El estudio adecuado de la humanidad
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El estudio adecuado de la humanidad

Antología de ensayos

Isaiah Berlin, Aramburo González, María Antonia Neira, Hero Rodríguez Toro, Juan José Utrilla, Aramburo González, María Antonia Neira, Hero Rodríguez Toro, Juan José Utrilla

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El estudio adecuado de la humanidad

Antología de ensayos

Isaiah Berlin, Aramburo González, María Antonia Neira, Hero Rodríguez Toro, Juan José Utrilla, Aramburo González, María Antonia Neira, Hero Rodríguez Toro, Juan José Utrilla

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Esta antología reúne los escritos esenciales de uno de los más grandes pensadores del siglo XX. La reflexión sobre el vínculo entre teoría política e historiografía, el problema del determinismo y la libertad, la relación entre romanticismo y nacionalismo, así como el retrato de los grandes intelectuales rusos. A lo largo de más de 500 páginas los lectores apreciarán la ejemplar lucidez de Isaiah Berlin y su contribución al conocimiento del hombre sobre sí mismo.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071620354
Categoría
Filosofía

EL ESTUDIO ADECUADO
DE LA HUMANIDAD

a Aline

LA BÚSQUEDA DEL IDEAL

I

Existen, a mi parecer, dos factores que, por encima de todos los demás, han forjado la historia humana en el siglo XX. Uno de ellos es el desarrollo de las ciencias naturales y la tecnología, ciertamente la más grande historia de triunfo de nuestro tiempo, de hecho en todos los ámbitos se le ha prestado gran y creciente atención. El otro, sin duda, consiste en las grandes tormentas ideológicas que han alterado la vida de virtualmente toda la humanidad: la Revolución rusa y sus secuelas, las tiranías totalitarias de derecha y de izquierda, las explosiones de nacionalismo, racismo y, en ciertos lugares, la intolerancia religiosa que, curiosamente, no predijo ni uno solo de los pensadores sociales más sagaces del siglo XIX.
Cuando nuestros descendientes, dentro de dos o tres siglos (si la humanidad subsiste hasta entonces), lleguen a contemplar nuestra época, estos dos fenómenos, creo yo, serán considerados las dos características sobresalientes de nuestro siglo; las que más necesiten explicación y análisis. Pero no está de más darnos cuenta de que estos grandes movimientos comenzaron con ciertas ideas en la mente de algunos: ideas acerca de lo que han sido las relaciones entre los hombres, lo que pueden ser y lo que deben ser; debemos comprender cómo llegaron a transformarse en el nombre de la visión de alguna meta suprema en la mente de los líderes, ante todo de los profetas apoyados por ejércitos. Tales ideas son la sustancia de la ética. El pensamiento ético consiste en el examen sistemático de las relaciones mutuas de los seres humanos, de las concepciones, los intereses y los ideales de los que brotan las maneras humanas de tratarse unos a otros, y los sistemas de valores en que se fundamentan tales fines de la vida. Estas creencias acerca de cómo debe vivirse la vida, sobre lo que son y lo que hacen los hombres y mujeres, son objeto de la investigación moral; y cuando se les aplica a grupos y naciones, y a la humanidad en conjunto, se les llama filosofía política, que no es más que la ética aplicada a la sociedad.
Si queremos llegar a comprender el mundo frecuentemente violento en que vivimos (y a menos que tratemos de comprenderlo, no podemos esperar ser capaces de actuar racionalmente en él y sobre él), no podemos confinar nuestra atención a las grandes fuerzas impersonales, naturales o hechas por el hombre, que actúan sobre nosotros. Las metas y los motivos que guían la acción humana deben contemplarse a la luz de todo lo que sabemos y comprendemos; sus raíces y crecimiento, su esencia y, ante todo, su validez, deben ser examinados críticamente con todos los recursos intelectuales de que disponemos. Esta apremiante necesidad, aparte del valor intrínseco del descubrimiento de la verdad acerca de las relaciones humanas, hace de la ética una disciplina de primera importancia. Sólo los bárbaros no sienten curiosidad respecto de dónde vinieron, cómo llegaron adonde están, a dónde parecen ir, si quieren ir allí y, en caso afirmativo, por qué, o, en caso negativo, por qué no.
El estudio de la variedad de las opiniones acerca de la vida que encarnan tales valores y tales fines es algo a lo que he dedicado 40 años de mi larga vida, en un intento por aclararlas ante mí mismo. Deseo decir algo sobre cómo llegue a quedar absorto en este tema, y en particular, acerca de un punto crítico que alteró mis pensamientos con respecto a su núcleo mismo. Esto resultará, hasta cierto grado, inevitablemente autobiográfico y por ello ofrezco mis disculpas, pero no sé de qué otra manera explicarlo.

