Hablar al aire
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Hablar al aire

Una historia de la idea de comunicación

John Durham Peters, José María Ímaz

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Una historia de la idea de comunicación

John Durham Peters, José María Ímaz

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Información del libro

Hablar al aire del comunicólogo John Durham Peters es una obra- traducida por primera vez al español gracias a José María Ímaz- que se enfoca en el tema de la comunicación como percepción misma. Se analiza, sobre todo, el auge que tuvo ésta junto con los medios informativos del siglo XIX y mediados del XX. Cabe señalar que no es un libro que se dirija al estudio de un idioma o lenguaje en específico, sino que se refiere al problema, en general, de la comunicación entre los hombres del mundo moderno. El autor aborda el tema desde su historicidad remontándose a sus orígenes en la cultura griega y la religión cristiana. Luego, considera algunos de los fundamentos de diversas corrientes filosóficas alemanas del XIX para, finalmente, aterrizar su investigación en los resultados que dichos antecedentes conforman, en la modernidad, las nociones de lo que es comunicable y de lo que no.

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Información

Año
2017
ISBN
9786071649102
Categoría
Social Sciences
Categoría
Media Studies

1. DIÁLOGO Y DISEMINACIÓN

EN ALGUNOS sectores, el diálogo ha alcanzado una especie de estatus sagrado; se le considera como la cumbre del encuentro humano, la esencia de la educación liberal y el medio de la democracia participativa. En virtud de su reciprocidad e interacción, el diálogo se considera superior a los comunicados de una sola vía en los medios masivos y la cultura de masas. En 1956, el psiquiatra Joost Meerloo expresó contra la televisión una queja que, como plaga de langostas, vuelve periódicamente contra todos los medios nuevos: “La vista desde la pantalla no permite la libertad que hace emerger la mutualidad de la comunicación y la discusión. La conversación es el arte perdido”.1 Asimismo, Leo Lowenthal decía sobre los medios: “La verdadera comunicación implica una comunión, una puesta en común de la experiencia interna. La deshumanización de la comunicación es el resultado de su anexión por los medios de comunicación de la cultura moderna: por los periódicos primero y luego por la radio y la televisión”.2 Los medios, por supuesto, han servido por mucho tiempo como chivos expiatorios de las ansiedades, muchas de ellas legítimas, acerca del poder sin responsabilidad o la degradación cultural. La crítica a los medios por perpetuar las desigualdades estructurales y la chabacanería espiritual es, a la vez, perfectamente justa y urgentemente necesaria. Pero esa crítica no debería pasar por alto las desigualdades que existen fuera de los medios ni el mal gusto que llena nuestros corazones de forma espontánea.
Culpar a los medios de comunicación por distorsionar el diálogo es un mal empleo de las pasiones. En primer lugar, la crítica a los medios tiene peces más gordos que pescar: la concentración de la economía política y la inclinación innata de los apetitos humanos hacia la perversidad. En segundo lugar, los medios de comunicación pueden sostener diversas disposiciones formales; es un error equiparar las tecnologías con sus aplicaciones sociales. Por ejemplo, “transmitir” (diseminar de forma unidireccional a un público que no puede retransmitir) no es inherente a la tecnología de la radio; fue un logro social complejo (véase el capítulo 5). La falta de diálogo debe menos a las tecnologías de transmisión que a los intereses que se benefician de constituir audiencias en calidad de observadores en lugar de participantes. En tercer lugar, y lo más importante, el diálogo puede ser tiránico y la diseminación puede ser justa, como explicaré en este capítulo. La distorsión del diálogo no sólo es una forma de abuso, sino también una característica distintiva de la civilización, para bien y para mal. Las distorsiones del diálogo hacen posible la comunicación a través de la cultura, a través del espacio y el tiempo, con los muertos, los distantes y los extraños.
El arduo estándar del diálogo, especialmente si significa actos recíprocos de habla entre quienes se comunican en vivo y están presentes ante sí de alguna manera, puede estigmatizar muchas de las cosas que hacemos con las palabras. Buena parte de la cultura no es necesariamente diádica, recíproca o interactiva. El diálogo es sólo un guión de comunicación entre muchos. El lamento sobre el final de la conversación y el llamado al diálogo renovado, por igual, pasan por alto las virtudes inherentes a las formas no recíprocas de la acción y la cultura. La vida con los demás es a menudo una actuación ritual parecida a un diálogo. El diálogo es un mal modelo para la variedad de encogimientos de hombros, gruñidos y gemidos que las personas emiten (entre otros signos y gestos) en entornos cara a cara; es un modelo normativo aún peor para los extendidos, incluso distendidos, tipos de conversación y discurso necesarios en una democracia a gran escala. Gran parte de la cultura consiste en signos de dispersión general, y la comunicación afortunada —en el sentido de crear una comunidad justa entre dos o más criaturas— depende más de la imaginación, la libertad y la solidaridad entre los participantes que de tener el mismo tiempo en la conversación. El diálogo, sin duda, es una parte preciosa de nuestro kit de herramientas como animales parlantes, pero no debería elevársele al estatus de único o supremo.
