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ITHACA
1981-1995
La casa a la que los estudiantes de Cornell señalan por lo general como «la casa de Carl Sagan» es uno de los edificios más extraños y más imponentes de Ithaca. Es un templo pseudoegipcio colgado en lo alto sobre el barranco de Fall Creek en el pueblo de Cayuga Heights. Antes de convertirse en «la casa de Sagan», los lugareños la conocían como la Casa de la Esfinge o, simplemente, Esa Casa. Sobre sus orígenes existen versiones contradictorias. Según una tradición difícil de creer, en origen fue la tumba de alguien. Otra leyenda, al parecer inspirada en la cascada, sostiene que fue una central eléctrica. La verdad es que el edificio fue antaño el lugar de reunión de la Sociedad de la Cabeza de la Esfinge de Cornell. Era uno de esos lugares, todavía por descubrir en algunos venerables campus, en los que miembros de una hermandad celebran ritos secretos tras puertas cerradas y muros sin ventanas. Unos dicen que se construyó en 1890; otros que en 1925.
Andando el tiempo la sociedad se extinguió, y su sanctasanctórum se convirtió en un mero inmueble. Sagan no fue el primer profesor de Cornell en tener la «inteligente» idea de arreglarlo y ponerse a vivir en él. Desde los años sesenta, allí habían vivido dos profesores sucesivamente. Uno, un físico nuclear con inclinaciones artísticas, lo utilizó como estudio de escultura. El propietario inmediatamente anterior a los Sagan fue un profesor de diseño que se pasó años renovándolo antes de mudarse a Manhattan. La mala fama de la casa era como para pensárselo. Poco antes de marcharse en 1981, el segundo profesor confesó: «Este edificio me ha robado la identidad».
De manera que la Casa de la Esfinge estaba en venta cuando Carl y Annie regresaron a Ithaca y se pusieron a buscar vivienda. El lugar les recordaba a la Biblioteca de Alejandría (que había aparecido en Cosmos). El terreno en la ladera tenía una casa contemporánea separada. Decidieron que podían vivir en la casa moderna y utilizar el «templo» egipcio como oficinas. Compraron la finca y se mudaron.
Como Sagan mismo, la Casa de la Esfinge era visible y llamativa… y también remota e inaccesible, o así la percibían algunos de la comunidad de Cornell. Su espectacular aislamiento atraía a mirones a los que, de otro modo, tal vez les habría traído sin cuidado dónde vivía Carl Sagan. La «Graceland» de Sagan tenía un sistema de seguridad digno de su equivalente de Memphis. Un portón de hierro se cerraba de golpe detrás de los visitantes. Cámaras de vigilancia seguían en silencio los movimientos de los visitantes. En lugar de un foso, la caída de 60 metros al barranco garantizaba la privacidad.
Una protección así no era posible para el coche de Sagan, ahora un VW Rabbit medioambientalmente sensible con una sencilla matrícula de Nueva York. «Sus problemas de seguridad en Cornell no son tan graves», informó un periódico del campus, «solo algún acto de vandalismo con su coche de vez en cuando… que él se toma con calma como “una especie de impuesto que yo pago”».
Cuando el ciudadano más famoso de una ciudad universitaria vive en una fortaleza de piedra en lo alto de una colina, cabe esperar que la fortaleza y su ocupante se incluyan en el folclore local. Al otro lado del barranco desde la Casa de la Esfinge se encuentra la Fraternity Row de Cornell. Los miembros de una de las residencias tenían como ritual del sábado por la noche acercarse a la casa de Sagan y romper el espejo circular que para facilitar el tráfico había en su entrada. Los daños económicos no eran grandes, pero se infligían con cierta regularidad. Según una de las (¡verídicas!) «leyendas urbanas» de Ithaca, los miembros de Alfa Sigma Fi enviaron a los Sagan una invitación a una cena de vecinos. Sospechando que detrás del vandalismo estaban los estudiantes, Sagan declinó la invitación y sugirió que contactaran con su agente de conferencias. Como represalia por aquel feo, Alfa Sigma Fi ensartó las luces navideñas de su residencia para que formaran las palabras «Carl Sagan es un mierda».