II

Cuando era joven leí La guerra y la paz, de Tolstoi, demasiado temprano. El verdadero impacto de esta gran novela sólo me llegó después, junto con el de otros escritores rusos de mediados del siglo XIX, tanto novelistas como pensadores sociales, quienes influyeron mucho para determinar mi visión de las cosas. Me pareció, y aún me parece, que el propósito de estos escritores no era, en principio, hacer recuentos realistas de la vida y las relaciones mutuas de individuos, grupos sociales o clases, ni tampoco análisis psicológicos o sociales por los análisis mismos —aunque, desde luego, los mejores de ellos lograron precisamente esto, y de manera incomparable—. Me pareció que su enfoque era esencialmente moral: estaban preocupados profundamente por aquello que era responsabilidad de la injusticia, la opresión, la falsedad en las relaciones humanas, el aprisionamiento, fuese por paredes de piedra o por conformismo —sumisión sin protestas a yugos creados por el hombre—, ceguera moral, egoísmo, crueldad, humillación, servilismo, pobreza, impotencia, ardiente indignación o desesperación de parte de tantos. En suma, estaban interesados en la naturaleza de estas experiencias y sus raíces en la condición humana: en primer lugar, la condición de Rusia pero, por implicación, de toda la humanidad. Y, a la inversa, deseaban saber qué podría traernos lo opuesto, un reino de verdad, amor, probidad, justicia, seguridad, relaciones personales basadas en la posibilidad de la dignidad humana, la decencia, la independencia, la libertad y la realización espiritual.
Algunos, como Tolstoi, encontraron esto en la visión de la gente sencilla, no contaminada por la civilización; como Rousseau, Tolstoi quiso creer que el universo moral de los campesinos no era distinto del de los niños, no estaba deformado por las convenciones e instituciones de la civilización que brotaban de los vicios humanos: codicia, egoísmo o ceguera espiritual; que el mundo sólo podría salvarse si los hombres veían la verdad que estaba bajo sus propios pies; con sólo buscar lo encontrarían en los evangelios cristianos, en el Sermón de la Montaña. Otros rusos pusieron su fe en el racionalismo científico, o en una revolución social y política fundada sobre una verdadera teoría del cambio histórico. Algunos más buscaron las respuestas en las enseñanzas de la teología ortodoxa, o en la democracia liberal occidental, en un retorno a los antiguos valores eslavos oscurecidos por las reformas de Pedro el Grande y sus sucesores.
Lo que todas estas visiones tenían en común era la fe en que existían soluciones a los problemas centrales, en que podríamos descubrirlas y, con un suficiente esfuerzo desinteresado, llevarlas a cabo en este mundo. Todos ellos creyeron que la esencia de los seres humanos era su capacidad de elegir cómo vivir: las sociedades podrían ser transformadas a la luz de verdaderos ideales si se creía en ellos con suficiente fervor y dedicación. Si, como Tolstoi, a veces pensaron que el hombre no era verdaderamente libre sino que estaba determinado por factores fuera de su dominio, sabían bastante bien, como él, que si la libertad era una ilusión, sin esa ilusión no podríamos vivir ni pensar. Nada de esto fue parte de mi programa escolar, el cual consistió en autores griegos y latinos; pero todo eso ha quedado conmigo.
Cuando llegué a estudiar a la Universidad de Oxford, empecé a leer las obras de los grandes filósofos y descubrí que eso mismo creían las principales figuras, especialmente en el campo del pensamiento ético y político. Sócrates pensó que si por métodos racionales se podía establecer certidumbre en nuestro conocimiento del mundo externo (¿no había llegado Anaxágoras a la verdad de que el Sol era muchas veces más grande que el Peloponeso, por muy pequeño que pareciera en el cielo?), el mismo método sin duda nos entregaría igual certidumbre en el ámbito de la conducta humana: cómo vivir, qué ser. Esto podría lograrse gracias al argumento racional. Platón