Parásitos
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Parásitos

Carl Zimmer, Pedro Pacheco González

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  1. 312 páginas
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Parásitos

Carl Zimmer, Pedro Pacheco González

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Desde las junglas húmedas de Costa Rica hasta el fétido entorno de las zonas rebeldes del sur de Sudán, Carl Zimmer nos guía a través de un viaje por el universo de los parásitos, un mundo en el que habitamos sin ser conscientes. Nos descubre que no solo son las formas de vida más exitosas de la Tierra, sino que favorecen el desarrollo del sexo, dan forma a los ecosistemas y son el motor de la evolución. Zimmer muestra cuánto han evolucionado estos organismos y describe la aterradora facilidad con que pueden devorar a sus hospedadores e incluso controlar su conducta, como el siniestro Sacculina carcini, que se establece en un desafortunado cangrejo y devora todo menos aquello que su anfitrión necesita para llevarse comida a la boca, que será consumida por él; o la criatura unicelular Toxoplasma gondii, que puede invadir el cerebro humano e influir en su conducta para asegurarse su supervivencia.Para Zimmer, la humanidad en sí misma es una nueva clase de parásito que se aprovecha de todo el planeta. Por tanto, si vamos a alcanzar toda la sofisticación que caracteriza a estas formas de vida, si vamos a fomentar el florecimiento de la vida en toda su diversidad tal como hacen ellos, debemos aprender cómo convive la naturaleza consigo misma, entender las leyes que rigen el extraño mundo de las criaturas más peligrosas de la naturaleza.

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Información

Año
2018
ISBN
9788494673788
Edición
1
Categoría
Literatura
04
Un terror concreto
Aún no sabes a lo que te estás enfrentando, ¿o sí?
Al organismo perfecto. Su perfección estructural
solo es igualada por su hostilidad… Admiro su pureza;
no le afecta ni la consciencia, ni los remordimientos,
ni las fantasías de moralidad.
Ash a Ripley en Alien, el octavo pasajero (1979)
Ray Lankester no sentía nada más que desprecio por el Sacculina, el percebe que degenera hasta ser prácticamente una planta. Estaba horrorizado por la forma en que había descendido por la escalera de la evolución, un símbolo de todas las cosas retrógradas y perezosas. Resulta extraño, pues, que ahora el Sacculina se haya convertido en un emblema de lo sofisticado que puede llegar a ser un parásito.
El error de Lankester no proviene únicamente de una aversión hacia todos los parásitos; los biólogos de su tiempo no tenían muchos conocimientos sobre el Sacculina. Es cierto que estos parásitos empiezan su vida como larvas que nadan libremente. Bajo un microscopio parecen lágrimas equipadas con unas patas con las que aletean y un par de ocelos oscuros. Los biólogos de la época de Lankester pensaban que el Sacculina era hermafrodita, pero, de hecho, aparece en sus dos formas sexuales. La larva hembra es la primera que coloniza el cangrejo. Tiene órganos sensoriales en sus patas que pueden captar el olor de un hospedador, e irá bailando por el agua hasta que aterrice en su caparazón. Repta por una pata mientras el cangrejo se contrae por la incomodidad que ello le supone o puede que por el equivalente al pánico en los crustáceos. Llega hasta una articulación de la pata, donde el duro exoesqueleto deja un resquicio de tejido más blando. Una vez allí, busca los pequeños pelos que surgen de la pata del cangrejo, cada uno de ellos anclado en su propio agujero. Pincha con una especie de daga larga y hueca a través de uno de esos agujeros, y lanza a través de él una gota compuesta por unas pocas células. La inyección, que dura solo unos pocos segundos, es una variación de la muda que los crustáceos e insectos atraviesan para poder crecer. Una cigarra posada sobre un árbol separa una fina cáscara exterior del resto de su cuerpo, y luego empuja para salir de ese caparazón. Emerge con un nuevo exoesqueleto, que es blando el tiempo suficiente para poder extenderse mientras el insecto pega un estirón. Sin embargo, en el caso de la hembra de Sacculina, la mayoría de su cuerpo se convierte en la cáscara que deja atrás. La parte que sigue viva se parece más a una babosa microscópica que a un percebe.
