1989, el año que cambió el mundo
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1989, el año que cambió el mundo

  1. 320 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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1989, el año que cambió el mundo

Descripción del libro

Hay fechas en la Historia en las que los acontecimientos se aceleran, momentos que recogen la trayectoria de las décadas pasadas para convertirse en su epítome a la vez que aportan las grandes líneas directrices del futuro inmediato. El año de 1989 es, sin duda, una de estas fechas: en Paraguay, la eterna dictadura de Stroessner llegaba a su fin, mientras que unos kilómetros más al Oeste, en Chile, la oposición democrática vencía en las elecciones libres a una dictadura no menos emblemática, la de Augusto Pinochet. En Asia el régimen de los ayatolás enterraba aquel año a su líder, Jomeini mientras que el gigante chino, todavía subestimado económica y políticamente, ofrecía su lado más oscuro en la matanza de estudiantes de Tiananmen.Pero fue sobre todo la caída del Muro de Berlín en noviembre lo que, simbólicamente, inició el final de los regímenes comunistas de Europa central y oriental y abrió las puertas a la desintegración de la Unión Soviética dos años más tarde. El fin del orden internacional consagrado en Yalta cincuenta años atrás daba paso a una nueva realidad, más abierta –también más confusa–, donde la indiscutible primacía norteamericana debería conjugarse con una serie de potencias emergentes. Apenas pasadas dos décadas desde aquel año que cambió el mundo, esta magnífica monografía analiza cómo lo sucedido entonces dio origen al nacimiento de un nuevo orden internacional.

