Escritos musicales I-III
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Escritos musicales I-III

Obra completa 16

  1. 688 páginas
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Escritos musicales I-III

Obra completa 16

Descripción del libro

El presente volumen recoge algunos de los principales trabajos de Adorno sobre teoría musical ("Figuras sonoras", "Quasi una fantasia"), en los que, como es habitual, aborda diversas cuestiones relacionadas con la nueva música. Al hilo de este denominador común, el lector encontrará nombres y conceptos tan frecuentes en la precisa y rigurosa reflexión del autor alemán como la forma, la ópera, Wagner, Berg, Schönberg, Stravinski o Richard Strauss.

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Información

Año
2014
ISBN del libro electrónico
9788446041238
Edición
1
Categoría
Filosofía
Criterios de la nueva música
Para mi querido amigo Eduard Steuermann,
en recuerdo del julio de 1957
La pregunta por los criterios de la nueva música requiere reflexiones que no se refieren inmediatamente a ellos, sino al método de su conocimiento en la medida en que no quiera afrontar una resistencia estandarizada. Pero con ello apenas puede de entrada y por principio hablarse de un método. Pues aquélla no puede separarse de éste en cuanto algo fijo y exterior a la cosa, sino que se produce en la interacción con el objeto. Esto es lo que en primera instancia significa la expresión «dialéctica» en cuanto se aplica a la música: a su desarrollo inmanente tanto como a la consciencia de éste. La palabra se ha aprovechado para desacreditar lo que significa, como si la dialéctica fuera un juego intelectual que desde el llamado punto de vista dialéctico los filósofos juegan con el arte sin experimentar del todo éste. Por contra, Hegel entendió la dialéctica no como una filosofía del punto de vista, sino como el intento insistente por abandonarse al movimiento de la cosa misma y procurarle la palabra. Sin embargo, si las ponderaciones sobre los criterios no siempre pueden traducirse en negras y sostenidos, ello es porque la evolución misma de la música, en la medida en que se ha de tomar en serio, ha hecho saltar por los aires la relación ingenua con un material previamente dado. También en la praxis compositiva la reflexión se convirtió en un momento integral de la cosa. Lo que es correcto para el físico, el cual reflexiona sobre la fuerza, la materia, la causalidad, debe entretanto ser adecuado también para el músico. Lamentarse por ello y afligirse por la ingenuidad perdida estaría fuera de lugar. En vez de negar la concienciación de la música, su racionalidad inmanente, los sujetos espontáneos deberían intensificarse hasta que ésta sustente la calidad estética. Lo mejor que se le puede desear a quien todavía no ha perdido su inocencia musical es que la pierda sin demora.
De momento, la pregunta por los criterios musicales se ha enfrascado en una alternativa tan problemática como infructífera. Por un lado se encuentran aquellos que apelan a valores firmes, rígidos, postulados desde fuera, una jerarquía, por ejemplo, al estilo del Scheler[1] intermedio, y, mediante la confrontación con tales valores, quieren tomar decisiones musicales. Semejante teoría de las invariantes es radicalmente contradicha por la historia de la música, que una y otra vez demuestra que lo que querría ser ϕύσει es meramente ϴέσει[2]. Desde hace algunas décadas, los sistemas estáticos de valores gustan de llamarse ontología. Cuanto más arbitrariamente se proyectan, cuanto menos hacen justicia al movimiento del objeto, cuanto más deben al deseo subjetivo o a la voluntad de poder, tanto más violentamente reivindican una validez absoluta y una autoridad sin fisuras. A ellos se opone el relativismo vulgar, la opinión de que sobre la calidad de las obras de arte no se puede decir nada perentorio, sobre el gusto no se puede discutir, por más, sin embargo, que debería dar que pensar el hecho de que los hombres no dejan de discutir sobre ello, e incluso de que hay algo así como una educación artística. Si ese relativismo tuviera razón, estarían proclamando la más profunda verdad las gimnastas que se niegan a aprender la técnica de la danza para no perder su personalidad. En verdad, los relativistas no van del todo en serio. Juzgan muy bien, a menudo con apenas menos obstinación