La babosa (cuya existencia no fue descubierta hasta el año 1995) se sumerge en las profundidades de su hospedador. Con el tiempo se establece en la parte inferior del cangrejo y crece, formando una protuberancia en su caparazón y extendiendo las raíces que tanto horrorizaron a Lankester. Los biólogos todavía llaman raíces a estas cosas, pero poco tienen que ver con lo que podemos encontrar bajo un árbol. Están cubiertas por una especie de delgados dedos carnosos, algo parecido al recubrimiento de nuestros intestinos o a la piel de una tenia. A diferencia del exoesqueleto de un crustáceo típico, este nunca muda. En lugar de eso, las raíces absorben nutrientes disueltos en la sangre del cangrejo. El cangrejo sigue vivo durante todo este tiempo; no se puede diferenciar de otros cangrejos sanos mientras deambula entre las olas; comiendo almejas y mejillones. Su sistema inmunológico no puede luchar contra el Sacculina, y, a pesar de ello, puede seguir con su vida con el parásito ocupando todo su cuerpo, y las raíces envolviendo incluso sus pedúnculos oculares.
La protuberancia del Sacculina hembra crece formando un bulto. Su capa externa se va deteriorando, revelando lentamente una entrada en la parte superior. Permanecerá en esta fase durante el resto de su vida a no ser que una larva macho la encuentre. El macho aterrizará sobre el cangrejo y se desplazará a lo largo de su cuerpo hasta que alcance el bulto. Cuando llega a la parte más alta, descubre la diminuta abertura. Es demasiado pequeña para que pueda introducirse en ella, por lo tanto, al igual que anteriormente hizo la hembra, se deshace de la mayor parte de su cuerpo, inyectando lo que puede considerarse un vestigio de lo que era en el agujero. Lo que queda de este macho —una masa pardo rojizo espinosa con forma de torpedo y con una longitud de una cienmilésima de pulgada— se desliza en un canal palpitante, que lo conduce hacia el interior del cuerpo de la hembra. Se deshace de su revestimiento espinoso mientras se desplaza, y en diez horas llega al fondo del canal. Allí se fusiona con la hembra y empieza a fabricar esperma. Hay dos pozos como estos en cada Sacculina hembra, por lo que lleva consigo dos machos durante toda su vida. Estos fecundan continuamente los huevos, y cada pocas semanas, produce miles de nuevas larvas de Sacculina.
El cangrejo empieza a transformarse en una nueva clase de criatura, una que existe solo para servir al parásito. Ya no puede hacer ninguna cosa que pudiera estorbar el crecimiento de Sacculina. Deja de mudar y de crecer, ya que ambas actividades desviarían energía necesaria para el parásito. Los cangrejos pueden escapar de sus depredadores amputándose una pinza que posteriormente volverá a crecer. Los cangrejos parasitados por Sacculina pueden perder una pinza, pero no pueden hacer crecer una nueva en su lugar. Y mientras otros cangrejos se aparean y producen una nueva generación, los cangrejos que son parasitados lo único que hacen es comer y comer. Han sido castrados. El parásito es el responsable de todos estos cambios.
