1. Cinco grandes prioridades de política económica
Rolando Cordera y Enrique Provencio
La tercera década del siglo XXI quedará marcada por la conmoción múltiple del covid-19, que irrumpió al inicio de 2020 en su dimensión sanitaria y que pronto derivó en una profunda crisis económica con intensas repercusiones sociales y humanitarias. Las crisis económicas tienen un efecto destructor y a veces deletéreo. Sus efectos pueden prolongarse durante periodos largos, cuando la profundidad, la extensión y la duración de las recesiones impacta desmedidamente en los niveles de producción, inversión, empleo y otras variables clave. Para que esto no ocurra, o que al menos se atenúe, la política económica debe adaptarse para propiciar una recuperación sostenida y sobre todo para introducir correcciones de más largo alcance que favorezcan un mejor curso de desarrollo.
En sentido estricto, y en su faceta propiamente económica, la segunda gran recesión económica mexicana del presente siglo se inició con el estancamiento de 2019, es decir, antes de la pandemia del coronavirus. La primera fue, por supuesto, la ocurrida entre 2008 y 2009, que dejó sus huellas en varios terrenos, sobre todo sociales, en los que diez años después apenas se estaban superando los daños. Pero el punto de fuga que impone el covid-19 y su crisis interconstruida entre muchas dimensiones y escalas hace palidecer las experiencias anteriores y las comparaciones, pues muestra una realidad tan inédita como sorprendente, que se resiste a denominaciones y caracterizaciones.
En nuestro caso, el de México, lo que también resulta al menos sorprendente es que, ante una situación extraordinaria en todos los sentidos, las respuestas gubernamentales de política económica y social apenas hayan variado su rumbo y quedaran prácticamente inalteradas, como si se hubiera tratado de una oscilación leve y pasajera, que pronto quedaría atrás para volver a escenarios prometedores. Y no: las trayectorias previas a la pandemia no iban bien encaminadas antes del covid-19 y los acontecimientos de 2020 no son transitorios ni fácilmente superables.
Al contrario: la crisis múltiple de la pandemia nos colocó ante las insuficiencias y las vulnerabilidades crónicas de nuestro atraso —la desigualdad y la pobreza—, nos ubicó frente a las limitaciones de las estrategias de desarrollo y sus programas para atender las urgencias inmediatas, nos confrontó con los rezagos estructurales que nos han mantenido durante más de tres décadas en un rumbo de muy bajo crecimiento y creación de empleos dignos y bien pagados, nos expuso a las limitaciones del diálogo público y de las relaciones y los liderazgos políticos y gubernamentales, y nos plantó con mayor crudeza de cara a las incertidumbres de un mundo conmocionado por disrupciones de todo tipo.
La pandemia develó esas y otras realidades de golpe y de forma generalizada, y sobre todo por medio de la cruda y desigual exposición a la enfermedad y la muerte, de la fragilidad del basamento económico que debe sostener empleos, ingresos y medios de vida de la población, del limitado alcance de las redes de seguridad para amortiguar las emergencias y de la insuficiencia y la fragmentación de la oferta de bienes públicos y servicios necesarios para proteger a la sociedad y sus grupos más necesitados. Por todo ello, la crisis de 2020 nos confronta no sólo con las urgencias, de por sí complejas en su entendimiento y respuesta, sino también con los modos nacionales de organización para el desarrollo y, por lo tanto, nos llama a repensar tanto la recuperación como el reordenamiento de prioridades y medios para salir de la crisis enfilados hacia rumbos de desarrollo más promisorios.
ANTES DE LA PANDEMIA
Al terminar el primer trimestre de 2020, cuando estaban recién decretadas las medidas de aislamiento y cuarentena por el covid-19, y la movilidad y parte de las actividades económicas se desplomaban, la economía mexicana ya completaba cuatro trimestres consecutivos en decrecimiento económico. En conjunto, el producto interno bruto de 2019 tuvo un decrecimiento de 0.3% anual,1 pero los antecedentes inmediatos del tropiezo económico del primer año del nuevo gobierno venían al menos desde el segundo semestre de 2015. Lo muestran distintos indicadores, en especial los agregados de la producción. La caída de los precios y de los volúmenes de producción del petróleo, ocurridos a mediados de 2015, y después las medidas de consolidación fiscal y los recortes presupuestales de 2016 contribuyeron mucho a que la economía fuera perdiendo vigor en los siguientes años.