que los apologetas de los valores eternos, y no pretenden otra cosa que, mediante la proclamación abstracta de su actitud escéptica, eludir la responsabilidad por sus juicios. Ahora bien, el modo dialéctico de consideración de la música quiere trascender esa alternativa gracias al trabajo y el esfuerzo de investigación de lo que como exigencia y tendencia es inherente a la música misma; quiere confrontarla con los conceptos de verdadero y falso que operan en su ensambladura objetiva, concreta, tal como en cada compás, en cada solución compositiva, están presentes para el oído compositivo experto. Uno no intelectualiza la música si se confronta conscientemente con ella. Por lo demás, el arte vivo casi nunca ha estado tan libre de momentos intelectivos como afirman los filósofos que por enajenación con respecto al arte lo reservaron para la mera contemplación. Nunca fue absorbido en la inmediatez del fenómeno sensible allí donde fue más que meramente un producto para el goce, y por ello debe también orientarse la actitud hacia él. En cuanto uno se ocupa en general de música, entra en el medio del pensamiento, y ningún poder sobre la tierra tiene derecho a silenciarlo. Si bien la reflexión teórica sobre la obra de arte no se ha de confundir con el proceso artístico de producción, este mismo, no obstante, no se produce hoy en día tal como los compositores de opereta se imaginan a su Mozart.
El hecho de que el lenguaje previamente dado de la música exija reflexión, se haya vuelto problemático, significa algo sumamente terminante; de ningún modo meramente que, por ejemplo, la tonalidad tradicional habría sido fruto de la moda y que quien se considere up to date[3] tendría reparos para componer con esos medios, sino que éstos han devenido objetivamente falsos. No se puede pasar por alto el estado de consciencia de la época. Si alguien en provincias aún no se ha enterado de lo sucedido con la tonalidad, lo que escribe no es íntegro, sino frágil e incoherente en todos los elementos: así el sinfonismo de Sibelius, quizá el último producto tonal dentro del ámbito artístico occidental con más humos. Pero la consecuencia de ello alcanza mucho más allá de la mera prohibición de melodías y acordes tonales. Como a un torbellino arrastra la tonalidad a su destino categorías que en un tiempo se tuvo por independientes de los materiales particulares de composición, pero cuya esencia, sin embargo, está imbricada con la tonalidad. Se trata ante todo de las del lenguaje y la sintaxis musicales: los medios tradicionales constitutivos de la forma. La familiaridad con ellas nos induce a atribuírselas a una lógica musical universal, en absoluto meramente a la totalidad. No obstante, no se las puede trasladar sin quiebras del tonal al nuevo ámbito de material. De ello da una primera y cruda idea la remisión al más importante esquema tradicional, el de la forma sonata. En la sonata, la proporción de las partes formales era esencialmente una proporción en la relación recíproca de las tonalidades; relación modulatoria, de la perspectiva armónica. En cuanto la forma sonata pierde su sustancia en lo que a contenido armónico se refiere, queda en cierto modo colgando en el aire, construcción en el cuestionable sentido de que ya no se sigue inexorablemente de los procesos materiales mismos, ya no es perceptiblemente coherente ni menos aún concorde con ellos, sino que se impone sobre las complexiones sonoras como de memoria, desde fuera, a fin de organizarlas. Pero esto afecta a las células más pequeñas de la configuración formal, literalmente a la estructura lingüística de la música, que está tan saturada de tonalidad como, por ejemplo, la relación de antecedente y consecuente se ajusta a la de dominante y tónica. Apenas puede, por tanto, exagerar la afirmación de que todas las categorías instauradoras de algún sentido musical habrían perdido su autonomía, tendrían que pensarse a fondo y formularse de nuevo. Lo que musicalmente sucede en general hoy en día tiene carácter de problema en el sentido no aguado de la palabra: el de una tarea por resolver; una, además, en la que de antemano está inscrita la dificultad de la solución. Tratar dialécticamente a la música significa someterse a esta situación. Quien censura esta idea, quien así se comporta, reprocha al observador lo que el objeto dicta a éste.
