Segunda parte
I
Marchan las columnas de negros snekke por el estrecho sueco de Belt. Corren veloces por la superficie de las aguas como monstruos marinos. Sus cabezas se levantan sobre el lomo, sus fauces se abren y de ellas sobresalen colmillos de hierro. Los remos, como filas de patas, se mueven a la vez. Su rastro se extiende formando una cola de espuma. Las balaustradas de cubierta están guarnecidas con escudos, y tras los escudos van sentados los remeros. Sobre la cubierta hormiguean los soldados, y el timonel, alerta en la popa, dirige la marcha.
Tras el vindo-snekke de vanguardia navega un Ormur de cien remos, brillando con sus escamas de cobre. Sobre la popa ondea una bandera roja, y en la proa viaja un dragón alado con un aguijón de acero en sus mandíbulas.
Las columnas de snekke recorrieron los mares de Suecia. Las orillas de Suecia se extendían ya tras la lengua del Belt. Los snekke también recorrieron el golfo de Finlandia. Junto a la desembocadura del Nevá, entre sus islas, la última fila de snekke comenzó a rezagarse, se desvió a la derecha, fue tras una isla cubierta por un bosque negro y se ocultó sin moverse en una ensenada. Un barco de vigilancia, puesto en camino, arribó a las oscuras orillas, contemplando el mar en la lejanía.
El destacamento espera un día, luego otro. Al tercero, al caer la noche, el barco de vigilancia se aproxima como una flecha a un snekke rojo de tres mástiles en el que, acodado en la popa, había alguien con una armadura negra con dos franjas rojas en la pechera.
—Nu kominn! ¡Ya vienen! –exclamó en lengua normanda, acercándose con rapidez a la balaustrada.
—Fioldi skip fyrer Nevo! Ok enu miki skip! ¡Muchos barcos se dirigen al Nevó!
—¡Uno de los barcos es enorme! –añadieron desde la embarcación.
Por el inmenso espejo del mar navegan a toda vela numerosos barcos arando las aguas. Tras la vanguardia navega un barco por completo dorado, con recargadas tallas, y en cuyas velas con brocados de oro resplandece el sol. Al acercarse a las islas, los barcos arriaron las velas y sacaron los remos. Se detuvieron, echaron el ancla y encendieron los faroles.
Alrededor de la medianoche, los snekke ocultos tras las islas se deslizaron como una serpiente por las orillas bajo la bóveda de pinos y abetos centenarios. Se acercaron furtivamente a los otros barcos, los rodearon, los embistieron con rapidez y entre gritos los aferraron con garfios a la proa. «Wikingar! Wikingar!», comenzó a gritar la guardia. Pero los guerreros saltaron ya a cubierta y se apoderaron de los barcos antes de que nadie de los que se encontraban en ellos tuviera tiempo de sacar la espada para defenderlos.
El caballero negro saltó al barco dorado. Quien le hacía frente terminaba yaciendo sobre la cubierta, y quienes fueron hechos prisioneros, terminaron encadenados. El caballero negro corrió hacia el camarote. «¡Malfrida!», grita tirando la espada y tomando entre sus brazos a la mujer, que corría hacia él.
—¡Okke! –pronuncia ella apenas, apoyando la cabeza sobre el pecho de él.
El caballero apretó sus labios contra la frente de la bella dama.
—¡Detente! ¡Todavía hay aquí un defensor del honor de la señora! –se oyó una voz detrás del caballero. Y una larga espada se clavó en su costado, entre las juntas de su armadura de acero. El caballero negro se desplomó y rodó con un gemido por la tarima del camarote.
El ruido de armas que volvía a oírse en cubierta ahogó los gritos de dolor de la mujer. Un desconocido, vestido con suntuosa ropa guarnecida con frunces, un dolmán bordado en oro sobre los hombros y una cadena dorada sobre el pecho, la apartó del cadáver.
Mientras tanto, el Ormur de cien remos del destacamento de cabeza de los snekke continúa su camino bogando. El viento del sudeste se transformó en otro más favorable del oeste, y las velas se hincharon como si fueran alas. Raudos vuelan en columna los snekke por el Nevá, atraviesan veloces el lago Ládoga y a la tercera mañana arriban a la desembocadura del Vóljov. Como una bandada de cisnes rodean la isla sobre la que se alzan los resplandecientes palacios de Ládoga.
El barco de vanguardia ya había informado a los ladoguienses de que se dirigía a sus tierras como huésped bajo bandera amiga. La gente bajó corriendo al muelle a esperar al «sol radiante». Y entonces el snekke de escamas cobrizas atracó en la orilla. El pueblo aclama al príncipe Vladímir con gritos de alegría. La multitud corre al agua a su encuentro, haciendo sonar las maderas del embarcadero, lo toman de las manos y lo conducen al palacio principesco.
