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Determinantes geográficos de la desunión
LA VULNERABILIDAD DE UNA LARGA PENÍNSULA
La historia de Italia está íntimamente ligada a su posición geográfica. Esto viene probado por el hecho de que durante siglos Italia constituyó la encrucijada de Europa. Al norte, los Alpes jamás fueron una cordillera tan infranqueable como sugería su altura, ya que de los 23 pasos principales, 17 ya habían sido utilizados con asiduidad en tiempos de los romanos. Los Alpes Cárnicos y Julianos al nordeste, de altura relativamente baja, suponían un punto de fácil acceso para los ejércitos invasores. Fue precisamente a través de ellos por donde entraron los visigodos, los hunos, los lombardos y otras tribus centroeuropeas en los siglos posteriores a la caída de Roma. En el curso de la Edad Media, el denso flujo comercial que circuló a través de los pasos Simplon, Brennero y San Gotardo resultó crucial para la prosperidad de Génova, Milán, Venecia y muchas pequeñas ciudades del valle del Po. Asimismo, la buena accesibilidad del paso Brennero para las carretas alemanas resultó especialmente importante para la economía veneciana.
La ubicación de Italia en el centro del Mediterráneo no fue menos importante que esta íntima conexión con el territorio continental europeo. Con su extenso litoral, sus playas de pendientes suaves y sus numerosos diques naturales, la península resultaba muy atractiva para los colonos de ultramar. Los griegos, procedentes de Corinto, Eubea y otros lugares de la península helénica, viajaron hacia el oeste aprovechando las corrientes, desembarcaron en Sicilia y en territorio meridional a partir del siglo VIII a.C. Los asentamientos comenzaron a aflorar y ya en el siglo IV Siracusa era la ciudad-Estado más importante del Mediterráneo. La corta distancia que separaba a Sicilia del norte de África (unos 160 kilómetros entre los dos puntos más próximos) hizo a esta isla especialmente propensa a los ataques procedentes del sur. Así, los cartagineses la invadieron en muchas ocasiones entre los siglos V y III a.C., y en el siglo IX d.C. fueron los árabes quienes irrumpieron en ella. En julio de 1943, Sicilia fue el primer territorio del Eje en ser conquistado por los aliados tras la victoria en la Campaña del Desierto.
Si bien esta posición central hacía la península vulnerable a los ataques, también es cierto que le ofrecía excelentes oportunidades para el comercio. Esto se produjo de modo muy especial durante la Edad Media, cuando el Mediterráneo era el centro de la vida comercial en Europa. Nápoles, Pisa, Génova y Venecia se enriquecieron básicamente porque supieron sacar partido a su posición a medio camino entre las rutas de las caravanas asiáticas y africanas y los mercados del norte de Europa, y se aseguraron un seudomonopolio en el tráfico de especias, colorantes y minerales preciosos. Los comerciantes italianos unieron España con el mar Negro y las factorías italianas comenzaron a aparecer en puntos tan lejanos como el mar de Azov. Las ingentes cantidades de madera sustentaron, al menos hasta el siglo XVI en que el roble comenzó a escasear, una vigorosa industria naval. Los buques genoveses en particular gozaron de renombre por su tamaño y navegabilidad, mientras que ya en el siglo XIII las galeras genovesas abrieron la ruta del Atlántico Norte.
El hecho de que Italia cortara el Mediterráneo en dos implicaba que las partes orientales y occidentales de la península tendieran a tener orientaciones diferentes. Hasta el siglo XV Venecia miró a Oriente Medio, cuyo arte y cultura, caracterizados por su gusto por el ornamento y el ritual, llevaban la huella de Bizancio. Por otra parte, la amenaza del islam, así como el desafío ortodoxo de los Balcanes, otorgó al catolicismo en Friuli y el Véneto un ambiente militante de distinción. Apulia, más al sur, miraba a Albania y Grecia y durante largos periodos su historia estuvo más ligada a sus vecinos que a la península. El litoral occidental se movía en una esfera diferente. En Roma, el papado fue forjado por fuerzas que emanaban de Francia y Alemania. Nápoles y Sicilia, por su parte, fueron durante siglos objeto de la codicia española, y el hecho de que el Renacimiento emergiera en las ciudades del oeste de la península se debió en parte a sus lazos económicos con los grandes centros culturales de Flandes y Borgoña.
Mapa 1. Posición de Italia en el Mediterráneo.