De lo que auténticamente se trata en la cuestión de los criterios lo anticipaba una difícil y de ningún modo enteramente unívoca tesis de la Crítica del juicio en una época en que en la práctica artística no cabía prever tales perspectivas; lo mismo, pues, que por lo general en Kant la inmersión en el medio del pensamiento excedía ampliamente las experiencias que él habría podido tener en los ámbitos materiales de los que su filosofía se ocupó. Él enseña que el juicio de gusto posee carácter de universalidad subjetiva, es más, una especie de «necesidad». El juicio estético aparece como si siguiera una regla, como si por tanto el pensamiento estuviera bajo una ley. Pero la ley, la regla misma cuya idea el juicio artístico comporta, parafraseando un poco el pensamiento de Kant, no está dada, sino que es desconocida; se juzga como a oscuras y, sin embargo, con consciencia fundamentada de objetividad. De manera no muy diferente a como con tal paradoja, la de una experiencia de la necesidad que paso a paso se impone y sin embargo no puede invocar nada transparentemente universal, habría hoy en día que buscar el criterio musical. Propiamente hablando, ya se falla si, como sin embargo le es inevitable al lenguaje, esa experiencia de la coerción, experiencia implícita en las mónadas concretas de las obras, se reduce a conceptos universales, es decir, erige algo parecido a reglas allí donde, sin embargo, en absoluto puede haber reglas, sino una lógica infinitamente delicada y frágil, precisamente una lógica de tendencias, no de normas fijas para lo que se ha o no de hacer.
La apariencia de relatividad estética se disipa en cuanto uno entra en las obras mismas y su disciplina como antaño en la capilla de Goethe[4]. Pero, precisamente siguiendo ese teorema kantiano, tampoco ahí puede uno representarse la objetividad de los juicios estéticos como algo fijo, cósico. Lo que el enfoque dialéctico exige del modo habitual de pensar es que niegue exactamente eso. La misma objetividad estética es un proceso, y así lo constata quien concibe la obra como campo de fuerzas. No son menester para ello puntos dogmáticos de orientación, sino la introducción de aquella experiencia subjetiva cuya sustitución por normas generales demanda la intuición corriente. Sin embargo, la coerción, es decir, el por qué en una composición algo es así y no puede ser de otra manera, puede consumarse en la cosa, no está limitada a la contingencia individual. Sobre ella puede juzgarse según el modelo de un compositor que, en la medida en que se comporta coherente y racionalmente, decide precisamente sobre lo correcto. Su idea tolera ciertamente algún margen de variación: siempre puede haber varias soluciones correctas. No obstante, hoy en día tal margen de variación de lo correcto parece, por comparación, por ejemplo, con Mozart, haber encogido. Mientras tanto, el principio artístico de individuación se ha reforzado tanto, que abusa de la obra en todos sus momentos; que cada obra, cada uno de sus momentos, debe ser algo único y ya no consiente la abundancia de desviaciones que un lenguaje musical universal e instaurador de una objetividad toleraba e incluso exigía. Ese concepto de corrección resultará crucial para la nueva música; lo será no confundirlo con cualesquiera determinaciones materiales preartísticas, preespirituales, con ordenamientos abstractos de los procesos sonoros. De hecho, lo que domina es la sobreabundancia de composiciones que son correctas según la pauta de ordenamientos sólidamente controlables, pero incorrectas o absurdas desde el punto de vista artístico. La música tiene muchos estratos de corrección. Recientemente, incluso en el círculo más estrecho de la escuela serial se insiste en la diferenciación y espiritualización del concepto de lo correcto.
