Cuauhtémoc
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Cuauhtémoc

Salvador Toscano

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Cuauhtémoc

Salvador Toscano

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Salvador Toscano realizó un documentado ensayo acerca de Cuauhtémoc, quien seguramente es uno de los personajes menos conocidos de nuestra historia. La narración avanza desde su nacimiento, su educación, su ascenso al grado de tecutli, al de señor de Tlatelolco y al de undécimo señor de México, hasta el 13 de agosto de 1521 cuando vio caer la capital de su imperio.

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Información

XXVII. EL ÁGUILA MUERE EN ACALLAN[*]

FUE EL MARTES 28 de febrero de 1525[1] cuando la comitiva de Cortés y los señores indios prisioneros llegaron a Acallan. Esta provincia, a la que las crónicas indias suelen llamar también Hueymollan, se ha identificado al sur de Campeche, en la confluencia y desembocadura de los ríos de la laguna de Términos: gráficamente los aztecas la llamaban Acallan, lugar de canoas.[2]
Mapa de Tepechpan
Cortés había llegado al Tixchel de los mayas chontales al cruzar el río de San Pedro, el que se ha identificado con el de la Candelaria, en donde fue recibido de paz en Izankanak —la capital de Acallan—, colmándosele de bastimentos y servicios por el hijo del Anau o señor, un Pax Bolón Acha, por haber muerto éste hacía cuatro días.
Cortés sospechó la repentina muerte y pronto pudo confirmar, por denuncia de otro cacique maya, que se le engañaba: Pax Bolón Acha vivía, había simulado súbita muerte. Cortés volvió a verse cerrar sombríamente el horizonte a su alrededor, pues si atrás quedaban campos y ciudades quemados por las tribus en retirada ante el avance español, hoy se enfrentaba a un poderoso señor con el que el menor descuido podría serle fatal. Sus ejércitos estaban mermados: las fiebres y las disenterías habían diezmado la tropa, muchos habían muerto de hambre y otros habían desertado volviendo sobre sus pasos; el capitán español sólo encontró ante sí la densa selva tropical, gigantescos cedros rojos y ramones colosales, amates y retorcidas ceibas —el ixminché sagrado de los mayas— de bejucos colgantes y un ejército hambriento y levantisco.
Cuauhtémoc, entretanto, escuchaba y miraba silenciosamente los infortunios y la cólera de su vencedor. La existencia de una conjura jamás quedará probada plenamente, pero ante aquellos doscientos hombres atascados y perdidos en los pantanos y ríos de Acallan debió pensar el héroe de México en caerles y aniquilarlos, volviendo a levantar nuevamente una gran confederación india que arrojase de México a los extranjeros. Pero para que se realizase este plan, propio de su corazón rebelde, faltaba una conciencia política indígena. Fue así como Cuauhtémoc supo de la hiel de la traición de los suyos y la resistencia ciega de los maya chontales.
Una fuente indígena, los Anales de Tlatelolco,[3] recogió noticias de este último episodio. Los mensajeros tlatelolcas habían previamente alcanzado a los acalantlanca (chontales), advirtiendo la proximidad de los señores de México; ellos, los chontales, estaban emparentados con los nobles tolteca del centro del país[4] y no es imposible que existiesen poco antes de la llegada de los españoles guarniciones mexica entre Xicalanco y Acallan, es decir, al norte de Tabasco y sur de Campeche, en las fronteras mayas, en el país de los comerciantes que en canoas comunicaban con Yucatán. Los chontales se reconocieron súbditos de las gentes de México, de la nobleza del centro del país de Tollan: “Que venga el señor, nuestro amo y soberano. Que nos hagamos dignos de esta merced. Que nos trate a sus súbditos con clemencia. Porque si él nos impone algo, ya se encontrará de dónde tomarlo”.
