Historia de Francia (3.ª Edición)
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Historia de Francia (3.ª Edición)

Roger Price, Alfredo Brotons Muñoz, Beatriz Mariño

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Historia de Francia (3.ª Edición)

Roger Price, Alfredo Brotons Muñoz, Beatriz Mariño

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Este libro ofrece una guía clara, bien documentada e ilustrada de la historia de Francia desde la Edad media hasta nuestros días. Entre sus temas centrales trata las relaciones entre el Estado y la sociedad, el impacto de las guerras, la competencia por el poder y las formas en que éste ha sido utilizado a lo largo de la historia del país galo. Analiza a sus grandes protagonistas como Felipe Augusto, Enrique IV, Luis XIV, Napoleón y De Gaulle y contextualiza sus trayectorias vitales dentro de los procesos de cambio de las estructuras económicas y sociales y de las creencias, al mismo tiempo que ofrece una información muy valiosa sobre la vida de hombres y mujeres corrientes. Esta tercera edición ha sido revisada con profundidad e incluye un nuevo capítulo sobre la Francia contemporánea, una sociedad y un sistema político en crisis como resultado de la globalización, el aumento del desempleo, un sistema educativo ineficiente, las crecientes tensiones sociales y raciales, la corrupción, el ascenso de la extrema derecha, y una pérdida generalizada de confianza en los líderes políticos.

