I. Los mitos de la modernidad: el París de Balzac
Balzac ha asegurado la constitución mítica del mundo a través de contornos topográficos precisos. París es la tierra que alimenta su mitología. París con sus dos o tres grandes banqueros (Nucingen, du Tillet); París con su gran médico, Horace Bianchon; con su empresario César Birotteau; con sus cuatro o cinco grandes cortesanas; su usurero Gobsek; con su variedad de abogados y militares. Pero por encima de todo, y es algo que vemos continuamente, es desde las mismas calles y esquinas, desde las pequeñas habitaciones y recovecos, de donde salen a la luz las figuras de este mundo. ¿Qué otra cosa puede significar esto sino que la topografía es el plano de este espacio mítico de tradición, como lo es de cualquier otro semejante, y que realmente se puede convertir en su llave?
Walter Benjamin
En La solterona, Balzac señala que los mitos modernos son más incomprensibles, pero mucho más poderosos que los anclados en tiempos remotos. Su poder procede de la manera en que habitan la imaginación, como realidades indiscutibles e incuestionables que surgen de la experiencia diaria, en vez de historias maravillosas sobre los orígenes y los legendarios conflictos del deseo y la pasión humana. Esta idea de que la modernidad debe crear necesariamente sus propios mitos fue posteriormente tomada por Baudelaire en su ensayo El Salón de 1846. En él buscaba identificar «las nuevas formas de pasión» y las «clases específicas de belleza» que constituían lo moderno, y criticaba a los artistas visuales de su época por su fracaso «en abrir los ojos para ver y conocer el heroísmo» que les rodea. «La vida de nuestra ciudad es rica en temas poéticos y maravillosos. Aunque no nos demos cuenta, estamos envueltos y empapados por una atmósfera de lo maravilloso». Invocando un nuevo elemento, «la belleza moderna», Baudelaire concluye su ensayo de esta manera: «Los héroes de la Ilíada son pigmeos comparados con vosotros, Vautrin, Rastignac y Birotteau» (personajes de Balzac), «y tú, Honoré de Balzac, tú eres el más heroico, el más extraordinario, el más romántico y el más poético de todos los personajes que has producido desde tus entrañas».
Ilustración 13. La representación que hace Daumier de la nueva rue de Rivoli en 1852, recoge algunas de las clarividentes descripciones de París que hace Balzac. Acosada por la «manía de construir» (se puede ver la piqueta al fondo), aparece como una «impetuosa corriente», como un «milagro monstruoso, un pasmoso engranaje de movimientos, maquinas e ideas» en los que «los acontecimientos y la gente caen unos contra otros», de manera que «incluso cruzar la calle puede resultar amedrentador».
Balzac pintaba en prosa, pero difícilmente se le puede acusar de fracasar en ver la riqueza y la poesía de la vida diaria que le rodeaba. «¿Podríais evitar dedicar unos minutos a observar los dramas, desastres, representaciones, los sucesos pintorescos que atrapan vuestra atención en el corazón de esta agitada reina de las ciudades?». «Mira a tu alrededor», mientras «recorres tu camino a través de esa gran jaula de estuco, esa colmena humana con arroyos negros marcando sus divisiones y sigue las ramificaciones de la idea que se mueve, se agita y fermenta en su interior». Antes de que Baudelaire hiciera público su manifiesto de las artes visuales; un siglo antes de que Benjamin tratara de desentrañar los mitos de la modernidad en su inacabado Libro de los pasajes, Balzac había colocado bajo el microscopio los mitos de la modernidad y utilizado la figura del flâneur para hacerlo. Y París, una capital a la que la burguesía estaba transformando en una ciudad del capital, estaba en el centro de su mundo.
El rápido y aparentemente caótico crecimiento de la ciudad a principios del siglo xix hizo que resultara difícil descifrar, descodificar y representar la vida de la ciudad. Distintos novelistas de la época lucharon para poner palabras a lo que la ciudad era, y cómo lo hicieron exactamente ha sido tema de estudios detallados. Registraron muchos datos sobre su mundo material y los procesos sociales que fluían a su alrededor. Exploraron diferentes maneras de representar ese mundo y contribuyeron a modelar la imaginación popular, en cuanto a lo que la ciudad era o podía llegar a ser. Consideraron alternativas y posibilidades, algunas veces de manera didáctica, como hizo Eugène Sue en su famosa novela Los misterios de París, pero más a menudo de manera indirecta, a través de sus evocaciones del papel de los deseos humanos en relación a las formas, instituciones y convenciones sociales. Descodificaron la ciudad y la volvieron legible, proporcionando maneras de comprender, representar y dar forma a procesos de cambio urbano que, aparentemente, eran incipientes y a menudo resultaban perturbadores.
La manera en que lo hace Balzac tiene mucho interés. París es el centro de muchas de sus obras, incluso podríamos decir que el personaje central de ellas. La comedia humana es una vasta, incompleta y aparentemente disparatada colección de escritos formada por unas noventa novelas y relatos, escritos en veinte años desde 1828 hasta su muerte (atribuida a tomar demasiado café) en 1850, a la edad de cincuenta y un años. Exhumar los mitos de la modernidad y de la ciudad en esta obra increíblemente rica, y a menudo confusa, no es una tarea fácil. En 1833 Balzac tenía la idea de reunir sus novelas bajo el título de La comedia humana, y en 1842 empezó un proyecto que dividía los trabajos en escenas de la vida privada, provincial, parisina, política, militar y rural, complementadas por una serie de estudios filosóficos y de análisis. Pero París aparece en casi todas partes, algunas veces sólo como una sombra proyectada sobre el paisaje rural, así que no hay más que seguir la pista de la ciudad allí donde se la encuentre.
