
- 120 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
Ricardo Pozas escribe sobre los indios tzotziles chiapanecos en la persona de Juan Pérez Jolote, del que describe su biografía. La prosa utilizada, de gran valor literario, pronto alcanzó un excelente nivel narrativo que lo ha convertido en un libro que se inserta en la tradición de la novela indigenista mexicana.
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Información
Categoría
Ciencias socialesCategoría
Antropología cultural y socialJUAN PÉREZ JOLOTE
LA TIERRA de mis antepasados está cerca del Gran Pueblo[1] en el paraje de Cuchulumtic. La casa donde nací no ha cambiado. Cuando murió mi padre, al repartirnos lo que dejó para todos sus hijos, la desarmamos para dar a mis hermanos los palos del techo y de las paredes que les pertenecían; pero yo volví a levantarla en el mismo lugar, con paja nueva en el techo y lodo para el relleno de las paredes. El corral de los carneros se ha movido por todo el huerto para “dar cultivo”[2] al suelo. El pus[3] que usó mi madre cuando yo nací, y que está junto a la casa, ha sido remendado ya; pero es el mismo. Todo está igual que como lo vi cuando era niño; nada ha cambiado. Cuando yo muera y venga mi ánima, encontrará los mismos senderos por donde anduve en vida, y reconocerá mi casa.
No sé cuándo nací. Mis padres no lo sabían; nunca me lo dijeron.
Me llamo Juan Pérez Jolote;[4] lo de Juan, porque mi madre me parió el día de la fiesta de San Juan, patrón del pueblo; soy Pérez Jolote, porque así se nombraba a mi padre. Yo no sé cómo hicieron los antiguos, nuestros “tatas”, para ponerle a la gente nombres de animales.[5]
Desde muy pequeño me llevaba mi padre a quebrar la tierra para la siembra; me colocaban en medio de ellos, cuando padre y madre trabajaban juntos en la milpa. Era yo tan tierno que apenas podía con el azadón; estaba tan seca y tan dura la tierra, que mis canillas se doblaban y no podía yo romper los terrones; esto embravecía a mi padre, y me golpeaba con el cañón de su azadón, y me decía: “¡Cabrón,[6] hasta cuándo te vas a enseñar a trabajar!” Algunas veces mi madre me defendía, pero a ella también la golpeaba. En otras ocasiones, siempre encontraba motivo para pegarme; cuando él costuraba un sombrero de palma y yo torcía la pita para la costura, y la pita se reventaba, me jalaba las orejas y me decía de nuevo: “¡Cabrón, con qué me vas a pagar lo que te estás tragando, si no vas a aprender a trabajar como yo!”
Casi siempre me llevaba al monte a traer leña, y siempre que iba con él me pegaba; tal vez porque no podía yo cortar los palos con el machete. Tanto y tanto me pegaba, que pensé salir huido de mi casa.[7]
Un día domingo, a la hora en que pasa por el camino la gente que vuelve de San Andrés,[8] después de la plaza, me acerqué a una mujer zinacanteca y le dije llorando: “Mira, señora, llévame para tu casa, porque mi papá me pega mucho; aquí tengo mi seña todavía, y acá, en la cabeza, estoy sangrando; me pegó con el cañón de la escopeta”. “Bueno —me dijo la mujer—, vámonos.” Y me llevó para su casa donde tenía sus hijos, en Nachij.[9]
No muy cerca de esta casa, en otro paraje, había una señora viuda que tenía cincuenta carneros. Cuando supo que yo estaba allí, vino a pedirme, diciendo a la mujer que me había traído: “¿Por qué no me das ese muchacho que tienes aquí? No tiene papá, no tiene mamá; yo tengo mis carneros y no tengo quien me los cuide”. Luego me preguntó la mujer que me trajo: “¿Quieres ir más lejos de aquí; donde tu papá no te va a encontrar?” “Sí”, le dije. Y me fui con la mujer de los carneros, sin saber adónde me llevaba.
Por el camino me preguntó si era yo huérfano: “No —le dije—, tengo padre y madre; pero él me pega mucho”. “Yo no te voy a pegar —dijo—; sólo quiero que cuides mis carneros.” Y caminando siempre detrás de ella, llegamos a su casa; yo ya había andado por el monte con carneros, yo sabía llevarlos para que comieran y bebieran, pero no conocía las tierras de los zinacantecos, no sabía dónde había pasto y agua.

Al día siguiente me recomendó la dueña de los carneros con otras gentes que tenían rebaños, para que anduviera con ellos por el monte pastoreándolos.
No recuerdo cuántos meses estuve con aquella mujer; pero fue poco tiempo, porque me fueron a pedir otros zinacantecos. Eran hombre y mujer; me querían para que cuidara unos frutales. Le dieron a la viuda una botella de trago,[10] y me dejó ir.
Mi nuevo trabajo sería espantar los pájaros que se estaban comiendo las granadas y los plátanos. Aquí, mis patrones tenían dos hijos. Eran muy pobres; para vivir sacaban trementina de los ocotales y la llevaban a vender a Chapilla.[11] Los viejos me compraron unos huaraches. Los dos hijos, mayores que yo, me llevaban todos los días al monte a trabajar con ellos. Una vez, me cargaron con una lata que pesaba mucho, y al querer caminar se me cayó, y regué por el suelo la trementina. Los dos hermanos se enojaron, y embravecidos buscaron una vara delgada y me chicotearon; quise correr, pero aquellos huaraches no me dejaban.
