparición de mi hermanita Magdalena. Era la menor de nosotras tres, aunque el menor de la familia, “el benjamín”, como decimos en el Norte, era mi hermano Alvarito.
Conocíamos mal la ciudad. No nos permitían alejarnos del radio de la casa, de las escuelas y de las casas de mis tías.
Mis tías Leticia, Remedios, Hortensia y Antonia eran las hermanas de mi madre. Todas ellas ordenadas, escrupulosas, limpias y morales. Sólo mi tía Leticia rompía las reglas. “¡Esta Leticia siempre tan independiente!”, se quejaban sus hermanas cuando mi tía hablaba del divorcio y del desnudo en la pintura. ¡La pintura clásica, por supuesto!
Mis tías nos visitaban para comentar las películas que habíamos visto juntas, ya que a todas partes íbamos en grupo. “¿Qué estarán haciendo ahora?”, preguntaba mi tía Remedios con voz soñadora, pensando en lo que les sucedería a los héroes de las películas después de la palabra “Fin”. Sonámbulas, abandonábamos la sala oscura buscando parecidos entre las estrellas de cine y nosotras.
—¿Vendremos al próximo estreno de Doris Day? —le preguntábamos a mi tía Antonia, ya que era ella la que ordenaba las vidas de toda la familia, las idas al cine, las salidas al campo, las fiestas y los estudios de todos los primos.
—Recuerden que la novia del estudiante nunca es la esposa del profesor —nos dijo mi tía cuando Rosa, Magdalena y yo entramos al Bachillerato de Humanidades.
—Nosotras nunca nos vamos a casar —le contestó Magdalena que ya había decidido nuestras vidas.
Magdalena iba a ser artista de cine en Hollywood. Mi hermana Rosa modelo de sombreros y yo modista de alta costura y experta en belleza.
Vivíamos en la avenida Durango. Las mañanas eran claras y los árboles de la avenida muy verdes. Todavía no se inventaba la polución. De manera que teníamos buen aire, mañanas despejadas y tardes altas y gloriosas. La palabra “Durango” nos producía la nostalgia del Norte. Nos gustaba pasear por la avenida, llegar a la calle de Sonora, dar vuelta en la calle de Guadalajara y desembocar en el Parque España. Allí estaba la iglesia de la Coronación. Cuando había boda, de su puerta colgaban guirnaldas de flores blancas y el altar se cubría de ramos de flores perfumadas, salpicados de “nube”, una florecilla menuda como un encaje fino. En esas ocasiones mi tía miraba a sus hijas y luego nos contemplaba preocupada. Mis hermanas y yo teníamos un grave impedimento para lograr una boda: mi padre carecía de una buena fortuna.
—¡Qué lástima! No se casarán nunca —pronosticó mi tía en la iglesia de la Coronación.
—¿Qué dices? Mis hijas no están todavía en edad de casarse, son muy jovencitas —le contestó mi madre enfadada.
Mi tía Antonia no la escuchó. Se volvió a la hija mayor de mi tía Hortensia para decirle:
—Y tú, Hortensita, a lo más que puedes aspirar es a un empleado modesto —Hortensita se puso a llorar con desconsuelo.
—¡No quiero casarme con un empleaducho…!
—¿Por qué no? Debes ser práctica, hay empleaditos muy decentes —le explicó mi tía para tranquilizarla.
Hortensita no se tranquilizó: “Yo tengo aspiraciones”, dijo en medio de su llanto que todas las primas contemplamos en silencio. Mi tía Hortensia sentenció en voz baja: “¡Qué impertinente es Antonia!”
En la familia estaba prohibido levantar la voz, gesticular y adoptar actitudes descocadas. Las “actitudes” eran muchas: reírse en público, cruzar las piernas, detenerse en la calle para hablar con los conocidos, gesticular, exagerar y usar zapatos de tacones altos.
Puedo afirmar que mi familia era una familia feliz, moderada, discreta, cortés y espartana. “Las buenas costumbres son espartanas”, afirmaban mis tías. ¿Cómo explicar la gran catástrofe de la desaparición de Magdalena? No había explicación y decidimos callar mientras encontrábamos a mi hermanita.
—Hay que ser prácticos, si les decimos a mis hermanas lo que ha sucedido pondrán el grito en el cielo y como de costumbre acusarán a su padre de indulgente, de manera que es mejor callar —ordenó mi madre.
En el idioma familiar la palabra “práctico”, cubría todos los terrenos: amoroso, escolar, literario, moral, afectivo, político, artístico, familiar y público. Mis tías aplicaban el término sin discriminación. Dar limosna no era práctico y cerraban el vidrio de sus automóviles si algún mendigo les tendía la mano diciendo: “¡Por el amor de Dios!” La limosna fomentaba el vicio y la avaricia, los mendigos tenían los colchones repletos de oro. Debíamos estudiar la historia como si nunca hubiera sucedido, era una manera de saber lo que se debía hacer y lo que había que evitar hacer. Por ejemplo, no podíamos ser como Nerón, que incendió Roma para satisfacer su vanidad. “La modestia es la flor más preciada.” A mis tías les preocupaban las lecturas: “La literatura es una distracción. Si se imaginan que la vida es una novela, acabarán mal”.
En la casa de mi tía Antonia había una hermosa biblioteca italiana con los anaqueles de madera labrada repletos de libros que sólo eran fachadas de cartón forrado en cuero rojo y letras de oro anunciando los títulos de los clásicos. Era una biblioteca práctica cuya misión era la de adornar la casa. Mis tías nos seleccionaban las lecturas. Nos regalaron Las cuatro hermanitas de Luisa May Alcott. El libro era un ejemplo para las chicas casaderas, el destino ideal de la mujer era el matrimonio, pero si no lo lograban porque los medios económicos no lo permitían, debían tener una educación práctica, capaz de asegurarles una vida modesta, como la de Jo.