La lectura de gran parte de La comedia humana como urbanista en vez de crítico literario es una experiencia totalmente extraordinaria. Revela toda clase de cosas sobre una ciudad y su geografía histórica que, de otra manera, quedarían ocultas. No cabe duda de que sus clarividentes visiones y representaciones tuvieron que dejar una huella mucho más profunda en la sensibilidad de sus lectores, que el resto de la literatura de su tiempo. Ciertamente contribuyó a crear un clima en la opinión pública que así podía entender mejor (incluso aceptar inconscientemente o con pesar) la economía política que subyace a la vida urbana moderna, dando así forma a las precondiciones imaginativas para las transformaciones sistemáticas que sufrió París durante el Segundo Imperio. El mayor logro de Balzac fue el diseccionar y representar las fuerzas sociales omnipresentes en las entrañas de la sociedad burguesa. Al desmitificar la ciudad y los mitos de la modernidad que la envolvían, abrió nuevas perspectivas, no solamente a lo que la ciudad era, sino a lo que podía llegar a ser. Igualmente resulta fundamental cómo revela muchos de los apuntalamientos psicológicos de sus propias representaciones, proporcionando una comprensión de los turbios juegos del deseo (especialmente dentro de la burguesía), que se pierden en la documentación sin vida de los archivos de la ciudad. La dialéctica de la ciudad y cómo se pudo formar el yo moderno, se encuentra por ello presentada, pues, sin tapujos.
El utopismo de Balzac
Para Balzac, el «único fundamento sólido de una sociedad bien regulada» depende del adecuado ejercicio del poder por parte de una aristocracia respaldada por la propiedad privada, «ya sea de bienes raíces o de capital». La distinción entre bienes raíces y capital es importante, ya que certifica la existencia de un conflicto, a veces fatal, entre la riqueza basada en la tierra y el poder del dinero. El utopismo de Balzac apela típicamente al primero. Lo que el teórico y crítico literario Fredric Jameson llama «el lugar común» del agitado mundo de Balzac se encuentra en la «suave y acogedora fantasía de la propiedad de la tierra como figura tangible del deseo de realización de una utopía». Allí se encuentra «una paz liberada del competitivo dinamismo de París y de las luchas económicas de la metrópoli, que todavía se puede imaginar en algún lugar apartado de la historia social inmediata».
Balzac evoca a menudo idílicas escenas campestres de sus primeras novelas, como El último chuan, en sus obras posteriores. Los campesinos, una de sus últimas novelas, comienza con una extensa carta escrita por un periodista monárquico, describiendo una idílica escena «arcádica» de un pueblo rural y sus alrededores contrastada con «el espectáculo de París, su incesante y emocionante drama y su horrenda lucha por la existencia». Esta idealización enmarca la acción de la novela y proporciona una perspectiva particular desde la que se pueden observar e interpretar las estructuras sociales. En La piel de zapa, el motivo utópico se traslada al centro del escenario: Raphael de Valentin, buscando el reposo que prolongue su amenazada vida, «sintió una necesidad instintiva de acercarse a la naturaleza, a la sencillez de la vivienda y a la vida vegetativa a la que tan rápidamente nos rendimos en el campo». Necesita los poderes reconstituyentes y rejuvenecedores que solamente puede proporcionar la proximidad con la naturaleza. Encuentra «un lugar donde la naturaleza, tan alegre como un niño jugando, parecía haber disfrutado en esconder su tesoro», y cerca de allí se topa con
una modesta casa de granito y madera. En armonía con el lugar, el tejado de paja de esta cabaña era alegre, con musgos y una hiedra florecida que engañaba sobre su antigüedad. Una delgada columna de humo, demasiado fina para molestar a los pájaros, se levantaba desde la ruinosa chimenea. Enfrente de la puerta había un gran banco colocado entre dos grandes matorrales de madreselva, cubiertos de flores rojas de dulce aroma. Las paredes de la casa apenas quedaban visibles bajo las ramas de las parras y las guirnaldas de rosas y jazmines que crecían según sus propios caprichos. Despreocupados de esta rústica belleza, sus habitantes no hacían nada por cultivarla y dejaban a la naturaleza a su élfica y virginal armonía.
Los habitantes no son menos bucólicos:
El ladrido de los perros hizo salir a un robusto niño que se quedó con la boca abierta; después vino un anciano de pelo blanco y complexión mediana. Los dos encajaban con su entorno, con la atmósfera, las flores y la cabaña. La buena salud se desbordaba en medio de la exuberancia de la naturaleza, dando a la infancia y a la vejez su propio estilo de belleza. De hecho, todas las formas de vida mostraban el despreocupado hábito de la satisfacción que reinó en los primeros tiempos; burlándose del discurso didáctico de la filosofía moderna, también servía para curar el corazón de sus turbulentas pasiones.
Ilustración 14. Daumier se reía con frecuencia del utopismo bucólico de los burgueses. Aquí el hombre orgullosamente señala lo bonita que se ve desde aquí su casa de campo, añadiendo que el año que viene la piensa pintar de verde manzana.
Las visiones utópicas de este tipo funcionan como un modelo sobre el cual se juzgan todas las demás cosas. Por ejemplo, en los momentos finales de la orgía de La piel de zapa, Balzac cuenta cómo las jóvenes presentes, a pesar de estar endurecidas por el vicio, recordaban desde que se levantaban los lejan...