A pesar de haber sido castrado, el cangrejo no pierde su impulso maternal. Simplemente dirige su afecto hacia el parásito. Una hembra sana porta sus huevos fecundados en una bolsa situada en su parte inferior, y a medida que estos maduran, la madre limpia cuidadosamente la bolsa, raspando las algas y hongos que se puedan haber adherido. Cuando las larvas del cangrejo eclosionan y necesitan escapar, su madre busca una roca alta en la que posarse, y allí se mece para soltar los huevos de la bolsa en la corriente del océano, agitando sus pinzas en el agua para incrementar la corriente. El bulto que forma el Sacculina sobre el cangrejo está situado justamente donde estaría la bolsa de huevos del cangrejo, y la hembra trata el bulto creado por el parásito como si fuera su propia bolsa de huevos. Lo acaricia para mantenerlo limpio mientras las larvas crecen, y cuando están preparadas para emerger, las ayuda a liberarse en pulsos, disparando nubes densas de parásitos. A medida que expulsa estas nubes, agita sus pinzas para ayudarlas a dispersarse. Los cangrejos macho tampoco están a salvo del poder del Sacculina. Los machos suelen desarrollar un abdomen estrecho, pero los abdómenes de los machos infectados crecen tanto como los de las hembras, siendo lo suficientemente amplios para acomodar una bolsa de huevos o una protuberancia de Sacculina. Un cangrejo macho incluso llega a actuar como si transportara la bolsa de huevos de una hembra, limpiándola mientras las larvas de parásito crecen, balanceándose luego en el agua para soltarlas.
Solo el hecho de vivir en el interior de otro organismo —localizándolo, desplazándose por su interior, encontrando alimento y apareándose en su interior, alterando las células de su alrededor, burlando sus defensas— es un extraordinario logro evolutivo. Pero parásitos como el Sacculina hacen más; controlan a sus hospedadores, transformándose, de hecho, en su nuevo cerebro, y convirtiéndolos en criaturas nuevas. Es como si el hospedador solo fuera un títere, y el parásito fuera la mano que lo maneja.
Este arte de manejar títeres toma diferentes formas, dependiendo del parásito del que estemos hablando y de lo que necesita de su hospedador en esa etapa particular de su vida. Cuando un parásito se ha establecido en un lugar confortable de su hospedador, conseguir alimento es la primera orden del día. Una vez que el gusano del tabaco se ha quedado indefenso a causa de los virus de la avispa parásita Cotesia congregata, los huevos de la avispa están preparados para eclosionar y crecer. En lugar de simplemente absorber pasivamente el alimento de su alrededor, la avispa cambia el modo en que su hospedador come y digiere su comida. Cuantas más avispas haya en el interior de un hospedador dado, más crecerá este —hasta el doble de su tamaño habitual—. Y cuando la oruga come una hoja, la avispa altera la forma en la que la descompone. Normalmente, un gusano cornudo convertiría una parte de la hoja en grasa, una forma estable de energía que puede almacenar para la época en que ayune en el interior de su capullo. Pero cuando está infectado por las avispas, el gusano cornudo convierte su alimento en azúcar, una fuente inmediata de energía que el parásito usa para su rápido crecimiento.
Un parásito vive en una competición delicada con su hospedador por la propia carne y sangre de este. Cualquier energía que el hospedador use para sí mismo podría ir destinada al crecimiento del parásito. Sin embargo, sería una estupidez que un parásito cortara el acceso de energía a un órgano vital como el cerebro, dado que el hospedador ya no estaría capacitado para volver a encontrar comida nunca más. Por lo tanto, el parásito elimina las cosas menos importantes. Del mismo modo que la Cotesia congregata priva a la oruga de su almacenamiento de grasa, también neutraliza sus órganos sexuales. Las orugas macho nacen con grandes testículos, y canalizan un montón de energía procedente de los alimentos que comen para fortalecerlos aún más. Sin embargo, cuando una avispa parásita vive en el interior de un macho, los testículos se van marchitando cada vez más. La castración es una estrategia que han desarrollado un buen número de parásitos de forma independiente —el Sacculina se lo hace a los cangrejos, y los trematodos sanguíneos se lo hacen a los caracoles que invaden—. Incapaces de usar energía para fabricar huevos o testículos, para encontrar una pareja, o para criar a sus hijos, un hospedador se convierte, genéticamente hablando, en un zombi: un muerto viviente sirviendo a un amo.
