IV. Del Homo sucker al Homo sacer
El peligro al que Occidente se está exponiendo con su «guerra contra el terrorismo» fue, una vez más, claramente percibido por Chesterton, que en las últimas páginas de su obra Ortodoxia, la obra definitiva de propaganda católica, esboza el punto muerto al que llegan las críticas pseudorrevolucionarias de la religión: éstas comienzan por denunciarla como una fuerza opresora que amenaza la libertad humana: no obstante, al enfrentarse a ella, se sienten conminadas a renegar de la propia libertad, sacrificando así aquello que pretendían defender; la víctima última del rechazo teórico y práctico ateo de la religión no es la religión (que continúa su camino imperturbable), sino la libertad misma, supuestamente amenazada por la primera. El universo ateo radical, privado de la referencia religiosa, es el universo gris del terror y la tiranía igualitarista:
Los hombres que empezaron a luchar en contra de la religión para defender la libertad y la humanidad acabaron renunciando a la libertad y la humanidad si de este modo podía enfrentarse a la iglesia […]. Conozco a un hombre que demuestra tal pasión al probar que él carecerá de existencia propia en el más allá que acaba adoptando la postura de que carece de existencia propia en el presente […]. Conozco a gente que demostró que no podía existir un juicio divino tratando de probar que no puede existir el juicio humano […]. No admiramos, apenas excusamos, al fanático que destruye este mundo por amor al otro. ¿Pero qué decir del fanático que destruye este mundo por odio al otro? Éste ofrece en sacrificio al inexistente Dios la existencia misma de la humanidad. No ofrece sus víctimas en el altar, sino que se limita a demostrar lo errado del altar y lo vacío del trono […]. Con sus dudas orientales acerca de la personalidad, no nos aseguran que no tendremos una vida personal en el más allá; se limitan a asegurarnos que la que tendremos aquí no será excesivamente feliz o completa […]. Los laicistas no han destruido las cosas divinas, se han limitado, si es que esto les sirve de consuelo, a destruir las laicas.
Lo primero que hay que añadir a todo esto hoy en día es que lo mismo puede decirse de los propios adalides de la religión: ¿cuántos defensores de la religión comenzaron atacando ferozmente a la cultura contemporánea laica y acabaron renegando, ellos mismos, de la religión (perdiendo cualquier experiencia religiosa significativa)? Y ¿no es cierto que, de un modo estrictamente análogo, los guerreros liberales están tan ansiosos por luchar contra el fundamentalismo antidemocrático que acabarán echando por la borda la libertad y la democracia mismas en su afán de combatir el terrorismo? Sienten tal pasión por demostrar que el fundamentalismo no cristiano es la principal amenaza contra la libertad que están dispuestos a volver a retomar la postura de que debemos limitar nuestra propia libertad aquí y ahora, en nuestras así consideradas sociedades cristianas. Si los «terroristas» están dispuestos a destruir este mundo por amor al otro, nuestros guerreros contra el terrorismo están dispuestos a destruir su propio mundo democrático en aras del odio al otro musulmán. Alter y Deshowitz aman la dignidad humana hasta tal punto que están dispuestos a legalizar la tortura, máxima expresión de la degradación de la dignidad humana, con el propósito de defenderla.
