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El otro mundo
Los estados e imperios de la luna. Los estados e imperios del sol
- 272 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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El otro mundo
Los estados e imperios de la luna. Los estados e imperios del sol
Descripción del libro
El otro mundo es sin duda uno de los libros más sorprendentes de todos los tiempos, fruto de la imaginación de Cyrano de Bergerac. A través de la utopía, el viaje fantástico y la ciencia ficción, Cyrano fustiga los vicios de su época y toma partido por las concepciones entonces más avanzadas en la ciencia y la filosofía.
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Información
Editorial
Ediciones AkalAño
2011ISBN de la versión impresa
9788446034247ISBN del libro electrónico
9788446036463Segunda parte
Los estados e imperios del Sol
Por fin nuestro barco atracó en el puerto de Tolón. De inmediato y tras haber dado gracias a los vientos y a las estrellas por el feliz término del viaje, nos abrazamos todos en el muelle y nos dijimos adiós. En cuanto a mi pasaje, como en el mundo de la Luna, del que acababa de llegar, el dinero está constituido por cuentos placenteros y casi había perdido su recuerdo, el patrón se contentó con el honor de haber llevado en su navío a un hombre caído del cielo. Nada nos impedía acercarnos a Tolosa, a casa de uno de mis amigos. Ardía en deseos de verlo por la alegría que esperaba producirle con el relato de mis aventuras. No os aburriré recitándoos todo lo que me sucedió en el camino. Me cansé, descansé, tuve sed, tuve hambre, bebí, comí en mitad de veinte o treinta perros que componían su jauría. Aunque me encontraba en estado lamentable, delgado y tostado por el sol y la intemperie, mi amigo me reconoció. Fuera de sí de alegría me saltó al cuello y, después de besarme más de cien veces y temblando de placer, me arrastró hasta su castillo en donde, una vez que las lágrimas dejaron paso a la voz, exclamó:
—Por fin. Vivimos y viviremos a pesar de todos los accidentes con los que la Fortuna ha baqueteado nuestra vida. Pero, Dios Santo, así que ¿no era cierto el rumor que corrió de que habíais muerto abrasado en el Canadá en aquel gran fuego artificial que inventasteis? Y sin embargo, dos o tres personas de mi confianza entre las que me comunicaron las tristes nuevas me han jurado haber visto y tocado ese pájaro de madera que os arrebató. Me contaron que entrasteis en él cuando, por desgracia, le prendían fuego y que la rapidez de los cohetes que ardían todo alrededor os elevó tan alto que los asistentes os perdieron de vista y, según lo que dicen, os consumisteis de tal modo que, al volver a caer la máquina, apenas se encontró algo de vuestras cenizas.
—Esas cenizas, señor –le respondí–, eran las del mismo artificio, pues el fuego no me lastimó en modo alguno. El artificio estaba acoplado al exterior y su calor no podía incomodarme.
»Habéis de saber que tan pronto se agotó la pólvora, como la impetuosa ascensión de los cohetes ya no sostenía la máquina, ésta cayó a tierra. Yo la vi caer y cuando pensaba precipitarme con ella, me asombró ver que subía hacia la Luna. Pero es preciso explicaros la causa de un efecto que podríais tomar por un milagro.
»El día del accidente me había frotado el cuerpo con tuétano a causa de ciertas magulladuras que había sufrido, pero como estábamos en cuarto menguante y en ese periodo la Luna atrae el tuétano, absorbió tan ávidamente el que impregnaba mi cuerpo, en especial cuando la caja subió de la región media en la que no hay nubes interpuestas que puedan debilitar la influencia, que mi cuerpo siguió esta atracción. Y os aseguro que siguió absorbiéndome tanto tiempo que, por fin, llegué a ese mundo al que aquí llamamos la Luna.
