La nuca de Houssay
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La nuca de Houssay

La ciencia argentina entre Billiken y el exilio

Marcelino Cereijido

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La nuca de Houssay

La ciencia argentina entre Billiken y el exilio

Marcelino Cereijido

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A partir de las vivencias del autor, bajo la tutela intelectual del doctor Bernando Houssay, Premio Nobel de Medicina, se nos presenta una crítica optimista acerca del papel de la ciencia y la investigación en las sociedades latinoamericanas y su importancia en lo que el autor identifica como una auténtica modernidad.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071622624

V. UNA FACULTAD MONSTRUOSA

A MEDIDA que la huelga progresaba, la cárcel de Villa Devoto se iba poblando de estudiantes de todas las facultades. Al principio, la prensa guardó silencio, la policía no nos mezcló con los demás presos, y se dispuso a retenernos no más de una semana, ante la posibilidad de que la agitación cesara. Pero, cuando los letrerones que denunciaban el atropello cubrieron suficientes paredes, las manifestaciones callejeras perturbaron el tránsito y las volanteadas interrumpieron la proyección de películas en los cines del centro, los programas de noticias ya no pudieron continuar desconociendo el enfrentamiento. Sin embargo, pretendieron minimizar su trascendencia endilgándonos la denominación de “jóvenes revoltosos”. El malestar se propagó en pocas semanas más a las universidades del interior, y resultó claro que la convulsión estudiantil no se debía a una intrascendente escaramuza entre decanos amantes del orden y alumnos traviesos, sino a que era el pródromo de una zozobra social que habría de hundir la barca peronista en poco menos de un año.
Noche a noche los camiones celulares llegaban a la cárcel de Villa Devoto con nuevas tandas de muchachos capturados en piquetes de huelgas, pegatinas de carteles, y volanteadas en las calles y sobre todo en los cines. Como esos vehículos recorrían las comisarías recogiendo detenidos cual si se tratara de una empresa de turismo, los llamábamos “La Panagra”.1 Pronto la policía nos apiñó en celdas de a diez o veinte, hasta que el número hizo que nos metiera en un cuadro. Para hacernos lugar retiraron del quinto a los comunistas, y en una mañana nos transfirieron a aquel salón descomunal, en el que cabían cien estibas metálicas de dos camas encimadas. El cuadro quinto se comunicaba con dos alas, el comedor y el baño, y tenía una pasarela central, panóptica y enrejada, por la que durante las veinticuatro horas del día se paseaba un centinela armado de un máuser. Al principio, me dio vergüenza usar los retretes a la vista de semejante custodio, pero cuando tres meses y veintiún días después me liberaron, yo debía prestar atención a no estar en el baño de casa con la puerta abierta.
Al llegar al cuadro quinto nos encontramos con unos treinta guatemaltecos, a quienes el presidente Perón, en un rapto de euforia panamericanista, había otorgado asilo político con gran despliegue de propaganda. Más tarde, al percatarse de que no habrían de ser ellos quienes se quedaran con el poder, en un astuto gambito diplomático los mandó sin más a la prisión. “¡Nada de ‘prisión’: en la Nueva Argentina de Perón no hay presos políticos!” afirmaban los periódicos oficialistas, es decir, casi todos. Sólo se trata de personas “a disposición del Poder Ejecutivo”. Pues bien ( ¡bendita semántica!), entonces no estuve preso, sino a disposición de dicho poder.
Nos organizamos en grupos para cocinar, hacer gimnasia, tomar mate, representar obras teatrales, y dar seminarios sobre temas tan diversos como diversa era la procedencia de los presos. Aprendí sobre Castillo Armas y sobre Jacobo Arbenz, sobre Stalin y Maritain, sobre Le Corbusier y Ramón Falcón, sobre Arnold Schönberg y Bruno Zevi, sobre Mariano Moreno y Marianito Mores, sobre Sartre y Facundo Quiroga, sobre Montesquieu y Eisenhower, sobre Atahualpa Yupanqui y Emiliano Zapata, sobre Werner Heisenberg y la dictadura del proletariado, sobre Aristóteles y la política agraria argentina. Si se tiene en cuenta que entre nosotros había nacionalistas y trotskistas, clericales y anarquistas, reformistas y humanistas, cristianos y judíos, musulmanes y ateos, ricos y pobres, estudiantes de urbanismo y de odontología, de física y