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Una interpretación de Rompiendo las olas
«Toas: Ningún dios habla; es tu corazón quien habla.
Ifigenia: Los dioses sólo nos hablan a través de nuestro corazón».
J. W. Goethe, Ifigenia en Tauris, Acto I, Escena 3.ª
Rompiendo las olas se estructura en siete capítulos. Les sigue un epílogo y los precede una secuencia que se cuela a modo de prólogo. La secuencia sirve como presentación de la protagonista, quien, a su vez, introduce la situación de la que arranca la historia que va a ser narrada. Es la protagonista misma quien nos coloca en la historia porque desde el primer momento se responsabiliza del porvenir de esa situación inicial, lo toma como su propio destino. En efecto, este prólogo, considerado a la luz de la estructura general de los episodios que componen la historia, contemplado como un capítulo más, se deja interpretar como un comentario o desarrollo del rótulo que lo precede, que, en este caso, no es sino el propio título del filme inscrito sobre el nombre de Lars von Trier. La secuencia presenta, pues, lo mismo que el título, la historia de Rompiendo las olas.
Bess, adueñándose del filme, nos introduce en la historia a la vez que introduce a Jan en la Comunidad.
Comienza en todo caso con la irrupción en primer plano de la heroína, que, refiriéndose a un tercero ausente, declara: «Su nombre es Jan». Segura de su protagonismo –el único rostro resplandeciente entre las sombras mortecinas de los Ancianos que la van a juzgar como a «Bess McNiell»– anuncia el nombre de su héroe: Jan es el hombre que propone a los patriarcas de la Iglesia como su futuro esposo. Así, pues, nada más aparecer, Von Trier le cede la palabra a Bess. Ni siquiera se concede un espacio a esos créditos que, tras el título, podrían prolongar unos segundos la presencia del autor, el afuera de la ficción. Sin embargo, ella, haciendo caso omiso de su propio nombre y de su propia historia, sólo habla de Jan, sólo quiere la palabra para nombrarlo a él: hace uso de su protagonismo para dárselo a él. Sin el permiso de nadie, soberana, aparta nuestra mirada de sí misma, para dirigirla hacia la venida de Jan, hacia el futuro de su amor por Jan.
En esta primera escena la Iglesia se presenta como el poder que encarna a la tradición, Jan como un extraño, un desconocido potencialmente peligroso, y Bess McNiell como la joven que se atreve a introducirlo en la Comunidad: que se somete al juicio de su Iglesia, pero que a la vez –llena de la fuerza que le infunde el nombre de Jan– se enfrenta a ella decidida y segura. El lenguaje de Bess revela familiaridad y respeto hacia la ley de la Iglesia –comulga, por ejemplo, con la comprensión del matrimonio como «la unidad de dos personas en Dios»–, pero también cierta «excentricidad» respecto a la misma. La jovialidad con la que presenta el don recibido de los extranjeros («su música») y la seguridad casi arrogante con la que respalda su decisión (no «cree» que pueda responsabilizarse de la unión con un extraño, sino que «sabe» que podrá) chocan con la austera penumbra del templo y con la humildad que exigen las miradas inquisitivas de los patriarcas. Cuando salimos a la luz y al aire libre de un paisaje agreste en el que el rostro de Bess se encuentra por fin en casa, ya estamos con ella a la espera del veredicto y ella misma nos mira a los ojos confirmándolo, porque sabe que la luz de su rostro ya nos ha conquistado. En la presentación del filme se ha establecido también la complicidad del espectador con Bess, con su travesura y su osadía. Con esa mirada y a través de una cámara que –por subjetiva que sea– en virtud de la naturalidad de su movimiento, de la verdad con que da y dará fe del viento que respira Bess, es casi inexistente, ella se ha hecho del todo real, se ha colado definitivamente en el espacio del espectador. Y éste ha accedido a seguir el relato guiado por ella.
Bess se casa
A la mirada cómplice de Bess sigue una «foto fija», tomada a vista de pájaro, de una montaña coloreada de verde y envuelta en una niebla, cada vez más gris, que un helicóptero atraviesa. Al pie de la imagen se sobreinscribe «Capítulo Uno» y, como título, «Bess se casa». Además se hace sonar ahora la festiva y setentera, desenfadada y datée, «All the way from Memphis», de Ian Hunter. La artificialidad y artificiosidad de estas «pinturas», que encabezarán cada uno de los capítulos, evoca el sentimentalismo de la novela decimonónica en su versión más kitsch, en parte para afirmar y acentuar el carácter eminentemente emocional, y hasta romántico o exaltado, de la película, y en parte para destacar, por contraste, la sobriedad de la estética de documental de las imágenes que componen la historia de Bess, impidiendo que su talante «romántico» se convierta en «sentimental».
