La empatía
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La empatía

Entenderla para entender a los demás

Luis Moya Albiol

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La empatía

Entenderla para entender a los demás

Luis Moya Albiol

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Las personas más empáticas son, con mayor probabilidad, más felices. La empatía nos permite entender mejor a los otros y nos ayuda a alcanzar tanto el éxito personal en las relaciones con la familia y los amigos, como el profesional, favoreciendo que seamos más sensibles a las necesidades y deseos de aquellos con los que trabajamos.Con tantas ventajas, sin embargo, la empatía es un tema prácticamente inexplorado. Este libro, basándose en diversos estudios científicos, ayuda a comprender qué es y cómo funciona, para poder así entender a los demás, extendiendo sus beneficios a toda la sociedad; de hecho, educar en la empatía es el camino hacia la no violencia, porque favorece la tolerancia, la convivencia, el respeto yla solidaridad.En esta nueva edición ampliada y actualizada, el autor ofrece una serie de herramientas prácticas que ayudarán al lector a desarrollar su propia empatía y a fomentar la construcción de una sociedad más empática.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2018
ISBN
9788417376253
Edición
1

1. ¿Soy una persona empática?

Las referencias a la empatía están bastante extendidas en el lenguaje coloquial. Solemos emplear la frase «ponerse en la piel del otro». Algunas expresiones bastante utilizadas son «no me gustaría estar en su pellejo» o «me cuesta ponerme en su piel». Casi todos los idiomas cuentan con expresiones de este tipo. En inglés se dice «if I were in your shoes», y en italiano «mettersi nei panni di qualcuno». Pero ¿qué es exactamente ser empático? Decimos que alguien es empático cuando puede ponerse en el lugar de los demás, cuando tiene facilidad para comprender lo que sienten y piensan los otros. Así explicado parece simple y obvio, pero en realidad se trata de un complejo proceso psicológico de deducción, en el que la observación de los demás, la memoria, el conocimiento y el razonamiento se combinan para permitir la comprensión de los pensamientos y sentimientos de otras personas. Mientras que para algunos ser empático es algo sencillo, lo hacen de forma casi «innata», para otros resulta complicado y tienen que esforzarse para lograrlo. Casi todas las personas pueden aprender a ser más empáticas de lo que son.
«Cuanto más empático es alguien, utilizará mucho menos la violencia como forma de resolver los conflictos.»
Un hecho indicativo de su complejidad es la discrepancia y falta de acuerdo que ha habido en la comunidad científica a la hora de definir la empatía. Ha sido estudiada desde muchas disciplinas, como la Filosofía, la Teología, la Psicología y la Etología. El espectacular avance de la neurociencia durante la última década ha contribuido notablemente al conocimiento de cómo funciona nuestro cerebro. Ello ha supuesto que se haya dado «un gran empujón» a todo lo que sabemos sobre la empatía y su funcionamiento, aunque todavía hay falta de consenso sobre cuál es su verdadera naturaleza. Incluso se ha llegado a postular que nuestra capacidad de empatizar es el resultado de la selección natural, por lo que nuestro cerebro estaría diseñado para la empatía. Pero, siendo prácticos, a pesar de que no siempre haya acuerdo, los datos que nos aportan las investigaciones científicas son muy consistentes: muchas personas nos afligimos ante el dolor de