Enseguida le conté detalladamente todas las particularidades de mi viaje y el señor de Colignac, fascinado al escuchar cosas tan extraordinarias, me instó a que las pusiera por escrito. Como soy amante de la tranquilidad, me resistí largo tiempo debido al ajetreo que probablemente me atraería esta publicación. No obstante, avergonzado por los reproches que me hacía de no escuchar sus ruegos, me decidí finalmente a satisfacerlo. Tomé pues la pluma y, a medida que acababa un cuaderno, impaciente por hacer mi gloria, que le importaba más que la suya, iba a Tolosa a pregonarla en los círculos más distinguidos. Como tenía reputación de ser uno de los más grandes genios de nuestra época, sus alabanzas, que repetía incansablemente, me hicieron familiar a todo el mundo. Sin conocerme los grabadores ya habían burilado mi efigie. En todas las esquinas de la ciudad retumbaban las voces roncas de los buhoneros que gritaban a voz en cuello: «¡He aquí el retrato del autor de los estados e imperios de la Luna!». Entre las gentes que leyeron mi libro hubo muchos ignorantes que se limitaron a hojearlo. Para semejarse a los espíritus de altos vuelos, aplaudieron como los otros cada palabra hasta romperse las manos de miedo a equivocarse y todos gozosos exclamaban: «¡Qué bueno es!» en los pasajes que no entendían en absoluto. Pero la superstición, cuyos dientes son muy afilados, disfrazada de remordimientos bajo la camisa del necio, les roía de tal forma el corazón que preferían renunciar a la reputación de filósofo, hábito que les venía grande, antes que responder de ella el día del Juicio.
El péndulo oscilaba del otro lado y ahora se trataba de saber quién cantaría la palinodia. La obra a la que habían prestado tanta atención no era ahora más que una mezcolanza de cuentos ridículos, un amasijo de trozos sueltos, un repertorio de Pieles de asno[1] para dormir a los niños. Y había quienes, sin tener idea de sintaxis, condenaban al autor a poner una vela a san Maturín[2].
Esta oposición de pareceres entre los entendidos y los idiotas aumentó la fama de la obra. Poco después se vendían copias manuscritas bajo cuerda. Y todo el mundo, incluidos quienes están fuera del mundo, es decir, desde el gentilhombre hasta el monje, compró el relato. Hasta las mujeres tomaron partido y las pasiones en esta querella llegaron tan lejos que la ciudad se dividió en dos facciones, la lunar y la antilunar[3].
Estábamos en los prolegómenos de la batalla cuando una mañana vi que entraban nueve o diez luengas togas barbadas en el aposento de Colignac, a quien hablaron de esta guisa:
—Señor, sabéis que no hay uno solo entre nosotros que no sea bien aliado, bien pariente o amigo vuestro y, por tanto, cuanto os suceda de vergonzoso caerá sobre nuestras cabezas. Sin embargo, nos han informado de que albergáis a un brujo en vuestro castillo.
—¡Un brujo! –exclamó Colignac–. ¡Dios mío! Señaládmelo que lo pondré en vuestras manos. Pero conviene estar en guardia no vaya a ser una calumnia.
—¡Cómo, señor! –interrumpió uno de los más venerables–. ¿Hay algún Parlamento[4] que sepa más de brujos que el nuestro? En fin, mi querido sobrino, para no teneros más en la incertidumbre, el brujo al que acusamos es el autor de Los estados e imperios de la Luna. No puede negar que es el brujo mayor de Europa luego de lo que él mismo ha confesado. ¡Cómo! Haber subido a la Luna. ¿Puede hacerse eso sin la colaboración de…? No oso nombrar a la Bestia[5] porque, finalmente, decidme: ¿qué iba a hacer a la Luna?
—Buena pregunta –interrumpió otro–. Iba a asistir al aquelarre que probablemente se celebraba aquel día y, efectivamente, veis que conoció al demonio de Sócrates. Luego de eso ¿os asombráis de que el diablo lo haya traído a este mundo como dice él? Pero sea como sea ved que tantas lunas, tantas chimeneas, tantos viajes por el aire, no son nada bueno; repito, nada de nada. Entre vos y nosotros (al llegar aquí puso la boca en la oreja de su interlocutor), jamás he conocido brujo alguno que no haya tenido tratos con la Luna.
