La clase obrera no va al paraíso
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La clase obrera no va al paraíso

Crónica de una desaparición forzada

Aranzazu Tirado Sánchez, Ricardo Romero Laullón

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La clase obrera no va al paraíso

Crónica de una desaparición forzada

Aranzazu Tirado Sánchez, Ricardo Romero Laullón

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Aunque para muchos líderes políticos, periodistas o académicos hablar de la clase obrera en la actualidad resulte un anacronismo y esté pasado de moda, este libro pretende reivindicar la vigencia social y la importancia política de una clase que tiene en sus manos la posibilidad de la transformación social, aunque no siempre sea consciente de ello. Con el desparpajo y el sarcasmo de un rapero que fue ocho años soldador de mono azul y la sapiencia adquirida por una joven de barrio obrero que hasta pidió préstamos para poder estudiar "por encima de sus posibilidades" en el extranjero, se nos muestra la radiografía de la clase obrera en nuestro país, las transformaciones que ha experimentado en el ámbito económico y su relación con la cultura: desde su negación en el cine y su invisibilización en la publicidad, hasta su linchamiento y caricaturización en televisión. Su presencia minoritaria en la Universidad de masas, su tormentosa relación con la academia y, no menos importante, su estrecha y a veces distante sinergia con los partidos de izquierda tradicionales. Sin paternalismo pero también sin concesiones, como solo el orgullo de clase de quien nació en la clase obrera (y no la visitó como turista) es capaz de lograr.