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Información

Año
2015
ISBN
9788446042624
Edición
1
Categoría
Historia
1
Población y recursos en la Francia preindustrial
Los historiadores se han centrado con demasiada frecuencia en acontecimientos políticos espectaculares, de forma que han descuidado así realidades históricas de mayor importancia, como las constantes en la estructura económica y social, que conformaron de modo tan profundo los sistemas políticos. Francia siguió siendo una sociedad eminentemente agrícola: en el siglo XVIII la población rural todavía representaba el 85 por 100 del total. El cambio tuvo lugar de manera lenta y con regresiones, al producir los agricultores una cantidad de alimento que apenas cubría sus propias necesidades de sustento y las de los habitantes de las urbes y grupos sociales privilegiados, que dependían de ellos. Pese a la mejora de las técnicas productivas en la agricultura y la industria y a la mayor eficiencia en la organización de las comunicaciones y el comercio, durante los siglos que estudia este capítulo no se desarrollaron cambios estructurales fundamentales ni en el modo de producción ni en la distribución de mercancías. La pobreza generalizada limitó el proceso de acumulación de capital. La repetición de los ciclos en los que el crecimiento demográfico estimuló inicialmente el incremento de la producción, seguidos de periodos de carestía y crisis demográfica, es buena prueba de ello. Sólo a finales de este largo periodo, en el siglo XVIII, empezaron a percibirse señales de un cambio fundamental, que anunciaba el inicio de un sistema económico y social mucho más productivo.
Las sociedades que emplean tecnologías relativamente simples suelen cambiar con lentitud. En nuestro caso, la falta de información haría muy arriesgada una opinión respecto al ritmo del cambio, pues varían considerablemente, según el tiempo y el lugar, algunos indicadores clave, como el rendimiento de los cultivos. Investigaciones recientes sugieren que entre los siglos IX y XIII, el rendimiento del cereal podría haberse incrementado de un 2,5 a un 4 por simiente, reflejando de este modo el estímulo que suponía el crecimiento de la población y del comercio. Por lo general, la oferta de alimentos fue suficiente y su calidad nutritiva probablemente aumentó. Con todo, la sociedad tradicional siguió teniendo como características permanentes la inestabilidad y la inseguridad. Con una cantidad de semilla tan escasa en proporción al producto, la disminución de la cosecha en, pongamos por caso, un tercio de lo habitual suponía que la provisión de alimento disponible se había reducido a la mitad, ya que el resto del grano tenía que utilizarse como simiente. A largo plazo, estos siglos de subsistencia relativamente segura estimularon el matrimonio a edad temprana y el crecimiento demográfico, de manera que a finales del siglo XIII y, sobre todo, en el siglo XIV la presión sobre la demanda de alimentos se hizo de nuevo patente. A comienzos del siglo XIV, los rendimientos del trigo oscilaban entre el 2,5 obtenido en los Alpes y el excepcional 8 o 9 de las fértiles llanuras del norte de París. La productividad se estancó reflejando la incapacidad para introducir las mejoras técnicas susceptibles de incrementar la producción per cápita de manera duradera y proteger la oferta de alimentos. Los sistemas tradicionales de producción agraria eran más flexibles de lo que generalmente se cree, y podían adaptarse al crecimiento demográfico y al aumento de las oportunidades de mercado gracias a la progresiva acumulación de pequeños cambios. No obstante, en la mayor parte de las regiones había pocos incentivos para producir con vistas a los mercados exteriores, dada la pobreza de las comunicaciones y la fuerte presión por garantizar la propia provisión de alimentos.
Imponiéndose una perspectiva donde predominaba el corto plazo, los agricultores centraron su actividad en sacar el mejor partido a los recursos naturales locales. Se concentraron en la producción de cereales y mantuvieron sólo el ganado necesario para la producción de leche, carne y lana, o como fuerza de tiro. Su objetivo esencial era cubrir las necesidades domésticas de subsistencia. Sólo aceptaron innovaciones, ya fuesen nuevos cultivos o prácticas agrícolas, que no pusiesen en peligro el equilibrio existente. El problema permanente era cómo mantener la fertilidad del suelo. El escaso número de ganado limitaba la disponibilidad del abono como fertilizante y obligó a los agricultores a dejar en barbecho una tercera parte o incluso, en caso de suelos pobres, la mitad de sus tierras. Era preciso cuidar las tierras para evitar consecuencias desastrosas a largo plazo. A corto, el barbecho supuso un grave problema para los más pobres, que sólo lo respetaron por la presión colectiva. Al escasear los animales de tiro y con la generalización del arado ligero, la agricultura dependía del esfuerzo humano en el empleo del utillaje agrícola. Durante la Edad Media sólo los campesinos de Flandes hallaron una alternativa a este sistema improductivo: gracias a la proximidad de los mercados urbanos, a la utilización de detritos urbanos como fertilizantes y a la productividad relativamente elevada de las cosechas, pudieron suprimir el barbecho y cultivaron tubérculos como alimento para el creciente número de ganado. La lenta sustitución del buey y el esfuerzo humano por el caballo y el arado de vertedera a finales del siglo XII –sobre todo en las grandes explotaciones y en el norte de Francia– permitió arar la tierra con mayor rapidez y profundidad y aumentar los rendimientos. Pero los caballos eran caros, enfermaban con facilidad y necesitaban más alimento que los bueyes, de manera que no se generalizó su uso hasta el siglo XVIII o comienzos del XIX.