otras y actuamos para intentar acabar con lo que provoca ese dolor, a pesar de que en algunas ocasiones supone un peligro para nosotros mismos. Imaginemos el caso de una persona a la que están agrediendo y a la que un desconocido intenta ayudar. O el de un niño que se está ahogando y alguien se lanza al mar a salvarlo a pesar del oleaje. En ambos casos intentar ayudar a esas personas y evitar su sufrimiento conlleva un peligro, pero no es un impedimento para hacerlo. Cuanto más empática es una persona más probable es que se exponga, a pesar de que pueda suponerle un perjuicio.
La primera mención al concepto de empatía fue realizada por Robert Vischer (1847-1933) en su tesis doctoral (1873), utilizando el término alemán Einfühlung, «sentirse dentro de». Este término fue promovido por Theodore Lips (1851-1914) para resaltar la imitación que algunas personas hacen de otras (posturas, formas de comportarse y expresiones faciales). Según su teoría de la compenetración, la percepción de la emoción de otra persona despierta en nosotros los mismos sentimientos. La investigación actual sobre el cerebro da la razón a su teoría. Ahora se presta mucha importancia a la empatía porque inhibe la violencia y hace que las personas se preocupen por el bienestar de los demás. Cuanto más empático es alguien más va a hacer por comprender y ayudar a otras personas, y utilizará mucho menos la violencia como forma de resolver los conflictos, ya que tendrá muy en cuenta la perspectiva y los sentimientos de los otros. En realidad, la empatía es fundamental para nuestro desarrollo moral y para la supervivencia, ya que permite comprender lo que sienten los demás y sobrevivir en el contexto social. Nadie se siente bien solo, ni sobreviviría sin poder interactuar con otras personas. Es por eso que tenemos la capacidad de ponernos mental y emocionalmente en el lugar de los demás. Podemos comprenderlos y ayudarlos, pero a la par podemos relacionarnos de forma satisfactoria, por lo que sacamos un beneficio claro al evitar así la soledad y el aislamiento.
¿Y de qué depende ser empático? Los estudios científicos revelan que de un conjunto de factores que además pueden interactuar entre sí. Hay una parte que «nos viene dada», y ahí desempeña su papel la genética y también cómo se han conformado algunas zonas del cerebro. Diversas sustancias químicas como la oxitocina también están relacionadas con la empatía. Incluso nuestros sentidos son importantes, tanto que las personas con un olfato más fino tienen de partida mayor capacidad para ponerse en la piel de los demás. El olor corporal de nuestros semejantes puede atraernos de algún modo y ayudarnos a sentir empatía. Pero no está determinado totalmente por la biología. Los factores biológicos tienen un peso importante, pero son casi siempre modificables por la educación recibida, las experiencias vividas y el ambiente en el que vivimos. Y digo casi porque hay algunos trastornos mentales que se caracterizan por una falta de empatía. Pero, aparte de esos casos, lo positivo es que se puede fomentar la empatía. Bien es cierto que cuanto antes se trabaje en ello más probable es que se pueda aprender esta capacidad, dado que el cerebro del niño se modifica con mayor facilidad y aprende más rápido. Pero, aun así, también aprende el cerebro adulto, lo que hace que se produzcan cambios en la química cerebral que a su vez asientan los comportamientos aprendidos. Por este motivo, la empatía es el resultado de una interacción de factores biológicos y ambientales, que están en constante cambio.