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Información

Año
2016
ISBN
9788446043782
CAPÍTULO VII
Clase obrera, cultura y medios de comunicación
«El fascismo basaba su poder en la iglesia y el ejército: no son nada comparados con la televisión.»
Pier Paolo Pasolini
Corría el año 1843 y actuaba en la ciudad de Nueva York William Charles Macready, conocido actor shakespeariano que dos años antes, cuando el actor norteamericano Edwin Forest realizó una gira por Inglaterra, emitió críticas poco agradables sobre este. En realidad se trataba de dos concepciones opuestas del teatro correspondientes a dos grupos sociales: William Mac­ready representa la tradición cultivada, esnob, aristocrática, cuya fuente era la odiada antigua metrópoli, Inglaterra, mantenida por la gran burguesía terrateniente y autóctona. Por el contrario, Edwin Forest representaba el gusto de las «gentes sencillas», pequeños comerciantes, artesanos, obreros y campesinos pobres o asalariados. Uno de los reproches que «las personas de gusto» dirigían a Forest era que se tomaba demasiadas libertades con el «divino Shakespeare» para, precisamente, ponerlo al alcance de las masas. Cuando el cultivado y esnob Macready actuaba por primera vez en Nueva York (tras la polémica y el cruce de acusaciones), las llamadas gentes sencillas iniciaron una protesta contra la presencia del citado y elitista actor en los escenarios neoyorquinos que acabó convertida en el famoso Motín del Astor Palace[1]. Los enfrentamientos violentos entre las fuerzas del orden y la multitud derivaron en 31 muertos y 150 heridos, muchos de ellos policías. El incidente se convierte, por un lado, en un paradigmático ejercicio de orgullo de clase y, por otra parte, ilustra la relación tormentosa que la clase obrera siempre mantuvo (y mantiene) con el mundo del arte y la representación.
Hasta principios del siglo xviii la cultura era considerada una serie de valores, códigos, creencias y modelos de conducta que usan los miembros de una sociedad ubicada en un tiempo y un espacio concretos: una forma de vida en comunidad. La cultura occidental difiere de la de los nativos americanos y esta, a su vez, difiere de la que comparte una tribu del norte de África o la Polinesia. Se trata de una acepción de cultura muy cercana a la antropología. Así, existen culturas en las que se ha desarrollado más la tecnología mientras en otras observamos un mayor respeto por la naturaleza y fusión con la madre tierra; diferentes entre sí, no existen culturas superiores o inferiores. Es una posición que cualquier académico de izquierdas (o cualquier persona en su sano juicio) validaría: pudimos comprobar que legitimar la existencia de culturas superiores trajo la barbarie y todo tipo de exterminios de corte racial o étnico. Aunque ha costado varios siglos, nadie más allá de la extrema derecha afirmaría la existencia de culturas superiores (aunque quizá muchos lo piensen), pues sería incurrir en un discurso abiertamente racista.
Cabe mencionar que, cuando el arte deja de ofrecerse a la gloria de Dios y se mercantiliza, surge una nueva acepción y el uso del término «cultura» se vincula entonces con la valoración de ciertos productos o manifestaciones culturales y artísticas de la más alta calidad. Una persona culta es una persona refinada, erudita, cultivada, en posesión de un vasto conocimiento o bagaje en una o varias áreas determinadas. No deja de ser curioso que los mismos teóricos que nunca hablarían de una cultura superior (vinculada a un determinado pueblo en un sentido antropológico) legitimen de manera tajante la estratificación de la cultura vinculada a la producción artística en distintas categorías de acuerdo con su calidad; del famoso high cult, midcult y low brow cult de Umberto Eco (la más asumida en la academia occidental) al elitismo decrépito de Adorno y su odio visceral por la cultura de masas. La paradoja es considerable, pues los mismos que jamás afirmarían que la cultura germana es superior a la maorí, afirman posteriormente, y sin el más mínimo pudor, que una sinfonía de Wagner es alta cultura, mientras que la bachata es un producto popular (por tanto de baja calidad) destinado a las multitudes. Y tienen parte de razón; quizás alguna bachata comercial, producida en serie para romper las pistas de las discotecas de música latina, pueda ser un producto de ínfima calidad, pero –y aquí reside el quid de la cuestión– ni Adorno ni ningún musicólogo blanco, burgués y protestante puede venir a decirnos que una ópera de Richard Wagner es superior –o se encuentra en una categoría de mayor calidad– al Blue Train de John Coltrane, o a Camarón y Tomatito en el Concierto de París, inequívocas manifestaciones artísticas populares y de masas. Ni puede decirlo ni puede demostrarlo; intentar demostrarlo, además, sería caer en aquello mismo que el propio Adorno recriminó a sus colegas Robert K. Merton y Paul F. Lazarsfeld cuando visitó la Escuela de Chicago y denunció su funcionalismo: la cultura no se puede cuantificar o medir. Este planteamiento es tan arbitrario como pueril; ¿dónde ubicaríamos una obra como El acorazado Potemkin? Se trata de arte elevado que, a su vez, está destinado a las masas, pues hablamos de una película hecha por encargo a petición del gobierno soviético. ¿O quizá es que Camarón es cultura popular sonando en una cinta de casete en el barrio de las Tres Mil Viviendas y, en cambio, alta cultura cuando suena en directo en el Cirque d’Hiver para deleite de la cosmopolita y multicultural burguesía parisina?
En realidad se trata de un debate completamente estéril sin la menor trascendencia fuera de la academia (como tantos otros), que únicamente sirve para escribir tesis doctorales, renovar cátedras en las facultades de Comunicación y, de forma velada y como veremos a continuación, perpetuar la hegemonía de la clase dominante. Por otra parte, este libro va sobre clases sociales y no sobre Wagner, por ello no nos interesan las teorías que clasifican y estratifican la cultura en base a una serie de criterios (generalmente de tipo racista) que siempre resultan demasiado parciales y absurdos: recordemos a Adorno exprimiéndose los sesos para determinar si la improvisación en el jazz era verdadera o en realidad se encorsetaba dentro de una serie de códigos y parámetros inamovibles. ¿Y qué más da? Como dicen en el barrio, hazlo tú si lo ves tan fácil. Lo que realmente nos interesa no es clasificar la cultura, sino quién la produce y con qué objetivo.
Clase obrera y cine: la representación negada
En el año 1897, en una remota localidad ucraniana, el cineasta trotamundos Félix Mesguich, llegó con su proyector para mostrar a los lugareños las maravillas y virtudes de ese prodigio de la técnica inventado hace no mucho por los hermanos Lumière. Tras la aparición del zar Nicolás II en la pantalla, los campesinos encolerizados incendiaron la barraca de proyección, convencidos de que aquel artefacto no respondía a los avances del llamado progreso, sino más bien a la mano maligna de Belcebú, convencidos de su brujería. La anécdota, contada hasta la saciedad en infinidad de libros, tertulias y conferencias, no deja de ser representativa en extremo para ilustrar de forma rotunda lo que supuso la aparición del cine a finales del siglo xix.