Sin embargo, entre los hábitos mentales hoy en día difundidos con respecto a los criterios musicales, algunos son fatales. Tan tajante como se ha hecho la exigencia de que cada obra se legitime en sí misma por su enfoque y consistencia, y tan resueltamente como se han sujetado a ella los compositores que se han de tomar con alguna seriedad, esta exigencia sigue, sin embargo, siendo extraña a la consciencia dominante. El «cultural lag»[5] entre producción y recepción, que en la fase más reciente se ha agrandado hasta destruir la unidad sobre lo que se suele llamar cultura musical, se refiere no sólo a la experiencia musical inmediata, sino también a sus pautas. Desde el consumidor que asevera que no entendería una nueva obra porque no sabe nada de teoría de la armonía, cuando el conocimiento de las abstractas prescripciones de ésta tampoco le ayudaría mucho frente a la concreción de lo que oye, hay un continuo de intelectualismo rancio que alcanza hasta aquellos críticos que aún no han conseguido quitarse la costumbre de darse importancia hablando de una fuga magistralmente elaborada o de entusiasmarse con el vistoso ropaje orquestal con que un compositor ha revestido su música, la cual entonces se ajusta en su mayor parte a eso. El oficio de músico presupone hoy, ciertamente más que nunca, las habilidades tradicionales que, antes de ser devastadas por el ethos comunitario[6], las escuelas de música transmitían. Pero los conocimientos adquiridos no producen, según el deseo del filisteo cultural, junto con cualidades adicionales como la riqueza en ocurrencias y la originalidad de la música importante, sino que se han vuelto inconmensurables con ésta. La aplicación en el acto de, por ejemplo, la técnica de la fuga, la cual dependía no menos que la sonata de la función constructiva de las relaciones tonales, está hoy en día tan prohibida como una «instrumentación» que añadiera el color retrospectivamente, semejante al atractivo envoltorio de un producto en serie, y niega, por tanto, el principio de la composición exhaustivamente configurada. Las fugas del Wozzeck, de intención dramatúrgica sumamente acentuada, son verdaderamente excepciones que confirman la regla, y lo que hay de fugas de Schönberg es, como en la cantata El nuevo clasicismo[7], parodia virtuosista, o, como en la Suite para cuerdas, un juego de manos didáctico. Casi ningún imbécil se atrevería ya a elogiar a un escritor por su brillante estilo; sin embargo, las maneras intelectuales que se oponen a semejantes hábitos mentales sólo siguen pudiéndose adquirir en un modo de recepción de la música que todavía se mantiene más acá del nominalismo estético de Croce. Poder ya no es más aquello por lo que una vez pasó y lo que en verdad nunca fue, un tesoro de procedimientos arrogados que el talento explota, sino que consiste en que cada rasgo de la obra, desde el más pequeño a la totalidad, surge, independientemente de la rutina heredada, de la intuición sustentante del asunto musical específico; y, a la inversa, en que toda intuición musical, todo lo subjetivamente involuntario, se transmuta en la regularidad del procedimiento que retroactivamente asume lo mismo que genéticamente se representa como un origen irracional. Sólo a través de tal particularización, como fuerza que se concentra en ésta, encuentra todavía lo universal su legitimidad en la obra de arte; sólo en la disciplina del contexto comprehensivo en que entra gracias a su propio impulso, puede lo particular mantenerse. Los criterios que quedan rezagados con respecto a esto son anacrónicos y casi inevitablemente acaban por sustituir lo bueno por lo laxo o pedante.