Cumpliendo con esa estética, el retrato de Bess que ofrece el capítulo logra un efecto de autenticidad extrema. Al comienzo, por ejemplo, la cámara no consigue fijarse por culpa del viento y el propio ruido del helicóptero en el que aterriza Jan tapa por momentos los diálogos del guión. Es más, el mismo personaje retratado –Bess recibiendo a Jan, Bess casándose, Bess festejando, Bess abandonando el banquete para comenzar su vida con Jan– goza de la misma naturalidad y espontaneidad, de la misma transparencia de la cámara: mira como ella y a través de ella. La historia seduce perfectamente sin que haya nada impostado en el capítulo, en toda la celebración de la boda. La emoción domina precisamente en la forma de la ternura que despierta la veracidad del sentir de Bess y el puro contento de la pareja. Se trata de una alegría primitiva, pero a la vez ligera y atrevida en su desnudez, tan plena y prístina, tan alejada del miedo, que amenaza con truncarse.
De hecho, el aire ingenuo de Bess se descubre como fragilidad desde el comienzo del capítulo, cuando ella misma deja ver, con una falta de pudor que conmueve y desgarra, cómo le afecta el retraso del helicóptero de Jan, esto es, cuánto necesita de los otros y cuán vulnerable se puede volver. A la vez comienza a hacerse patente el amor con el que Jan y Dodo –la mujer de su hermano muerto– responden a su aparente inmadurez: en la pista de aterrizaje Dodo calma su impaciencia como lo haría una madre, mientras Jan ríe sus reproches como si se tratara de gracias cariñosas. Y esto nos tranquiliza no sólo por cuanto la sepamos protegida y podamos descartar la posibilidad de que, más inocente que Ulises, haya sido engañada por la música seductora de unos extraños, sino, sobre todo, porque nos induce a pensar que la sensibilidad de Bess es inteligente, que sabe elegir a los amados: si se nos muestra ahora dependiente de Jan –o poco más adelante del juicio de Dodo o del buen entendimiento con ella– también es cierto que da pruebas de su independencia respecto a la seriedad desconfiada y temerosa de los Ancianos de la Iglesia.
De esa libertad procede la ligereza y la despreocupación con las que Bess se casa y festeja, la alegría libre de toda culpa que contagia a Jan y el poder con el que lo seduce y nos seduce: a nosotros en cuanto, entrando blanca y reluciente en la penumbra de la iglesia, nos acoge en su boda con un guiño directo e irreverente (para con la cámara y los patriarcas), pero ni burlón ni ofensivo; a Jan en todo momento, ya a la llegada con su rebelde pataleta y después con la alegría olvidada de sí en el baile del banquete.
Sin embargo, en el mismo festín se traza definitivamente la línea que separa a los forasteros de los miembros de la Comunidad, es decir, la grieta que Bess querría soldar. A la salida de la iglesia un amigo de Jan había intentado desactivar las diferencias con los Padres, entenderlas y explicarlas como una idiosincrasia cultural: pretendía poder disfrutar las virtudes del sermón sin ser miembro de la Comunidad e incluso rebajar a mera curiosidad la ausencia de campanas en la celebración. Pero en el banquete se demuestra que tal «democratismo» es, en sí mismo, enemigo de los principios de la Comunidad de Bess. Entonces Terry, el amigo, desafiando al mayor de los Ancianos a una competición desinteresada, intenta conducir las diferencias al terreno del juego –donde, en teoría, están de antemano aceptadas– para liberarlas así de su potencial agresivo, pero el juego –que pertenece a la gramática del disfrute vital de los extraños– se convierte en manos del patriarca en un duelo. Todo lo que puede la plenitud de la vida –aplastar una lata de cerveza– lo puede el sufrimiento: la mano del fiel puede aplastar incluso el cristal porque no teme al dolor. Así que haciéndose sangre el anciano convierte el juego en una ocasión para defender su Iglesia, para mortificarse por ella, para hacer pedagogía de la doctrina que predica precisamente la entrega y el sacrificio.
Después de este encuentro el retrato del banquete plasma la sima que separa a los forasteros –que bailan vestidos de colores haciendo gala del poder de la alegría– de los lugareños –que, de oscuro, con gesto escéptico, se reservan la fuerza secreta que nace de su férrea disciplina–. El sermón del párroco durante el oficio, sobre el escaso valor de este mundo, resuena ahora más poderoso, hasta el punto de que empezamos a dudar de la seguridad con la que Bess pretende introducir a Jan en la Comunidad, esto es, unirse a Jan en el dios de su Comunidad. A estas alturas sabemos ya que la historia de Bess, la película, trata únicamente de eso, de la posibilidad de llevar adelante este proyecto. De modo que el temor a que la oposición de los Ancianos sea mayor de lo esperado, mayor de lo que supone Bess, o de que Bess sea menos fuerte de lo que la tarea requiere, inquieta con razón.
Pero Bess no sólo se ha mostrado decidida, alegremente serena y confiada, sino que, además, la Comunidad y Dodo la han presentado como máximamente generosa y merecedora de amor. La Iglesia a la que pertenece, como ha declarado el reverendo en la celebración del sacramento, la considera una buena fiel, entregada al servicio de su comunidad. Dodo –la cuñada que, sin embargo, es extraña, venida de fuera, y que está unida a Bess por el dolor de la pérdida y no por el lenguaje servido por la tradición–, profundamente emocionada al comienzo del banquete, les ha dicho a todos, forasteros y nativos, que Bess «tiene el corazón más grande que jamás ha conocido», que su generosidad «no tiene límites [knows no bounds]», que «lo da todo».
