
- 181 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
El escritor y crítico argentino Noé Jitrik nos presenta al evaluador: el profesor Segismundo Gutiérrez, un hombre de rutinas. Todo cambió cuando el profesor recibió una carta del mismísimo presidente de la República: se le anunciaba su incorporación al flamante Centro Nacional Único de Evaluación: nunca se imaginó que formaría parte de una burocracia tan extravagante.
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Información
Categoría
LiteratureCategoría
North American Literary CriticismIX. El tiempo gira en redondo
PARA 425 LAS COSAS no se presentaban bien; tampoco, sin duda, para los demás evaluadores, lo que es fácil de comprender por simple inferencia, si a uno le va mal es difícil que a otros les vaya bien en las mismas y penosas circunstancias y perteneciendo todos a una misma corporación. Por empezar: ¿seguirían siendo evaluadores a esta altura de las cosas? Todos, quien más quien menos, miraban asombrados el lugar en el que estaban las respectivas camas, con sus números por arriba, clavados o pegados en las paredes envejecidas y quebradizas, colocados en lugar de los crucifijos o las imágenes que se suelen poner en hoteles y hospitales a falta de otra cosa mejor, una reproducción, un paisaje, un objeto artesanal, la cual elección siempre supone un estilo, por más humilde que sea, a veces pretencioso como puede observarse en cualquiera de esos lugares: esa visión de las paredes debía estarles provocando, previsiblemente, una fuerte crisis de identidad, tal como ocurre cuando a personas habituadas a vivir en lugares adecuados a sus antecedentes, su posición social y rango intelectual, se las lleva, sin su aquiescencia o aun con ella, a espacios preparados para otras y muy diferentes situaciones sociales y categorías intelectuales, un hospital, por ejemplo, o una cárcel o un asilo. Bajando la vista, no se registraba ninguna mejoría: no es que el piso –de cemento desnivelado y con innumerables agujeros y rajaduras–, o las ventanas y las puertas –desajustadas y torcidas– estuvieran en mejores condiciones, tampoco las camas daban lugar a ninguna reacción positiva. Jergones más bien se diría, en los que colchones sin sábanas, destripados, apenas cubrían elásticos de alambre, muy diferentes, por cierto, esas camas no sólo a las de sus ya remotas casas sino incluso a las del Centro Nacional Único de Evaluación que otros, no 425 por el momento, recordarían todavía con vehemente nostalgia. A algunos de ellos, no aturdidos del todo por la brutalidad del cambio, la nueva situación debía parecerles un inesperado ingreso en la realidad misma, de la que habían sido preservados durante todas sus laboriosas existencias, aunque hablaran de la realidad sin cesar en las ocasiones en que tenían que explicar el sentido de lo que hacían, entendiendo, como ocurre con intelectuales que detestan sentirse separados de ella, que eso que se conoce como realidad tiene el ingrato e incomprensible aspecto que tomaba en esa enorme y desolada sala, más bien un depósito de almas muertas que un lugar en el que se pudiera concebir alguna esperanza por no decir alguna gratificación.
425 había dejado de pensar en choques y contrastes: parecía más atónito que aterrado si se lo observaba desde el exterior, cosa que nadie pensaría hacer porque a todos los demás, metidos en sus propios y espasmódicos procesos de intelección, lo último que se les habría podido ocurrir era mirar a sus vecinos y antiguos compañeros de labores y atender a sus padecimientos o llenar sus blancos de memoria. Así, en solipsista reclusión, 425 miraba fijamente hacia adelante y cuando alguien, con voz temblorosa pero con una memoria superior a la suya, se le acercaba y le decía "profesor", un gesto o una mueca dolorosa de su parte era toda su respuesta, la indicación de una gran lucha interior, como si quisiera salir de un sueño sin poder hacerlo; se podía casi ver su esfuerzo pero, al mismo tiempo, derrotado, eludía la apelación, daba la espalda a quien lo interpelaba, de nuevo se ensimismaba y, de última, se tiraba en esa cama derruida mirando hacia el techo, como si quisiera descubrir en las manchas que lo recorrían algo interesante, lo que en otras ocasiones él mismo hubiera llamado un "detalle", fruto de una observación que siempre desencadenaba una reflexión o una explicación, un avance metafórico que lo excitaba y, por lo general lo alegraba. Ahora no existía detalle, era pura fijación, los ojos no estaban dispuestos a ser el vehículo de su inteligencia, el sentido estaba detenido, como frente a una barrera, en un techo averiado por décadas de descuido y de malestar.