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Lámina 1. Un campesino ara la tierra a finales del siglo XII. Obsérvense las ruedas y la reja de metal. Durante siglos los caballos fueron un lujo y se utilizaban bueyes o vacas como animales de tiro. Biblioteca Nacional, París.
El gran periodo de roturación de la tierra que comenzó hacia el año 1000 alcanzó su apogeo en el siglo XIII. El paisaje se transformó con la tala y quema de bosques (pese a su valor como material de construcción, como combustible y como medio de sustento humano y animal), al desecarse los pantanos y recortarse terrazas en las laderas de las colinas; un fenómeno que pone de relieve la continua lucha por mantener el equilibrio entre las necesidades de la población y los recursos. Por esta época se creó la mayor parte de la red de las, aproximadamente, 35.000 comunidades que todavía existen. Aunque dicha evolución suele explicarse como resultado del crecimiento de la población, también contribuyeron otros factores, como las favorables condiciones climáticas, con un clima seco y templado, y el lento crecimiento del comercio gracias a la mayor seguridad existente al cesar las incursiones vikingas en el norte y las sarracenas en el sur. Al imponerse la autoridad regia sobre los belicosos señores feudales, aumentó el sentimiento de seguridad. El comercio comenzó a tener un peso algo mayor en la economía; la evolución fue gradual y distinta según el momento y el lugar, y en ningún caso fue lineal. Por lo general, se multiplicaron los mercados locales y aumentó la circulación de moneda como principal forma de pago, aunque desde la perspectiva actual esa evolución nos parezca lenta. La cantidad disponible de dinero en moneda era aún escasa debido a la limitada producción de lingotes y a la tendencia general al atesoramiento. Desde el siglo X, y sobre todo desde mediados del XI, los mercaderes de productos de lujo (especias, marfiles y tapices procedentes de Oriente), o de vino (un cultivo eminentemente destinado al comercio siempre y cuando fuese posible transportarlo por vía marítima o fluvial, como en la región de Burdeos) y otros productos alimentarios de gran volumen, crearon vías terrestres muy transitadas que unían los pequeños núcleos urbanos. Estos nacieron al abrigo de una posición geográfica privilegiada, como las encrucijadas de caminos o el cruce de un puente: Marsella, Ruan, Arras, Orleans y París, antiguos asentamientos de ciudades romanas que declinaron en el siglo IV, son algunos ejemplos. En términos generales, con el paso del tiempo habría resultado imposible vivir en completa autarquía. No sólo era necesario comprar determinados productos, como la sal o el hierro, sino que había que hacer frente, además, a la demanda de gabelas e impuestos por parte de los seigneurs, de la Iglesia y, en particular, del Estado. Así pues, el campesino se vio forzado a aceptar la economía monetaria. El proceso fue gradual, variado en la forma según el espacio y el tiempo, y cualquier cosa menos lineal. En general, los mercados locales se multiplicaron, lo cual favoreció el comercio entre las ciudades y sus territorios de influencia, mientras que a partir de los siglos XI y XII las ferias se constituyeron cada vez más en centros focales para el comercio a larga distancia de artículos de valor relativamente alto y portátiles. Las grandes ferias en Troyes, Provins, Bar-sur-Aube y Lagny en la Campaña, y las redes de intermediarios que conectaban el noroeste con el sur, se desarrollaron bajo la protección de condes locales mientras estos pudieron ofrecer protección efectiva y una moneda local fuerte y abundante. Desde finales del siglo XIII se desarrollaron nuevas rutas como resultado del crecimiento del comercio marítimo. La circulación de monedas acuñadas, el medio esencial de pago, no hizo sino crecer, aunque, desde nuestra perspectiva, lentamente. Además, siempre había escasez de ellas debido a la limitada producción de metales preciosos en lingotes y a la tendencia a acapararlos de quienes conseguían un producto tan escaso y útil.
Es preciso insistir en el papel de intermediario de las ciudades como mercado de los productos alimentarios de cada localidad y en el pequeño tamaño de la mayor parte de estas urbes en comparación con las actuales. Para las gentes de la época, París, con 200.000 habitantes en 1320, era una ciudad enorme. Como centro del poder real, duplicó su tamaño en dos generaciones y su red fluvial la convirtió en el principal centro comercial de la región. El crecimiento de las ciudades fue especialmente llamativo en el norte, entre las cuencas del Meno y el Escalda y la del Sena, que unían estos puntos con el tráfico marítimo de vino, sal y lana. Lille, Douai y Arras, y otros puntos en el comercio marítimo como Brujas, Ruan, La Rochela, Burdeos, Bayona y Marsella, alcanzaban entre los 15.000 y los 40.000 habitantes. El aumento de la productividad agraria favoreció el desarrollo del comercio y la diversificación de las actividades. Al mismo tiempo, la prosperidad generó la aparición de una jerarquía social urbana basada en la riqueza que diferenciaba a los mercaderes de los pequeños comerciantes y los artesanos, así como de los jornaleros, a menudo más conflictivos. En periodos relativamente prósperos, como el siglo XII, se amplió considerablemente la construcción de viviendas sólidas, utilizando materiales constructivos locales, y se mejoró la dieta.