El rumor de la proximidad de Cuauhtémoc había congregado a los chontales, en la puerta de entrada del país, en Tuxkahá, a dos jornadas de la capital.
Se trenzaron ramos de axóyatl, doseles de plumas lucientes de quetzal; se tendieron finas esteras de palma, se prepararon las bebidas refrescantes... Cuauhtémoc llegó a Tuxkahá, a la que los suyos llamaban Teotílac, envuelto por la majestad y prestigio de México; entonces habló a los acallantlanca con tiernas palabras de un vencido, en una arenga en la que resonó la herida de un pueblo deshecho:
“Esforzaos, nobles acallantlaca, lo más que podáis, con la ayuda de nuestros dioses. Estad contentos. No vayáis —añadió amargamente— a pueblos extraños. Sed felices aquí, para que no ocasionéis dolor a las gentes del pueblo, a los viejos, a los ancianos, a los niños que están todavía en las cunas, y a los que apenas comienzan a caminar, a los que están jugando. Tened cuidado con ellos y compadeceos de ellos. Que no se vayan a un pueblo extraño. Amadlos. No los abandonéis. Y os lo recomiendo expresamente, porque nosotros seremos enviados a Castilla. ¿Qué sé yo si regresaré o pereceré allá? Quizá no vuelva a veros. Haced todo lo que esté en vuestro poder. Amad a vuestros hijos tranquilamente y en paz. No les inflijáis ningún disgusto. Y sólo digo esto: ayudadme en alguna forma con algo para que yo pueda dar la bienvenida al gran señor que es soberano de Castilla.”
Enmudeció el joven príncipe. Su noble rostro de cobre se nubló al pensar en Castilla, pues se les había dicho que allí iban llevados con Cortés. Por Castilla abandonaba su país, su valle de lucientes lagos, los niños de Tlatelolco y México. Iba a rendir homenaje a un extraño y lejano príncipe. Pero los señores de Acallan respondieron prestamente: “¡Oh señor y amo! ¿Acaso eres tú nuestro súbdito humillándote? No te intranquilices, porque aquí está tu propiedad. He aquí tu tributo”.
Y ante los ojos del vencido soberano se extendieron ocho cestillas cargadas de oro, más joyeles de jade y de turquesa. El tributo para saciar a Cortés. Pero cuando se hubo cumplido con aquella gabela, los guerreros de México, presididos por los señores, pudieron darse a sus festividades. Ixtlilxóchitl nos ha trasmitido la fecha: un martes de carnaval en el que, parte por imitación de los cristianos y parte, quizá, por coincidir con ceremonias pasadas, la tropa indígena danzó y cantó.[5] Un murmullo de cánticos invadió la selva, mientras los danzantes entonaban los implorantes cantares acompañados de los atambores de piel (huéhuetl), los tambores de madera (teponaztles), las bocinas de caracol, las flautas y los percutores de hueso. Aún al ponerse el sol se cantaba y danzaba porque, además, a la tropa india la excitaba una noticia que allí corrió: que en Acallan terminaría el viaje del capitán Cortés. Quizá entonces entonaron y bailaron el cantar del Retorno de los guerreros:
Perdida entre nenúfares de esmeralda la ciudad,
perdura bajo la irradiación de un verde sol México:
al retornar al hogar los príncipes,
niebla florida se tiende sobre ellos
.
Como que es tu casa, Dador de la Vida;
como que en ella imperas tú, nuestro padre:
en Anáhuac vino a oírse el canto en tu honor
y sobre él se derrama
.
Donde estuvieron los blancos sauces
y las blancas juncias permanece México
,
y Tú, cual azul garza, andas volando sobre él.
Bellamente abres las alas y la cola
para reinar sobre tus vasallos y el país entero
...
Entre abanicos de plumas de quetzal
fue el retorno a la ciudad:
quedaba suspirando de tristeza
la ciudad de Tenochtitlán,
como lo quería el dios
.