El alma de Vladímir se alegra con el amor de los rusos. Pero una amarga noticia descansaba sobre sus ropas brillantes como un negro manto: Nóvgorod se encuentra bajo el poder de Yaropolk, los gobernadores de Kíev presiden la veche y Dobrynia continúa prisionero.
Los ancianos y todos los mercaderes y huéspedes de Ládoga invitan a Vladímir a un banquete en su honor.
—¡No! –dice Vladímir–. ¡No es tiempo de banquetes! No puedo sentarme a descansar. Mi hermano Yaropolk me ha arrebatado el trono. Recuperaré el trono y entonces sí celebraré un banquete para todos mis súbditos. Pero ahora reunid al ejército, afilad las espadas, las flechas y las lanzas. ¡Prestadme vuestra ayuda!
—¡Bueno es luchar por un buen príncipe! ¡Daremos nuestras cabezas por ti! –grita el pueblo haciéndole profundas reverencias. Y los soldados, los guardias y los mercaderes salen del palacio del príncipe y recorren con estrépito las casas para hacerse con armas.
Vladímir espera impaciente noticias del destacamento del rey de Suecia. Un oscuro pensamiento anida en su mente. Desde una torre observa con frecuencia la lejanía, hacia donde el Vóljov se encuentra con el Ládoga.
Al cuarto día se vieron a lo lejos unas velas blancas semejantes a una bandada de pelícanos. El barco de vanguardia arribó veloz con nuevas para Vladímir sobre la llegada del embajador sueco, el conde Ingjald Kinnaholm. Vladímir y Sigmundur se miraron el uno al otro, perplejos.
Algunos barcos se aproximaron por el Ládoga.
—Sólo veo el barco dorado del rey Erik... ¡Tras él navegan cinco barcos suecos y mis dos snekke con las banderas arriadas! ¿Qué significa esto? –exclamó Sigmundur–. ¡Okke! ¡Okke! ¿Es posible que hayas muerto? ¿Y Malfrida? ¿Dónde está Malfrida? ¡Ya ha llegado Kinnaholm pero aún no sabemos nada de ella!
Unos pajes del príncipe informaron a Vladímir de la llegada del embajador. Vladímir mandó llamarlo. El heraldo del embajador, acompañado del séquito, entró y anunció:
—El insigne señor, conde y miembro de la Corte Suprema de Suecia, gran mariscal del soberano de Suecia y de Gotland, consejero y sacerdote de Erik el Victorioso, conde de Torgebor, duque de Tjust y de Bolmsö, caballero de la corte y caballero portaespadas de la Orden de la Guardia.
Tras este anuncio, y atravesando las filas del séquito y de guardias, Kinnaholm se acercó a Vladímir. Después de los acostumbrados saludos al rey, pidió a Vladímir que lo escuchara sin testigos. Vladímir ordenó a todos que salieran menos a Sigmundur.
—Príncipe Vladímir –dijo Kinnaholm–, tu prometida, la hija del rey Erik el Victorioso, espera tus órdenes. Ella permanece en el barco. Con el honor quebrantado y destrozada por el dolor de una pasión vergonzosa, no se atreve a aparecer ante ti. Aun así, ¡no se avergonzó de besar el cadáver de Okke, el proscrito!
—¡Okke! –exclamó sorprendido Sigmundur, que apenas si pudo reprimir un arrebato de curiosidad.
—Sí, aquel mismo Okke que se atrevió a exigir la mano de Malfrida. Desterrado de Suecia, despojado de sus propiedades y de su honor, osó llevar a cabo aún más actos criminales: atacó inesperadamente junto con los vikingos el destacamento de barcos a mí confiados. Pero fue castigado por esta espada. Si nos hubiera atacado abiertamente para comprar con su sangre lo que codiciaba, yo no reprobaría su acción. Pero consiguió ponerse de acuerdo en secreto con Malfrida. Por deseo de esta nos detuvimos cerca del lugar de la emboscada, en el estuario del Nevá. Como un bandido, Okke nos rodeó por la noche y se apoderó de los barcos. Mas, por fortuna, en ese momento hizo su aparición por detrás el resto de mis barcos de guerra y nos socorrieron. Mientras tanto Okke ya nadaba en su propia sangre. Y a los asaltantes tampoco les salieron bien los planes, pues la batalla les resultó adversa. ¡Muy caro le costó a Okke el primer beso de amor! Y cara me costó también a mí la victoria, pues los miserables incendiaron sus barcos y consiguieron también prender fuego a los míos. Del incendio sólo se salvó el barco del rey, dos snekke enemigos y cinco naves suecas. Yo quer...