Después de estos buenos consejos mantuvieron silencio y Colignac quedó tan pasmado de su común extravagancia que no pudo pronunciar una sola palabra. Viendo lo cual, un venerable cernícalo que no había abierto la boca todavía dijo:
—Ved, querido pariente, que nos hacemos cargo de vuestra situación. El brujo es una persona que amáis. Pero no os preocupéis. Por consideración hacia vos las cosas irán como la seda. Sólo tenéis que entregárnoslo y por el amor que os profesamos comprometemos nuestro honor en hacerlo quemar sin escándalo.
Al escuchar estas palabras, Colignac, que se había clavado los puños en los ijares, no pudo contenerse más. Tuvo un ataque de risa que ofendió grandemente a sus señores parientes, de forma que no pudo responder a ningún argumento de su alegato salvo con carcajadas de jajajaja o jojojo, de forma que nuestros señores se fueron muy escandalizados, corridos de vergüenza hasta Tolosa. Una vez que se fueron conduje a Colignac a su despacho y tan pronto cerré la puerta tras de nosotros, le dije:
—Conde, esos embajadores de luengas barbas me parecen cometas con sus cabelleras. Temo que el estampido que han producido no sea más que el trueno del rayo que se apresta a caer. Por muy ridícula que sea su acusación, posiblemente resultado de su estupidez yo no estaré menos muerto por el hecho de que una docena de gentes inteligentes que vieron como me achicharraban digan que mis jueces son unos necios. Todos los argumentos con los que probarían mi inocencia no conseguirían resucitarme. Y mis cenizas estarían igual de frías en una tumba que en un muladar. Por ello y sin perjuicio de vuestro mejor criterio, me alegraría mucho ceder a la tentación, que me aconseja no dejar en esta provincia más que mi retrato. Porque me enojaría doblemente si tuviera que morir por una causa en la que casi no creo.
Colignac tuvo apenas la paciencia para escucharme hasta el final antes de responderme. Empezó por burlarse de mí pero cuando vio que lo tomaba en serio exclamó con la alarma pintada en el semblante:
—¡Ah! ¡Por la muerte! Para tocaros el borde de vuestro manto tendrán que pasar por encima de mi cadáver, los de mis amigos, mis vasallos y todos aquellos que me tienen en consideración. Mi casa es inexpugnable sin cañones, está bien situada y defendida en los flancos. Pero soy un loco al preocuparme por los truenos de papel.
—A veces –repliqué– son más de temer que los de la región media.
A partir de entonces sólo hablamos de divertirnos. Un día íbamos de caza, otro de paseo, a veces recibíamos visita, a veces la hacíamos nosotros. En fin, dejábamos siempre las diversiones antes de que éstas pudieran aburrirnos.