A causa de ese estado, que puede ser calificado, aunque temporariamente, como catatónico, 425 no hacía caso, pero no por indiferencia, de sus vecinos de la misma fila de camas, 424 y 426, que, al contrario que él, ni se acostaban ni se callaban aunque estaban en sus camas; es más, hablaban entre ellos por encima de 425 que, por eso, se había convertido en una zona de cruce de ondas sonoras, fuertes e irritadas. "¿Qué hacemos aquí?”, decía 424. "¡Cállese!'', le respondía con violencia 426. Pero 424 no cedía: "A mí me convocó el presidente, me llamó per-so-nal-men-te para evaluar, no para estar en este agujero infecto, la ciencia lo necesita me dijo, por sus altos valores me dijo” "¡Qué me importa! –gritó 426–. También a mí me llamó y aquí estoy: ¿no se dio cuenta de que hubo una inundación?” "Quiero ir al baño”, dijo 423 y, de inmediato, se levantó un clamor, todos empezaron a gritar: "Quiero ir al baño”. 425 también, como si por ese reclamo hubiera salido del sopor, lo cual probaría que no se trataba de catatonia sino de agotamiento físico y mental, y hubiera vuelto a conectarse con el grupo del que, minutos antes, se había sentido tan separado sin siquiera saber que lo estaba. Quizás no lo estaba tanto o bien subsistían en él reflejos vinculados a una existencia anterior y remota y que, aunque disipada, sin duda había dejado huellas en algún lugar de lo que en las actuales condiciones no se habría animado a llamar inconsciente. Su vida previa a lo que estaba viviendo en un terrible y abominable presente regresaba pero no plenamente sino por jirones, pedazos de recuerdos, nociones imprecisas y fragmentarias pugnaban por oponerse al olvido que había comenzado en el momento mismo en el que le otorgaron un número quitándole nada menos que el nombre, eso que tanto cuesta mantener y honrar.
El clamor se hizo muy fuerte, "quiero ir al baño” parecía ser un factor de reconocimiento recíproco y de unión. De hecho, todos se habían puesto de pie, junto a las camas, agarrando cada uno lo que había traído consigo durante el éxodo y, cada uno a su manera, lo blandía, como si hubiera alguna relación entre la necesidad que los movía a gritar por el baño y las cosas que habían rescatado cuando se vieron obligados a abandonar sus habitaciones a causa del meteoro. También 425, salido ya de su somnolencia, lo hacía con el portafolios que contenía papeles que trataban de algo acaso significativo pero que ahora sería, el portafolios, sólo útil para acompañar ese potente reclamo colectivo, no para seguir adelante en el establecimiento de la fugitiva figura del autor de la Breve descripción de paisajes y costumbres de los naturales de la región pampeana. "Salgamos”, gritó 413 y corrió hacia la puerta de entrada; algunos, el 426, el 475, el 415, lo siguieron pero otros, como el 424, el 437 y el 452 exclamaron "yo no voy”, grandes manchas húmedas en sus ropas denunciaban que no tenían necesidad de hacerlo, la relación entre una necesidad y la posibilidad de satisfacerla mediante un pedido o un desplazamiento hacia una previsible instalación se había relajado de tal manera que ya no cabía ninguna iniciativa, de esas que antes de llegar normal y socialmente a ese sitio ni siquiera dan lugar a una declaración: muy poca gente grita "quiero ir al baño” cuando nada le impide ir.