Pesaron también las incertidumbres provocadas por el gobierno de Trump a principios de 2017 y en especial las amenazas de suspender el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, entre otros aspectos que crearon un clima de desconfianza y que afectaron las inversiones privadas, mientras la inversión pública se reducía año tras año. Además incidió el clima de inquietud política que se generalizó en 2015, luego de los escándalos de corrupción y los hechos lamentables de Iguala, y del agravamiento de la inseguridad pública, entre otros elementos que incidieron en las expectativas y las decisiones económicas.2 A mediados de 2015 se esperaba que la economía mexicana creciera a tasas de 4% anual los siguientes años, pero desde entonces tal expectativa empezó a declinar para cerrar la década en una expectativa de 2% y con una tendencia a la baja. De hecho, el último trimestre de 2018 ya tuvo un ligero decrecimiento del PIB medido con ajuste estacional.3
En el primer año de gobierno, buena parte de las opiniones se ocuparon de caracterizar la situación y las tendencias económicas, tratando de esclarecer si México estaba o no en recesión, si se encontraba en estancamiento o en una desaceleración de las actividades productivas, del consumo y de los demás agregados. Éste no fue sólo un intercambio de dichos técnicos sino que tuvo una clara componente política, pues por parte de las autoridades federales hubo un empeño constante por restar importancia a los indicios o las evidencias que mostraban que la actividad económica ya perdía fuelle desde principios del nuevo gobierno, y sobre todo por eludir la discusión acerca de la necesidad de favorecer políticas que contuvieran la desaceleración y propiciaran el crecimiento económico.
En términos generales, el mal comportamiento económico de 2019 se debió sobre todo a tres factores: primero, a la caída de las inversiones privadas, que suelen ser el principal factor de dinamismo o estancamiento de mediano plazo; segundo, al débil desempeño del consumo, que es el componente más grande de la economía, con más de la mitad de la demanda, y, en tercero, a la reducción de los gastos gubernamentales generales, especialmente los de inversión. Si la economía no entró en una recesión o caída más significativa ese año, que habría afectado no sólo al producto sino también al ingreso, al empleo y a las ventas al menudeo, fue porque a pesar de todo el consumo nacional se sostuvo, entre otras razones porque los salarios se recuperaron significativamente durante 2019 y porque las exportaciones mantuvieron cierto dinamismo, al menos durante una parte del año.4
Una de las decisiones notables y positivas de 2019 fue la mejora de los salarios, y no sólo de los mínimos. El salario mínimo real tuvo un aumento de casi 13%, el más elevado de las últimas cuatro décadas, tras unas alzas menores que ya se habían iniciado en 2016. Esta decisión puede ser considerada como uno de los cambios más significativos y positivos en la política económica, pues frenó la muy prolongada historia de castigos a los trabajadores asalariados de menores ingresos y tuvo repercusiones en los salarios mayores al mínimo. De hecho, el salario promedio de los asegurados del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) aumentó en poco más de 3% en términos reales en 2019 y algo parecido ocurrió con los salarios medios en general.
La crisis de 2020 probablemente cambie la expectativa de recuperación sostenida del salario mínimo para los siguientes años, pero la experiencia inicial mostró que su supuesto efecto inflacionario era una rémora intelectual. El deterioro del mínimo durante décadas fue tan profundo y prolongado que recuperarlo llevará mucho tiempo. La decisión de la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos de diciembre de 2019 se adoptó en línea con el objetivo de conseguir que, hacia mediados de la década, el mínimo alcance el nivel equivalente al costo de lo que necesitan dos personas para superar la línea de bienestar que calcula el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), criterio con el que estaban de acuerdo incluso algunos organismos empresariales. Éste es uno de los aspectos que sería muy conveniente que se incluyera en las discusiones sobre la recuperación económica y en la estrategia de más largo plazo, pues está vinculado íntimamente con la superación de la pobreza por ingresos.
Gracias a la política de recuperación, la masa salarial mejoró 6% en términos reales en el año transcurrido entre el tercer trimestre de 2018 y el tercero de 2019, y éste es uno de los elementos que mejor explica el fortalecimiento de la confianza económica de ese año, al menos la de los consumidores. El otro elemento fue la asignación directa de más transferencias monetarias a la población de ingresos más bajos, que fue percibida como una prioridad gubernamental a favor de los pobres.
El estancamiento económico de 2019 cobró cuentas sociales con el bajo crecimiento del empleo. La tasa de desempleo no aumentó, pero, si se toma en cuenta el número de asegurados en el IMSS, resulta que en 2019 sí continuaron creciendo, pero fue el menor aumento desde 2014. No es que la tasa de desempleo haya crecido mucho, pero aumentó la población en condiciones críticas de ocupación, lo que refleja mejor los problemas en el empleo. De hecho, en 2019 se creó menos de la mitad de empleos formales que en el promedio de los años 2013-2018, lo cual refleja claramente las consecuencias de la contracción productiva.