de literatura, asustados y optimistas, arrepentidos y envalentonados, y que con todos ellos intercambié ideas e insultos, planes y entusiasmos, jugué al ajedrez y pelé papas, se comprende que, para el momento en que el Poder Ejecutivo decidió dejar de “disponer de mi persona” y abrir las rejas de la cárcel, yo saliera decidido a explicarle al mundo la forma en que debía organizarse. Por una mesiánica coincidencia del destino, a mí, justamente a mí, me había tocado vivir en una circunstancia histórica por demás singular: estaba ubicado nada menos que en el presente, es decir, en el momento exacto en el que ocurren las cosas, con todo el pasado a mis espaldas y todo el futuro por delante, listo para que yo lo inaugurara. Sólo se requería que la humanidad me escuchara y siguiera exactamente mis directivas. La dificultad radicó en que los otros ciento noventa y nueve estudiantes no presos, tenían también sus propios proyectos de cómo arreglar al mundo y, como yo, no estaban dispuestos a que se les enmendara la plana.
A comienzos de 1955 estaba de moda una canción tropical, que en un momento dado dejaba oír un rumor o un tumulto lejano y a continuación decía:
Deben ser los gorilas
deben ser
,
que andarán por ahí.
De modo que, cuando meses más tarde el malestar del país fue en aumento y circularon rumores de discordia en las guarniciones militares, ante la falta de noticias la gente comenzó a bromear: deben ser los gorilas. El mote cobró vigencia, y de pronto tanto el bando militar disidente como sus simpatizantes quedaron bautizados de gorilas. Finalmente, el 19 de septiembre de 1955, uno de los tantísimos golpes de estado derribó a uno de los gobiernos constitucionales que tuvo la Argentina. El presidente Perón huyó al Paraguay en una cañonera que, cuando las papas habían comenzado a quemar, su colega paraguayo Alfredo Stroessner le había anclado a su disposición en el puerto de Buenos Aires.
Mi júbilo fue inmenso, paseamos nuestro fervor, estandartes y cánticos en festejo por toda la ciudad, arrojando por tierra retratos y bustos de Perón y Evita. Pocas veces en mi vida celebré un hecho político con tanta alegría, con tanta convicción. El golpe militar era excelente, patriótico, sagrado: lo probaba el hecho de estar completamente de acuerdo con lo que yo pensaba. Desde luego, juzgando las cosas como las veo ahora, aquello fue un autoritario golpe de estado. Se había derribado a un gobierno que, mal que me pesara, había sido elegido mayoritariamente por la ciudadanía. El hecho de que Alfredo Palacios, Alicia Moreau de Justo, José Luis Romero, Américo Ghioldi y otros paladines de la democracia liberal parecieran ignorar que el clero había propiciado el golpe y que en los basurales de José León Suárez se fusilaba a obreros peronistas, me permitió restar importancia a todo lo que no estuviera de acuerdo con mis puntos de vista.
Los estudiantes que habíamos estado en la cárcel recibimos un tratamiento de héroes por parte de nuestros compañeros universitarios, y empezamos a desalojar de sus cátedras a los profesores “flor de ceibo”. Por si la noción hubiera sido olvidada, quiero recordar que durante el gobierno de Perón se había dispuesto que los precios de una serie de artículos de primera necesidad fueran congelados, y se exhibieran rigurosamente en una etiqueta con una flor de ceibo estampada —la flor nacional argentina—. Como la calidad de estos artículos empeoró, justamente a causa del congelamiento, de ahí en más, “flor de ceibo” pasó a ser sinónimo de “producto peronista de baja estofa”, y los profesores ingresados durante el peronismo recibieron este mote. El instituto de fisiología tenía profesores “flor de ceibo” y en consecuencia se los expulsó. Uno de ellos, que al asumir su cátedra había prometido enseñar “una fisiología socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana” (el slogan del peronismo), tuvo el buen tino de no aparecerse más por esos lados. Otro, en cambio, tuvo la osadía de aparecerse para explicarnos que él había aceptado ser nombrado profesor “para salvar al instituto de la barbarie peronista”: fue corrido a cascotazos. Cuando el templo estuvo libre de profanadores, le fue restituido a su creador, el doctor Bernardo A. Houssay. Fui testigo de esa reparación histórica, del reencuentro del maestro con el personal que lo había conocido, que había sido cuidadosamente seleccionado por él mismo. Por fin, él y sus colaboradores hicieron su entrada para inspeccionar salones y aparatos, viveros y bibliotecas, programas de estudio y reglamentos.
