Sin salvación
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Sin salvación

Tras las huellas de Heidegger

  1. 272 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Sin salvación

Tras las huellas de Heidegger

Descripción del libro

"Sólo un Dios puede salvarnos", rezaba el titular de la entrevista a Heidegger realizada por Der Spiegel en 1966 y publicada diez años después, a los pocos días de su muerte. En clara alusión a esta frase, Peter Sloterdijk reúne en Sin salvación diez magníficos ensayos en los que trata de situar la filosofía de Heidegger en la historia de las ideas, comparándolo con otras figuras y corrientes intelectuales de referencia. Asimismo, se propone seguir las huellas de su pensamiento aplicando sus propuestas a los problemas filosóficos del presente. El famoso ensayo de Sloterdijk "Reglas para el parque humano. Una respuesta a la Carta sobre el humanismo de Heidegger", que generó una fuerte polémica en Alemania con pensadores de la talla de Habermas, se presenta aquí por primera vez en su contexto original, en el marco de una concepción más amplia de la humanidad y de la técnica que aparece desarrollada en otros escritos como "Alétheia o la mecha de la verdad", "La humillación por las máquinas", "La época (criminal) de lo monstruoso" y "La domesticación del Ser" (todos ellos publicados en este volumen), lo que permitirá sin duda una mejor comprensión de sus ideas. Con su habitual estilo provocador y una escritura deslumbrante, Sloterdijk ofrece también una aguda semblanza del pensador rumano E. M. Cioran, a quien caracteriza de manera sorprendente como un "oscuro doble de Heidegger".