En lugar de estudiar a los “dialogólogos” contemporáneos (un término que rima con teólogos) y sus raíces intelectuales —los diversos liberales, comunitarios, deweyanos, habermasianos, demócratas radicales, además de los ocasionales posmodernos y feministas (categorías que no necesariamente se excluyen) quienes prescriben la conversación para nuestros males políticos y culturales—, la idea de este capítulo es esbozar un horizonte de profundidad en el cual disponer las controversias contemporáneas. Al organizar un debate entre el mayor defensor del diálogo, Sócrates, y la voz más perdurable de la diseminación, Jesús, mi objetivo es volver a descubrir tanto las sutilezas que pueden encontrarse en el diálogo como la bienaventuranza de las formas no dialógicas, incluida la diseminación. Rehabilitar la diseminación no pretende ser una apología de los mandatarios y burócratas que emiten edictos sin deliberación ni consulta: es ir más allá de la celebración, a menudo acrítica, del diálogo, a fin de indagar de forma más minuciosa qué tipos de formas comunicativas se adaptan mejor a un sistema de gobierno democrático y a una vida ética.
Sócrates y Jesús son las figuras centrales en la vida moral del mundo occidental. Sus puntos de contacto, así como sus diferencias, se han debatido durante mucho tiempo. Ambos eran irónicos o re-interrogadores; mártires cuyo reino no era de este mundo; maestros de los que no poseemos una sola palabra que no haya sido refractada por los intereses de sus discípulos y, en consecuencia, personalidades cuya realidad histórica ha suscitado un enorme desconcierto e interés. Ambos enseñaron sobre el amor y la dispersión de semillas, pero de manera diferente: “Sócrates”, en el Fedro de Platón, ofrece un horizonte del pensar acerca de la actividad discursiva humana desde entonces: la vida erótica del diálogo. Las parábolas atribuidas a “Jesús” en los Evangelios sinópticos proporcionan una versión contraria: diseminación invariante y abierta, dirigida a quien corresponda. Estas dos concepciones de la comunicación —el diálogo fuertemente conectado y la diseminación con un vínculo flexible— continúan hoy en día. El Fedro exige un amor íntimo que une al amante con el amado en un flujo recíproco; la parábola del sembrador reclama un amor difuso que es igualmente deseable para todos. Para Sócrates, el diálogo entre el filósofo y el alumno debe ser uno a uno, interactivo y vivo, único y no reproducible. En los Evangelios sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas (retomo a Juan más adelante), el Verbo se dispersa de manera uniforme, dirigido a nadie en particular y abierto en su destino. Sócrates ve la escritura como un problema de entrega y cultivo: su visión está orientada al remitente. La cuestión, para él, es el cuidado de las semillas y su desarrollo adecuado, no lo que el destinatario pudiera añadir al proceso. Jesús, en cambio, ofrece un modelo orientado al receptor, en el cual el emisor no tiene control sobre la cosecha. Sostengo que la sensación generalizada de desconcierto en la comunicación durante el siglo XX encuentra un oasis en el privilegio socrático de la conexión alma-alma, así como un antídoto del mismo tipo en la holgura necesaria en cualquier conexión comunicativa, presente en Jesús.
Mi objetivo aquí es contrastar dos Grundbegriffe3 en la teoría de la comunicación: el diálogo y la diseminación, ya que han tomado una forma históricamente eficaz en el pensamiento europeo. No me enfoco en el Sócrates o el Jesús históricos, sino más bien en la vida póstuma de estos personajes en los correspondientes textos escritos por sus discípulos canónicos: Platón y los evangelistas sinópticos. Platón pudo haber inventado buena parte de Sócrates según se le conoce en la actualidad, y la originalidad doctrinal de Jesús Nazareno puede desvanecerse una vez colocada en el contexto de la naciente cultura rabínica del siglo primero; pero mi enfoque es la sombra intelectual y moral que esos personajes proyectaron, no un recuento exacto de su historia. En la fusión de horizontes que espero orquestar, el punto no es arrojar luz sobre Platón o los Evangelios, sino permitirles que nos enseñen, dadas su distancia y familiaridad. Así, podemos descubrir lo que podría ser si tomáramos en serio la teoría de la comunicación como un campo abierto a la reflexión.