Houssay y sus colaboradores encontraron una facultad monstruosa. Así la llamó Eduardo Braun Menéndez en un artículo que publicó en Ciencia e Investigación, la revista de la Sociedad Argentina para el Progreso de la Ciencia: “Si monstruoso es, como dice el diccionario, ‘contra el orden de la naturaleza; excesivamente grande...’ la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires es una facultad monstruosa.” Braun Menéndez señalaba que en nuestra facultad había 28 500 estudiantes, es decir, que ella sola (sin contar las facultades de medicina de las universidades de Córdoba, La Plata, el Litoral, Cuyo y Tucumán) tenía más estudiantes que las 75 escuelas de medicina que existían en los Estados Unidos de Norteamérica, cuya población estudiantil total para el año lectivo 1954-1955 fue de 28 118. “En estas 75 escuelas de medicina norteamericanas se inscriben en primer año alrededor de 7 300 alumnos, de los cuales se gradúan casi todos. En nuestra Moloc moderna —proseguía Braun Menéndez— se inscriben unos 6 000 de los que apenas se gradúan unos 600, la mayoría de ellos después de ocho años o más.”
Ahora bien, en homenaje a un punto de vista quizá menos ortodoxo, hay que decir que muchos de los estudiantes trabajaban durante el día, y sólo se presentaban a un mínimo de trabajos prácticos requeridos para ser considerados alumnos regulares; luego rendían examen una y otra vez, todas las que fuera necesario, hasta que eventualmente aprobaban las materias. Complementariamente, conviene recordar una práctica que continúa hasta la actualidad: los apuntes de clase con los “chimentos del profesor”, mamotretos mimeografiados con enfoques, nomenclaturas, clasificaciones, y hasta ejemplos oficiales, es decir claves que, llegado el examen, si el alumno no verbalizaba en la forma exacta en la que lo había dicho el profesor, delataría no haber asistido voluntariamente a sus clases teóricas, circunstancia importante, puesto que se consideraba por encima de saber o no el tema. Cuando cierto docente de anatomía patológica preguntaba cómo era la fibrina encontrada en una autopsia, debíamos contestarle “La fibrina es FEA”. Eso no quería decir que careciera de belleza, sino que era “friable, elástica y amarilla”; el aspecto de la bronconeumonía era “tres polis”, porque aparecía “policroma, polimorfa y policíclica” y, en cambio, la neumonía era “tres monos”; de poco servía que el alumno, aunque desconociera a los “polis” y a los “monos”, intentara explicar los mecanismos fisiopatológicos de dichas enfermedades.
Nuestra cátedra de fisiología tenía cerca de 5 000 alumnos inscriptos, lo cual llevó a las autoridades a tratar de solucionar el problema de sobrepoblación en el más prístino estilo nacional: dividió la que había en dos. El nuevo Instituto de Fisiología constaba ahora de dos medias cátedras: una se puso a cargo de Eduardo Braun Menéndez, la otra de Virgilio G. Foglia, y Bernardo A. Houssay fue nombrado director del conjunto. ¡Así se solucionan las cosas! Si el gobierno de Perón había ensardinado 5 000 estudiantes en una sola cátedra de fisiología, el gobierno de la Revolución Libertadora (como se dio en llamar) distribuyó en cambio 2 500 alumnos en cada una de sus dos mitades.
Y comenzó el exorcismo. A mí me encomendaron ayudar al químico Ciro Rietti, a poner en orden el depósito de aparatos y drogas del instituto. Durante semanas respiré el polvo de once años acumulado sobre frascos y aparatos. Cuando la droga nos era familiar y el frasco estaba correctamente tapado y rotulado, lo entregábamos a un ordenanza para que le pasara un trapo ligeramente humedecido y lo clasificara en los anaqueles. Cuando en cambio carecía de etiqueta o su contenido se nos antojaba alterado, se lo pasábamos a Rietti, quien lo olía, lo miraba inclinando su cabeza hacia atrás y frunciendo la nariz para enfocar sus ancianos ojos présbitas, lo sacudía, lo auscultaba, llegaba a echarse un poco en la palma de la mano y probar con la punta de la lengua y luego, mascullando cierta ponderación de las facultades organolépticas, proclamaba: “es dextrosa”, “es sulfato de amonio”, “es acetona”, “es cloruro de colina pero está completamente hidratado: tírenlo a la basura”. Con los aparatos, la operación era un verdadero deleite. Cuando en un instituto