Pero “cuando el sol se iba a poner” —irónicamente en el sol del crepúsculo que significa el nombre de Cuauhtémoc—,[6] la sórdida tragedia llegó. Un traidor de origen otomí a lo que parece, al que por su lugar de nacimiento se le suele llamar Mexicalcíncatl, fue el denunciante: un enano, el Coztemexi Cozcóltic, llamado por los españoles Cristóbal. Bernal Díaz señala dos denunciantes más: Tapia, es decir, el Motelchiutzin, antiguo Calpixque (recaudador) de origen innoble, y Juan Velázquez, el Tlacotzin cihuacóatl de Tenochtitlán, cuya probanza no fue seguramente desinteresada porque a este último inmediatamente lo elevó Cortés, allá en Acallan, a señor de México, y a la muerte de éste en Nochistlán al retornar a México, le concedió de gobernador indio de México el Motelchiutch.[7] Pero hubo alguien más que participó en forma decisiva en esta tragedia: Malintzin; su siniestra actuación, que se iniciara con la denuncia de Cholula, allá donde la matanza inicial, se acrecentaría ahora en las tierras chontales en donde ella viviera su juventud en destierro, como si al participar en la condena del príncipe mexicano, cobrara desquite de su salida del área mexicana, hacia Ostuta, y su esclavitud en tierras tabasqueñas. Años más tarde un nieto de doña Marina había de reclamar como singular mérito ante la corona española, haber sido su antepasado la denunciante.[8]
Fue así como, según los Anales de Tlatelolco, el Coztemexi Cozcóltic llegó lamentándose a doña Marina:
“Vente, hija Malintzin, porque veo que Cuauhtemoctzin aparece completamente encantado con la revista. Míralo. Así pereceremos aquí nosotros y el capitán, don Hernando.”
Todavía añadió más, señalando a la muchedumbre de guerreros danzantes: “Es verdad absolutamente lo que digo, porque los hemos [a los príncipes] oído consultarse en la noche. Dijeron que iban a quitarnos a los extranjeros, a los otomí...” Según la fuente indígena citada, que niega la conspiración, el denunciante quedó segregado de la tribu y se le llamó para siempre mentiroso. Pero Malinche corrió a informar a Cortés: los nobles príncipes de México, Texcoco y Tacuba conspiraban contra los españoles, calculaban el tiempo necesario para aniquilarlos, para caer sobre ellos y asaltarlos...
Todas las fuentes históricas recuerdan el nombre del denunciante, el mexicalcinca Coztemexi: —Cortés, Ixtlilxóchitl, Chimalpahin, Anales de Tlatelolco, etc.—; pero en tanto que las fuentes indígenas mexica (Anales de Tlatelolco) y tezcocana (Ixtlilxóchitl) niegan la existencia de una conspiración, el testimonio español (Cortés y Bernal Díaz) la aceptan como plenamente probada. Un tercer testimonio, ajeno a conquistadores y vencidos, el de los maya chontales de Acallan, ha venido a sumarse a las pruebas de la existencia de pláticas de los príncipes mexicanos destinadas a destruir el poderío español, quebrantándola en su jefe militar Cortés y en aquella escasa tropa exhausta y desmoralizada. Según el manuscrito chontal, cuyo original perdido se conoce por un traslado utilizado como probanza de méritos al principiar el siglo siguiente por uno de los descendientes mestizos del cacique de los chontales o acalantlanca, el Ahau o señor Pax Bolón Acha.[9]
Estas palabras de Cuauhtémoc dirigidas al señor chontal de Izankanak, Pax Bolón, allá en Tuzkahá, fueron recogidas por la versión maya:
“Señor rey [Ahau], estos españoles vendrá tiempo que nos den mucho trabajo y nos hagan mucho mal y que matarán a nuestros pueblos. Yo soy de parecer que los matemos, que yo traigo mucha gente y vosotros sois muchos.”