1.1. El contagio: del bostezo a las emociones

En multitud de ocasiones nos impregnamos de las emociones de nuestros familiares, amigos e incluso conocidos. Es lo que nos pasa cuando un hermano nos dice que va a tener un hijo o cuando un amigo nos cuenta que ha perdido a un familiar. En el primer caso sentimos alegría, mientras que en el segundo experimentamos tristeza. Nos impregnamos de sus emociones, al alegrarnos nos brillan los ojos, sonreímos, nos acercamos al otro, lo tocamos, nos erguimos y nos contagiamos de su buen humor. Ver la tristeza nos hace sentir abatimiento, incluso a veces nos contagia la postura, nos caen los hombros hacia delante e inclinamos la cabeza, nuestra mirada es triste, al igual que la expresión facial. En ambas situaciones se ha producido lo que llamamos «contagio emocional», porque hemos hecho nuestra la emoción de otra persona. Pero no es necesario que haya una emoción para que se produzca el contagio, puesto que puede darse ante comportamientos, expresiones e incluso actos reflejos como el bostezo. Nos entran ganas de bostezar cuando alguien lo hace, es lo que se llama el «reflejo del bostezo». De hecho, el bostezo no podemos controlarlo. Sólo el hecho de pensar en él puede hacer que se produzca, y muchos de vosotros al leer esta frase comenzaréis a bostezar. Tan anclado está que se supone que es uno de los actos reflejos más antiguos en los animales. De hecho, todos los mamíferos y la mayoría de los animales que tienen columna vertebral bostezan. Es el caso de las tortugas, uno de los animales más prehistóricos que existen en la actualidad.
«El contagio emocional no lleva necesariamente a la empatía, aunque podríamos decir que es su antecámara.»
El bostezo sigue siempre unas pautas: abrimos la boca, inspiramos con bastante profundidad, dejamos salir el aire inhalado y finalmente cerramos la boca. Lo hacen ya los recién nacidos; es más, los actuales sistemas de ecografías han mostrado que incluso los fetos bostezan en el tercer mes de gestación. El bostezo hace que nos sintamos bien, por lo que el deseo de hacerlo y no poder es bastante molesto. Bostezamos cuando estamos aburridos o tenemos sueño, y se ha comprobado que se relaciona también con el deseo sexual. Tanto es así que es desencadenado por los andrógenos y la oxitocina, sustancias relacionadas con la empatía. En muchas especies de animales en las que las hembras son receptivas sólo algunos periodos, los machos bostezan más. Sin embargo, en nuestra especie, donde las mujeres son siempre receptivas, bostezan por igual hombres y mujeres.
Cuando estamos en grupo podemos contagiarnos el bostezo unos a otros, basta con que alguien bostece para que todos empecemos a hacerlo. Y no ocurre de forma consciente, en realidad muchas veces no queremos que se produzca y tratamos de refrenarlo tapándonos la boca con la mano o apretando los labios y los dientes. Se trata por tanto de un comportamiento social que tiene una fuerte base biológica anclada en nuestro cerebro. Tanto es así que la parte social del bostezo podría servir como un indicador muy básico de empatía, utilizándolo incluso para entender lo que ocurre en algunas patologías caracterizadas por la imposibilidad de empatizar. Como he comentado, el bostezo espontáneo puede aparecer ya en fetos durante la gestación, pero el bostezo por contagio no se da hasta varios años tras el nacimiento. Se ha sugerido que se trataría de un proceso diferente, que ha evolucionado en los seres humanos de modo diverso y que es relativamente reciente en nuestra evolución. En un estudio se ha visto que el contagio del bostezo es mayor en función de la cercanía emocional, es decir, nos contagiamos más rápido y más veces de familiares y amigos que de conocidos y, por supuesto, que de extraños. Solemos empatizar más con las personas más cercanas, por lo que empatía y contagio del bostezo están íntimamente relacionados.
Al dar el salto a las emociones hay que destacar que el contagio emocional no lleva necesariamente a la empatía, aunque podríamos decir que es su antecámara. Se trataría de una forma básica de empatía basada en las interacciones cara a cara y en el lenguaje no verbal. En realidad supone que no pensamos en lo que hacemos, sino que simplemente lo imitamos. Es por ello que esta base de la empatía se da ya en los primeros momentos de la vida. En las maternidades de los hospitales, cuando un bebé empieza a llorar, su llanto se contagia al resto y todos lo hacen; parece que hay una gran sensibilidad a la llamada de socorro de otros miembros de similar edad de la misma especie. Pero no se trata de un instinto reflejo o una mera respuesta sin emoción, pues es un llanto vigoroso que se asimila al de los niños que padecen sufrimiento. Podría así entenderse que el llanto reactivo es un indicador de empatía que está ya formado en el momento del