Trampa de cazadores
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Trampa de cazadores

  1. 234 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Trampa de cazadores

Descripción del libro

Madrid, 18 de julio de 1936, punto de partida de este relato que recorre una pequeña parte de la historia de un país llamado España, una historia demasiado trágica para ser inventada y demasiado terrible para ser narrada.

Preguntas frecuentes

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Información

Año
2012
ISBN del libro electrónico
9788446036128
1
Madrid, 18 de julio de 1936
—Demasiadas estrellas bajaron anoche.
La anciana hablaba sin mirar a su nieto; el niño, sin embargo, no despegaba los ojos de los de ella. Lo que había contemplado durante aquella mañana a la sombra del árbol más frondoso de toda la plaza de Oriente le llenaba de preguntas, tantas a la vez, que no conseguía atrapar las palabras con que hacerlas.
—Mira, Juan, no pierdas cuenta. Puede que un día les digas a tus hijos que sentado en este banco viste pasar la vida de un país entero, como un río en la crecida, sin que nada pueda pararlo... sin que nadie quiera remediarlo.
Juan tampoco comprendía aquello. La voz de su abuela le sonaba a pena, a resignación, a certeza. Y eso no podía ser, porque los rostros que pasaban eran de otra cosa. Los había estado mirando detenidamente, con la descarada curiosidad de un niño, como lo hacía al escupir sobre el hormiguero que había descubierto a la puerta de casa. Los trasladaba sin esfuerzo al bautizo de su primo Albertito, al baile de boda de su tía Alicia o a la verbena donde a veces le llevaba el abuelo. Sus diez años no le daban para mucho más, pero sí como para estar seguro de que toda aquella gente se dirigía a alguna fiesta.
—¡Vamos, señora! Agarre al crío y vaya al Cuartel de la Montaña. Se va a preparar una buena allí... de las que no hay que perderse. ¡Venga mujer! ¡Que cuantos más seamos, mejor!
Un hombre joven, bien parecido, con un largo flequillo que casi le tapaba los ojos, apoyó el pie sobre el banco de piedra. Se había detenido para atar los cordones de uno de sus zapatos, les hablaba como si les conociera de algo, sin importarle la frialdad de la mirada que mientras tanto le dirigía la anciana. Cuando terminó, se quitó la chaqueta de paño para echársela sobre los hombros.
—¿No se anima, señora? No me extraña... Con este calor, uno está tan a gusto sentado a la sombra.
El hombre pareció pensárselo, pero enseguida recobró el ánimo que le había llevado hasta allí.
—Mire que lo sé de buena tinta, que uno de esos generales se ha metido en el cuartel para sublevarse contra el gobierno. En fin, tendrá que conformarse con que se lo cuenten; yo desde luego no me lo pierdo. Esos de...
Dijo algo más que ni Juan ni su abuela comprendieron. Posiblemente porque ya no se dirigía a ellos, sino a los que ahora caminaban a su altura. El joven se alejó en dirección a la plaza de España, sumergiéndose en la corriente humana que llenaba la calle Bailén. Y desapareció para siempre entre la multitud.
—¿Quién era ése, abuela?
—No lo sé, Juan, tal vez nos confundió con alguien.
—Parecía muy simpático, ¿verdad, abuela? ¿Adónde va?
—No creo que lo sepa, pequeño, con tanta gente alrededor es difícil ver adónde te llevan los pies...
La mujer abrazó al niño, le besó en la frente y, sin soltarlo, murmuró mirando al cielo:
—Demasiadas estrellas bajaron anoche. Seguro que la manteca de la alacena se ha echado a perder, y no ha sido por el calor. Todavía no ha llegado... es ahora cuando empieza.
2
Madrid, 19 de julio de 1936
—¡Hoy vamos a tener que echar mucho pelo, muchachos! Si esto no empieza pronto a clarear, tendremos que dejar el furgón y subir la calle abriéndonos paso como podamos. Así que os podéis ir preparando.
La orden de salida había llegado al cuartel de la Guardia de Asalto con el sello encarnado y las palabras «Intervención inmediata». El oficial de servicio quitó los pies de su mesa y, trastabillando, alcanzó el pasillo que llevaba al cuarto del cuerpo de guardia. Al entrar, una docena de rostros somnolientos le miraron entre sorprendidos y asustados. El oficial nunca entraba allí, siempre eran los cabos los encargados de amargarles las largas cabezadas y las partidas de cartas con las que mataban el tiempo entre ronda y ronda. Esta vez nadie protestó por la interrupción, los más novatos porque nunca se atreverían, los más veteranos porque olfatearon al instante el olor a problemas que el teniente traía consigo.
—¿Dónde está Amarras? –preguntó el oficial en voz alta para que le oyeran dentro y fuera del cuarto.
—Creo que durmiendo, mi teniente. Esta mañana a las ocho salió de servicio y, en cuanto llegó, dejó dicho que no se le molestara hasta...
—¡He hecho una pregunta! ¿Es que no se me entiende cuando hablo?
—Sí, mi teniente... Está en su litera... No sé si mandó que nadie le despertara hasta...