DIÁLOGO Y EROS EN EL FEDRO

Designar a Platón como fuente de una teoría de la comunicación podría parecer simplemente el acto de sujetarse a un linaje noble, si acaso el Fedro no fuera tan increíblemente relevante para entender la era de la reproducción mecánica. Hay un precedente parcial para esta afirmación.4 Eric Havelock sostiene que la obra de Platón debe leerse contra la transición en la cultura griega desde un mundo agonizante de la oralidad hasta uno naciente de alfabetización. A partir de entonces, muchos han tomado la crítica de Sócrates contra la palabra escrita, al final del Fedro como una profecía de las preocupaciones sobre los nuevos medios en general, incluidos los últimos cambios en las formas de comunicación.5 Walter J. Ong, por ejemplo, sostenía que las quejas de Sócrates respecto de la escritura —que disminuye la memoria, que carece de interacción, que difunde al azar y que desencarna a los hablantes y oyentes— son similares a las preocupaciones de finales del siglo XX acerca de las computadoras, y a las del siglo XV respecto a la impresión.6 De un modo u otro, privar de la presencia siempre ha sido el punto de partida de la reflexión sobre la comunicación, y el Fedro ha tomado su lugar como el texto platónico estudiado por quienes se interesan actualmente en los medios de comunicación.
En su conjunto, el Fedro es mucho más que un compendio de las ansiedades acerca de los efectos de la tecnología en las relaciones humanas. La crítica a la palabra escrita es tan sólo una parte de un análisis más amplio sobre los vacíos en el alma y el deseo que alientan cualquier acto de comunicación. Al centrarse en el problema de cuándo se debe ceder o abstenerse de las súplicas de un pretendiente y exaltar una unión de almas cargada de erotismo, pero sin cuerpo, “Sócrates” articula explícitamente lo que está implícito en la mayoría de las preocupaciones del siglo XX acerca de la comunicación: el anhelo feroz por el contacto con un otro intocable. En el Fedro, el tema no son los medios de comunicación, sino el amor; no son las técnicas, sino la reciprocidad. La sensibilidad del diálogo a las arrugas en las nuevas formas de inscripción crece a partir de una apreciación de las posibles distancias y vacíos entre las personas, incluso en la situación supuestamente inmediata de la interacción cara a cara. El diálogo contrasta modos de distribución (de las palabras, de las semillas, del amor) que se abordan de manera específica y tienen forma recíproca con los que son indiferentes al receptor y se dan en una sola vía. La crítica de Sócrates a la escritura es parte de una deliberación más amplia sobre la tensión variable del acoplamiento entre persona y persona, alma y alma, cuerpo y cuerpo. Para Sócrates, el asunto no es sólo la conjunción de las mentes, sino también el acoplamiento de los deseos. El eros, no la transmisión, sería el principio fundamental de la comunicación. En esto, el Fedro es mucho más rico que la larga tendencia espiritualizante en la historia intelectual de la teoría de la comunicación —el sueño del contacto angelical entre las almas a cualquier distancia—, una tendencia a la que Platón, por supuesto, contribuye indirectamente.
El diálogo esboza tanto el sueño de la comunicación directa de alma a alma como la pesadilla de su ruptura luego de la transposición a las nuevas formas de comunicación. En su forma dramática y en su famosa conclusión, el Fedro une la esperanza del contacto alma con alma a las preocupaciones acerca de su distorsión. Ante el nuevo medio de la escritura, Platón estaba obsesionado por la multiplicación, un término que debe tomarse en su doble sentido: de simple copia y de reproducción sexual.7 Mientras que el discurso hablado se produce, casi invariablemente, como un evento singular sólo compartido por las partes que participan en la discusión, la escritura permite todo tipo de acoplamientos inesperados: lo distante influye en lo cercano, los muertos hablan con los vivos, y los muchos leen lo que estaba destinado a unos pocos. La interpretación de Sócrates sobre la significación cultural y humana del nuevo medio de la escritura se rige por las preocupaciones acerca de la perversión erótica; la escritura desencarna el pensamiento, forjando así especies fantasmales de vinculación amorosa e intelectual. Su idea de que los nuevos medios no sólo afectan los canales de intercambio de información, sino también la encarnación misma de lo humano, presagia inquietudes similares del siglo XIX, cuando por vez primera el concepto “comunicación” tomó su forma actual.
