La Metamorfosis
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La Metamorfosis

Franz Kafka, Pilar Fernández Galiano

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  1. 128 páginas
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La Metamorfosis

Franz Kafka, Pilar Fernández Galiano

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Durante el otoño de 1912, en Praga, escribió Franz Kafka (1883-1924) La metamorfosis, la peripecia subterránea y literal de Gregor Samsa, un viajante de comercio que al despertarse una mañana "de un sueño lleno de pesadillas se encontró en su cama convertido en un bicho enorme". En pocos libros de Kafka queda tan explícito y tan nítido su mundo como en La metamorfosis, en la que el protagonista, convertido en bestia, sumido en la más absoluta incomunicación, se ve reducido cruelmente a la nada y arrastrado inexorablemente a la muerte. Otros escritos de Kafka desarrollan rigurosas variaciones paralelas, desmenuzan inexorables pesadillas, asignan obsesiones enigmáticas a personajes desorientados y vencidos, pero tal vez sea La metamorfosis la narración que mejor expresa al "hombre primordial kafkiano". De ahí que merezca la calificación unánime de obra perfecta y obra maestra, un texto decididamente superior en el panorama de la literatura universal del siglo XX.

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Información

Año
2009
ISBN
9788446037613
III
Aquella grave herida de Gregor, de la que tardó más de un mes en curarse –la manzana se le quedó incrustada en la carne, como un recuerdo visible de lo ocurrido, pues nadie se atrevió a quitársela–, pareció haberles recordado, incluso al padre, que Gregor, a pesar de su aspecto actual, tan deplorable y repugnante, seguía siendo un miembro de la familia y no se le podía tratar como a un enemigo sino que, por el contrario, era el deber de la familia aguantar, nada más que aguantar.
Y aunque la herida hizo que Gregor perdiera mucha movilidad, probablemente para siempre, y ahora necesitaba muchísimo tiempo para atravesar la habitación, como si fuera un anciano inválido –no había ni que pensar en trepar por las alturas–, a cambio de aquel empeoramiento de su estado recibió una compensación, en su opinión más que suficiente: todos los días, a la caída de la tarde, abrían la puerta del cuarto de estar; él solía apostarse una o dos horas antes en espera de que se abriera y entonces, en la oscuridad de su habitación, invisible desde el cuarto de estar, podía ver a la familia alrededor de la mesa iluminada y podía escuchar también sus conversaciones, gozando en cierto modo de la aceptación general; pero precisamente por ese motivo las conversaciones no eran las mismas de antes.
Desde luego, ya no se trataba de las animadas charlas de los viejos tiempos, que Gregor siempre había añorado en las míseras habitaciones de hotel, cuando muerto de cansancio se metía entre las húmedas sábanas. Ahora la mayoría de las veces estaban en silencio; después de la cena el padre se quedaba dormido enseguida en un sillón; la madre y la hermana se recomendaban silencio la una a la otra. La madre, inclinada debajo de la lámpara, cosía lencería para una tienda de modas; la hermana, que había conseguido un empleo de dependienta, estudiaba por las noches estenografía y francés, para tener alguna posibilidad de lograr un puesto más alto en el futuro. Alguna vez el padre se despertaba y, como si no supiera que se había pasado todo el rato durmiendo, le decía a la madre: «¡Hoy también coses mucho!», y se dormía otra vez inmediatamente, mientras la madre y la hermana intercambiaban una cansada sonrisa.
Haciendo gala de una rara obstinación, el padre se negaba tajantemente a quitarse su uniforme de ordenanza, incluso cuando estaba en casa; y, mientras que la bata permanecía colgada en el perchero inútilmente, dormitaba en su sillón habitual completamente vestido, como si estuviera siempre dispuesto a cumplir con su deber y esperara oír también allí la voz de su superior. En consecuencia el uniforme, que ya era de segunda mano, a pesar de los esmerados cuidados de la madre y la hermana, fue perdiendo en pulcritud, y con frecuencia Gregor se quedaba mirando extasiado durante toda la noche el lustroso uniforme lleno de manchas, con sus relucientes botones dorados, en el que el viejo dormía incomodísimo, pero, sin embargo, tranquilo.