La política presupuestal del gobierno federal en 2019 y la aprobada para 2020 fueron restrictivas en general, con algunos reacomodos internos en el destino del gasto. Por un lado mejoraron las asignaciones en algunos programas bajo los nuevos criterios de asignación directa a la población beneficiada, aunque en conjunto las funciones de desarrollo social no hayan tenido un incremento efectivo como proporción del PIB. Por otro lado, se mantuvo una estrategia de reducción de la inversión pública en general y en algunos sectores, sobre todo en medio ambiente y agua, en comunicaciones y transportes, e incluso en salud y otros destinos de alta repercusión social, además de ajustar drásticamente los gastos corrientes y de operación de las actividades públicas. Sólo algunos proyectos de inversión, sobre todo en petróleo, tuvieron mejoras.
La trayectoria de contención y consolidación fiscal que se ejerció desde 2016 no cambió con el nuevo gobierno: se consolidó en el contexto de la oferta política de austeridad y combate a la corrupción, sin hacer gran distinción, con las consecuencias económicas de los ajustes presupuestales, sobre todo de la inversión pública, y del debilitamiento de los servicios y bienes públicos o de la capacidad operativa para el ejercicio de las funciones gubernamentales. Era indispensable e impostergable impedir dispendios y cualquier signo de corrupción en el quehacer gubernamental, implantar un ejercicio del gasto honesto y riguroso, y sobre todo lograr que el presupuesto favoreciera a los grupos de población de menores ingresos, pero muchas medidas se adoptaron sin estimar bien las consecuencias y en el camino se afectó a la misma población que se buscaba beneficiar. Esa línea de acción marcó también el ejercicio presupuestal de 2020, con consecuencias que más adelante se reseñan.
Es un hecho que el nuevo gobierno no intentó una política presupuestal menos restrictiva, que al tiempo de implantar nuevas prácticas de gasto favoreciera el fortalecimiento de los servicios y las funciones sociales, y sobre todo iniciara el proceso de recuperación de las inversiones públicas, sobre todo en el sur y el sureste del país. Era y sigue siendo necesaria, sobre todo ante las urgencias de recuperación, distinguir entre las prácticas anticorrupción, o la llamada austeridad republicana, y la austeridad económica. Esta última es nociva para el desarrollo social y para la salud económica general, pues deprime la demanda y sobre todo termina afectando la infraestructura y los propios servicios de educación y salud, los de abasto de agua y de calidad ambiental, los servicios de electricidad y los de vivienda, entre otros, tal y como viene ocurriendo desde hace años, sobre todo después de 2016.
Los damnificados de la consolidación fiscal han sido muchos sectores, programas y proyectos y áreas, pero la inversión pública se cuenta entre los más dañados. Sus niveles se encuentran entre los más reducidos de la historia contemporánea de México. Las inversiones privadas no han complementado a las públicas y menos las han sustituido, y en conjunto la capacidad y el potencial de crecimiento han resultado dañados a largo plazo. Esto se agravó entre 2019 y 2020. A fines de 2019 hubo algunos esfuerzos por articular un programa de inversiones públicas y privadas que alentara la recuperación económica y fortaleciera las capacidades productivas. El resultado fue insuficiente para cambiar el rumbo económico y para frenar la desaceleración y el estancamiento.
La pandemia tomó a México, en resumen, con una economía en decrecimiento, afectada por la contracción de la inversión y, ya al iniciar 2020, de casi todos los agregados económicos. A fines de 2019, las exportaciones, sostén del crecimiento en los años previos, ya también estaban declinando. No todas las actividades o ramas económicas estaban claramente en crisis, pero algunas, como la construcción, ya arrastraban varios años de declive, afectadas por el muy bajo nivel de la obra pública o por las elevadas tasas de interés. Las actividades petroleras, por su parte, también tenían ya varios años en descenso, incidiendo no sólo en las finanzas públicas y en el ingreso de divisas, sino también en la dinámica de varias entidades federativas.
En la perspectiva regional, debe recordarse que no sólo los estados con mayor actividad petrolera registraban una contracción en 2019 y en años previos, aunque en el panorama de conjunto sí destaca el hecho de que algunas de las entidades del sur y el sureste cerraron la década pasada con los peores índices de desempeño económico y, de hecho, con niveles por debajo de los registrados en 2013, exceptuando a Yucatán y Quintana Roo, por supuesto, que tienen dinámicas bien diferenciadas. La con...