—Tú, Magdalena, no debes ir a la universidad. Debes de ser profesora de gimnasia. Tienes el tipo perfecto: alta, fuerte y limpia. Te inscribiré en una escuela de cultura física —anunció pensativa mi tía Antonia. Luego se volvió a mi hermana Rosa:
—Y tú, Rosa, tampoco debes ir a la universidad. Tienes gustos artísticos, que van bien con la repostería. Podrías organizar banquetes, meriendas, bautizos, desayunos de primera comunión. Esto te dará mucho dinero. Tu físico te ayudará a conseguir encargos.
Yo esperé mi turno.
—Y tú, Estefanía, ¿puedes decirme para qué te inscribiste en la universidad? Debes estudiar taquimecanografía. Tienes dedos de pianista, se te facilitará mucho.
Así, mi tía Antonia arregló nuestras vidas de chicas de clase media.
Nos proponía oficios prácticos. Mi padre no compartió su opinión y continuamos en la universidad. Ahora me pregunto: ¿qué hubiera ocurrido si estuviéramos haciendo gimnasia, desayunos y taquimecanografía? No lo sé. Magdalena no hubiese desaparecido y nosotras no hubiéramos leído a Dostoievski. Y, de haberlo leído, hubiéramos dicho: “Eso sólo pasa en las novelas”.
En el idioma familiar estaban excluidas las interjecciones. Decir: ¡hombre!, ¡caray!, ¡caramba! era blasfemar. Sólo mi tía Leticia se atrevía a decir: ¡carambola! Los dichos populares debían ser escogidos con esmero y repetir sólo los morales o ejemplares: “Cría cuervos y te sacarán los ojos”, “Quien da pan a perro ajeno pierde pan y pierde perro”, “El pan ajeno hace al hijo bueno”, “El que siembra vientos recoge tempestades”, “El que al cielo escupe a la cara le cae”, aunque el verbo escupir era preferible olvidarlo. En general los dichos eran vulgares.
En cierta ocasión mi hermanita se golpeó un codo y exclamó:
—¡Dolor de viuda mucho duele y poco dura!
Mis tías se volvieron a verla:
—¿Qué dices? ¿Dónde aprendes tantas vulgaridades?
Magdalena no pudo recordarlo. Esto no indica que mis tías tuvieran algo contra la viudez. Al contrario, eran partidarias encarnizadas de ella.
—La viudez es el estado perfecto para una malcasada. Si se divorcia la acusarán de casquivana. En cambio, si Dios se acuerda de ella y la deja viuda, todos la compadecerán y tratarán de ayudarla.
—Ustedes deben contar con la infinita bondad de Dios para que las deje viudas en caso de necesidad —aseguró mi tía Remedios.
—En caso de duda, recuerden que más vale vestir santos que desvestir borrachos —terminó mi tía Leticia, provocando el escándalo de sus hermanas.
—¡Qué cosas se te ocurren! ¿Por qué dices eso delante de las muchachas? —protestaron a coro las hermanas.
Debíamos excluir del lenguaje las palabras: pasión, éxtasis, martirio, misticismo, furia, arrebato, todo lo que significara exaltación o exageración. Las palabras higiene, progreso y evolución eran favoritas y ejemplares. No debíamos admirar a héroes que despertaran en nosotros la manía de grandeza, tales como Luis XIV; en general ningún Luis o Napoleón. El héroe favorito de mis tías era Thomas Alva Edison y su fotografía figuraba al lado de las fotos enmarcadas de Ruiz Cortines y de Miguel Alemán, colocadas sobre sus chimeneas de piedra, sin tiro y labradas estilo colonial.
En fin, nuestras vidas debían ser ascéticas, de costumbres sanas, modales comedidos, utilizar un idioma claro, recto y sin exclamaciones ni ditirambos. Un idioma decente, del que procuro no separarme jamás, excepto cuando me parece que no me escuchan y digo: ¡carajo!
Nosotros teníamos una tara congénita e irrevocable: mi familia paterna era francesa. Francia era “el corazón del vicio” y era obligatorio vigilarnos de muy cerca. Mi abuela paterna, que en paz descanse y en Santa Gloria esté, ya había fallecido en el momento de la desaparición de Magdalena. El detalle francés nos obligaba a ocultar lo sucedido a mi hermanita.
Mi abuelo francés consideraba a la familia de mi madre más protestante que católica. Mi madre guardaba silencio, no quería decirle que ella y sus hermanas consideraban a Francia “la cuna de todos los vicios”.
—Robespierre hacía estatuas de carne humana —nos repetía mi tía Antonia con voz acusadora, como si en nosotros existiera el germen de tan desagradable costumbre.
Era una desdicha que Robespierre hubiera construido esas estatuas y también era una desdicha que le hubieran roto la mandíbula antes de matarlo. Magdalena lloraba al leer ese episodio de Robespierre sosteniéndose la mandíbula rumbo al patíbulo. Pero su pena era secreta. Nunca se la dijimos a mis tías.
El domingo lluvioso en que desapareció Magdalena, hacía pocos días que mi abuelo se había vuelto al Norte con sus otros hijos. Ya dije que mis padres estaban en Cuernavaca. Nos gustaba esa ciudad verde, llena de pájaros y de frondosos laureles de la India. Los amigos y la familia tenían allí casas con piscina y los fines de semana los pasábamos nadando. En ese fin de semana hubo una conjunción desdichada que propició la...

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