Así sucede que tras la escena del duelo entre el joven extraño y el patriarca más anciano, la cámara nos reenvía a una Bess que baila sola, embriagada por su amor, confiada en su capacidad para acoger a los de casa y a los de fuera y en su fuerza para vincular los extremos más opuestos, para demostrar que en verdad no existen tales distancias. Es la misma Bess la que, según el párroco, se sacrifica haciendo trabajo voluntario en la casa de Dios y la que baila ahora un tanto ebria festejando su boda. Pero, sobre todo, lo propio de Bess radica en que para ella esta conjunción de la entrega y el placer, del olvido del mundo y el disfrute de sus goces, resulta natural, aproblemática.
Aunque a nosotros su lenguaje no nos parezca coincidir con el de la Iglesia, aunque sintamos incluso, desde el primer diálogo con Dodo, que tampoco es el de su cuñada, que su impaciencia deriva de que su tiempo no es el de los otros, la seguridad de Bess es confianza en la unidad de todas las lenguas, en la insignificancia de sus diferencias, en la universalidad y el poder de la música, del lenguaje del «corazón», para borrarlas. Entre el colorido y la luz de los extraños y el negro mortecino –mortuorio– de la Comunidad, el blanco extremo del rostro de Bess, enfermizamente pálido y enmarcado en la aureola del volátil velo de novia, reluce de alegría y presagia enfermedad, ilumina más que todas las risas de los extraños y promete secretos más oscuros que las profundas miradas de los Ancianos, es decir, ilumina y deslumbra. Reúne a la vez el poder de la alegría y el del sacrificio, ambos en grado superior al de los unos y al de los otros.
Bess y Jan dejan el banquete para iniciar su vida juntos.
Es de aquí de donde nace su capacidad de seducción, sobre su marido y sobre nosotros. El reconocimiento, por parte de Jan, de su fuerza, del poderío de su voluntad, se expresa en el banquete al reclamarle un beso para rematar un pulso, pero más aún cuando se pliega a su deseo de perder la virginidad en los propios aseos del local, despreciando cualquier tipo de preliminar que, distrayendo la atención, pudiera facilitar el paso.
Esta escena retrata la inexperiencia de Bess –en general su distancia respecto al mundo– con una desnudez y una sobriedad naturalistas que le son perfectamente adecuadas, que demuestran que su inocencia nada tiene que ver con la de una jovencita miedosa, pues no excluye –sino que más bien acoge– el desafío y el dolor, y que su decisión nada tiene que ver con el capricho de una testaruda; con una desnudez y una sobriedad que, por ende, alejan definitivamente la ternura que Bess despierta de la cursilería romántica asociada a las portadas coloreadas de la novela clásica inglesa. Y la actitud de Jan –hombre experimentado y aparentemente sensato– ante su decisión, el respeto con que sigue las indicaciones de Bess, hasta el punto de convertirse en su pupilo, da fe de la fuerza que posee la firmeza de Bess. En su resolución rechaza incluso las expresiones de ternura que despierta en Jan su inocencia: es ella quien decide la consumación del amor y lo hace precipitadamente, con la misma impaciencia con la que ha recibido a Jan y con la que, según Dodo, se planificó la boda. En pleno festín se consuma su unión, y se imponen así la voluntad y el poder de Bess. Jan lo hace explícito al dejar que sea ella, la responsable, quien lave la mancha de sangre en el vestido de novia. Pero Bess acepta las tareas y las cargas con la misma valentía con la que acepta el protagonismo, con la misma decisión con la que nos ha impuesto su rostro en unos primeros planos que impiden pensar, con la que nos ha sumergido en su historia sin respetar distancia ni frontera alguna.
En todo caso, cuando Bess abandona la fiesta en brazos de Jan –que imita a un poderoso simio a la vez que la besa con toda la delicadeza del mundo y que, a falta de campanas, arrastra unas latas escandalosas– hemos perdido el miedo que inspiraban su fragilidad y la rigidez de los suyos. Y, pese a todo, sabemos que las fuerzas de Bess, los límites de su poder, nos son todavía desconocidos, y lo son porque aún no divisamos su procedencia, porque en verdad no hemos escuchado aún su propio lenguaje.
La vida con Jan
La imagen que introduce «La vida con Jan» sustituye la visión panorámica de la tierra de Bess y los suyos por un retrato de su casa de casada, solitaria a las orillas de un mar en calma. Nada cambia, pero en los quince segundos que dura el plano el tiempo pasa imperceptible, sin alterar nada, de la mañana a la noche, del verano al invierno. Sólo lo testimonia el cambio de luz, el lento movimiento del cielo y el agua, y el decurso de «In a broken dream», de Rod Stewart. La irrupción de la música, tras el sonido natural de lo que llevamos visto de historia, destaca de nuevo por contrast...