Mientras la posición de Italia en el Mediterráneo constituyó una ventaja durante la Edad Media, en el periodo moderno resultó más bien un obstáculo. La apertura de rutas en el Atlántico durante el siglo XVI y el avance del islam hacia el oeste, desplazaron el eje del comercio europeo hacia el norte. Como consecuencia, Gran Bretaña, Holanda y Francia se erigieron en las nuevas potencias dominantes. El declive económico de Italia se vio acompañado por la marginación política, como lo prueba el que durante el curso de los siglos XVII y XVIII los hechos acontecidos en la península dependieran de los asuntos de los grandes Estados del norte y el oeste de Europa. Asimismo, los cambios de dinastía y gobierno que se produjeron se vieron motivados por tratos compensatorios llevados a cabo en una mesa de negociación diplomática donde los propios Estados italianos tuvieron poco que decir sobre el asunto. Ahora bien, los intereses extranjeros en la península tenían más que ver con el ámbito cultural que con el económico. De este modo los habitantes del norte se vieron obligados a descender sobre el territorio de la península para salvar las ruinas de la antigua Roma o las obras de arte de Bolonia, Florencia y Nápoles.
Durante la primera mitad del siglo XIX, la cuestión del equilibrio de poder en Europa y las ambiciones de Francia en particular dieron a Italia una nueva significación geopolítica, lo que contribuyó en gran medida al proceso de unificación nacional. En los años transcurridos entre 1806 y 1815, durante las guerras contra Napoleón, Gran Bretaña ocupó Sicilia para mantener el Mediterráneo abierto al transporte marítimo y contener a la Armada francesa. Además, el hecho de que Italia fuese paso obligado hacia Egipto y la colonia inglesa más preciada, la India, concedió a la península una importancia añadida. Durante el decenio de 1850, cuando una vez más Francia parecía amenazar la estabilidad de Europa, el gobierno británico consideró con prudente benevolencia el movimiento patriótico en Italia. La idea de una potencia importante en el Mediterráneo que actuase como contrapeso a Francia resultaba atractiva. Es más, con Rusia y Austria compitiendo en los Balcanes y África atrayendo todos los intereses colonialistas, Italia se encontraba en una posición estratégica clave.
La situación de Italia en el Mediterráneo determinó en gran medida los parámetros de su política exterior en los años posteriores a 1860. Con un extenso litoral salpicado de ciudades que podían ser atacadas desde el mar (Génova, Nápoles, Palermo, Bari, Venecia e incluso Roma), parecía de vital importancia establecer relaciones armoniosas con Gran Bretaña, la más importante potencia marítima. Además, las principales líneas telegráficas y de ferrocarriles se extendían a lo largo de las llanuras costeras y, en caso de guerra, las comunicaciones entre el norte y el sur podrían ser fácilmente dañadas mediante bombardeos. Sin embargo, debido a sus características orográficas, Italia no pudo permitirse el lujo de concentrarse únicamente en la defensa naval, puesto que la presencia de dos potencias de primer orden y a menudo hostiles como Francia y Austria en sus fronteras septentrionales exigía el mantenimiento de un gran ejército. Esto se tradujo en un presupuesto militar descomunal y el proceder más inteligente por parte de Italia (y en general el más buscado) fue evitar compromisos que pudieran conducir a la guerra. Consecuentemente, los gobernantes de la península intentaron establecer responsabilidades defensivas con otros países.
Muchos creyeron, invadidos por la euforia originada por la prosperidad industrial y agrícola que tuvo lugar a mediados del siglo XIX, que la posición geográfica de la península podría redundar una vez más en su beneficio económico. El conde de Cavour describió en 1846 cómo la construcción de una red europea de ferrocarriles convertiría a Italia en «la más corta y fácil ruta de Oriente a Occidente» y cómo de este modo «la península recuperaría el esplendor comercial del que gozó durante la Edad Media». La apertura en 1869 del canal de Suez y del túnel de Fréjus bajo los Alpes un poco más tarde alentó esta idea. Se pensaba que Brindisi iba a tomar el relevo de Marsella como puerto más importante hacia la India y que tanto la marina mercante como los ferrocarriles italianos se verían transformados por el nuevo tráfico transcontinental. Sin embargo tales esperanzas no se vieron cumplidas, ya que las elevadas tarifas exigidas para cruzar el canal de Suez redujeron el volumen de entrada de artículos por este paso. Además, la flota italiana contaba con escasos barcos de vapor para beneficiarse de las nuevas rutas.
Una de las consecuencias de que el Mediterráneo no lograra emerger de nuevo como el eje central del comercio internacional fue el distanciamiento, cada vez mayor, entre el norte y el sur de Italia. En los albores de la Edad Media, la mitad meridional de la península se había beneficiado de los estrechos lazos que la unían a Bizancio y al mundo árabe. Además había disfrutado de un buen gobierno y un saludable grado de autonomía política. Como resultado, ciudades como Nápoles, Salerno, Amalfi y Palermo se convirtieron en excelentes centros de actividad comercial y cultural. No obstante, a partir del siglo XIII la situación comenzó a alterarse y el sur se distanció de África y Oriente Medio y mediante la conquista penetraron en la órbita de Francia y España. Relegados a la periferia del mercado europeo, jamás recuperaron la prosperidad que disfrutaron en siglos anteriores. Incluso los más arduos empeños del Estado italiano tras 1860 no lograron hacer que la economía del sur resultase competitiva o al menos autosuficiente.