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Información

Año
2011
ISBN del libro electrónico
9788446040293
Edición
1
Categoría
Filosofía
III. La domesticación del ser
(Por una clarificación del claro)
Situaciones extremas
Las siguientes reflexiones pueden entenderse como una variación sobre la frase de Heidegger: «El entendimiento vulgar no ve el mundo, atrapado como está en el puro ente»1, una frase que en su laconismo no sólo expresa la desacreditada y no fácil de entender «diferencia ontológica», sino que también hace recordar la guerra, nunca finalizada desde los tiempos de Platón, entre la filosofía y el pensamiento «ordinario». Las dos capas de significado de la frase de Heidegger son evidentmente inseparables. Si la reflexión filosófica sólo es posible en oposición al uso ordinario del entendimiento, está obligada por su propio interés a apartarse de la ocupación con los entes particulares y pensar el mundo en su ser-mundo en general. Si, atrapados en el puro ente, no vemos el mundo, es porque de lo dado, de los fenómenos, casi nunca miramos lo que da, el Ser. El viraje filosófico del intelecto no se reduciría así a lo que con Husserl se ha llamado el «retroceder» o la epojé, a las vacaciones lógicas que suspenden el trato rutinario con las cosas, los hechos y las ideas; más bien presupone un modo de visión extático que pasa de los datos particulares al acontecer de la donación del mundo en su totalidad. Esta mirada de conjunto al acontecer de la apertura no se aprende con reglas discursivas, y apenas arraiga en situaciones académicas. Es, por su naturaleza, más propia del ámbito de los estados anímicos que de las exposiciones, y por eso no se puede transmitir tanto por enseñanza como por reorientación de la mente. El momento filosófico es, como el musical, un estremecimiento que se apodera del que lo siente. En el verdadero pensamiento se piensa un peligro.
El pensamiento receptor de la lección heideggeriana posee ciertamente las características de un estudio. Más aún: es una escuela del éxtasis en la que se opera una reorientación mental desde la actividad media de la inteligencia al estado de excepción filosófico. Que lo escolar no sea en verdad compatible con lo extático era una de las extrañas premisas de la enseñanza que Heidegger impartía como el más inquietante de los profesores de su materia. No es casual que en su fase temprana, cuando la introducción a la filosofía era para él iniciación en el putsch, recalase en la angustia y el tedio –la angustia, porque desvulgariza al sujeto común mediante la pérdida del mundo, y el tedio porque consigue un resultado similar mediante la pérdida de sí mismo, y ambos juntos porque llaman a la existencia cotidiana al descarrilamiento e inducen en ella la disposición a meditar sobre el lado tremendo de la situación fundamental, que es el ser-en-el-mundo como tal. Por eso, el camino hacia el pensamiento filosófico sólo pasa por lo que la tradición religiosa llama temor y temblor, o por lo que en el lenguaje político del siglo xx se denomina estado de excepción. La filosofía entendida como meditación sobre el estado de excepción o lo portentoso es una magnitud antiescolástica. Pues la escuela encarna el interés por estados normales, y su orientación es directamente antifilosófica cuando enseña la filosofía como especialidad. En su estado escolar, la filosofía simula una normalidad que al pensamiento verdadero se le antoja imposible. El «pensar», tal como Heidegger lo entiende, no es sólo un ejercicio del éxtasis en el sentido existencial, o una reflexión sobre el «Ser»; se realiza sobre todo mediante la evasión, que constantemente ha de llevar a cabo, de cada estado escolar alcanzado. El paradigma de esta evasión es la ruptura con la que es la quintaesencia de la filosofía escolar, el platonismo, que cada generación moderna de pensadores debe nuevamente efectuar. Con razón observa Heidegger que, cuando quiso constituirse en una actividad teórica, la filosofía platónica se había ofrecido ya a organizar técnica y escolásticamente el olvido del Ser. Al fundar la primera escuela, puso a salvo a la filosofía y, en el mismo acto, la traicionó a ella o a su causa, no sólo por restringir la «verdad» a la visión de formas eidéticas, sino también por dejar en escolar reposo la referencia extática del hombre a lo abierto del mundo.
No me propongo hacer aquí un examen detenido de la intención de Heidegger de evidenciar que ya en la constitución platónica de la filosofía hay un elemento causante de un extravío y de la entrada en el nihilismo2. Me basta con señalar que Heidegger radicalizó el tópico, proveniente de Platón y Aristóteles, de que el origen de la filosofía y de la ciencia está en el asombro –thaumazein–, de una manera que puede considerarse sintomática de la metamorfosis del pensamiento filosófico en las primeras décadas del siglo xx. Heidegger modernizó el asombro convirtiéndolo en espanto, y de ese modo asentó la filosofía entera sobre un afecto lógico más sombrío. La hizo salir del asombro racional del cómo o del de dónde, que tradicionalmente fue el hermano de la curiosidad, y al que se consideró el primer arresto para la búsqueda de las razones de fenómenos admirables. En el concepto del asombro late la «destinación» de la razón europea, que va desde la devoción medieval del intelecto hasta la expulsión del asombro del saber moderno3; hasta el siglo xx, el asombro era mimético del terror, y desembocaba en la meditación de lo tremendo. Heidegger ostenta un asombro radicalizado, prerracional, del que... [daß], suscitado por la oquedad [Un-Datum] del mundo. Tal asombro se pliega, más allá de la pregunta por las razones de lo concretamente prodigioso, sobre el abismo del «prodigio de los prodigios»: que lo ente sea.
