Pasado inmediato
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Alfonso Reyes

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Pasado inmediato

Alfonso Reyes

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Un texto útil para comprender la época de formación intelectual de Alfonso Reyes es Pasado inmediato. El ambiente de la generación de la cual habían de surgir notables escritores se caracterizó por la reacción contra las ideas positivistas, el nacimiento de nuevos grupos dedicados al estudio y por la publicación de revistas que contribuyeron a formar las corrientes que en cierta forma coincidieron con la Revolución mexicana. En esas actividades destaca el Ateneo de la Juventud, en cuyo seno se reunieron los mejores espíritus jóvenes que hicieron la revaloración de la cultura nacional.

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Información

Año
2019
ISBN
9786071661890
Categoría
Literature

II. Pasado inmediato

El problema. La historia que acaba de pasar es siempre la menos apreciada. Las nuevas generaciones se desenvuelven en pugna contra ella y tienden, por economía mental, a compendiarla en un solo emblema para de una vez liquidarla. ¡El pasado inmediato! ¿Hay nada más impopular? Es, en cierto modo, el enemigo. La diferencia específica es siempre adversaria acérrima del género próximo. Procede de él, luego lo que anhela es arrancársele. Cierta dosis de ingratitud es la ley de todo progreso, de todo proceso. Cierto error o convención óptica es inevitable en la perspectiva. La perspectiva es una interpretación finalista. Se da por supuesto que el primer plano es el término ideal a que venían aspirando, del horizonte acá, todos los planos sucesivos. Las líneas, se supone, caminan todas hacia un fin. El fin somos nosotros, nuestro privativo punto de vista. “Perspectiva” le ha llamado un joven escritor a su reseña de las letras de México. Sumando varias perspectivas, varios sistemas de referencia; reduciendo unos a otros; teniendo en cuenta la relatividad de todos ellos, y su interdependencia para un ojo omnipresente que acertara a mirar el cuadro desde todos los ángulos a la vez, nos acercaremos al milagro de la comprensión.
El pasado inmediato, tiempo el más modesto del verbo. Los exagerados —los años los desengañarán— le llaman a veces “el pasado absoluto”. Tampoco hay para qué exaltarlo como un “pretérito perfecto”. Ojalá, entre todos, logremos presentarlo algún día como un “pasado definido”.
La etapa. El año de 1910, en que se realiza el Primer Congreso Nacional de Estudiantes, nos aparece poseído por un sentimiento singular. Los símbolos de la cronología quieren cobrar vida objetiva. La vaga sensación de la etapa se insinúa en los corazones y en las mentes para volverse realidad. El país, al cumplir un siglo de autonomía, se esfuerza por llegar a algunas conclusiones, por provocar un saldo y pasar, si es posible, a un nuevo capítulo de su historia. Por todas partes se siente la germinación de este afán. Cada diferente grupo social —y así los estudiantes desde sus bancos del aula— lo expresa en su lenguaje propio y reclama participación en el fenómeno. Se trata de dar un sentido al tiempo, un valor al signo de la centuria; de probarnos a nosotros mismos que algo nuevo tiene que acontecer, que se ha completado una mayoría de edad. En otros tiempos, se echaba a temblar la ignorancia a la aparición de un cometa (¡aquel cometa fatídico que ya tomó parte, a modo de presagio, o a modo de influencia telúrica, en la conquista de México!). Ahora se derrama por nuestra sociedad una extraña palpitación de presentimiento. Se celebra el Primer Centenario, y cunden los primeros latidos de la Revolución.
El antiguo régimen —o como alguna vez le oí llamar con pintoresca palabra, el Porfiriato— venía dando síntomas de caducidad y había durado más allá de lo que la naturaleza parecía consentir. El dictador había entrado francamente en esa senda de soledad que es la vejez. Entre él y su pueblo se ahondaba un abismo cronológico. La voz de la calle no llegaba ya hasta sus oídos, tras el telón espeso de prosperidad que tejía para sí una clase privilegiada. El problema de una ineludible sucesión era ya angustioso. El caudillo de la paz, de la larga paz, había intentado soluciones ofreciendo candidatos al pueblo. Pero no se es dictador en vano. La dictadura, como el tósigo, es recurso desesperado que, de perpetuarse, lo mismo envenena al que la ejerce que a los que la padecen. El dictador tenía celos de sus propias criaturas y las devoraba como Saturno, conforme las iba proponiendo a la aceptación del sentir público. Y entonces acudía a figuras sin relieve, que no merecieron el acatamiento de la nación. Y el pueblo, en el despertar de un sueño prolongado, quería ya escoger por sí mismo, quería ejercitar sus propias manos y saberse dueño de sus músculos.