Cuando llegué a la casa, di parte al señor y a la señora de que me habían pegado sus hijos.
—¿Por qué le pegaron a Juanito? —preguntó el padre.
—Porque se resbaló con su huarache nuevo y tiró la trementina.
—¿Por qué no la cargaste tú? ¿No ves que él es tierno y no puede cargar una lata?
—Lo cargamos para que se enseñe a trabajar.
—Además, no es verdad que le pegamos —dijo el otro hermano.
Yo mostré a los viejos las señas de los golpes, y ellos dijeron:
—Ya no irás más a acompañarlos, para que no te peguen —y me quedé en la casa para acarrear agua y espantar los pájaros de los frutales.
Aquella familia no sabía hacer milpa, y en la casa no había maíz. No comprendo cómo puede vivir una familia sin milpa, no sabía cómo le hacían para conseguir maíz.
Un día me llevaron a tierra caliente a buscar maíz. Allá trabajaban los zinacantecos haciendo milpa. Llegaron con un señor que tenía montones de mazorcas. Todos ayudamos al señor del maíz en su trabajo; unos desgranaban metiendo las mazorcas en una red y golpeando duro con unos palos, otros lo juntaban y encostalaban. A mí me puso a trabajar el dueño, como si fuera mi patrón; y todo el día estuve recogiendo frijol del que se queda entre la tierra. Cuando terminé, me puso a romper calabazas con un machete, para sacarles las pepitas.
Estuvimos trabajando tres días, y después volvieron a su casa los viejos con sus hijos; y a mí me dejaron desquitando el maíz que se habían llevado. A los ocho días regresaron; yo quería volver con ellos a la tierra fría, y esperaba que me llevaran, pero regresaron sin mí. Me quedé con el dueño del maíz, partiendo calabazas.
Ocho días más tarde volvieron; hicieron nuevamente cargas de maíz, por lo que pensé que debía quedarme para seguir desquitando lo que se llevaban; pero no fue así, a mí me hicieron una carguita de caracoles,[12] y regresé con ellos a su casa; yo estoy mejor en la tierra fría; las plagas y los mosquitos de la tierra caliente no dejan dormir.
Me volvieron a llevar a la tierra caliente. Esta vez los viejos se habían quedado en casa; fui solo con los dos hermanos. Llegamos donde vivía el hombre que tenía el maíz y me dejaron vendido con él por dos fanegas. Llevábamos cuatro bestias y los dos hermanos las cargaron del maíz que recibieron a cambio de mí. Entonces me dijeron: “Aquí quédate; volvemos por ti dentro de ocho días”. Pero ya no volvieron.
Todos los días llegaba un ladino[13] que vivía en una hacienda cerca de Acala;[14] era el dueño de la tierra, y el zinacanteco del maíz[15] le pagaba por sembrar en ella. Uno de esos días, después que hablaron el zinacanteco y el ladino, me dijo el señor del maíz: “Mira, Juanito, ahora aquí te quedas para siempre. ¿Viste esas cuatro bestias que llevaban dos fanegas de maíz? es la paga que yo di por ti. Tú las vas a desquitar; pero no conmigo. ¿Has visto ese hombre ladino que viene aquí todos los días?; a él le vas a pagar el maíz que se llevaron. Él vino hoy a decir que viene mañana para llevarte, porque no tiene hijo, porque está solo con su mujer”.
Los viejos no supieron que me habían vendido sus hijos, o tal vez fueron ellos los que quisieron que me vendieran. Lloré porque iba a quedarme lejos. Los viejos no me pegaban; nunca me regañaron. Quería regresar y seguir viviendo junto a ellos… Tal vez me querían; pero eran pobres y no tenían maíz, no hacían milpa, no tenían tierra. Lloré mucho porque no podía volver. ¡Cómo volver, si estaba vendido para que ellos comieran!
El señor que me compró se llamaba Locadio. Al día siguiente, de madrugada, oí que relinchaba su caballo; habló con el dueño del maíz. Llegaba para llevarme. Me montó en las ancas de su andante,[16] y fui con él a su casa.
Al llegar me entregó con su señora diciéndole: “Mira hijita, aquí traigo este muchachito que se llama Juan, para que nos sirva en el día; para que traiga agua en el tecomate y para que le dé de comer a los coches.[17] Le entregas un machete viejo para que rompa las calabazas”.

Don Locadio tenía una ordeña de vacas y el primer día me llevó allá. Encendió fuego, puso café, y me dio café con leche. Todos los días me llevaba a la ordeña y siempre bebíamos leche cruda. Cuando regresaba con él de la ordeña, rompía las calabazas; las hacía pedazos, les sacaba las pepitas, y luego le tiraba los pedazos a los coches para que comieran.
Cuando estuve con el señor Locadio, supieron las autoridades que el señor tenía un huérfano y le avisaron que me iba a recoger el Gobierno para ponerme en un internado. Y un día, por la mañana, llegaron dos policías, cuando yo ya había regresado de la ordeña.
—Mire usted, señor —le dijeron al dueño de la ordeña y de la tierra—, venimos mandados del presidente de Acala, porque usted tiene aquí un muchacho q...
Índice
- PORTADA
- ÍNDICE
- INTRODUCCIÓN
- JUAN PÉREZ JOLOTE