En la antigüedad tardía, se interpretó que el Fedro tenía objetivos centrales tan diversos como “el amor”, “la retórica”, “el alma”, “lo bueno” y “el conjunto de lo hermoso”.8 De hecho, la coherencia y el tema central de la obra han desconcertado desde hace mucho tiempo a los comentaristas, especialmente teniendo en cuenta el punto de Sócrates donde señala que “todo discurso debe estar compuesto como un organismo vivo [sōma], de forma que no sea acéfalo, ni le falten los pies, sino que tenga un medio y extremos, y que al describirlo, se combinen las partes entre sí y con el todo”.9 La primera mitad del diálogo consiste de una serie de tres discursos de creciente esplendor sobre el tema del amor, una forma de estructuración que recuerda al Banquete. La segunda mitad se refiere, en un registro mucho menos elevado, a la redacción de discursos, o la retórica, y concluye con la famosa crítica de Sócrates a la palabra escrita. Los estudiosos han aportado una gran variedad de maneras ingeniosas para dar cuenta de la unidad del diálogo;10 por mi parte, lo leo como un análisis de la comunicación en sus formas normativas y distorsionadas, que aún no ha sido superado.11 “Causa grandes estragos entre nuestras originalidades”, como Ralph Waldo Emerson escribió sobre Platón.12
Todos los temas se anuncian en la primera escena. Fedro, un adicto a la elocuencia y promotor de los grandes oradores de la época —es él quien lleva los turnos de los discursos y sirve como maestro de ceremonias en el Banquete—, se topa con Sócrates fuera de las murallas de Atenas.13 El marco pastoral del diálogo —con sus arroyos, platanares, cigarras y césped— se describe con un detalle inusual en Platón y es, asimismo, un escenario inusual para Sócrates, quien claramente es un hombre de la ciudad (cf. 230d); es un espacio de retiro e inspiración, un lugar para que el alma se deje llevar por las palabras o el amor. Cuando Fedro alaba el discurso de Lisias, un político no residente en Atenas y distinguido profesor de retórica, sobre el tema del amor y que acababa de escuchar esa mañana, el interés de Sócrates se despierta. Fedro se ofrece a recitar al menos los puntos principales, ya que aún no ha memorizado el discurso; pero Sócrates, quien efusivamente se llama a sí mismo uno de los hombres “maniáticos por oír discursos” (228b), pide a Fedro que muestre lo que sostiene en su mano izquierda debajo de la túnica. Al descubrir el texto del discurso escondido, Sócrates pierde interés en la versión de Fedro, cuando él puede escucharlo de “Lisias mismo”. Ya aquí, la palabra escrita se representa como un objeto erótico, oculto cerca del cuerpo.14
Acto seguido, Sócrates se sienta a escuchar el discurso como un todo, el cual Fedro procede a leer en voz alta. De esta manera, la puesta en escena del diálogo esboza el tema de la circulación transgresora de la palabra escrita, su capacidad para ir más allá del contexto original de su presencia oral, interactiva, tal como circulan Fedro y Sócrates fuera de los límites de la ciudad. El comentario posiblemente irónico de Sócrates acerca de que “Lisias mismo” esté presente (parontos de kai Lysiou, 228e) sugiere la forma fantasmal en que los medios de grabación pueden citar a los ausentes. También sugiere una preferencia por el mecanismo de reproducción superior del nuevo medio de grabación (la escritura) sobre el poder limitado de la memoria. La presencia incorpórea del otro ausente resulta ser un tema del diálogo y de la casi totalidad del pensamiento sobre la comunicación...

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