El grupito formado en torno al 413, convertido en su cabecilla sólo porque había hablado primero, llegó hasta la puerta gritando cada vez con mayor brío, muy envalentonado, pero se detuvo en seco cuando, en ese mismo momento, la puerta se abrió ganándoles de mano e impidiendo que los más avanzados la abrieran; hubo un instante de expectación que hizo cesar la gritería y dio lugar a un ronroneo de inquietud: del otro lado, dos personas vagamente conocidas, tal vez quienes habían sido el doctor Saturnino Fleischmann y la doctora Aurelia Vélez, trataban de hacer ingresar a la sala una mesita rodante llena de carpetas, debían ser expedientes. "Señores evaluadores”, dijo el doctor con voz potente y todos, aunque no había dicho "señores números”, se pusieron alertas, la apelación, porque lo era, en algo los tocaba, el 425 supo, entonces, quién era o quién había sido aunque todavía su saber era muy fragmentario. "Tenemos varios asuntos pendientes de resolución y los plazos están a punto de vencerse. Les vamos a entregar los expedientes respectivos para que emitan el dictamen correspondiente. No necesito decirles qué importante es que los examinen y fundamenten de la manera más expedita posible la resolución.” El 425 salió definitivamente de la oscuridad en la que había estado envuelto: "¿Cómo es posible que en estas condiciones se pueda trabajar?”, gritó ya recuperada su lucidez y otros le hicieron coro, pero también el doctor Fleischmann y la doctora Vélez dijeron a dúo: "¿Cómo es posible?” aunque en la voz de ellos había una inflexión de burla, como cuando un niño protesta y sus mayores imitan su reclamo con la intención de neutralizar su queja pero de hecho creando un motivo más para ella.
"¿Qué casos tengo que ver?”, dijo, vencido, el 413, pese a que había encabezado la revuelta; parecía haber olvidado la urgencia por ir al baño, la suya y la de todos sus seguidores que, de inmediato, reclamaron los "casos” que querían considerar. El 425 reconoció, entonces, en el número 423 al profesor Hermógenes Goldstein y al recordar su nombre experimentó una gran conmoción, se le produjo una súbita revelación: si el 423 era, como en efecto era, el profesor Goldstein, él, el 425, bien podía ser el profesor Segismundo Gutiérrez –no sólo el nombre le regresó plenamente sino también otros como, en particular, el de Eugenia Fioravanti, cuya imagen sintió como una herida–, lo cual implicaba no sólo una recuperación de una identidad que había corrido un serio riesgo sino la posibilidad de restablecer una asociación que había tenido alguna fortuna en un pasado cuya cercanía no resultaba fácil establecer ni las condiciones eran propicias para hacerlo, de modo que, al menos, tal asociación podría traducirse ahora en cierta complicidad afectuosa como la que se había dado en otros momentos. Faltaría, tan sólo, para reconstituir un trío crítico, la profesora Arminda Guerra, seguramente alojada en el mismo edificio bajo un número tan impersonal e indiscernible como el que les había tocado en suerte a uno y a otro.
Casi en seguida, los expedientes fueron distribuidos siguiendo siempre el errático criterio alfabético inicial, tan caprichoso como cualquier otro basado en una circunstancia aleatoria semejante a la alfabética, tal como podría ser el signo astrológico o el tamaño del calzado, y de parecida coherencia, y empezaron a ser examinados por los evaluadores, sobre las rodillas, sentados en las camas, haciendo equilibrio pero con el mismo celo y rigor con el que otrora habían hecho evaluaciones en escenarios muy diferentes. ¿Recordarían esos escenarios y las voluptuosas sensaciones de poder que a veces habían experimentado en ellos? Se diría, más bien, que los movía tan sólo una suerte de reflejo condicionado, según el cual bastaba ponerles ante los ojos un expediente para que entrara a funcionar, como si fuera un instinto, una voluntad de evaluación. Los secretarios les fueron dando lápices y papel para escribir sus observaciones junto con los paquetes de documentos; no les entregaban los que se habían mojado, dijo el doctor Fleischmann, evocando sin duda la gran inundación que había afectado los archivos del Centro Nacional Único de Evaluación: "Esperaremos a que se sequen; si eso no ocurre y la humedad inutiliza los papeles las autoridades tendrán que destruir esos legajos por malsanos con el evidente perjuicio que tal medida podría ocasionar a los investigadores que los habían presentado”. Explicativa, la doctora Aurelia Vélez añadió que respecto de esos casos habría que esperar para identificar a los interesados y luego completar los trámites, siempre que el daño no hubiera sido total; si eso llegara a ocurrir, lamentablemente nada podría hacerse salvo esperar el reclamo de los perjudicados que deberían reconstruir ellos mismos, se supone que tienen copia de sus historiales, sus expedientes.