Para el historiador de las ideas es evidente que la exacerbación ontológica del asombro no puede no tener relación con las interrupciones catastróficas de la vida en la era de las guerras cosmopolitas; ella proporciona fundamentación existencial a la irrupción de las revisiones a que fueron sometidas las concepciones del mundo de la modernidad. Si el asombro del siglo xx se tiñó de extrañeza y espanto, fue porque las conmociones de los tiempos se propagaron hasta lo más íntimo del discurso filosófico, aunque no es fácil de explicar cómo acaeceres en las series de comportamientos atroces pudieron transponerse en acaeceres en las series de discursos profundos. Lo cierto es que las detonaciones de las batallas del Marne y de Verdún continúan oyéndose en las exposiciones de la fenomenología de Marburgo y de Friburgo, y los gritos en las cámaras de tortura de la Gestapo penetraron hasta en los conceptos fundamentales del existencialismo; las monstruosidades de las políticas de exterminio en Alemania, Rusia y Asia obligaron después de 1945 a algunos pensantes a preguntarse cómo tornar, a la vista del semejante alcanzado o amenazado por la acción exterminadora, el pensamiento del Ser en pensamiento de la responsabilidad.
Debemos a Jean-Paul Sartre las palabras más claras sobre la impregnación, conscientemente asumida, del pensamiento contemporáneo por el terror de las situaciones. En su ensayo Qu’est-ce que la littérature?, de 1947, Sartre hablaba por toda una generación de escritores que trabajaron bajo el hechizo del terror, cuando aseguraba: «No es ni yerro ni mérito nuestro el que viviéramos en una época en la que la tortura era una práctica cotidiana». De la resonancia con el horror cercano derivó para los intelectuales de la generación de la resistencia la tarea de «producir una literatura de las situaciones extremas»4. La fórmula arroja luz sobre un rasgo fundamental del siglo xx: no sólo interpreta el horizonte en que debió llevarse a cabo la supresión de la diferencia específica entre filosofía y literatura; motiva también la ruptura de los nuevos autores con la condescendencia en la que la cultura burguesa se había bañado. Los autores expresionistas de 1918 y los existencialistas de 1945 miraron con un desprecio sin precedentes a aquella «literatura de las situaciones medias», en la que para ellos directamente se manifestaba la esencia de la existencia burguesa; a las formas de expresión de la irresolución liberal y del arreglo progresivo. Aquella literatura había prometido a sus consumidores un mundo en el que lo absoluto quedaba suspendido y en el que nunca habría que elegir entre el bien y el mal.
Los autores de las «situaciones extremas», o de las «grandes circunstancias», ciertamente no habrían podido manifestar de forma tan desmesurada su odio a la burguesía y sus decorados culturales, si en la praxis filosófica y literaria de la época no hubiera habido elementos que aguardaban la radicalización. Sólo la confluencia de motivos inmanentes y externos pudo hacer que el extremismo se convirtiera en el estilo intelectual de una época; sólo en una coyuntura específica pudieron el modo y el tono radicales crear una matriz para el pensamiento excesivo y la acción revolucionaria.
Ésta última se extendió sobre casi todo el siglo xx. Ya en 1911 György Lukács había postulado la redención de la mediocridad cuando escribió: «Si algo se ha tornado problemático [...], la salvación sólo puede venir de la extrema agravación de la problematicidad, de un radical ir hasta el final»5. Heidegger enseñaba en 1933 que el preguntar esencial supone «no rehuir el terror de lo indominado y la confusión de la oscuridad»6. Casi no hace falta decir que fue Nietzsche quien, ya en los años ochenta del siglo xix, había iniciado la subasta del extremismo: «La magia que milita por noso­tros [...] es la magia de lo extremo, la seducción que ejerce todo lo excesivo: nosotros, los inmoralistas, somos los extremados [...]»7. Notemos que fueron autores y artistas de la época anterior y posterior a 1917 los que dieron el tono para lo que iba a venir dieron. Lo que a partir de entonces y restrospectivamente se denominó expresionismo fue el comienzo de una larga coyuntura abundante en expresiones hiperbólicas que alegaban responder a las monstruosidades de la historia reciente. Los radicalismos que surgieron a partir de 1945 bajo los títulos de existencialismo y freudomarxismo no son sino variantes sobrevenidas de la configuración epocal de radicalismo e hipermoral, una combinación que necesariamente se engrosó hasta dar cabida a los hipermoralismos. La coyuntura perduró hasta los años setenta, cuando de nuevo dejó que se estableciera un neomarxismo tolerante con el terror y con el ingrediente del «factor subjetivo».
