III. La configuración de dos campos culturales antagónicos
El conflicto se prolonga, las tensiones internas emergen
A medida que la guerra se desarrollaba y arrasaba con la idea de un conflicto civilizador que habían esgrimido muchos intelectuales durante sus primeros meses, algunos países neutrales comenzaron a tomar partido y se fueron uniendo a los bloques contendientes. El Imperio otomano había optado por las potencias centrales a finales de octubre de 1914, mientras que Bulgaria hizo lo propio un año después. A los aliados, tras la rápida entrada de Japón pocos días después del inicio de las hostilidades, se sumaron Italia en abril de 1915, Portugal, en marzo del año siguiente, y Rumanía, en agosto. Más tarde, otros países, como Grecia, contribuyeron al crecimento de este bloque. En pocos meses, se pasó de la guerra de movimientos a la guerra de posiciones, y el conflicto se convirtió en una inmensa maquinaria que desplegó un nivel de violencia y brutalidad hasta entonces desconocido en Europa. En el frente occidental, los ejércitos se establecieron a lo largo de cientos de kilómetros, y las trincheras se convirtieron para muchos jóvenes en auténticas trampas mortales, en las que perecieron ahogados, por enfermedades o por los proyectiles del enemigo. En este contexto, la conflagración enfrentó a los soldados no solamente a los horrores de una nueva lucha industrializada, sino también a la evidencia de que sus propios mandos militares no eran capaces de alcanzar los objetivos que se habían impuesto en los días de las masivas movilizaciones. Así, la guerra corta se convirtió en un mito. Sin embargo, durante 1915 los frentes internos se mantuvieron estables y relativamente cohesionados –siempre bajo la vigilante coacción estatal–, y las disidencias y las críticas a las políticas de los países beligerantes fueron más bien minoritarias, tal como se hizo evidente en la conferencia de Zimmerwald de septiembre.
Sin embargo, los efectos de la guerra empezaron a ser evidentes en España. En el aspecto económico, el país se vio dramáticamente transformado. Gracias a la neutralidad, que le dio la capacidad de abastecer a los dos bandos por igual, España experimentó su primer despegue industrial. Casi todos los sectores, y especialmente el textil, se vieron favorecidos por la avidez del mercado exterior. Simultáneamente, la competencia extranjera quedó anulada en el mercado interior y se abrieron nuevos mercados exteriores. Con unas exportaciones en franca expansión y unas importaciones que se redujeron notablemente, la balanza comercial registró una época de beneficios extraordinarios. El crecimiento económico fue asombroso y empresarios, financieros y agricultores se aprovecharon de él. La producción agrícola creció un 27 por 100 entre 1913 y 1917. También la banca vivió una fase de expansión desconocida, y entre 1916 y 1920 llegó a duplicarse el número de entidades. Por todo ello, los años de la Gran Guerra fueron una especie de «edad de plata» de la economía española.
Como parte de esta situación, también aumentó la cantidad de dinero en circulación y, con ello, la peseta perdió la mitad de su poder adquisitivo y la inflación comenzó a dispararse al punto de que entre 1913 y 1918 el índice de precios ascendió de 100 a 218, mientras que el de salarios lo hizo de 100 a 125. La inflación, un 22 por 100 anual durante los años de la guerra, afectó especialmente a los sectores más pobres y estuvo acompañada del desabastecimiento de productos básicos. Además, el desarrollo industrial se fue produciendo de manera desigual y el crecimiento acabó beneficiando básicamente a unas regiones, Cataluña y el País Vasco, que devinieron focos de atracción para los emigrantes del campo que se dirigieron desde el sur hacia el norte. La escasez, el desabastecimiento y la miseria condujeron a que este periodo de auge económico fuese también una época de crisis y escasez para un sector mayoritario de la población española.
En este escenario, no fue fácil para el gobierno conservador de Eduardo Dato cumplir con la declaración de neutralidad en todos sus términos. Las Cortes se clausuraron en febrero. A medida que los meses iban pasando y la proyección de una guerra breve se desvanecía, resultó cada vez más difícil determinar cuándo la libre expresión de las preferencias derivaba en exaltación de alguno de los contendientes. Tampoco podía preverse dónde estallaría el conflicto. A diferencia de lo que se ha pensando muchas veces, la guerra no solamente devino unos de los ejes centrales del debate intelectual, sino que también se convirtió en una fuente de enfrentamientos sociales. Los testimonios abundan. Tal como recoge el Diario de Sesiones de las Cortes de los primeros meses de 1915, una representación del Lohengrin de Wagner en el Liceo de Barcelona podía originar una sonora pitada de los aliadófilos para después convertirse en una batalla campal, o una misa en La Coruña podía acabar convertida en un mitin germanófilo si el párroco recordaba los muertos en el frente. La crispación fue tal que llegaron a suspenderse las funciones de teatro que pudieran alterar el orden y se prohibió la proyección de películas y noticiarios en los que se hiciera referencia a las potencias en guerra. Sin embargo, pese a este clima que complicaba cada vez más el mantenimiento de la «estricta neutralidad», no fue hasta la segunda mitad de 1915 cuando los campos germanófilo y aliadófilo se constituyeron y enfrentaron con verdadera tensión. Como planteó Luis Araquistáin en las primeras páginas de Entre la guerra y la revolución. España en 1917, este proceso se dividió en tres fases: un estadio inicial en el cual el conflicto se seguía como si fuera un juego y la gente llegaba incluso a hacer apuestas por el resultado; un segundo periodo, que fue crucial, comenzó en 1915 cuando los españoles comenzaron a tomar partido; y una fase final y activa, que se hizo evidente hacia 1916, dominada por el estallido de la agitación y la movilización en torno a la cuestión de la neutralidad.