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Información

Año
2014
ISBN del libro electrónico
9788446041115
Edición
1
Categoría
Historia
V. El fracaso de la seguridad colectiva
El nuevo orden mundial, que anunciaba la defunción de aquel fundamentado sobre el equilibrio de fuerzas, surgió bajo la garantía del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y del poder norteamericano para velar por el establecimiento de la paz en todos los rincones de la Tierra. Sin embargo, la ilusión de este nuevo orden comenzó a difuminarse muy rápidamente, en los primeros años de la década de los noventa. Apenas se apagaban los rescoldos de la Guerra Fría cuando viejos y nuevos conflictos se extendieron por gran parte del planeta y vinieron a demostrar que ni la ONU ni las potencias mundiales eran capaces de garantizar sus promesas de paz y de mejora socioeconómica para los menos favorecidos.
Tensiones en el mosaico islámico
La permanente cuestión palestina y la situación en Oriente Próximo
Desde la creación del Estado de Israel en 1948, la evolución de Oriente Próximo ha estado marcada de forma indeleble por la disputa entre árabes y judíos a propósito de Palestina, cuyas consecuencias para la desestabilización de la región han revestido trascendencia mundial. Sin duda alguna, pues, los cambios operados en el escenario internacional a finales de los ochenta iban a influir de forma decisiva en los intentos de resolver un conflicto enquistado durante décadas. En febrero de 1986 las autoridades jordanas habían decretado la expulsión de los dirigentes de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) establecidos en Ammán por negarse a realizar concesiones de cualquier tipo en las conversaciones con Israel. La respuesta jordana para neutralizar las protestas de los palestinos de Cisjordania fue rápida: cambios en la composición del Parlamento para acoger una amplia representación de ellos, anuncio de un extenso programa para reactivar la economía de la zona y concesión de ayudas a los sectores más vulnerables de aquella sociedad. El plan de choque pretendía ganar la voluntad de la población para fortalecer su lealtad a la Corona hachemita y rebajar la influencia que sobre ella ejercía la OLP. Así se allanaría el camino de la negociación con Israel partiendo del principio de un control conjunto de Cisjordania.
En efecto, el 11 de abril de 1987 –en un plazo de tiempo relativamente breve, a tenor de la complejidad de la situación– Israel y Jordania firmaron el Acuerdo de Londres. A nadie se le ocultaba la trascendencia del compromiso alcanzado en la capital británica, ya que rompía con la tradicional posición asumida por los países árabes de que fuera una conferencia internacional, bajo el paraguas del Consejo de Seguridad de la ONU, la que dictase la solución del conflicto. En Londres, por el contrario, el Gobierno jordano había aceptado la negociación directa con Israel para tratar de encontrar una salida, lo cual, evidentemente, reducía el papel de las restantes partes interesadas. Sin embargo, la negativa de los conservadores del Likud a apoyar a Shimon Peres, su socio en el Gobierno israelí, limitó por completo la efectividad del acuerdo y obligó a Jordania a cambiar de actitud para recomponer sus deterioradas relaciones con el resto de los países árabes, incluida Siria.
Este complicado escenario se agravó en los años finales de la década con el desarrollo de una forma de protesta masiva contra la presencia israelí en tierra palestina denominada en árabe intifada, prueba de la continuidad del apoyo a la OLP mostrado por los palestinos de los Territorios Ocupados. Desde diciembre de 1987 las imágenes de cientos de palestinos de todas las edades lanzando piedras en manifestaciones casi diarias contra los carros blindados israelíes llegaron a todo el mundo y familiarizaron a la opinión internacional con este vocablo. El fenómeno era, además, relativamente novedoso, ya que sobrepasaba la propia acción de la OLP, que a menudo se mostraba incapaz de controlar estos movimientos espontáneos[1].
Los levantamientos amenazaron, incluso, la seguridad de toda Jordania: el 28 de julio de 1988 la situación llegó a tal extremo que el propio rey Husein anunció la supresión del programa de desarrollo económico para Cisjordania y poco después, el día 31, declaró oficialmente el fin de los vínculos político-administrativos que unían Jordania y Cisjordania, una decisión de enorme relevancia. Según sus propias palabras, con este gesto «se afirmaba la identidad palestina en todas sus facetas»; asimismo, el rey apostaba por un Estado propio para Palestina donde la OLP encarnase «la identidad nacional sobre el suelo palestino»[2].
El error de cálculo de Ammán respecto a la OLP había resultado fatal para sus planes. Las autoridades tenían ahora que retroceder en su política hasta los albores de 1986. Indudablemente, la OLP contaba –y lo hacía en gran medida– en Oriente Próximo, y no podía ser desplazada, ni mucho menos sustituida, en la toma de decisiones sobre los Territorios Ocupados de Cisjordania y Gaza. Las elecciones celebradas en Jordania en 1989 mostraron la ruptura de la unidad política después de tres décadas: aunque todavía el 45 por 100 de los escaños fue a parar a los fieles al régimen, la izquierda y los distintos grupos islamistas se quedaron a tan sólo 2,5 puntos de distancia. Por otra parte, ese mismo año el Gobierno jordano hubo de acudir al FMI para tratar de solucionar el deterioro de sus finanzas. A cambio de la ayuda crediticia se vio obligado a llevar a cabo un programa de ajuste quinquenal y, a pesar de todo, al año siguiente continuaba en el ranquin de los países más endeudados del mundo[3].
Mucho perdió también el laborismo israelí, frustrada su apuesta por la baza jordana en la resolución del conflicto. El Likud, crecido ante los acontecimientos, radicalizó aún más sus tradicionales posiciones a favor de controlar militarmente los Territorios Ocupados y continuar la lucha contra la OLP. Sin embargo, los conservadores no consiguieron beneficiarse del fracaso de Peres tanto como esperaban y tras las elecciones legislativas celebradas en noviembre de 1988 ganaron en el Parlamento cuarenta escaños, tan sólo uno más que los laboristas. El Likud tuvo así la oportunidad de formar Gobierno. Presidido por Isaac Shamir, en él quedó Peres relegado al Ministerio de Finanzas mientras el laborista Isaac Rabin retenía la importante cartera de Defensa.