"¿Ustedes no pueden saber ahora cuáles son esos casos?”, preguntó con toda cortesía el 427, ex y ahora otra vez profesor Benito Galeana. El doctor Fleischmann se apresuró a responder: "El Centro Nacional Único no está cubierto contra desastres naturales, no se puede responder por todo.” "O sea que no hay seguros contra pérdidas. Y nosotros, ¿estamos asegurados?”, agregó el profesor Galeana con voz muy suave, como si tuviera una curiosidad, no como si estuviera poniendo el dedo en la llaga.
"¿Qué demonios es esto?”, gritó el 425, ex o de nuevo profesor Gutiérrez, interrumpiendo la divagación del profesor Galeana, cuya consagración a los cuerpos que vagan sin control por el universo lo eximía de exigencias dialécticas como las que podía exhibir el profesor García. "Esta investigación del licenciado en economía, Onésimo Garramuño, es increíble: La vida prosódica de Fray Filiberto de la Gracia de Dios, una existencia ejemplar entre los naturales de la Nueva Galicia,. No puedo creer que semejante tema deba ocupar nuestro tiempo.” "Le quiero llamar la atención, profesor, sobre el puntito de color que indica aprobación previa”, dijo el doctor Fleischmann. El profesor Gutiérrez se exaltó e, irritado por la respuesta, tiró el expediente al piso, se puso a gritar y lo mismo hicieron sus colegas cuyos temas de evaluación eran de parecido tenor, todos con el miserable puntito azul que hacía inútil su ponderación y su esfuerzo; la protesta se convirtió en furia, la exaltación era tan grande y tan estrepitosa la violencia que de pronto la sala se convirtió en un pandemónium, los papeles empezaron a volar, las camas crujían, los evaluadores blandían con una mano los lápices, a falta de otras armas, mientras con la otra retenían los holgados pantalones que tendían a caerse a causa de los bruscos movimientos corporales que hacían. "¡Qué vergüenza!”, dijo el doctor Fleischmann, cuando los evaluadores se calmaron un poco y se cansaron de gritar. "¡Comportarse de ese modo los señores evaluadores!” "¿Evaluadores? ¿Qué es eso?”, dijeron al unísono varios de los así designados, entre ellos el que había sido primero el profesor Segismundo Gutiérrez, luego el 425, otra vez Gutiérrez hasta el momento en que empezó a tirar los expedientes y a patear los que estaban en el suelo con un fervor de frenético, imitado por el resto, para devenir, nuevamente, 425, tan anónimo como puede ser un número aplicado a una persona y, al mismo tiempo, sabiendo ya que era el profesor Gutiérrez, así como quienes gritaban con él eran sus colegas en otra época respetados, aunque siempre lejanos. No obstante ese ir y venir del nombre al número y del número al nombre, en ese preciso punto, de los dignos evaluadores que habían llegado poco tiempo antes a un lugar en el que trabajarían con más calma y sistema no quedaba nada, ahora era un conjunto de seres que vociferaba y que si no se precipitaba sobre el doctor Fleischmann y la doctora Vélez era porque el acceso de salvajismo, que negaba todo su pasado parsimonioso y considerado, al tiempo que los llevaba a pisotear la preciosa materia que antes tanto apreciaban, los hacía tener cuidado con esos que tenían enfrente, pero no porque juzgaran que también ellos podían ser víctimas de un sistema sino porque les tenían miedo, algo indefinible se albergaba en el cumplimiento de sus funciones y se irradiaba como un escudo, lo que además, en esas circunstancias, en ese lugar, junto a esos jergones miserables, parecía un absurdo total. La palabra "absurdo”, sin embargo, no fue pronunciada por ninguno de quienes eran sus protagonistas, a punto de renunciar no sólo a ésa sino a toda palabra: fue la doctora Vélez quien la emitió, pero entre dientes, palidísima, como temiendo emitir un juicio que podía valerle posteriormente alguna sanción o que podría tener consecuencias para ella.