Incluso las flores se pueden convertir en zombis por culpa de sus parásitos. Un hongo llamado Puccina monoica vive en el interior de algunas plantas de mostaza que crecen en las laderas de las montañas de Colorado. El hongo extiende sus zarcillos por todo el tallo de la planta de mostaza, alimentándose de los nutrientes que la flor extrae del cielo y del suelo. Para poder reproducirse, necesita tener un contacto sexual con un Puccina del interior de otra planta de mostaza. Para conseguirlo, el hongo detiene el crecimiento de las diminutas y delicadas flores de la planta y la fuerza a formar una especie de racimos con sus hojas creando unas brillantes imitaciones amarillas de sus flores. Estas falsificaciones son prácticamente exactas a cualquier otra flor que se pueda encontrar en las montañas, no solo bajo la luz visible, sino, también, bajo luz ultravioleta. Atraen a las abejas, que se podrán alimentar de una sustancia dulce y pegajosa que el hongo obliga a producir a la planta en las imitaciones de flores. El esperma y los órganos sexuales femeninos del hongo están en ellas, por lo que las abejas pueden fecundar los hongos mientras vuelan de una planta de mostaza a otra. Pero la planta propiamente dicha sigue siendo estéril.
No importa lo cómodo que esté el parásito alterando a su hospedador, más tarde o más temprano tendrá que abandonarlo. Algunos parásitos pasan al siguiente hospedador necesario para la siguiente etapa de su ciclo de vida, otros viven como adultos libres, y en muchos casos, el parásito orquesta una salida cuidadosa. Permitir que el hospedador siga con su vida normal puede significar la muerte para muchos parásitos. El gusano del tabaco suele mudar cinco veces para luego descender desde su planta hasta el suelo. Cava un par de centímetros en el suelo y forma su capullo, donde permanece hasta que emerge como polilla. Sin embargo, cuando estos gusanos son parasitados por la avispa Cotesia congregata, toman un camino diferente. Mudan solo dos veces, y nunca sienten la llamada para abandonar su planta. En lugar de eso, siguen masticando hojas, criando a sus parásitos hasta que las avispas están preparadas para salir. Entonces, el gusano se ralentiza, pierde su apetito y deja de comer. Parece ser que las avispas son las responsables de la anorexia, porque un gusano sano devoraría felizmente docenas de capullos de avispas.
Otra especie de avispa llega incluso más lejos, convirtiendo a su hospedador —la oruga del gusano de la col— en un guardaespaldas. Cuando las larvas de la avispa han madurado, paralizan al gusano de la col y se abren camino fuera de su abdomen. Luego tejen sus capullos debajo de la hoja. Sin embargo, incluso después de que las avispas hayan devorado los intestinos de la oruga y la hayan llenado de agujeros para escapar, el gusano de la col se recupera. No se arrastra; en lugar de eso, teje una red alrededor de las avispas para protegerlas de otros parásitos y se enrolla sobre sí mismo en la parte superior. Si algo perturbara a la oruga mientras monta guardia, esta arremetería contra la amenaza, mordiendo y escupiendo líquidos nocivos —en otras palabras, protegiendo los capullos—. Solo cuando las avispas emergen de sus capullos finaliza su deber con ellas, entonces se deja caer y muere.
Mientras que las avispas pueden vivir en tierra firme una vez que han abandonado a sus hospedadores, muchos otros parásitos necesitan llegar al agua. Hay, por ejemplo, nematodos parásitos, que viven como adultos libres en arroyos, donde se aparean y depositan sus huevos. Cuando eclosiona su descendencia, atacan a la larva de una efímera que vive cerca de ellos. Los nematodos atraviesan el exoesqueleto de la efímera y se hacen un ovillo en el interior de la cavidad corporal. Allí crecen mientras crece la efímera, absorbiendo su alimento. Las efímeras pasan una prolongada adolescencia de insecto en el agua, antes de que se transformen en unas criaturas delicadas, de alas largas. Los machos surgen del agua y forman grandes nubes que atraen a las hembras. Los nematodos surgen de manera invisible también en esas nubes en el interior de sus hospedadores.