Precisamente en aquel mes de noviembre un acontecimiento de enorme relevancia animó a la Administración Reagan a seguir perseverando en sus esfuerzos de potenciar las conversaciones para alcanzar la paz. El día 15 Yaser Arafat admitió desde Argel el derecho a la existencia del Estado de Israel y pocas semanas después, ya en diciembre, la Casa Blanca decidió entablar un diálogo con la OLP[4]. En efecto, con el reconocimiento del líder palestino se había salvado uno de los escollos más difíciles para la reactivación de contactos entre Israel y la Autoridad Palestina. No todas las partes reaccionaron de igual modo y esta trascendental iniciativa quedó pronto oscurecida por la reacción del Gobierno de Tel Aviv, para quien la OLP continuó siendo un grupo terrorista. Sin embargo, algo había cambiado en la comprensión internacional del conflicto: a finales de aquel año de 1988 ciento cuatro países habían reconocido a Palestina como Estado y la ONU había elevado el rango de la representación de la OLP, dejando de lado su calidad de mero observador[5].
Los canales de comunicación entre palestinos y laboristas siguieron abiertos y en febrero de 1989 se celebró una reunión con representantes de la OLP en Jerusalén. Por su parte, en mayo, para no quedar a la zaga de la iniciativa de Washington, Shamir propuso su propio plan. En él abogaba por negociar por separado con cada uno de los países árabes de la zona, siempre que reconocieran al Estado judío y le garantizaran la seguridad. Como contrapartida ofrecía la celebración de elecciones municipales que permitieran a los palestinos la gestión de los asuntos locales. Realmente, la propuesta era muy pobre y sólo intentaba satisfacer el empeño norteamericano por reactivar las conversaciones de paz. Resultaba evidente para cualquier observador que la OLP no podía aceptar unas concesiones tan limitadas.
La inutilidad de la propuesta de Shamir no pasó desapercibida en la Casa Blanca. El 22 de mayo de 1989, fruto del cambio en la política exterior norteamericana, más favorable con el nuevo presidente Bush a un entendimiento con los países árabes, el secretario de Estado James Baker pronunció en Washington un duro alegato en contra de la obstinación israelí respecto a Palestina: «Ha llegado el momento de que Israel renuncie de una vez por todas a la visión irrealista de la tierra de Israel. Israel debe renunciar a la anexión, interrumpir su política de asentamientos, permitir la reapertura de las escuelas en los territorios y tender la mano a los palestinos, sus vecinos, que merecen disponer de derechos políticos»[6].
Ese mismo día la Liga Árabe readmitía a Egipto en el seno de su organización. Los esfuerzos diplomáticos realizados a lo largo de los últimos cinco años habían rendido sus frutos. No sólo esto: en el escenario internacional que se estaba fraguando la política egipcia representaba el modelo de mediador deseado por Estados Unidos. Aunque el gigante americano no iba a retirar el apoyo incondicional a su aliado israelí, las palabras de Baker marcaban el inicio de una nueva etapa en la que Washington aspiraba a convertirse en una pieza fundamental en el camino hacia la paz. De hecho, pocos días después de aquella intervención, la Liga Árabe aceptaba la Resolución 242 de la ONU reconociendo el derecho a existir del Estado de Israel.
Todavía sobre la mesa el Plan Shamir, Baker no olvidó su compromiso de apoyar una solución global para el conflicto de Oriente Próximo y el 10 de octubre de 1989 presentó su propio plan. Esta vez la clave consistía en incluir a la OLP en las negociaciones, si bien en el juego de presiones los norteamericanos aceptaron finalmente que la delegación estuviera compuesta tan sólo por palestinos de Cisjordania y Gaza. La decepción se apoderó de la OLP, la cual, por boca de Arafat, insistió en recuperar el marco de Camp David como el más adecuado para avanzar en las conversaciones. Por su parte, el Gobierno de Unidad Nacional en Israel no varió un ápice su firme resolución de no negociar con la OLP y, poco después, mientras el Gobierno judío aprobaba un nuevo asentamiento, el Likud desbarataba el Plan Baker al negarse a aceptar la propuesta norteamericana de que los negociadores palestinos de los Territorios Ocupados estuvieran presentes en la reuniones preparatorias.
Ante la inflexibilidad de los conservadores, el Partido Laborista abandonó el Gobierno, por lo que en junio de 1990 Shamir se vio abocado a formar uno nuevo con la extrema derecha y los judíos ortodoxos. Inmediatamente, como consecuencia, el acercamiento de posiciones entre las partes para llegar a un acuerdo quedó neutralizado.
La posición de Tel Aviv no influyó en la Casa Blanca: su política de oposición a los asentamientos en los Territorios Ocupados continuó durante los años siguientes e incluso se intensificó tras la derrota de Irak como agradecimiento al apoyo que los países árabes habían prestado a la coalición internacional. Sin su concurso, la acción norteamericana hubiera quedado completamente deslegitimada en aquella región; de hecho, la Guerra del Golfo había trastocado lo que hasta entonces había sido la manifestación del orden mundial en la zona. La moderación del régimen de Damasco, la perfecta sintonía entre Washington y Riad y el mayor entendimiento entre norteamericanos y soviéticos respecto a la situación en Oriente Medio cambiaban –al menos en parte– el escenario, favoreciendo el espíritu pacificador. Así, el final de esta guerra impulsó la recuperación del diálogo para resolver el conflicto de Oriente Próximo. El cambio en el contexto internacional había sido una vez más determinante. En efecto, la Unión Soviética se había convertido en aliada circunstancial de Estados Unidos y, rompiendo su discurso tradicional, pasaba a ofrecer a Washington una colaboración activa en un momento en que esta disponía de capacidad para hacer valer sus propuestas. Los países más reticentes a suscribir las tesis norteamericanas –y, entre ellos, Siria como caso paradigmático– atravesaban un momento de debilidad, como la propia OLP. Ante este hecho, teniendo en cuenta que incluso Israel había transigido para que se reanudasen las negociaciones, la perspectiva de dialogar parecía la mejor. Aun así, comenzaban a percibirse síntomas preocupantes que con el paso de los años acabarían teniendo graves repercusiones: a lo largo de 1990 el grupo islamista Hamás fue ganando influencia entre distintos sectores sociales palestinos; todavía más, algunos países del golfo Pérsico como Kuwait comenzaron a transferir a este grupo mayores ayudas económicas que a la OLP[7].
Los cambios en la URSS no fueron los únicos que influyeron en Siria, que se vio sacudida por las consecuencias de la Revolución Islámica de Irán. Huelgas, manifestaciones y asesinatos se multiplicaron en los meses siguientes al intensificar los Hermanos Musulmanes las campañas de acoso al Gobierno del partido Baaz y al extender sus acciones...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Introducción
  5. I. Todo empezó en Berlín
  6. II. El ocaso de la utopía soviética y la deriva de la Federación Rusa
  7. III. Crisis y transición en la Europa del Este
  8. IV. El mundo occidental ante el final de la Guerra Fría
  9. V. El fracaso de la seguridad colectiva
  10. VI. El nuevo orden/desorden internacional
  11. Bibliografía
  12. Mapas