pensó que una élite de sabios que llegara a tal certidumbre debía recibir el poder de gobernar a otros, intelectualmente menos dotados, obedeciendo pautas dictadas por las soluciones correctas a los problemas personales y sociales. Los estoicos creyeron que estas soluciones podían ser alcanzadas por cualquiera que se propusiese vivir de acuerdo con la razón. Judíos, cristianos y musulmanes (yo sabía muy poco acerca del budismo) creían que las verdaderas respuestas habían sido reveladas por Dios a sus profetas y santos elegidos, y aceptaron la interpretación de esas verdades reveladas por maestros calificados y por las tradiciones a las que pertenecían.
Los racionalistas del siglo XVII pensaron que las respuestas podían ser descubiertas por una especie de visión metafísica, una aplicación especial de la luz de la razón con que todos los hombres están dotados. Los empiristas del siglo XVIII, impresionados por los vastos nuevos reinos del conocimiento abiertos por las ciencias naturales con base en técnicas matemáticas que habían disipado tantos errores, superstición y absurdos dogmáticos se preguntaron, como Sócrates, por qué los mismos métodos no lograrían establecer leyes similarmente irrefutables en el ámbito de los asuntos humanos. Con los nuevos métodos descubiertos por la ciencia natural también se podía introducir el orden en la esfera social, podrían observarse uniformidades, formular y probar hipótesis por medio de experimentos; se podrían establecer leyes a partir de ellos, y luego se vería que ciertas leyes en regiones específicas de la experiencia podían deducirse de leyes más generales y éstas, a su vez, podrían deducirse de leyes aún más grandes, y así, siempre hacia arriba, hasta que se lograra establecer un gran sistema armonioso, conectado por irrompibles eslabones lógicos que pudieran formularse en términos precisos, es decir, matemáticos.
La reorganización racional de la sociedad pondría fin a la confusión espiritual e intelectual, al reinado del prejuicio y la superstición, a la obediencia ciega a dogmas no examinados, y a las estupideces y crueldades de los regímenes opresivos que esas tinieblas intelectuales habían engendrado y promovido. Todo lo que se necesitaba era la identificación de las principales necesidades humanas y el descubrimiento de los medios para satisfacerlas. Esto crearía el mundo feliz, libre, justo, virtuoso y armonioso que Condorcet tan conmovedoramente predijo en la celda de una prisión en 1794. Esta visión se encontró en la base de todo pensamiento progresista del siglo XIX, y estuvo en el corazón mismo de gran parte del empirismo crítico que absorbí en Oxford cuando era estudiante.

III

En algún momento comprendí que lo que todas estas visiones tenían en común era un ideal platónico: en primer lugar que, como en las ciencias, todas las preguntas auténticas deben tener una respuesta y sólo una, siendo las demás, necesariamente errores; en segundo lugar, que debe haber un camino seguro hacia el descubrimiento de estas verdades; en tercer lugar, que las auténticas verdades, una vez descubiertas, necesariamente deben ser compatibles entre sí y formar un todo común, pues una verdad no puede ser incompatible con otra: eso lo sabíamos a priori. Este tipo de omnisciencia era la solución de acertijo cósmico. En el caso de las verdades morales, podríamos entonces concebir cómo sería la vida perfecta, fundada como estaría en un debido entendimiento de las reglas que gobernaban el universo.
Cierto, aunque no llegáramos nunca a esta condición de conocimiento perfecto: podíamos ser demasiado necios o demasiado débiles o corrompidos o pecadores para lograrlo. Los obstáculos, tanto intelectuales como de carácter externo, podían ser excesivos. Además, como he dicho, las opiniones diferían grandemente sobre el camino recto que debía seguirse: algunos lo encontraban en las iglesias, otros en los laboratorios; algunos creían en la intuición, otros...

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