un equipo ya no sirve, se lo guarda en algún rincón de los laboratorios, como si se esperara volver a usarlo en el futuro. Si en cambio se arruina irreversiblemente, se lo mete en el depósito. Jamás se lo tira, pues está reglamentariamente inventariado. Años después, se encuentran depósitos abarrotados de rarezas, con tubos de vidrio graduado, paneles de medición, botones y llavecitas que ya nadie sabe cómo manejar, medidores con las agujas muertas sobre el cero, mangueras de goma reseca, y acaso un nombre: Fulano de Tal, seguido del de la ciudad donde Fulano de Tal construyó el chirimbolo. En aquel depósito el instrumental más nuevo era de 1946, año en el que todavía los artesanos decoraban sus equipos con volutas y cincelados, con virolas y caras bombées, porque acaso creían que con ello estaban decorando su sitial en la historia del conocimiento.
Ciro Rietti se extasiaba ante cada pieza pues, al mencionar su nombre o su función, recordaba instantáneamente al científico que lo había utilizado, y hasta daba la impresión de estar viéndole atarearse en un experimento. “Este es el quimógrafo de Muñoz”; “Pero... ¡si es el colorímetro que usaba Sara!”; “Este es el pletismágrafo que compró Orias... ¡Orias!”, y la evocación pasaba del aparato al desaparecido colega. Rietti entonces acariciaba las manivelas, apoyaba sus manos seniles sobre las palancas también seniles, y elegía un rincón para seguir conservando el armatoste, como quien deposita el cadáver de un amigo sobre algún lugar que le resulta cómodo. “¿Sirve?” le preguntábamos, y Rietti cabeceaba un lentísimo y resignado “No”. El ordenanza llevaba entonces al desahuciado equipo al taller del tornero Orestes Puntoni, que había fabricado la mayoría de los aparatos no comerciales del instituto, y que lo desarmaría, guardando caños, resortes y tornillos para futuras construcciones. Cuando del instrumento sólo quedaba una vacía carcaza, Secundino Cabodevila, el mayordomo, la arrumbaba en un salón del que sólo él tenía llave, basural al que también confería el pomposo nombre de “depósito”.
Aparecieron por la facultad conferenciantes como Desiderio Papp, que ponía nuestra ciencia en perspectiva hablándonos de Giambattista Vico, Lazzaro Spallanzani, Claude Bernard y Charles Darwin, nos explicaba de animismos, vitalismos, positivismos y empirismos lógicos, de la diferencia entre observación y experimentación; tenía la virtud de quitar de nuestros ojos un velo —que nosotros atribuíamos al peronismo— que nos había ocultado el panorama del conocimiento universal, en el que ahora nos estábamos reinsertando. Psicoanalistas como Ángel Garma, Pichon Rivière, Marie Langer y Arnaldo Rascovsky daban charlas divulgatorias, a la luz de las cuales los conceptos de “loco moral” y los restos de tendencias frenológicas que nos habían enseñado al cursar psiquiatría y medicina legal, aparecían como anacronismos inauditos. Me fui familiarizando con el enfoque psicoanalítico porque, así como yo me había propuesto ser investigador en fisiología, mi novia, Fanny Blanck, daba ya los primeros pasos en su ruta hacia el psicoanálisis, y eso nos sumergía en charlas interminables (tan interminables que aún siguen) en las que me percataba de la futilidad de las explicaciones del funcionamiento de la mente basadas en una lógica aristotélica, que había llevado a castigar a neuróticos y psicóticos por encontrarlos culpables de cometer despropósitos. El “sinsentido” no tenía el menor asidero lógico. Pero la comprensión de la estructura y función de la personalidad, de los lapsus, los olvidos y las confusiones, la memoria, la creatividad, la neurosis y la relación entre la mente y el cuerpo requería una herramienta conceptual particular —como anteriormente la filosofía y la física habían requerido las suyas— cuya búsqueda y empleo tenían la particularidad de enfurruñar, casi sin excepción, a los científicos experimentales. También enfurruñaba a ciertos epistemólogos, pues entre los conferenciantes se contaban algunos como Mario Bunge que, aparte de maravillarnos con sus planteos de los fundamentos de la física y ofrecerla como paradigma de toda ciencia, hacía de pronto una digresión para condenar al psicoanálisis y disciplinas humanísticas relacionadas, a las que tomaba como manifestaciones del oscurantismo académico.