Durante los primeros meses de 1915 comenzó a configurarse un escenario de bloques antagónicos en los cuales los partidos políticos se situaron con mayor claridad que antes y se empezó a distinguir que las opciones asumidas frente al conflicto europeo estaban directamente vinculadas a los múltiples (y a menudo discordantes dentro de cada bloque) proyectos políticos. Así lo destacó el hispanista Albert Mousset «todo el mundo dice que la opinión española se encuentra dividida frente al conflicto europeo en relación con sus afinidades políticas». Uno de los que mejor comprendió la capacidad que tenía la guerra para modificar la política interior fue Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones. Al menos, así lo dio a entender el 18 de abril en un discurso pronunciado en Palma de Mallorca. El objetivo era analizar la situación de su partido, su relación con el gobierno y su orientación política. Pero la relación entre la situación interior y la política exterior era tan estrecha que una no podía tratarse sin hacer referencia a la otra.
Partiendo de la idea de que siempre había entendido «la neutralidad como compatible con nuestras anteriores amistosas inteligencias», el líder del Partido Liberal expuso que la posición de España debía derivarse de su relación con Marruecos, ya que «por el problema del Mediterráneo nos está impuesta la política de inteligencia con aquellas naciones con las cuales, desde el comienzo del reinado de Alfonso XIII, hemos mantenido relaciones más directas». Romanones pensaba que la guerra ofrecía a España la posibilidad de expandir sus posesiones en Marruecos y, por ello, afirmó que Tánger debía ser una aspiración nacional. Evidentemente, lo que hacía aquí era establecer una relación directa entre los acuerdos de Cartagena firmados por Antonio Maura y la política que debía seguirse en este momento. Así, a pesar de que continuaba con su insistencia en que España se mantuviera leal a la línea de política internacional adoptada antes de 1914, intentaba reducir su radicalidad. La razón era evidente: buscaba suceder a Dato en el poder y para ello necesitaba de todo un Partido Liberal que había resultado sacudido por sus primeras manifestaciones críticas con la neutralidad oficial. Era, en resumen, un llamado a entender en toda su profundidad la relación entre la guerra y la política española, «todos los ciudadanos deben ser combatientes, a ninguno le es lícito desertar del campo donde la opinión se forja. En la vida política como en la guerra, los que desertan deben ser despreciados».
Unos días después, el 21 de abril, Antonio Maura repitió el mismo argumento en el Teatro Real de Madrid. Su intervención produjo tanta expectación como la de Romanones. En relación con la guerra, realizó una reivindicación de su papel en todas las negociaciones que acabaron en los acuerdos de Cartagena de 1907 y rápidamente descartó la posibilidad de una adhesión a las potencias centrales que era esperada por algunos sectores de las derechas españolas:
España tiene comunidad de intereses con Francia e Inglaterra, y respetando todas las opiniones, recomiendo a los que opináis sobre otras alianzas que integren la propia personalidad española, que cuando se tenga fuerza para resistir, se podrá deliberar y tratar; pero hoy subsisten las cosas como en 1907, y los pactos de Cartagena son tan oportunos hoy como cuando se firmaron.
Sus argumentos, centrados en la situación geográfica y económica de España, no estaban lejos de los de Romanones, pero se aferraban a dos elementos con mucha más fuerza. El primero hacía referencia a la importancia de una unión entre el Estado y la nación en la defensa de sus intereses: «España no debe tener en estos momentos otra voz que la de su gobierno; gobierno y nación se necesitan ahora recíprocamente». La división de simpatías frente al conflicto había vuelto a dividir a la sociedad, y esto era intolerable, pues así se perdía una oportunidad inmejorable para potenciar la nación y eliminar las barreras internas, tal como sucedía en los países contendientes. Pero esto no debía interpretarse como una aspiración a la inacción. Por el contrario, la política de la neutralidad era una «perogrullada» y se hacía necesaria una política activa y regeneradora que, a pesar de la imposibilidad de participar militarmente en el conflicto, interviniese en él desde un punto de vista propio con una política que hiciera desaparecer la sensación de abulia que impregnaba el país. El segundo de los elementos tenía como eje la centralidad que debía asumir la cuestión de Tánger, un territorio al cual España no podía renunciar bajo ningún punto de vista. Maura no fue el último en plantear esta cuestión, también lo hicieron Manuel González Hontoria, que había sido secretario en el Ministerio de Estado, Juan Pérez Caballero, antiguo ministro de Estado, y el propio monarca, Alfonso XIII. De hecho, la cuestión de Marruecos, las posesiones españolas en Tánger y Gibraltar y las políticas de alianzas con las potencias europeas fueron uno de los ejes por los cuales discurrieron los debates entre germanófilos y aliadófilos.
En este contexto dominado por la clarificación de las tomas de posición frente a la guerra, Melquíades Álvarez fue asumiendo una postura de apoyo cada vez más explícito a los aliados. El 1 de mayo de 1915, declaró, en Granada, que la posición neutral del Estado debía mantenerse, pero, puntualizó, cada vez era más necesario incorporar m...