El teniente Tadeo Hormigos salió de nuevo al pasillo dejando las palabras en la boca y, prácticamente a la carrera, llegó hasta una amplia estancia en la que más de una treintena de literas se alineaban con las cabeceras pegadas a la pared. Al cerrarse la puerta a su espalda, todo quedó sumido en penumbras; alguien se había ocupado de que no quedara abierta ni una sola de las grandes contraventanas de madera. Sólo unas pocas y estrechas rendijas de claridad le libraban de la oscuridad total.
—¡Amarras! –gritó–. ¡Sargento Amarras! ¿No me oye? ¡Sargento...! Maldito chiflado...
Los ojos del teniente no se habían acostumbrado todavía a la falta de luz. Decidió esperar. En lugar de ir palpando camastro por camastro, permaneció durante un par de minutos quieto y en silencio en medio de la estancia. Pronto supo dónde estaba el hombre que buscaba. Unos sordos ronquidos le llevaron hasta el fondo de la habitación, al último de los catres. De tratarse de cualquier otro, le hubiera despertado con un puntapié en el trasero. Fue su primera intención, pero en este caso se limitó a sacudir con fuerza el armazón metálico de la litera y, sin que resultara demasiado evidente, manteniendo cierta distancia.
—¡Sargento! Despierte de una vez. Tiene que salir ya mismo para...
—No estoy de servicio, teniente, búsqueme en la cantina y beba de gorra a costa de los novatos... pero déjeme dormir de una puñetera vez.
—Levántese y prepare un furgón, tiene orden de actuar en un posible tumulto en lo alto de...
—No le oigo.
—¡He dicho que se levante! Informaré al coronel sobre su conducta si no hace lo que...
Antes de terminar la frase, Amarras se volvía hacia el otro lado de la cama para dar la espalda al teniente. Después, se aclaró la garganta con un desagradable carraspeo.
—¿Y cómo es eso de que no está de servicio, sargento? Usted está a mis órdenes y va a hacer lo que yo le...
Indignado por la insolencia del sargento, olvidó toda precaución. Tiró de la manta con la que Amarras se arropaba y entonces supo que aquel hombre no dormía. Nadie que un segundo antes hubiera estado durmiendo, podría haber reaccionado con tal destreza y precisión. Sin que supiera cómo, el sargento Amarras le apresaba la garganta con la mano izquierda, mientras que la derecha sostenía un filo metálico y frío contra su nuca. Casi no podía respirar, pero el poco aire que conseguía, le alcanzó para balbucear unas pocas palabras.
—No lo haga... sabe que le ahorcarían... ya está en un buen lío... amenazar a un superior con su navaja... daré parte al coronel de esta...
—Usted va a cerrar la boca... mi teniente. A no ser que quiera ser la risión de todo el cuerpo... mi teniente. Imagínese en la cantina de oficiales contándoles a todos cómo un viejo de sesenta años armado con una cucharilla de café ha hecho que mi teniente de treinta manche sus pantalones de eso que hace poco estaba en sus tripas y ya empieza a apestar el cuartel. Mi navaja la guardo para otras ocasiones, seguro que las habrá... Al fin y al cabo, estoy otra vez de servicio, y a sus órdenes... mi teniente.
Cuando se vio libre de la angustiosa presa, sus piernas se negaron a sostenerle. Habría jurado que durante un instante aquel sargento había paladeado la posibilidad de matarle allí mismo. Lo había visto en sus ojos, unos pequeños y oscuros carbones que, como un relámpago, brillaron en la oscuridad con un rojo vivo. Al intentar gatear para alejarse de la litera, resbaló, en ese momento no sabía con qué. Daba igual, lo único que importaba era salir del dormitorio cuanto antes, llegar al pasillo y ponerse a salvo. Una vez en su despacho cerraría por dentro y no saldría hasta la mañana siguiente, terminaría su guardia y pediría el traslado.
Cinco minutos más tarde, con paso largo y vivo, el sargento Amarras atravesaba el patio de cocheras para dirigirse a la entrada del cuartel. Llevaba tras de sí a una decena de guardias de asalto que había sacado casi a la fuerza del cuerpo de guardia y, ya en la calle, continuaba señalando con el dedo a todo aquel uniforme que se cruzara a su paso.
—¡Tú! ¡Tú y tú! Venid conmigo y sin rechistar, no me quedan ni paciencia ni explicaciones. El teniente Hormigos se ha sentido indispuesto y me ha entregado por debajo de su puerta una orden de intervención firmada por el mismísimo coronel. No quiero oír excusas, os falta seso para inventar nada que os libre de esta mierda, lo que quiero es llenar un furgón y salir cuanto antes para el Cuartel de la Montaña. Algo se está cociendo allí desde ayer, ya veremos si es un plato ligero... ya veremos.
El par de periódicos atrasados que habían caído en las manos de Teófilo durante los últimos días, bastaron para que ahora sintiera un hormigueo de inquietud en el estómago. Las noticias no eran buenas, los rumores que las acompañaban las hacían incluso peores. Y para que no le cupiera ninguna duda, aquel oc...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. 1. Madrid, 18 de julio de 1936
  6. 2. Madrid, 19 de julio de 1936
  7. 3. Madrid, 17 de agosto de 1936
  8. 4. Madrid, 18 de agosto de 1936
  9. 5. Madrid, 6 de noviembre de 1936
  10. 6. Madrid, 19 de noviembre de 1936