Este recuerdo de los presupuestos prelógicos de la filosofía europea en la primera mitad del siglo xx es importante para comprender la dinámica cultural actual y su modo de abordar los problemas porque las premisas epocales del pensamiento empezaron a cambiar de nuevo con el fin del siglo. Desde hace dos decenios ha ido consolidándose, bajo el rótulo de posmodernidad, un estado postextremista de la conciencia en el que se despliega conscientemente un pensamiento de las situaciones medias o, como hoy se prefiere decir, complejas. También en él pueden distinguirse motivos internos y externos: respecto a los primeros, el balance de las políticas de terror de izquierda y de derecha del siglo xx ha motivado un abandono no sólo de los medios, sino también de los fines y sus justificaciones, especialmente un alejamiento de los fantasmas de la filosofía de la historia y otras proyecciones afines de una razón activista exaltada y teleológicamente comprometida. Los resultados de estas reflexiones posradicalistas, postapocalípticas, neoescépticas y neomoralistas desembocan en una situación social transida como nunca antes lo estuvo por los mitos y rituales de la comunicación, del consumo, de la disposición a cooperar y de la movilidad; un nuevo Eldorado de las situaciones medias, el juste milieu globalizado. En este clima neomediocre se desmorona la disposición a, y la capacidad para, apropiarse críticamente de la herencia de la época del extremismo; actualmente lo normal es dar un rodeo por la biografía cuando aún se quiere dar difusión a las obras de autores radicales comprometidos o pensionados por el espíritu de la época. Es lo que, con excelente resultado, ha hecho hace algunos años Rüdiger Safranski con Heidegger, y también recientemente Bernard-Henri Lévy, quien ha llevado a cabo una reconstrucción similar de Sartre8. Hay que bendecir la resonancia que estos libros han hallado también porque llegaron a tiempo de recordar, por así decirlo, en el último minuto, antes de que el hilo se hubiera roto, la aventura de la existencia intelectual en el espíritu de las situaciones extremas. Lo que fue el siglo xx se sabrá cuando un día pueda hacerse una sinopsis de los radicalismos9. Ésta sería, como historia de la gran política y su terror, también la historia de los Estados Mayores morales y de las órdenes misioneras cognitivas; en una palabra, la historia de los intelectuales; si los definimos como el grupo que encarna el espectro de las tomas de posición discursivas respecto a la violencia acontecida, desde la demanda de violencia de los activistas, pasando por la mímesis de la violencia de los expresivos, hasta la abstinencia de la violencia de los pacifistas10.
La retracción del espíritu de la época en la preferencia de las situaciones medias debe entenderse, ochenta y cinco años después de las tormentas de acero de los frentes franceses y alemanes, sesenta y cinco años después de la culminación de los exterminios estalinianos, cincuenta y cinco años después de la liberación de Auschwitz y otros tantos después de los bombardeos de Dresde, Hiroshima y Nagasaki como un tributo a la normalización. En este sentido puede afirmarse sin reservas su valor civilizador. Además, la democracia presupone per se el cultivo de las situaciones medias. El espíritu escupe, como se sabe, a los tibios de su boca; el pragmatismo, en cambio, sostiene que la temperatura de la vida es templada11. La tendencia al centro, el síntoma cardinal del fin de siècle, no tiene sólo motivos políticos. Simboliza el cansancio del apocalipsis de una sociedad que ha tenido que oír demasiadas cosas sobre revoluciones y cambios de paradigmas. Pero sobre todo se expresa en ella el impulso general a mudar el drama histórico en estado de seguridad. El estado de seguridad cimenta el antiextremismo en las rutinas de la sociedad posradical. El estado de seguridad es humanismo menos cultura libresca. Formaliza la idea de que los hombres normalmente no hacen revoluciones, sino que quieren vivir asegurados. Quien la asuma contará con que en el futuro sean probables sobre todo las revueltas contrainnovadoras en el espíritu del derecho a la seguridad.
En lo tocante al pensamiento filosófico, que por razones internas está llamado a la radicalidad, este vuelco muestra también dentro de la moderación, junto a grandes ventajas, una parte problemática, porque corre el riesgo ser demasiado contemporáneo. Aquél se asienta cada vez más en las nuevas rutinas del juste milieu y se sume en los autismos académicos habituales. Este diagnóstico es particularmente válido cuando el pensamiento fortalecido de las situaciones medias ya no está a la altura de los acontecimientos principales de la época y pierde la correspondencia con las enormidades del actual proceso civilizatorio. El presente demanda más que nunca, pero bajo otras formas, un pensamiento de las situaciones extremas en un sentido correctamente entendido precisamente porque los paradigmas de las trincheras, las torturas y los campos de internamiento ya están fuera de actualidad en el mundo euroamericano. Lo extremo que hoy da que pensar se oculta en las rutinas de la revolución permanente, de la que sabemos que pertenece a la dinámica de las sociedades avanzadas,...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Nota preliminar
  5. I. Caída y vuelta
  6. II. Luhmann, abogado del diablo
  7. III. La domesticación del ser
  8. IV. ¿Qué es solidaridad con la metafísica en el momento de su derrumbe?
  9. V. Alétheia o la mecha de la verdad
  10. VI. Reglas para el parque humano
  11. VII. La humillación por las máquinas
  12. VIII. La época (criminal) de lo monstruoso
  13. IX. El revanchista desinteresado
  14. X. «Al Dasein le es propia una tendencia esencial a la cercanía»
  15. Otros títulos publicados