Pax. Estos gobiernos de longevidad tan característicos del siglo —Victoria, Francisco José, Nicolás— no sé qué virtud dormitiva traían consigo. Bajo el signo de Porfirio Díaz, en aquellos últimos tiempos, la historia se detiene, el advenir hace un alto. Ya en el país no sucedía nada o nada parecía suceder, sobre el plano de deslizamiento de aquella rutina solemne. Los Científicos, dueños de la Escuela, habían derivado hacia la filosofía de Spencer, como otros positivistas, en otras tierras, derivaron hacia John Stuart Mill. A pesar de ser spencerianos, nuestros directores positivistas tenían miedo de la evolución, de la transformación. La historia, es decir, la sucesión de los hechos trascendentes para la vida de los pueblos, parecía una cosa remota, algo ya acabado para siempre; la historia parecía una parte de la prehistoria. México era un país maduro, no pasible de cambio, en equilibrio final, en estado de civilización. México era la paz, entendida como especie de la inmovilidad, la Pax Augusta. Al frente de México, casi como delegado divino, Porfirio Díaz, “don Porfirio”, de quien colgaban las cadenas que la fábula atribuía al padre de los dioses. Don Porfirio, que era, para la generación adulta de entonces, una norma del pensamiento sólo comparable a las nociones del tiempo y del espacio, algo como una categoría kantiana. Atlas que sostenía la República, hasta sus antiguos adversarios perdonaban en él al enemigo humano, por lo útil que era, para la paz de todos, su transfiguración mitológica.
¡Ah, pero la historia, la irreversibilidad de las cosas siempre en marcha, con su gruñido de Nilo en creciente que no sufre márgenes ni orillas! Trabajo costó a los muchachos de entonces el admitir otra vez —cuando la vida nacional dio un salto de resorte oprimido— que la tela histórica está tramada con los hilos de cada día; que los héroes nacionales —sólo entrevistos en las estampas alegóricas, a caballo y saltando por entre la orla simbólica de laureles—, podían ser nada menos que este o aquel humilde vecino conocido de todos, el Panchito de quien nadie hacía caso; o el ranchero ignorante y pletórico de razón aunque ayuno de razones que, como el Pero Mudo del Poema del Cid, se enredaba cuando quería hablar y sólo sabía explicarse con la espada; y hasta el salteador a lo Roque Guinart, el bandido generoso a quien una injusticia echó fuera del orden jurídico, y un hondo sentimiento ha enderezado por caminos paralelos a los que recorría don Quijote.
¿La paz? También envejecía la paz. Los caballeros de la paz ya no las tenían todas consigo. Bulnes, un contemporáneo de la crisis, exclama un día: “La paz reina en las calles y en las plazas, pero no en las conciencias”. Una cuarteadura invisible, un leve rendijo por donde se coló de repente el aire de afuera, y aquella capitosa cámara, incapaz de la oxigenación, estalló como bomba.
La inteligencia y la historia. Este sacudimiento, este desperezo, viene naturalmente envuelto en una atmósfera de motivos espirituales. Los hechos bélicos, políticos y económicos han sido narrados ya con varia fortuna, y esperan la criba de la posteridad. Importa recoger también los hechos de cultura que, si no fueron determinantes, fueron por lo menos concomitantes. Porque es cierto que la Revolución mexicana brotó de un impulso mucho más que de una idea. No fue planeada. No es la aplicación de un cuadro de principios, sino un crecimiento natural. Los programas previos quedan ahogados en su torrente y nunca pudieron gobernarla. Se fue esclareciendo sola conforme andaba; y conforme andaba, iba descubriendo sus razones cada vez más profundas y extensas y definiendo sus metas cada vez más precisas. No fue preparada por enciclopedistas o filósofos, más