Pero la geografía por sí sola no basta para explicar las diferencias entre el norte y el sur. No obstante, parece seguro que la proximidad del norte con respecto a los ricos mercados de Francia y Alemania influyó en la vida cultural y económica de esta zona y, por tanto, favoreció la desigualdad entre el norte y el sur de Italia. De hecho, por razones históricas, el valle del Po estaba más estrechamente vinculado al norte de Europa que a la península italiana. Hasta 1860, el Estado piamontés se había extendido a lo largo de los Alpes y con frecuencia sus gobernantes se habían sentido más a gusto en Chambéry que en Turín. Cavour, su primer ministro, conocía bien Francia e Inglaterra, pero todo lo más que se desplazó al sur de la península fue Florencia, a la que por cierto detestaba. La cultura lombarda mantuvo un marcado gusto por lo francés durante el siglo XIX y, por ejemplo, para el escritor Stendhal Milán era como una segunda casa. Por otra parte, Venecia había mantenido tradicionalmente contactos con Austria y el sur de Alemania, como prueba el hecho de que el puente de Rialto estuviera siempre atestado de mercaderes alemanes. Tanto es así que el comerciante y diarista patricio Girolamo Priuli escribió en 1509: «Alemanes y venecianos somos todos uno gracias a nuestra indeleble asociación comercial».
El sur de Italia estaba relacionado con una zona diferente de Europa. Separado de la rica zona comercial del norte por la cordillera de los Apeninos y la escasez de caminos, su cultura fue frecuentemente para los forasteros algo totalmente ajeno y extraño. Durante los siglos XI y XII los gobernantes normandos de Sicilia poseían harenes, tenían representantes islámicos y griegos y desarrollaron una visión hierocrática de la monarquía parecida a la de los emperadores de Constantinopla. A partir del siglo XV prevaleció la influencia española. Nápoles se convirtió en la ciudad de la picaresca, repleta de mendigos y vagabundos, con una Corte y una nobleza españolas y una población obrera que cubría de sobra las necesidades tanto de los más pudientes como del clero. Se perseguían títulos y privilegios con avidez y en todos los estratos sociales se hizo común la vendetta («venganza»). En Sicilia la Inquisición sobrevivió hasta 1782, y en el sur en general el catolicismo adquirió un carácter exuberante que repugnaría a muchos piamonteses y lombardos a su llegada después de 1860.
SUELO Y CLIMA
Si la posición de Italia en Europa y el Mediterráneo ha marcado la pauta de gran parte de su historia, la geografía interior de la península también ha dictado los aspectos principales de su vida económica y social. La península se encuentra dominada por montañas y altitudes accidentadas. Al norte, los Alpes dan acceso, tras el amplio y fértil valle del Po, a la prolongada cordillera de los Apeninos, una gran franja montañosa que desde Génova se extiende hacia el sur y atraviesa Italia central hasta Calabria y sigue luego hasta Sicilia. También Cerdeña es montañosa casi por completo. En gran parte de la península las montañas se proyectan sobre el mar, lo que genera estrechas llanuras costeras. Además del valle del Po existen otras zonas extensas de tierras bajas. Cabe reseñar que estas (la Maremma Toscana, la Campagna Romana o la llanura de Lentini en Sicilia) han sufrido hasta el presente siglo constantes avenidas de agua que se han precipitado desde las colinas adyacentes, barriendo todo cuanto han encontrado en su camino y formando enormes zonas de pantanos infestados de paludismo.
El carácter montañoso de la mayor parte del paisaje hizo a la península vulnerable desde un punto de vista ecológico. Los bosques que otrora revistieran las lomas hasta altitudes de varios miles de metros (tal como ocurre actualmente en el Parque Nacional de los Abruzos) constituyeron una protección vital contra la erosión del suelo, pero, una vez que los árboles comenzaron a ser talados con fines agrícolas, la capa superficial del suelo quedó expuesta a las lluvias torrenciales de otoño e invierno y fue posteriormente arrastrada. Además, esta no se repuso con rapidez. La maleza leñosa y resinosa que agarra en el Mediterráneo no produce humus fértil tras un proceso de deforestación, a diferencia del forraje de hoja caduca característico del norte de Europa. La deforestación también trajo consigo primaveras muy secas. De este modo parece claro que Italia ha tenido que hacer siempre frente a serios problemas relativos a su tierra. Además, la ausencia de controles concienzudos ha conducido constantemente a la infertilidad.
Figura 1. La desolación de las montañas del sur de Italia. Vista del monte Cammarata en Sicilia occidental. En primer plano, explotación de minas de azufre.
Junto a la vulnerabilidad de su suelo, Italia ha tenido que hacer frente a problemas de tipo climático. El paisaje montañoso ha garantizado siempre lluvia en abundancia incluso en el sur, con medias anuales de entre 600 y 900 milímetros sobre la mayor parte del país, alcanzando niveles superiores en las montañas alpinas y en otras áreas, particularmente en el oeste, expuestas a los vientos costeros. Las principales variantes se produce...