En cuanto el reloj daba las diez, la madre despertaba al padre con dulces palabras e intentaba convencerle de que se fuera a la cama, pues allí no se descansaba como era debido y el padre necesitaba dormir, ya que entraba a trabajar a las seis. Pero con aquella terquedad que le caracterizaba desde que era ordenanza, se empeñaba siempre en quedarse un rato más a la mesa, aunque siempre acababa durmiéndose y después costaba enormes esfuerzos moverlo de allí para trasladarle a la cama. No importaba entonces que la madre y la hermana le apremiaran con pequeñas amonestaciones; él se pasaba un cuarto de hora sacudiendo pesadamente la cabeza con los ojos cerrados y no se decidía a levantarse. La madre le tiraba de la manga, le susurraba palabras cariñosas al oído; la hermana abandonaba su tarea para ayudar a la madre; pero todo era en vano. El padre se hundía cada vez más en su sillón. Solamente cuando las mujeres le agarraban por debajo de los brazos, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a la hermana y solía decir: «Vaya una vida. Ésta es la tranquilidad que le queda a uno en la vejez». Y se levantaba torpemente apoyándose en las dos mujeres, como si él solo no pudiera con su peso, dejando que le condujeran hasta la puerta; allí las despedía con un gesto y seguía por su cuenta, mientras que la madre y la hermana dejaban a un lado los útiles de costura y la pluma y corrían tras él ofreciéndole su ayuda.
¿Quién tenía tiempo en aquella familia, rendida de cansancio y agotada por el trabajo, para ocuparse de Gregor más de lo estrictamente necesario? El presupuesto de la casa era cada vez más reducido; habían despedido a la criada; mañana y tarde venía una asistenta enorme y huesuda, con una maraña de cabellos blancos que le flotaba alrededor de la cabeza, que atendía los trabajos más pesados; la madre se encargaba de las otras tareas, además de despachar sus encargos de costura. Llegaron incluso a vender algunas joyas de familia, que la madre y la hermana habían llevado siempre con gran satisfacción en fiestas y reuniones. Gregor se enteró de ello cuando en la charla nocturna anunciaron el precio obtenido por ellas. Pero el objeto constante de sus lamentaciones era la dificultad de dejar aquel piso, demasiado grande para sus medios actuales, pues no se podía ni pensar en trasladar a Gregor. Pero Gregor comprendía perfectamente que no era solamente la consideración hacia él lo que dificultaba la mudanza, pues le hubieran podido trasladar fácilmente en un cajón a su medida con unos cuantos agujeros para respirar; lo que amedrentaba principalmente a la familia a la hora de pensar en un traslado era quizá la completa desesperación en que se hallaban sumidos, y la convicción de que habían sido azotados por una desgracia como jamás se había conocido en el círculo de sus parientes y conocidos. No eran más que una pobre gente, que acarreaban con creces las vejaciones y servidumbres propias de su condición social. El padre le llevaba el desayuno al subalterno del banco; la madre confeccionaba ropa interior para extraños; la hermana corría de un lado a otro detrás del mostrador siempre a las órdenes de los clientes. Pero las fuerzas de la familia no daban para más. Y a Gregor empezaba a dolerle de nuevo la herida de la espalda cuando la madre y la hermana, después de llevar al padre a la cama, abandonaban su trabajo y se sentaban muy juntas, mejilla contra mejilla; cuando entonces la madre, señalando la habitación de Gregor, decía: «Cierra esa puerta, Grete», y cuando entonces Gregor se quedaba otra vez en tinieblas, mientras que allí al lado las mujeres mezclaban sus lágrimas o miraban fijamente a la mesa con los ojos secos.