En virtud de datos muy incompletos, los historiadores demográficos han calculado que la población (dentro de los límites de la Francia moderna) creció de más o menos 5 millones en el año 1000 a tal vez 15-19 millones a mediados del siglo XIII, mientras que la densidad demográfica (sobre todo en el norte, en Normandía, Picardía y la Île-de-France) probablemente se cuadruplicó, pasando de los 10 a los 40 habitantes por kilómetro cuadrado niveles que no se sobrepasarían hasta la revolución tecnológica de finales del siglo XVIII y del XIX. Estos cambios estuvieron ligados a unas pautas de continuidad; en especial, a un régimen demográfico con altas tasas de natalidad y mortalidad, al escaso celibato, al matrimonio relativamente tardío, a la baja tasa de hijos ilegítimos y de la concepción prematrimonial y a la preeminencia de la familia nuclear. La población siguió dependiendo del resultado de la cosecha, de modo que quienes padecían desnutrición, sobre todo los más jóvenes y los ancianos, solían sufrir también disentería, diarrea, problemas respiratorios y otras enfermedades comunes. Las epidemias eran igualmente frecuentes: viruela, peste bubónica, gripe, fiebres tifoideas, tifus y malaria. A los estragos producidos por la carestía y la enfermedad se sumaban los de la guerra. Los ejércitos no sólo traían la muerte a la población civil; consumían también sus provisiones y propagaban infecciones. La frecuencia de estas crisis, el sufrimiento que engendraban y la limitación que imponían al crecimiento demográfico son características de la civilización tradicional.
La recurrencia de las crisis de subsistencia, debida a una amalgama de factores económicos, sociales y políticos, mostró repetidamente la incapacidad para lograr que la producción de alimentos creciese al ritmo de la población. Para la mayor parte de los agricultores, la diversificación de los cultivos en un sistema de policultivo de subsistencia era el principal recurso para proteger a sus familias de la carestía que podían crear las condiciones climáticas. Aun así, al aumentar la densidad de población, se incrementó el riesgo de pérdida de la cosecha, pues había que reservar al cultivo de los cereales básicos una cantidad de tierra de labranza mayor, reducir el número de cabezas de ganado y la cantidad de abono y, lo que es más importante, la productividad per cápita. De forma simultánea, la fragmentación de las explotaciones agrícolas y el crecimiento del número de los que carecían de tierras acentuó la vulnerabilidad de gran parte de la población. La prosperidad y la miseria, la vida y la muerte siguieron dependiendo de la calidad de la cosecha. Las repercusiones de las malas cosechas variaron considerablemente. Debieron de ser especialmente severas en momentos de elevada densidad de la población, cuando no había otro medio de obtener alimentos o si estos ya se habían visto mermados por dos o más periodos de carestía. Los veranos húmedos hacían peligrar sobre todo las cosechas de cereales; las primaveras frías, el vino, y la sequía, los pastos. La mortandad aumentaba, caía la tasa de natalidad y se posponía el matrimonio, mientras la población trataba de ajustarse al cambio de las perspectivas económicas.
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Lámina 2. El sufrimiento: las guerras, la carestía y las epidemias durante la Guerra de los Cien Años redujeron alrededor de un 40 por 100 a la población. Miniatura atribuida a Jean Bourdichon. Biblioteca de la Escuela de Bellas Artes, París.
La dependencia de la cosecha fomentó un sentimiento de fatalidad ante la naturaleza y el designio divino. La mayor parte de los adultos había tenido la dura experiencia de ver cómo la carestía y la enfermedad diezmaban a sus familias y amigos. A finales del siglo XIII, después de dos o tres siglos más o menos benignos, se percibían ya en muchas regiones los síntomas de la extrema presión que la población ejercía sobre los recursos al aumentar los precios y el valor de las tierras. A su vez, atraída por la mano de obra barata, la fabricación de manufacturas se extendió también al agro. Cabe en lo posible que un enfriamiento general de la superficie del planeta redujese los niveles de productividad; de hecho, entre 1309 y 1311, y de 1315 a 1317, hubo grandes hambrunas. El efecto de las malas cosechas se agravó debido a la especulación y el pánico, en el contexto de una sociedad en la que las reservas estaban limitadas por la baja productividad y por la inexistencia de medios de almacenamiento, y en la que las dificultades de transporte encarecían y ralentizaban los intercambios de comestibles entre regiones. El empobrecimiento era una amenaza constante para la mayor parte de la población. El peligro no residía sólo en la perspectiva de inanición; en los inviernos fríos, la enfermedad y la hipotermia hacían especial mella en los desnutridos. La debilidad, el sufrimiento psíquico y el envejecimiento prematuro eran habituales. Las elevadas tasas de mortalidad daban fe de la precariedad de las condiciones de vida. La supervivencia dependió a menudo de la solidaridad familiar y vecinal, aunque las crisis de subsistencia fueron también una de las principales causas de desorden. El resentimiento se dirigió contra los que poseían un excedente productivo susceptible de comercialización, ya fuesen terratenientes, seigneurs o mercaderes, o contra los que habían olvidado su deber de proteger a los más pobres, como los nobles, clérigos y funcionarios.
La llegada de la Peste Negra, entre 1347 y 1348, multiplicó la mortandad. Los sucesivos brotes de la enfermedad originaron a un largo periodo de caída demográfica que se mantuvo en la mayoría de las regiones hasta aproximadamente 1450, y redujo a muchas comunidades a la mitad o a un tercio de su población. La peste y la horrible agonía que provocaba dejaron hondas secuelas en la psicología colectiva. Lo que entre el 60 y el 80 por 100 de los infectados podía esperar era una muerte espantosa. Los sucesivos brotes de la plaga (con 22 epidemias en París hasta 1596) pueden asociarse con primaveras y veranos cálidos y húmedos, cuando las pulgas se multiplicaban y el contagio era más probable. El pánico cundió cuando los que se lo podían permitir escaparon de las ciudades. Dejaron atrás calles vacías y en silencio, tiendas cerradas con tablas y por doquier el hedor de los cadáveres en descomposición. Esto no podía ser sino el castigo div...

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