o menos conscientes de las consecuencias de su doctrina, como la Revolución francesa. No fue organizada por los dialécticos de la guerra social, como la Revolución rusa, en torno a las mesas de La Rotonde, ese café de París que era encrucijada de las naciones. Ni siquiera había sido esbozada con la lucidez de nuestra Reforma liberal, ni, como aquélla, traía su código defendido por una cohorte de plumas y de espadas. No: imperaba en ella la circunstancia y no se columbraban los fines últimos. Su gran empeño inmediato, derrocar a Porfirio Díaz, que parecía a los comienzos todo su propósito, sólo fue su breve prefacio. Aun las escaramuzas del Norte tuvieron más bien el valor de hechos demostrativos. Después, sus luchas de caudillos la enturbian, y la humareda de las disidencias personales tiene que disiparse un poco para que su trayectoria pueda reanudarse. Nació casi ciega como los niños y, como los niños, después fue despegando los párpados. La inteligencia la acompaña, no la produce; a veces tan sólo la padece, mientras llega el día en que la ilumine. Pero presentar sólo algunos de sus aspectos parciales es mutilar la realidad. Consiste la dignidad de la historia en llegar al paralelismo de las ideas con los hechos, rigiendo aquí para los pueblos la misma sentencia de oro que a los individuos propone la Epístola moral: “Iguala con la vida el pensamiento”. Cuando la Revolución va a nacer ¿qué sucede en la inteligencia, en la educación y en la cultura, en las masas universitarias, en el mundo de nuestras letras? Para trazar algún día este cuadro conviene recoger desde ahora algunos documentos. El Congreso Nacional de Estudiantes fue una de tantas pruebas del tiempo, sin duda de las más elocuentes, por cuanto revela que la inquietud invadía ya hasta los gérmenes de nuestro ser cultural. Su crónica particular queda confiada a quienes participaron más íntimamente en sus trabajos.
Entre la vida universitaria y la vida libre de las letras hubo entonces una trabazón que indica ya, por parte de la llamada Generación del Centenario, una preocupación educativa y social. Este solo rasgo la distingue de la literatura anterior, la brillante generación del Modernismo, que —ésa sí— soñó todavía en la torre de marfil. Este rasgo, al mismo tiempo, la relaciona con los anhelos de los estudiantes que, en 1910, resolvieron examinar por su cuenta aquellos extremos que les parecían de urgente consideración.
Comencemos por decir algo sobre el ambiente estudiantil. Si no definirse, que sería intrincado, y ni siquiera describirse, que sería fatigoso, aquel ambiente puede recordarse con dos ejemplos escogidos. Uno, la Escuela Nacional Preparatoria, que tenía más o menos su parangón por los Estados, sirve de común denominador en la base de todas las carreras liberales y es la única que abarca la doctrina educacional de la época; otro, la Escuela Nacional de Jurisprudencia, es la punta aguda que se orientaba preferentemente a la vida pública. De la primera hay que tratar inextenso; de la segunda sólo hay que mostrar una saliente, acaso una saliente viciosa.
Grandeza y decadencia de la Escuela Preparatoria. La Escuela Nacional Preparatoria tiene su grandeza y su decadencia. Al comenzar la segunda mitad del siglo XIX, tierna todavía la República, resentida de su nerviosa infancia, han madurado ya los dos grandes partidos: el liberal, que se inclina hacia una nueva concepción del Estado, en que se mezclan la filosofía de los Derechos del Hombre con el presidencialismo y el federalismo americanos, y el conservador, a quien el apego a las normas hereditarias y el anhelo de conservar el cuadro ya creado de intereses arrastra hasta el despeñadero de una aberración antinacional. Adelanta la invasión francesa sus manos rojas, y llega con sus manos lavadas aquel heredero sobrante de las Casas de Europa. Bajo la marejada imperial, la República queda reducida a las proporciones de la carroza en que emigraba Benito Juárez. Pero, revertida la onda, triunfa para siempre la República. El país había quedado en ruinas, era menester rehacerlo todo. Las medidas políticas ofrecían alivios inmediatos. Sólo la cultura, sólo la Escuela, pueden vincular alivios a larga duración. Benito Juárez procura la reorganización de la enseñanza pública, con criterio laico y liberal, y confía la ardua tarea al filósofo mexicano Gabino Barreda.