¿No es válido esto mismo para el desprecio posmoderno hacia las grandes Causas ideológicas, hasta el punto de que en nuestra era postideológica, en lugar de intentar cambiar el mundo, debemos reinventarnos a nosotros mismos, la totalidad de nuestro universo, dedicándonos a nuevas formas de prácticas subjetivas (sexuales, espirituales, estéticas…)? Tal y como lo ha expresado Hanif Kureishi en una entrevista sobre su libro Intimacy: «Hace veinte años tratar de hacer una revolución y cambiar la sociedad era político, mientras que ahora la política se limita a dos cuerpos, que haciendo el amor en un sótano, pueden recrear el mundo en su totalidad». Frente a argumentos de este tipo, podemos apelar únicamente a la vieja lección de la Teoría Crítica: cuando tratamos de preservar la verdadera esfera íntima de la privacidad de la arremetida del instrumental/objetualizado intercambio público «alienado», la propia privacidad se transforma en una esfera absolutamente «mercantilizada» y objetualizada. El repliegue actual en la privacidad supone adoptar fórmulas de autenticidad privada propagadas por la reciente industria cultural, desde los cursillos sobre iluminación espiritual hasta el jogging y el body-building pasando por la adopción de las últimas tendencias culturales o de otro tipo. La verdad última del repliegue en la privacidad es una confesión pública de los secretos íntimos en un espectáculo televisivo; frente a este tipo de privacidad, deberíamos enfatizar que en la actualidad la única forma de romper con los imperativos de la mercantilización «alienada» es inventar una nueva colectividad. Hoy, más que nunca, se torna relevante la lección que podemos extraer de las novelas de Marguerite Duras: el camino –el único camino– para que una pareja logre una relación (sexual) personal plena no consiste en mirarse mutuamente a los ojos, sino en mirar juntos, de la mano, hacia el exterior, hacia un tercer punto (la Causa por la que ambas personas están luchando, en la que ambas se sienten involucradas).
El resultado final de la subjetivización global no es la desaparición de la «realidad objetiva», sino la desaparición de nuestra propia subjetividad, convertida en un frívolo capricho mientras la realidad social sigue su curso. Me siento tentado a parafrasear aquí la célebre respuesta que el interrogador dio a Winston Smith cuando éste puso en duda la existencia de Gran Hermano («¡Tú eres el que no existe!»): la respuesta adecuada a las dudas posmodernas acerca de la existencia del gran Otro ideológico es que es el propio sujeto el que no existe… No es de extrañar que nuestra era –cuya actitud básica aparece inmejorablemente encapsulada en el título del reciente best-seller de Philip McGraw, Self Matters, en el que se nos enseña cómo «crear la propia vida desde el interior»– encuentre su complemento lógico perfecto en libros con títulos tales como How to Disappear Completely: manuales que explican cómo eliminar todas las trazas de nuestra existencia previa para «reinventarnos» a nosotros mismos completamente. Aquí es donde se hace evidente la diferencia entre el Zen propiamente dicho y su versión occidental: la auténtica grandeza del Zen es que no puede ser reducido a un «viaje interior» hacia nuestro «verdadero ser»; el propósito de la meditación Zen es, por el contrario, un vaciamiento total del ser, la aceptación de que el ser no existe, de que no existe una «verdad interior» susceptible de ser descubierta. Éste es el motivo por el que los auténticos maestros Zen están plenamente justificados cuando interpretan el mensaje básico Zen (la liberación descansa en la pérdida del propio yo, en unirse inmediatamente con el vacío primordial) del mismo modo en que se jura fidelidad militar, para, acto seguido, cumplir órdenes y realizar la misión encomendada dejando a un lado las consideraciones sobre el yo y los intereses personales; es decir, la afirmación del cliché antimilitarista habitual según el cual los soldados son instruidos hasta alcanzar un estado de subordinación irreflexivo y ejecutar órdenes como si fueran ciegas marionetas, es idéntica a la enseñanza Zen. Así es como Ishihara Shummyo argumentó esto mismo en términos prácticamente althusserianos, como un acto de interpelación que comprende directamente al sujeto, pasando por encima de dudas histéricas o cuestionamientos:
El Zen es muy especial en cuanto a la necesidad de no detener la propia mente. Tan pronto como golpeamos un sílex, salta una chispa. No existe siquiera el más mínimo lapso de tiempo entre estos dos hechos. Cuando recibimos la orden de girar a la derecha, simplemente giramos a la derecha […]. Cuando se pronuncia nuestro nombre en voz alta, por ejemplo, «Uemon», debemos limitarnos a responder «Sí», sin detenernos a considerar el motivo por el que hemos sido llamados […]. Creo que si nos llamaran para morir, no deberíamos albergar la más mínima agitación.