De esto es sobre todo culpable el pluralismo estético. Éste se figura que todos los tipos posibles de música, Schönberg y sus seguidores, Stravinski, en último término incluso Britten, gozan de los mismos derechos. Se apunta con ello a los perfiles compositivos extremadamente diferentes entre sí de los primeros tiempos. Quien no puede disfrutar con todo ello es un doctrinario; carece de visión para la actualmente tan desgastada multiestratificación en el arte. Pero ésta es ante todo cualitativa. Multiestratificada, es decir, no un «mensaje» simple, es toda obra de arte individual que sea tal, en sí; pero difícilmente lo es el arte en su conjunto, de tal modo que lo superior y lo inferior, lo configurado y lo balbuciente, lo rico y lo pobre, por ejemplo, porque tampoco para cada una de estas categorías hay tipos humanos y consumidores correspondientes, podrían vegetar pacíficamente en yuxtaposición. La pluralidad que tanto complace hoy en día es la parodia de aquella que antaño, en un lenguaje de las formas musicales sumamente desarrollado como el del Clasicismo vienés, sancionó las diferencias entre Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert, a pesar de que incluso las obras de éstos no son tan tolerantes entre sí; a pesar, por ejemplo, de que, cuando emula los criterios beethovenianos, Schubert es cuestionable. Pero la actual multiplicidad no es la de la riqueza de productos conmensurables, que se distinguen entre sí en el mismo nivel, sino la de lo disparejo. Se debe a la inconsecuencia. Algunos compositores impulsan desde todos los lados las innovaciones predispuestas en el estado del material, sin dejar ningún «parámetro» intacto, mientras otros sólo se dedican a un sector cada vez y tratan otros como si nada hubiera pasado; no pocos, finalmente, conjuran de un modo más o menos literario lo anticuado y al mismo tiempo lo violentan. Tal riqueza es falsa, y la consciencia tiene que oponerse a ella, no fomentarla. Se encuentra ante el umbral de una disciplina en la que la riqueza sustancial, la de lo que no se agota en sus crudos signos distintivos, no tendría sino que conservarse. La multiplicidad que tiene margen en la escuela schönbergiana y se extiende desde Schönberg, Berg y Webern, pasando por la segunda generación, hasta los compositores responsables entre los seriales, parece más fundada que la caótica yuxtaposición de autores para festivales musicales que al mismo tiempo encarnan posiciones históricamente diferentes y cuya yuxtaposición sincrética sólo perpetúa la confusión estilística del siglo ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. FIGURAS SONORAS. ESCRITOS MUSICALES I
  5. Ideas sobre la sociología de la música
  6. Ópera burguesa
  7. Nueva música, interpretación, público
  8. La maestría del maestro
  9. Sobre la prehistoria de la composición serial
  10. Alban Berg
  11. La instrumentación de las Canciones tempranas de Berg
  12. Anton von Webern
  13. Clasicismo, Romanticismo, nueva música
  14. La función del contrapunto en la nueva música
  15. Criterios de la nueva música
  16. Música y técnica
  17. QUASI UNA FANTASIA. ESCRITOS MUSICALES II
  18. Fragmento sobre música y lenguaje
  19. I. Improvisaciones
  20. Motivos
  21. Análisis de mercancías musicales
  22. Fantasia sopra Carmen
  23. Historia natural del teatro
  24. II. Evocaciones
  25. Mahler
  26. Epilegomena
  27. Zemlinsky
  28. Schreker
  29. Stravinski
  30. III. Finale
  31. Hallazgos de técnica compositiva en Berg
  32. Viena
  33. Fragmento sacro
  34. Música y nueva música
  35. Vers une musique informelle
  36. ESCRITOS MUSICALES III
  37. Actualidad de Wagner
  38. Richard Strauss
  39. La forma en la nueva música
  40. Sobre algunas relaciones entre música y pintura
  41. APÉNDICE
  42. Para una selección de Figuras sonoras
  43. Música, lenguaje y su relación en la composición actual
  44. Apostilla a una discusión sobre Wagner
  45. APOSTILLA DEL EDITOR editor
  46. APOSTILLA AL VOLUMEN 15