Discípulo de Augusto Comte, imbuido de positivismo francés, fuerte en su concepción matemática del universo —de un universo saneado de toda niebla metafísica y de toda preocupación sobre el más allá—, congruente y limitado, contento con los datos de los sentidos, seguro —como todos los de su sistema— de haber matado al dragón de las inquietudes espirituales, acorazado y contundente, Barreda, el maestro de la enseñanza laica, congregó a los hombres de ciencia y creó, como prototipo de su vivero para ciudadanos, la Escuela Nacional Preparatoria, alma mater de tantas generaciones, que dio una fisonomía nueva al país; puesta después de la enseñanza primaria y antes de la profesional o especial, semejante en parte al bachillerato francés, y con un programa enciclopédico que recorría, peldaño a peldaño, la escala comtiana, desde la matemática abstracta y pura hasta las complejas lucubraciones sociales.
A través de incontables vicisitudes, la Escuela Preparatoria se ha venido manteniendo hasta nuestros días, aceptando a regañadientes los vaivenes del tiempo, y al fin sometida a una verdadera locura de transformaciones que algún día se equilibrarán para bien de todos. No tenía por destino el conducir a la carrera y a los títulos, aunque fuera puente indispensable para los estudios de abogados, ingenieros y médicos; sino el preparar ciudadanos —de ahí su nombre; gente apta para servir a la sociedad en los órdenes no profesionales. Sustituía a las humanidades eclesiásticas; llegaba a punto para incorporar en la educación las conquistas del liberalismo político. La Revolución no ha logrado todavía hacer otro tanto en la medida en que lo logró Gabino Barreda para la revolución de su tiempo. Alma mater siempre y a pesar de todo loada, por su disciplina despojada y sobria y por sus firmes enseñamientos, parecía convertir así el lema de la antigua Academia: “No salga de aquí quien antes no sepa geometría”.
Lo que Barreda quería —explica Justo Sierra—
era abrir en el interior de cada uno un puerto seguro, el puerto de lo comprobado, de la verdad positiva, para que sirviera de refugio y fondeadero a los que no quisieran afrontar las tormentas intelectuales, bastante más angustiosas que las del Océano, o a los que volvieran desarbolados y maltrechos de las trágicas aventuras de la ciencia, pero con el incoercible empeño de tentar nuevas empresas, nuevos viajes de Colón en pos de constelaciones nuevas.
La ciencia organizada metódicamente —nos decía también Justo Sierra— “ha puesto la razón y el buen sentido en el fondo de nuestro ser hispanolatino, medulado de imaginación febril y de sentimentalismo extremo”. Tierra firme tras el terremoto general, reducto invulnerable en el trastorno de la conciencia pública, cuartel de verdad y coherencia entre los campos de matanza de todas las pedagogías manidas: que se diga si alguna vez se ha creado otra institución más sabia y más adecuada para las necesidades a que respondía.
El alumno de la Preparatoria, al colgar la toga pretexta, desembocaba en la vida adulta capaz de escoger su vocación, dentro o fuera de las carreras profesionales; educado ya en el compendio y dueño de un microcosmo que, en pequeño, reflejaba el mundo; apto para anotar día por día, en su cuadrante, la hora que marcara la ciencia, y para escoger por sí mismo aquella colección de los libros que, al decir de Carlyle, son la verdadera universidad de nuestros días. Para él los distintos rumbos del conocimiento —grave peligro de la sociedad contemporánea— no errarían ya sueltos del nexo que es la profesión general de hombre; no serían ya las ciencias y las artes como las hermanas enemigas del Rey Lear, sino como las milicias de Datis el medo, que avanzaban dándose la mano. Y el alumno de la Preparatoria entraba en las bregas del conocimiento y de la acción provisto del instrumental mínimo e indispensable, con la dotación completa de la mochila.
Pero todas las instituciones resbalan por su más fácil declive. La herencia de Barreda se fue secando en los mecanismos del método. Hicieron de la matemática la Suma del saber humano. Al lenguaje de los algoritmos sacrificaron poco a poco la historia natura...

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