Lejos de denunciar esta actitud como una perversión monstruosa, deberíamos percibir en ella una indicación del auténtico modo en el que el Zen se aparta de su reapropiación occidental, que lo reinscribe en la matriz del «descubrimiento del verdadero ser». La lógica de un «viaje interior», llevada hasta sus últimas consecuencias, nos enfrenta con el vacío de la subjetividad, abocando así al sujeto a asumir su propia desubjetivación; la paradójica conclusión pascaliana de esta versión radical del Zen es que puesto que no existe una substancia interior en la religión, la esencia de la fe es el decoro apropiado, el cumplimiento del ritual tal cual. Así pues, lo que el budismo occidental no está dispuesto a aceptar es que la víctima última del «viaje al interior de uno mismo» sea el propio yo.
En términos más generales, ¿no es esta lección idéntica a la de la Diálectica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer? Las víctimas últimas del positivismo no son las nociones metafísicas confusas, sino los propios hechos; la búsqueda de la secularización, el giro hacia la vida mundana, transforma esta misma vida en un proceso anémico «abstracto», y en ningún sitio es más evidente esta inversión paradójica que en la obra de Sade, donde la afirmación sin constricciones de la sexualidad, privada de los últimos vestigios de la trascendencia espiritual convierte la propia sexualidad en un ejercicio mecánico privado de la auténtica pasión sensual. ¿Y no se advierte claramente una inversión similar en el callejón sin salida al que se ven abocados los Últimos Hombres de hoy en día, individuos «posmodernos» que rechazan todo objetivo «elevado» como una forma de terrorismo y consagran sus vidas a la supervivencia, a una vida repleta de placeres menores cada vez más refinados y artificialmente excitantes/estimulantes? En la medida en que la «muerte» y la «vida» designan para san Pablo dos posiciones existenciales (subjetivas) y no dos hechos «objetivos», estamos plenamente justificados para formular la misma cuestión que él se planteó insistentemente: ¿quién está hoy realmente vivo?.
¿Y si estuviéramos «realmente vivos» únicamente cuando nos comprometemos con una intensidad excesiva que nos sitúa más allá de la «mera existencia»? ¿Y si, cuando nos centramos en la mera supervivencia, aun en el caso de que podamos calificarla como «pasarlo bien», lo que estuviéramos perdiendo fuera, en último término, la propia vida? ¿Y si el palestino que comente los atentados suicidas en el momento de volarse a sí mismo (y a otros) por los aires estuviera, en un sentido enfático, «más vivo» que el soldado estadounidense que toma parte de una guerra frente a la pantalla del ordenador, combatiendo contra un enemigo a cientos de miles de millas de distancia, o que un yuppie neoyorquino que hace jogging por el río Hudson para mantener su cuerpo en forma? O, en términos psicoanalíticos, ¿y si un histérico estuviera verdaderamente vivo en su permanente cuestionamiento excesivo de su existencia, mientras que un obseso encarnara el modelo mismo de optar por una «vida muerta»? En otras palabras, ¿no es el objetivo final de sus rituales compulsivos prevenir que «algo» suceda, siendo ese «algo» el exceso de la vida misma? ¿No es la catástrofe que teme el hecho de que, finalmente, algo le ocurrirá realmente a él o a ella? O, en términos del proceso revolucionario, ¿y si la diferencia que separa la era de Lenin del estalinismo fuera, una vez más, la diferencia entre la vida y la muerte? Hay un rasgo aparentemente marginal que aclara este punto: la actitud básica de un comunista estalinista es la de seguir la línea marcada por el partido frente las desviaciones de «derechas» o de «izquierdas»; dicho brevemente, dirigiendo una carrera media segura; para el auténtico leninismo, en un contraste evidente, sólo existe una desviación, la centrista, la de «jugar sobre seguro», evitando de forma oportunista el riesgo de «tomar partido» de un modo claro y excesivo. En 1921, por ejemplo, no se impuso una «necesidad histórica profunda» en el repentino giro que tomó la política soviética desde el «comunismo de guerra» hacia la «Nueva Política Económica»: fue únicamente un desesperado zigzag estratégico entre la línea izquierdista y la línea derechista, o como lo expresó Lenin en 1922: los bolcheviques cometimos «todos los errores posibles». Esta «toma de partido» excesiva, este permanente desequilibrio zigzagueante, es vida (política revolucionaria) propiamente dicha; para una persona leninista, la máxima expresión de la derecha contrarrevolucionaria es justamente el «centro», el temor de introducir un desequilibrio radical en el edificio social.