El marqués de Cussan, vecino de Colignac, hombre entendido en cosas elevadas, estaba de ordinario en nuestra casa y nosotros en la suya. Y para hacer más agradable nuestra estancia en aquellos lugares, los cambiábamos e íbamos de Colignac a Cussan y de Cussan a Colignac. Los inocentes placeres de que el cuerpo es capaz eran sólo la menor parte de nuestros entretenimientos. No nos faltaba ninguno de los que el espíritu puede encontrar en el estudio y la conversación. Y nuestras bibliotecas, unidas como nuestros espíritus, acogían a todos los doctos de nuestra sociedad. Mezclábamos la lectura con la conversación, la conversación con la buena mesa y ésta con la pesca, la caza y los paseos. En una palabra gozábamos, por decirlo así, de nosotros mismos y de lo que la naturaleza ha producido de más dulce para nosotros y únicamente admitíamos la razón como límite a nuestros deseos. Sin embargo, mi reputación, enemiga de mi reposo, recorría las aldeas circunvecinas y las mismas ciudades de la provincia: atraídos por ese rumor, todos buscaban algún pretexto para venir a ver al señor y de paso al brujo. Cuando salía del castillo, no solamente los niños y las mujeres sino también los hombres me miraban como la Bestia, especialmente el pastor de Colignac que, por malicia o por ignorancia, era en secreto mi peor enemigo. Este hombre simple en apariencia y cuyo espíritu elemental y primitivo era infinitamente divertido en su ingenuidad era en realidad muy malvado: vengativo hasta el frenesí, más calumniador que un normando y tan encizañador que el amor a la cizaña era su pasión dominante. Habiéndose querellado largo tiempo contra su señor, a quien odiaba tanto más cuanto que lo había encontrado firme ante sus ataques, temía sus represalias y, para evitarlas, había querido permutar su beneficio pero, bien fuera porque hubiera cambiado de opinión, bien porque hubiera preferido aplazarlo para vengarse de Colignac en mi persona, se esforzaba en aparentar lo contrario mientras residía en sus tierras, aunque los frecuentes viajes que hacía a Tolosa levantaban sospechas. Contaba allí mil historias ridículas sobre mis encantamientos y la voz de este hombre malvado, unida a la de los necios y los ignorantes, hacían mi nombre execrable. No se hablaba de mí más que como de un nuevo Agripa[6]. Supimos incluso que se había informado en contra de mí a instancias del cura, que había sido preceptor de los hijos del conde. Recibimos aviso por diversas personas que se cuidaban de los intereses de Colignac y del marqués y aunque el parecer grosero de todo un país se nos antojara objeto de asombro e irrisión, no por ello dejaba de espantarme en secreto cuando consideraba más de cerca qué consecuencias desagradables podía tener este error. Mi buen genio sin duda me inspiró este espanto, dotó mi razón de todas las luces necesarias para hacerme ver el precipicio en el que iba a caer. Y no contento con aconsejarme así tácitamente, quiso manifestarse más expresamente en mi favor.
Una noche de las más funestas que haya pasado, tras uno de los días más agradables que hubimos en Colignac, me levanté con la aurora y, para disipar las inquietudes y nubarrones que aún ofuscaban mi espíritu, bajé al jardín en el que la vegetación, las flores y los frutos, el artificio y la naturaleza encantaban el alma a través de los ojos. En ese mismo instante divisé al marqués que se paseaba solo por una gran avenida que partía el prado por la mitad. Caminaba lentamente y tenía el semblante pensativo. Me sorprendió mucho verlo tan mañanero en contra de su costumbre y me apresuré a abordarlo para preguntarle por la causa. Me respondió que unos sueños fastidiosos que le habían asaltado le habían obligado a venir más temprano que de costumbre a curarse a la luz del día de un mal que le había causado la oscuridad. Le confesé que una dolencia similar me había impedido dormir e iba a contárselo con más detalle cuando observamos que Colignac caminaba a grandes zancadas en el rincón del seto que se cruzaba con el nuestro. Al divisarnos a lo lejos exclamó:
—Veis aquí a un hombre que acaba de escapar a unas visiones tan espantosas que obnubilan la mente. Apenas he tenido tiempo de ponerme el jubón para bajar a contároslas. Pero ninguno de los dos estabais en vuestros aposentos. Por ello me he apresurado a venir al jardín sabiendo que os encontraría aquí.
En efecto, el pobre hidalgo estaba sin aliento. Cuando lo recobró lo exhortamos a que se aligerara de una carga que no por ser muchas veces liviana deja de ser muy pesada.
—Esa es mi intención –nos replicó–, pero sentémonos antes.
Una azotea de jazmines nos ofrecía el frescor y los asientos a pr...
Índice
- Portada
- Portadilla
- Legal
- Estudio preliminar
- Bibliografía
- El otro mundo
- Primera parte. El otro mundo o Los estados e imperios de la Luna
- Segunda parte. Los estados o imperios del Sol
- Otros títulos