Teníamos la sensación de que esa historia interrumpida en 1946, se reanudaría en esos momentos y con nosotros. De alguna manera pensábamos que el periodo peronista no había sido un segmento de historia argentina, algo que al país le hubiera sucedido o que los habitantes hubiéramos experimentado, sino una especie de vahído nacional, un lapso sin información ni memoria, del que por suerte ya nos estábamos recuperando. Visitaron el instituto científicos nacionales que habían estado interdictos, e investigadores de otros países que venían invitados a propiciar nuestro aggiornamento. Cada uno de ellos dictaba seminarios sobre temas que yo comprendía muy poco, sobre todo cuando eran dictados en inglés. Entonces les pedíamos que nos aconsejaran alguna bibliografía, y luego, diccionario en mano, nos esforzábamos por entender retrospectivamente lo que habían presentado. Los muchachos que habían asistido a colegios bilingües fueron los únicos que pudieron seguir las conferencias, hacer preguntas, ir con sus coches a buscar a los visitantes a su hotel, llevarlos a pasear, comer con ellos, acompañarlos a comprar regalos para sus familiares, y así se comenzó a esbozar una imperceptible diferencia de clases sociales. Mi francés no me sirvió de nada, pues ni siquiera los franceses daban sus seminarios en ese idioma. Mis dos años de alemán me servían aun menos, y mi rudimentario inglés, que incluía frases como “What is this?... This is a pencil”, “Who is him?... He is Richard”, “Is Richard a good student?... Yes, he is”, tampoco me ayudaba, pues ninguno de los científicos visitantes me preguntaba nada acerca de los lápices ni de Richard y sus aptitudes estudiantiles.
En cierta ocasión, un señor que, en lugar de músculos, venas y arterias, tenía el cuello construido con tubos de caucho y cables de acero llegó a dar una charla. Lo anunciaron como neurofisiólogo especialista en orientación espacial. Era alto, espigado, vehemente; su cabello liso, engominado, brilloso y peinado hacia atrás dejaba escapar de las sienes unos cuantos mechones de pelo endurecido, cual si se tratara de ideas insólitas. Años después lo volvería a recordar al ver una foto del coreógrafo ruso George Balanchine. Aspiraba de una vez todo el humo de medio cigarrillo; lo chupaba de un tirón y luego lo dejaba escapar para impulsar así sus roncas palabras. Mostró una foto de su avión, con alas dobles de lona engomada y nariz llena de pistones radiales. Sus experimentos consistían en caer en picada mientras un sujeto sentado junto a él, trataba de cumplir la indicación de marcar cruces con un lápiz en un tablero cuadriculado, yendo en diagonal desde el cuadro inferior izquierdo hasta el superior derecho. Había encontrado que durante tales caídas, las personas normales desvían sus cruces hacia arriba de la diagonal, y que eso se debe a cierta influencia de los conductos semicirculares del oído interno. Para probarlo, había experimentado con sujetos sordos de nacimiento, pero el inconveniente era que la mayoría de estos sujetos eran además idiotas, no comprendían claramente la instrucción de marcar las cruces y, en cuanto el avión entraba en picada, largaban lápiz y cartabón y se abrazaban despavoridos al cuello del piloto. Cuando finalizó la exposición, con la mayor naturalidad, el profesor Houssay dijo: “A propósito: el doctor ofrece una plaza para ayudarlo en sus experimentos. Los interesados...” Y no creo que nadie haya escuchado jamás el final de su anuncio, pues a esas alturas, como por encanto, ya habíamos desalojado el salón de conferencias.
Nunca me quedó claro si Houssay carecía de sentido del humor o si consideraba irrespetuoso mostrarlo. Cierta vez, Marcelo Muntaabski y yo nos reíamos mirando los dibujos de una increíble enciclopedia alemana de biología experimental que Houssay tenía en su despacho. Se trataba de una obra antiquísima, que mostraba dibujos muy elaborados de señores de barba y bigotes manubrio, ataviados con levitas. Uno de ellos llevaba una bolsa de oxígeno a sus espaldas y tubos que la conectaban a su nariz; la boca se comunicaba por una segunda manguera a otra bolsa, tenía un casco en la cabeza que soportaba una veleta y un anemómetro de cuatro tazas unidas por varios cables a un registrador sujeto a los hombros por complicados correajes. Al percatarnos de la entrada de Houssay nos invadió el terror pero, para nuestra desventura, no logramos parar de reír. Seguro de que habíamos advertido su presenc...

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