Es una paradoja propiamente nietzscheana que la mayor perdedora de esta aparente afirmación de la vida en contra de todas las Causas trascendentes sea, en realidad, la vida misma. Lo que hace que la vida «merezca ser vivida» es el propio exceso de vida: la conciencia de que existe algo por lo que alguien está dispuesto a arriesgar su propia existencia (este exceso puede recibir el nombre de «libertad», «honor», «dignidad», «autonomía», etc.). Sólo cuando estamos dispuestos a correr riesgos estamos realmente vivos. Chesterton argumenta esto mismo a propósito de la paradoja del coraje:
Si un soldado, rodeado por sus enemigos, pretende abrirse paso, necesita combinar un fuerte deseo de vivir con una extraña indiferencia hacia la muerte. No debe simplemente aferrarse a la vida, de hacerlo sería un cobarde, y no escaparía. No debe simplemente esperar a la muerte, porque entonces sería un suicida, y no escaparía. Debe procurar su vida con un espíritu de furiosa indiferencia hacia ella; debe desear la vida como si fuera agua y aun así beber la muerte como si fuera vino.
La posición supervivencialista «posmetafísica» de los Últimos Hombres acaba siendo un espectáculo anémico de la vida arrastrándose como su propia sombra. Es en este horizonte en el que deberíamos comprender el creciente rechazo hacia la pena de muerte en la actualidad: deberíamos ser capaces de discernir la «biopolítica» oculta que se esconde tras dicho rechazo. Aquellos que afirman la «sacralidad de la vida», defendiéndola frente a las amenazas de los poderes trascendentes que la parasitan, acaban habitando un «mundo supervisado en el que viviremos seguros y sin dolor, y tediosamente», un mundo en el que en virtud de su propia finalidad oficial –una vida prolongada y placentera– estarán prohibidos y estrictamente controlados todos los auténticos placeres (el tabaco, las drogas, la comida…). La película Salvar al soldado Ryan de Spielberg nos brinda el ejemplo definitivo de esta actitud supervivencialista frente a la muerte, al ofrecernos una presentación «desmitificada» de la guerra como una matanza sin sentido que no puede justificarse en modo alguno; la película, como tal, nos proporciona la mejor de las justificaciones posibles de la doctrina militar «sin-bajas-en-nuestro-bando» de Collin Powell. Aquí, no estamos confundiendo la «defensa de Occidente» fundamentalista cristiana y abiertamente racista y la versión liberal tolerante de la «guerra contra el terrorismo» que en último término pretende salvar a los propios musulmanes de la amenaza fundamentalista: a pesar de la importancia que pueda revestir dicha diferencia, finalmente ambas posturas quedan atrapadas en la misma dialéctica autodestructiva.
Y es sobre el fondo de este giro que subyace a la «biopolítica» donde deberíamos interpretar una serie de enunciados políticos recientes, que no tienen sino el aspecto de los deslices freudianos. En una ocasión en la que los periodistas preguntaron a Donald Rumsfeld acerca de los objetivos de bombardear Afganistán, éste respondió: «Bien, se trata de matar al mayor número posible de soldados talibán y miembros de al-Qaeda». Esta declaración no resulta tan evidente como pudiera parecer en un principio: el objetivo normal de una operación militar es ganar la guerra, forzar al enemigo a capitular, incluso la destrucción masiva es, en último término, un medio para lograr dicho fin… El problema de la franca declaración de Rumsfeld, como el de otros fenómenos similares, tales como el estatuto de los prisioneros afganos en la Bahía de Guantánamo, es que parecen apuntar directamente a la distinción que Agamben establece entre el ciudadano pleno y el Homo sacer, que, a pesar de estar vivo como un ser humano, no forma parte de la comunidad política. Éste es el e...