Gregor se pasaba los días y las noches sin apenas dormir. A veces pensaba que cuando abrieran la puerta saldría y volvería a hacerse cargo como antes de los asuntos de la familia; ahora, después de mucho tiempo, volvía a pensar en el jefe y el apoderado, los dependientes y los aprendices, aquel lerdo mozo de almacén, dos o tres amigos de otros almacenes, el recuerdo efímero de una amante, una cajera de una sombrerería a la que había hecho la corte seriamente, pero con demasiada calma; todos ellos aparecían entremezclados con extraños o personas ya olvidadas, pero, en lugar de ayudarles a él y a su familia, eran completamente inaccesibles y se alegró cuando desaparecieron de sus cavilaciones. Pero entonces se ponía otra vez de mal humor y no sentía el menor deseo de preocuparse por su familia. Muy al contrario, se sentía lleno de ira por la negligencia con que le trataban, y a pesar de que no se le ocurría nada que le apeteciera y tampoco tenía hambre, planeaba cómo podría colarse en la despensa y una vez allí coger lo que en justicia le correspondía. Sin pararse siquiera a reflexionar cómo podría hacer más agradable la vida a Gregor, la hermana, antes de marcharse a la tienda por la mañana y al mediodía, empujaba apresuradamente con el pie cualquier cosa comestible en la habitación de Gregor y por la noche, sin detenerse a comprobar si la comida había sido solamente probada –cosa que ocurría con bastante frecuencia– o si ni siquiera la había tocado, la recogía de un escobazo. Hubiera sido imposible hacer la limpieza de la habitación, que ahora había sido relegada a la tarde, con mayor rapidez. Montones de suciedad se alineaban junto a las paredes; por todas partes se veían gigantescas bolitas de polvo e inmundicias. En los primeros tiempos, cuando entraba la hermana, Gregor se colocaba en el rincón donde había más suciedad acumulada, en señal de reproche. Pero hubiera podido permanecer allí semanas enteras sin que el comportamiento de la hermana se hubiera visto afectado; ella, desde luego, veía la porquería tan bien como él, pero estaba resuelta a dejarla donde estaba. Por otra parte, con una susceptibilidad completamente nueva y que había conmovido a toda la familia, ponía un cuidadoso empeño en que el arreglo de la habitación de Gregor le fuera reservado exclusivamente a ella. En cierta ocasión la madre se encargó de hacer una limpieza exhaustiva en la habitación de Gregor, que solamente consiguió llevar a cabo utilizando numerosos cubos de agua –además la excesiva humedad no le hizo ningún bien a Gregor, que quedó postrado en el sofá, inmóvil y lleno de amargura–, pero la madre también sufrió las desastrosas consecuencias. Pues apenas reparó la hermana aquella tarde en el cambio operado en la habitación de Gregor cuando, profundamente ofendida, corrió al comedor y, a pesar de la actitud suplicante de la madre, rompió a llorar convulsivamente, mientras que los padres –el padre, como es natural, se había levantado de su sillón asustado– al principio se miraban atónitos y sin saber qué hacer; entonces empezaron a reaccionar; a la derecha el padre reprochaba a la madre que no hubiera cedido a la hermana la limpieza de la habitación de Gregor; mientras que a la izquierda la hermana gritaba que nunca más tendría el derecho a limpiar la habitación de Gregor; en tanto, la madre intentaba arrastrar al padre, que se debatía presa de gran excitación, al dormitorio; la hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus frágiles puños; y Gregor, iracundo, emitía unos silbidos atronadores, pues a nadie se le había ocurrido cerrar la puerta para ahorrarle aquella lamentable y ruidosa escena.
Pero incluso aunque la hermana hubiera llegado a hartarse de su tarea habitual de ocuparse de Gregor, ya que el trabajo en la tienda la dejaba agotada, la madre tampoco hubiera necesitado entrar allí, y no por ello Gregor habría de quedar abandonado a su suerte. Aún quedaba la asistenta. Aquella viuda ya entrada en años, a quien su robusta constitución le había permitido soportar las mayores perversidades en el curso de su dilatada vida, no sentía la menor repugnancia por Gregor. Sin ánimo de curiosear, abrió una vez casualmente la puerta de la habitación, y a la vista de Gregor, que, cogido enteramente de sorpresa, comenzó a correr de un lado a otro, aunque nadie le perseguía, se quedó inmóvil y boquiabierta, con las manos cruzadas en el regazo. Desde entonces ningún día se olvidaba de abrir la puerta, mañana y tarde, una rendija, y echar una rápida mirada a Gregor. Al principio le gritaba también cosas para atraerle, y, probablemente, con intenciones amistosas, como, por ejemplo: «¡Ven aquí, escarabajo inmundo!» o «¡Vaya bichito que nos ha caído en suerte!». Gregor no contestaba a sus llamadas y permanecía inmóvil en su sitio, como si nadie hubiese abierto