No hagan prisioneros
Esta clase de historias hace patente la ambivalencia de la comunidad de Cornell hacia su docente más famoso. No constituye ninguna paradoja (más allá de la paradoja de la naturaleza humana) que las valoraciones que la gente hacía de Sagan como persona difirieran enormemente. De lo que se seguía hablando mucho era de la imagen que de sí mismo proyectaba Sagan. La percepción de que Sagan era «arrogante» despertaba al parecer tanto interés periodístico que en 1985 un periodista del New York Times se sintió justificado para atreverse a preguntarle a Sagan por ello. (Respuesta de Sagan: los «interminables primeros planos en los que aparecía sobrecogido» en la serie Cosmos crearon la impresión de que era arrogante.)
«En lo personal», opina Dorion, a su padre «su ego, desde luego, lo perjudicó». Carl devolvía platos en los restaurantes; envió a un recadero a tres charcuterías sucesivamente hasta que consiguió traerle un sándwich «perfecto»; montó en cólera cuando un camarero le trajo un aliño de ensalada (él había pedido dos). Este comportamiento llevó a Jill Tarter a referirse a él en broma como «el rey Carl», aunque rápidamente añade que «el rey Carl» podía «ser el más considerado, compasivo y generoso de los individuos».
Timothy Ferris califica la etiqueta de «arrogante» como «una estupidez». Cuando la palabra se aplicaba a Carl, explica, simplemente «significa que tú sabes detrás de qué vas e insistes en llegar allí». La gente carente del ímpetu de Sagan propendía a etiquetarlo como arrogancia. (Ferris acabó en términos cordiales con Carl y Annie.)
Druyan llega al punto de conceder que su marido podía ser un hombre con poca paciencia con los idiotas. «Carl no hacía prisioneros en su enfoque de la vida», dice Lynda Obst. «Carl era una especie de cañonazo hacia el éxito disparado desde la Universidad de Chicago. Podía ser implacable en su capacidad de destruir el argumento de alguien o en su inexorable valoración de la realidad».
Los cañonazos propician los aterrizajes forzosos. «Carl tenía una personalidad de Jekyll y Hyde», cree el astrónomo Tobias Owen, que lo había conocido en la misma Universidad de Chicago. «Yo vi demasiado de su parte Hyde».
El efecto Annie
Estas observaciones pueden dar idea de cómo algunas personas veían a Carl, pero cómo se veía él a sí mismo es de nuevo otra cosa. El hecho capital de la vida interior de Carl parecería ser su entusiasmo, satisfecho y sin conflictos, por la vida. Especialmente en el tercer matrimonio, sorprendía a sus colegas como la encarnación viva de la receta de Freud para la felicidad. Le encantaba lo que hacía y amaba a su esposa, ambas cosas con una pasión de profundidad casi mística. Carl se levantaba cada día lleno de entusiasmo, aparentemente inmune a la depresión o la duda de sí mismo. En ese aspecto era objeto de asombro.
Mucho de esto se atribuía a Annie. Para los observadores favorables, ella hizo de él una «persona completa»: «La mejor versión posible de él mismo». «Annie era consciente del efecto que Carl producía en los demás», explica Obst. «Ella era la persona que le podía decir a Carl “estás yendo demasiado lejos, estás yendo demasiado rápido, estás siendo demasiado duro”».
Carl era la relativamente rara clase de personas con un interés inquisitivo, filosófico, por la ética. Estaba dispuesto a cambiar su conducta, incluso en su madurez, en base a argumentos éticos de Annie u otros. El estudiante de posgrado Peter Wilson le preguntó en una ocasión a Carl cómo justificaba la muerte de animales para hacer la preciosa chaqueta de cuero que llevaba. No lo pudo justificar, así que dejó de ponerse la chaqueta.
En la mesa, Carl se divertía a sí mismo y a l...