nacimiento. Los bebés pueden además imitar nuestros gestos; de hecho, poco después del nacimiento tienen una gran sensibilidad para las caras, pues distinguen rostros humanos, e incluso de monos. Algunos experimentos han mostrado que los recién nacidos centran más su atención en dibujos que simulan caras, como esquemas de puntos ordenados en forma de rostro con dos puntos que representan los ojos y otros cuantos la boca, que en otro tipo de dibujos con el mismo nivel de complejidad. Podemos reconocer caras en nuestra vida adulta gracias a lo que ocurre durante el desarrollo en los primeros meses de vida. Por esta razón es tan importante que los bebés puedan observar muchos rostros con diversas emociones y que incluso las exageremos, como se suele hacer de forma intuitiva. A menudo vemos cómo algunas personas gesticulan exageradamente cuando se dirigen a ellos, pues sienten que así les entienden mejor. Además, esto permite a los bebés aprender un repertorio emocional que será más amplio cuantos más adultos tengan contacto con ellos y más expresivos sean. Los neonatos se interesan sobre todo por la fisonomía de las personas que los cuidan, con quienes mantienen un contacto íntimo. Pero más tarde necesitan novedades, así que se interesan por extraños con los que pueden aprender y mantener relaciones sociales. Un estudio de la Universidad de Sheffield mostró que además la facilidad para distinguir caras se hace específica hasta para la etnia. Mientras que los bebés ingleses distinguían con facilidad caras de europeos, africanos, árabes u orientales a los tres meses, no eran capaces de hacerlo a los seis, pues sólo diferenciaban los rostros europeos de los orientales. Al llegar a los nueve meses sólo podían distinguir con facilidad entre rostros de su propia etnia. Ello es la base de lo que nos ocurre en la edad adulta: podemos identificar fácilmente cada rostro de nuestra propia etnia, pero puede costarnos más hacerlo cuando se trata de otras. Por este motivo muchas personas dicen que los rostros de personas de otras etnias les parecen todos iguales. Pero esta capacidad no es inmutable, se puede aprender y modificar, pues adultos que van a vivir a países donde la mayoría de la población es de otra etnia desarrollan la capacidad de diferenciar entre rostros.
«El sistema de neuronas implicado en la empatía aparece ya en el neonato, pero sólo se desarrolla si se estimula a través de la interacción social.»
Es a partir del segundo año de vida cuando comenzamos a liberarnos de las emociones adquiridas por contagio y se empiezan a experimentar emociones más elaboradas y complejas que podríamos decir ya que son empáticas. A los 18 meses de edad, los pequeños intentan consolar a los que lloran en alguna ocasión, por ejemplo, ofreciéndoles algo de comer o dándoles un beso. Pero es a partir de los dos años cuando estamos capacitados para compartir cosas, ayudar a los demás e incluso consolar a nuestros semejantes. Es consecuencia del desarrollo emocional y cognitivo; al madurar, los niños van aprendiendo a tomar la perspectiva del otro, de modo que pueden consolarlo cuando llora. De hecho, si pensamos en el desarrollo del cerebro, el sistema de neuronas implicado en la empatía aparece ya en el neonato, pero sólo se desarrolla si se estimula a través de la interacción social, porque los niños aislados o sin interacciones con otras personas tienen problemas para entender a los demás y empatizar, pudiendo ser por esto más violentos. Y es que las comunicaciones entre neuronas que no se utilizan se degeneran o atrofian. Entre los 12 y 14 meses, el bebé puede entender y anticipar las intenciones de aquello que observa, como por ejemplo que van a darle la comida cuando ve a su padre coger el biberón. A los 18 meses puede ya seguir las acciones de lo que se está haciendo e imitarlas conscientemente, como por ejemplo desbloquear una tableta para intentar pulsar el icono de la aplicación de su juego favorito. La imitación va desapareciendo con los años conforme aumenta la maduración y se forma la personalidad, para lo que es necesario el desarrollo de la corteza prefrontal. Esta parte del cerebro se ha desarrollado considerablemente en los humanos con el transcurso de la evolución; de hecho, es la que más nos diferencia del resto de los animales, incluso de los primates no humanos. Es fundamental en la empatía y la conducta social, pero también lo es en la conducta moral y la toma de decisiones. Esto nos muestra que de alguna forma hay ya una capacidad innata de empatizar, aunque en las primeras etapas de la vida es todavía muy rudimentaria. Este hecho se constató al estudiar a los niños criados en orfanatos, que habían tenido escaso contacto con adultos y no pudieron «contagiarse» de sus emociones, dado que mostraron dificultad en reconocer y expresar las suyas y una escasa o nula empatía.