Las efímeras macho y hembra se encuentran en ese enjambre. Abrazados, caen sobre la hierba y los juncos que hay a lo largo del arroyo, y se aparean. Se pueden diferenciar los sexos no solo por sus genitales (los machos tienen unos pequeños cercos que les sirven de ayuda en la copulación), sino también por otras partes del cuerpo, como por ejemplo los ojos: la hembra tiene ojos pequeños que apuntan hacia ambos lados, mientras que los del macho abultan tanto que llegan hasta la parte superior de su cabeza. Una vez que se han apareado, los machos ya han cumplido con lo que tenían que hacer en esta vida. Se alejan del arroyo volando perezosamente para encontrar un lugar en el que morir. Las hembras, mientras tanto, se abren camino corriente arriba para encontrar una roca prominente. Se arrastran debajo de ella y suben y bajan el abdomen para facilitar la puesta de sus huevos. Si la hembra transporta un nematodo en su interior, el parásito rompe el abdomen para escaparse y excava en la grava para encontrar un compañero de su especie, matando a su hospedador y abandonándolo.
La estrategia del nematodo tiene un fallo grande bastante obvio: si da la casualidad de que se ha colado dentro de una efímera macho, acabará en un pedazo de hierba. En lugar de volver al agua, morirá con su hospedador. El nematodo tiene una solución, una que recuerda al Sacculina: convierte al macho en una cuasi-hembra. Cuando un macho de efímera que esté infectado madura, nunca forma sus genitales con cercos, o ni siquiera sus grandes ojos. El nematodo consigue no solo que tenga un aspecto parecido al de una hembra, sino que además actúe como tal. En lugar de alejarse volando, se deja caer sobre el arroyo, llegando incluso tan lejos que intenta depositar unos huevos imaginarios mientras el parásito rompe su cuerpo y sale al exterior.
El nematodo necesita regresar al arroyo por dos razones: para pasar a la siguiente fase de su vida, y para estar en un lugar donde su descendencia sea capaz de encontrar por ella misma una efímera que invadir. Llegar al siguiente hospedador es una ferviente pasión común entre los parásitos, porque no existe otra alternativa: «Vive libre y morirás» es su lema. Un ejemplo espectacular de esto es el que nos proporciona un hongo que vive dentro de la mosca doméstica. Cuando las esporas del hongo contactan con una mosca, se pegan a su cuerpo y excavan una especie de zarcillos en el interior del cuerpo de la mosca. El hongo se dispersa así a lo largo del cuerpo de la mosca con unas raíces parecidas a las de Sacculina, con las que chupa los nutrientes de la sangre del hospedador, haciendo que el abdomen de la mosca se hinche a medida que el parásito crece. Durante unos pocos días la mosca sigue llevando una vida normal, volando desde el líquido derramado de un refresco a una deposición de vaca, usando su probóscide para absorber alimento. Pero más tarde o más temprano sentirá un impulso incontrolable de encontrar un lugar elevado, ya sea una brizna de hierba o la parte superior de una puerta de cristal. Extiende su probóscide, pero en este caso la usa como anclaje, pegándose a su nueva percha.
La mosca encoge sus patas delanteras, alejando así su abdomen de la superficie. Agita sus alas durante unos pocos minutos antes de detenerlas en posición vertical. Mientras tanto, el hongo saca sus zarcillos por las patas y el vientre de la mosca. En las puntas de los zarcillos hay unos pequeños bultos con esporas que cuentan con unos sistemas que actúan de resortes. En esta extraña posición, la mosca muere, y el hongo sale catapultado fuera del cadáver. Cada detalle de esta postura mortal —la altura, los ángulos de las alas y el abdomen— coloca al hongo en una posición ideal para dispersar sus esporas al viento, derramándolas sobre moscas que pasen por debajo de esa posición.
Y si esto fuera poco, a los logros de estos hongos hay que añadir que las moscas infectadas mueren siempre de este modo tan dramático justo antes del anochecer. Si el hongo madura hasta el punto de que ya puede fabricar esporas en mitad de la noche, no lo hace: detiene el proceso, esperando a que llegue el amanecer. Es el hongo, y no la mosca, el que decide no solo cómo morirá, sino cuándo —justo antes del anochecer—. Solo en ese momento el aire es lo suficientemente fresco...

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