Pero Pax Bolón evadió aquella proposición contestando a Cuauhtémoc: “Veréme en ello, dejadlo ahora, que trataremos de ello”. El Ahau de Izankanak era un corazón vacilante, cobarde; primero había rehuido presentarse a Cortés, había simulado haber muerto unos días antes; pero informado Cortés por otro cacique maya, requirió al hijo de Pax Bolón para que le llevara a éste. El documento chontal, por supuesto, calla esta simulación y presenta a Pax Bolón aceptando el veredicto de la tribu que le ordenaba no presentarse a los blancos. Finalmente, llegó con su séquito ante el conquistador de los Culúa o mexicanos y se dio de paz.
Añade el texto maya que importunado Pax Bolón por Cuauhtémoc y considerando aquél que los cristianos no hacían daño a los suyos, sino los requerían sólo de pavos y de maíz, se acercó a Hernán Cortés —lógicamente a su intérprete maya, Malintzin— y denunció los propósitos del señor de México.
Fue así como se fue desenvolviendo el dramático epílogo. Quienes son gratos a la memoria de Cortés han afirmado la existencia de la conjura, pero quienes le son adversos la han negado sólo para arrojar una mancha más al conquistador. Pero sobre estas consideraciones se impone una reflexión más severa: Cortés se encuentra en aquel invierno con un ejército mermado, sin disciplina y famélico; ante sus ojos se extienden sólo ciénagas, ríos y una cortina inmensa tendida por la selva; los indígenas llevan la peor parte y el hambre ha dado origen a un acto de antropofagia; sobre sus espaldas llevan el peso de la carga de la tropa española y sus manos son las que han atado con bejucos los troncos de los cedros para tender puentes. Cortés necesita realizar un acto de severidad extrema que sea una advertencia a la hostil tribu maya chontal y la represión más cruel de la sorda rebeldía del ejército de México. La medida sería extrema y Bernal Díaz, que consideró injusta la condena, nos ha dicho: “pareció mal a todos los que íbamos”.
Por otra parte, a Cuauhtémoc no podían escapar las condiciones de la tropa española; antes ha visto los sufrimientos de la tribu, los vive día a día; él mismo ha sentido las penalidades de la marcha en la selva; un ligero esfuerzo y la ayuda de los chontales acabarían con los extranjeros. Su carácter “bullicioso”, como dice Cortés,[10] lo empuja a ello; es más, la única voz con conciencia política, por eso busca una confederación con los mayas de Acallan; más ahora que ya no sólo poseen sus viejas armas, sino portan lanzas y espadas de metal.
Ixtlilxóchitl,[11] que en esta parte sigue noveladamente una primitiva relación texcocana de un Axayácatl acompañante de la tropa de Hibueras, nos presenta como origen de la conjura —que niega— una plática en broma de los tres señores de la Triple Alianza: se discutía el destino de las tierras que iban supuestamente a conquistar más allá de Acallan; el señor de Texcoco, Coanacochtzin, las reclamaba de conformidad con los términos de la Alianza y linaje de los acolhua; Tetlepanquetzaltzin, rey de Tacuba, las pedía porque siendo su ciudad siempre la postrera, debería ser ahora la primera; pero Cuauhtémoc, irónicamente, las reclamaba para México ahora que, “ayudado por los hijos del sol, por lo mucho que me quieren a mí...” Y añade Ixtlilxóchitl que el capitán mexica Temilotzin habló entonces largamente recomendando conformidad y expresando su sumisión a la nueva religión. Todos los señores se enternecieron con la elocuencia del capitán Temilotzin. Este Temilotzin habría de terminar poco tiempo después, quizá en el golfo de Honduras, cuando Cortés se disponía a retornar a Veracruz; Temilotzin se había escondido bajo los tablones del navío, porque se les había dicho que iban a Castilla y atemorizado se rehusaba; pero descubierto por los españoles y llevado a ...

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