la puerta. ¡En lugar de permitir que aquella asistenta le molestara inútilmente a su antojo, podrían haberle ordenado que limpiara su habitación todos los días! Una vez, muy de mañana –una fuerte lluvia torrencial, quizá anunciando la primavera, golpeaba los cristales–, Gregor se enfureció tanto con el parloteo de aquella mujer que se volvió hacia ella en posición de ataque, cierto que lentamente y haciéndose el remolón. Sin embargo, la asistenta, en lugar de asustarse, levantó simplemente una silla cercana a la puerta y se quedó allí, con la boca abierta de par en par, y con el claro propósito de no volverla a cerrar hasta haber estrellado la silla en la espalda de Gregor. «¿Así que te rindes?», preguntó cuando Gregor se dio la vuelta, volviendo a colocar tranquilamente la silla en su rincón.
Gregor ya no comía casi nada. Sólo cuando casualmente se tropezaba con la comida que le habían preparado, daba un bocado y se lo dejaba un buen rato en la boca, por diversión y al final casi siempre lo escupía. Al principio pensó que lo que le impedía comer era la tristeza que le entraba al contemplar el estado en que se encontraba su habitación, pero lo cierto es que no le había costado ningún trabajo reconciliarse con el cambio que se había operado allí. Todo el mundo se había acostumbrado a meter en su habitación los objetos que no cabían en ningún otro sitio de la casa, y en aquellos momentos había montones de trastos, pues habían alquilado una habitación a tres huéspedes. Estos serios señores –Gregor pudo comprobar por una rendija de la puerta que los tres llevaban barba– eran extremadamente pulcros y ordenados, y aquel afán suyo de limpieza y pulcritud se extendía no sólo a su habitación sino, dada la circunstancia de que vivían realquilados en aquel lugar, a toda la casa, poniendo especial interés en la cocina. No soportaban los objetos innecesarios o cubiertos de polvo. Además habían traído consigo gran parte de los muebles que necesitaban. Por ese motivo sobraban muchas cosas y, si bien no eran vendibles, tampoco las querían tirar. Todas ellas iban a parar a la habitación de Gregor, al igual que el cajón de las cenizas y el cubo de la basura. La asistenta, que siempre iba muy atropellada, tenía por costumbre arrojar, sin más, a la habitación de Gregor todo lo que en aquel momento no se necesitaba; afortunadamente, la mayoría de las veces Gregor veía sólo el objeto en cuestión y la mano que lo sostenía. Quizá la asistenta tuviese la intención de recoger las cosas andando el tiempo y si la ocasión lo requería, o hacer un día limpieza general, pero el caso es que se quedaron allí, donde habían ido a parar en un principio, a no ser que Gregor las moviera de sitio en alguna ocasión, intentando abrirse paso entre aquellos trastos, pues ya no le quedaba espacio para arrastrarse. Primero, lograba que se tambalearan, pero después necesitaba un gran esfuerzo para moverlos, así que, tras aquellas correrías, deshecho moral y físicamente, se quedaba inmóvil durante horas y horas.
Como los huéspedes cenaban también algunas veces en el comedor de la casa, en aquellas ocasiones la puerta de Gregor permanecía cerrada. Pero para Gregor no suponía ninguna contrariedad, pues ya algunas noches, estando abierta la puerta, sin mostrar el menor interés y sin que la familia lo advirtiera, se había refugiado en el interior de la habitación. Pero en una ocasión la asistenta se dejó entornada la puerta de su habitación que daba al comedor, y así continuaba cuando entraron los señores por la noche y encendieron la luz. Se sentaron en un extremo de la mesa, donde antaño solían ponerse el padre, la madre y Gregor, desdoblaron las servilletas y empuñaron cuchillo y tenedor. Al momento apareció la madre en la puerta con una fuente de carne, seguida de la hermana, que llevaba otra fuente con una gran pila de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaron sobre las fuentes colocadas ante ellos, como si quisieran probarlo todo antes de comer y de hecho el que se sentaba en el medio y parecía ostentar la autoridad de entre los tres cortó un pedazo de carne en la misma fuente, sin duda para comprobar si estaba lo suficientemente tierna y no hacía falta devolverla a la cocina. Se mostró sat...

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