1.2. Las neuronas espejo

Para intentar comprender lo que ocurre al contagiarnos de las emociones de otras personas, los investigadores han buscado las partes del cerebro y las neuronas que podrían estar implicadas. Y es por ello que se habla de las «neuronas espejo», nombre que se ha dado a las neuronas que se activan cuando observamos lo que hace, percibe o siente otra persona. Dicho de un modo sencillo, se trata de neuronas que reflejan lo que observan, por lo que se comportan como un espejo. Son, por ejemplo, las que se activan cuando vemos a alguien bailar o llorar. Estas investigaciones dieron un fuerte impulso al conocimiento de las bases neuronales de la empatía, aunque algunos científicos han mostrado sus reticencias respecto a su papel central en ella. Comenzaron a realizarse en los 90, en la Universidad de Parma, por Giacomo Rizzolati y su equipo de investigación. Trabajaron con monos, en los que vieron que el hecho de observar una acción en otro hacía que se activase la parte del cerebro relacionada con el control del movimiento, en concreto las neuronas espejo que se sitúan en la corteza premotora. ¿Y cómo lo hicieron? Pues implantando electrodos en las neuronas de esa parte del cerebro. En uno de sus experimentos acercaron por casualidad un caramelo al mono y observaron que el aparato de medición conectado a los electrodos marcó un incremento de la actividad a pesar de que estaba inmóvil. En realidad, el mono no se movió de su sitio, pero observó cómo lo hacía el experimentador, vio cómo cogía el caramelo. Algunas de las neuronas que se hubiesen activado al cogerlo el propio mono lo hicieron al ver cómo lo hacía el experimentador, en concreto las situadas en la corteza premotora. Y de ahí que se las llamase neuronas espejo, ya que se activaban no sólo cuando el mono se movía, sino también cuando observaba que otro lo hacía. O sea, son neuronas que permiten captar las intenciones de los demás, lo que es fundamental para la empatía. De alguna forma hacen posible que se pueda predecir lo que va a ocurrir y tratar de adivinarlo, aunque sea inconscientemente. El mono es capaz de actuar captando las intenciones de otro mono, por lo que si, por ejemplo, mueve la mano hacia una cuerda que le permite alcanzar la comida, el otro puede anticiparse tirando previamente de la cuerda. Como vemos, fue un descubrimiento fortuito (al igual que muchos de los que se han producido en la ciencia) que marcó el origen de multitud de investigaciones en todo el mundo que han permitido avanzar en la comprensión del funcionamiento cerebral de la empatía.
El descubrimiento de las neuronas espejo en el mono hizo que muchos investigadores se preguntasen si existirían también en el ser humano. Fue el siguiente paso, para lo que se utilizaron las técnicas de neuroimagen, como la resonancia magnética funcional, que permiten estudiar el cerebro humano in vivo. Estas técnicas ofrecen imágenes tridimensionales de cortes del cerebro a distintos niveles, desde el más superficial hasta el más profundo. Analizando los cambios que se producen en el flujo sanguíneo al realizarse una determinada tarea u observarla en otros, podemos inferir cuánto se ha activado esa parte concreta del cerebro. Los estudios indicaron que algunas áreas del cerebro se activan cuando observamos una acción en los demás, como por ejemplo coger un vaso con la mano. Así que parecía estar ya probado: las neuronas espejo existen en nuestra especie. Y nos permitirían inferir qué intención tiene la persona observada. Estas neuronas son las que nos permitirían manejarnos en el día a día, anticipándonos y adaptándonos a las previsiones que hacemos de las intenciones de los demás.
Cuando conducimos estamos realizando una compleja tarea que requiere que tengamos unas habilidades y destrezas motoras para ser hábiles al volante, que sigamos unas pautas de acción y entendamos unos símbolos, como un paso de cebra o un semáforo, o que tengamos la atención puesta en ir a un lugar concreto siguiendo unas normas (en muchas ocasiones, de modo inconsciente). Pero además requiere qu...

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