El doctor Fleischmann, arrinconado contra la puerta de entrada pero sin poder abrirla porque estaba cerrada por el otro lado, murmuró: "Esto es insólito; que los señores evaluadores hagan esta escena, que no beneficia a nadie, pocos minutos antes de la visita del señor presidente!” "¡Cómo! –exclamó el 427, ex y ahora de nuevo el profesor Epigmenio García–, yo ignoraba que el señor presidente nos visitaría”, con un tono que presuponía que él debía haber sido puesto al tanto de tan importante acontecimiento antes del anuncio que, por otra parte, tampoco fue anuncio ni aviso sino sólo una frase dicha al pasar. El 423, ex o ahora profesor Hermógenes Goldstein, imitó su tono ofendido y se puso a bailotear muy cerca de él canturreando "no me avisó, no me avisó”. "¿Se puede saber para qué viene aquí el señor presidente?”, dijo el 475, ex o ahora profesor Jesús Palomares; el profesor Gutiérrez dijo entre dientes: "No será por amor a la ciencia”, comentario que, como todos los que había hecho y hacía, no le gustó al profesor Epigmenio García, quien dijo, acalorado, olvidando por un momento que se había ofendido por no haber sido informado de la visita: "No creo que su sarcasmo sea del agrado del señor presidente”. "Perdóneme, profesor García, pero con todo lo que pasó en el Centro me siento un tanto desubicado y sé que usted tiene acceso a la información correcta. Dígame: ¿el presidente sigue siendo el mismo? ¿Es el que se llama Apolodoro Ibarlucía Basaldúa? ¿No lo cambiaron todavía?” El profesor García lo miró desdeñosamente, pero la pregunta, que también era sarcástica aunque dicha con tono casi afectuoso, le sirvió al profesor Gutiérrez en su proceso de recuperación de la memoria: nomás decirlo y recordar que ese presidente estaba interesado en el personaje sobre el que había recopilado cierta cantidad de información fugitiva, el impreciso Gumersindo Basaldúa, fue todo uno, así como el acto de tomar conciencia de que en el portafolios que había quedado en su cama, la 425 –eso no lo olvidaba– estaba una apreciable cantidad de documentos que, aunque algunos eran inciertos y otros habían sido refutados, después de todo constituían su trabajo, aquello que era el máximo interés de su vida. El profesor Porrúa, que estaba junto a él, le dijo en tono confidencial: "No diga nada sobre el presidente, lo podrían tomar a mal” "No tema, no voy a iniciar una revolución, sólo míreme. Pero además, ¡qué importa! De todos modos de aquí no salimos vivos.” "¿Por qué piensa que al presidente no le importa la ciencia?” "Por dos razones, una de orden general, otra de orden personal. La primera es evidente: ese señor es un dictador, se le ocurrió vaya a saber por qué que había que mejorar la evaluación y fíjese dónde estamos; la segunda me concierne: creo que trata de evitar que yo pueda seguir investigando sobre un personaje que estoy empezando a creer que él quiere hacer olvidar.” El profesor Cristóbal del Carmen Porrúa lo miró de una manera especial: olía la paranoia. "Yo sé por qué viene a visitar este lugar”, dijo. "¿No era que venía a vernos a nosotros?” "Somos el pretexto: viene a ver a su hijo que está internado en este sitio”. El profesor Gutiérrez se sorprendió: "¿Tiene un hijo evaluador?” "¡Qué va! –respondió el profesor Porrúa–, tiene un hijo loco y lo depositó aquí.”
El profesor Gutiérrez no se esperaba eso pero saberlo no lo alegró; fácil era conjeturar que lo que el presidente había hecho con su hijo lo estaba haciendo con ellos pero no se animó a dar forma...
Índice
- Portada
- I. Los anuncios
- II. El castillo
- III. El Centro Único
- IV. Cada vez menos
- V. La ciencia puesta a prueba
- VI. Dos jardines diferentes
- VII. El presidente
- VIII. El regreso de las aguas
- IX. El tiempo gira en redondo