La anécdota (o anécdotas, pues hubo cientos del mismo calado durante esa época) no solo muestra el impacto de las imágenes en movimiento sobre las gentes rurales o poco instruidas; señala también los derroteros, itinerarios y penurias que habría de padecer el cine antes de llegar a ser encumbrado como arte, dicen algunos que el séptimo.
Su principal componente, la espectacularidad que supone la imagen en movimiento, lo condenó inevitablemente al mundo tosco y pueril de los barracones de feria y los circos ambulantes, convertido de forma ineludible en entretenimiento y opio de las clases populares. Ríos de tinta corrieron raudos a analizar, y en la mayoría de los casos menospreciar y ningunear, aquella nueva forma de espectáculo que hacía las delicias de un público entregado. La nueva «diversión de idiotas» (Georges Duhamel), o el llamado teatro de los pobres o «teatro del proletariado» (Jaurès), se iba abriendo camino mientras las elites eruditas –acostumbradas a pisar un patio de butacas únicamente para disfrutar de una orquesta filarmónica o de los textos de Shakespeare– juraban ante Dios que no participarían de aquella aberración junto al populacho. A principios del siglo xx, en opinión de las clases opulentas, acudir al cine significaba poco más que lavarse en el río o emborracharse en una taberna portuaria. Pero huelga apuntar que, si durante los primeros años de vida del cine, la clase alta no acudía a las proyecciones no era solo por una cuestión de esnobismo, sino, como veremos a continuación, por el mundo del trabajo y sus consecuencias sobre la vida cotidiana.
Durante los primeros años de vida del cine, los incendios (con estampidas y muertes) se convirtieron en algo relativamente habitual durante las proyecciones. Las películas de nitrato de celulosa –el famoso «celuloide»– eran muy inflamables, y la iluminación a base de acetileno o gas ciudad, produciendo un proceso químico ciertamente peligroso y que se daba, la mayoría de las veces, en locales cuyas condiciones sanitarias y de seguridad dejaban mucho que desear. El miedo del burgués a acudir al cine estaba más que justificado: dicho miedo era un hecho propio de las capas sociales para las cuales el riesgo físico no formaba parte de las condiciones normales de la venta de su fuerza de trabajo[2]. No podemos olvidar las incómodas localidades, reducidas la mayoría de las veces a incómodas sillas (ni hablar de butacas) o a estar de pie durante las proyecciones. A lo que hay que añadir la incomodidad física y muy real (escozor en los ojos) que el espectador experimentaba cuando miraba esas imágenes extremadamente temblorosas y centelleantes. Claro que todo cambia cuando eres un obrero manual acostumbrado al peligro y la incomodidad:
Trátese del plomero colocado todo el día de rodillas sobre un tejado inquietante, expuesto a la lluvia, al sol, a un resbalón mortal, o del obrero (o de la obrera) de fábrica, con los oídos atacados por un estruendo incesante, las narices y los pulmones corroídos por humos y vapores nauseabundos, con los dedos, los miembros, la vida misma a continua merced de la ruptura de un cable o de la caída de un volquete. Al lado de esto el cine, con su humo y mala ventilación, con la incomodidad de los asientos, con el ambiente poco civilizado que durante cierto tiempo reinaría en los locales de proyección, todavía podía pasar por un lugar de proyección[3].
Pese a ello, la expansión del cine corrió como la pólvora y, en cuestión de pocos años, no quedó la más remota aldea o pueblo marítimo o montañero que no gozara de sus proyecciones semanales. El cine era, por encima de cualquier otro espacio público, el centro neurálgico y perfecta herramienta de socialización de las clases populares, pues, a diferencia del mercado, no importaba ni la edad ni el género para pertrecharse religiosamente semana tras semana. En el cine se lloraba, se reía, en las últimas filas y a cobijo de la oscuridad, en el cine también se amaba. Bajo la luz del proyector florecían pasiones ocultas, se disparaban los calores de la pubertad o se echaban en falta los amores que pudieron ser y no fueron, y los habitantes, especialmente las clases populares y los más jóvenes, aguardaban impacientes la llegada del sábado para descubrir nuevos héroes, bandidos, bestias feroces en exóticas regiones del mundo y la actriz de labios carnosos que los abstrajera durante unas horas de la dura rutina. Si hay una película que refleje lo narrado es, sin lugar a dudas, esa obra monumental titulada Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1986), espejo fiel del cine como fenómeno sociológico y popular.
En muchas ocasiones, el cine del pueblo se convertía en el único nexo que unía a sus habitantes con el resto del país o del mundo, la incursión de noticias antes de dar comienzo los filmes convirtió al cine en el primer noticiario en imágenes de la historia, circunstancia que podemos observar en la galardonada El viento que agita la cebada (Ken Loach, 2006). Ese monopolio de la información y el espectáculo no pasaría desapercibido a la clase dominante. Monarcas, gobernantes y personalidades se servirán del nuevo aparato para publicitarse y edulcorarse ante sus súbditos o conciudadanos. Por otra parte, el cine se había convertido en una diversión exclusivamente destinada al público popular y ello empezaba a notarse en las proyecciones: en muchos casos las historias narraban las humillantes peripecias de burgueses con sombrero de copa que eran continuamente degradados y satirizados. Urgía que la burguesía acudiera al cine, primero por una cuestión ideológica; segundo, por una cuestión puramente comercial y económica. Y en eso que llegó Hollywood y un puñado de productoras se plantearon fabricar, distribuir y exhibir películas como si se tratase de coches o aspiradoras.
Convertido ya en un fenómeno interclasista, el cine, a diferencia de otras manifestaciones culturales, no puede ser ejercido de forma inmediata o de forma altruista (salvo raras excepciones). La producción de una película moderna implica una enorme inversión de tipo económico; electricistas, carpinteros, decoradores, publicistas, técnicos de imagen, luz y sonido, actores… Mientras que para escribir una novela tan solo es necesaria una máquina de escribir o para pintar un cuadro pinturas y un lienzo, la creación de un filme no se encuentra al alcance de cualquiera, por mucha voluntad que tenga para ello. Son necesarios ciertos conocimientos mínimos de carácter técnico (al margen y además de los artísticos) indispensables para su composición. Ni siquiera alguien con mucho dinero sería capaz de crear una película, por nefasta que fuera, sin conocer el funcionamiento de la cámara, de la mezcla de sonido o del proceso de montaje[4]. Por todo ello, y dada su naturaleza técnica y tecnológica vinculada a una serie de conocimientos específicos y comerciales, el cine es un arte, una industria, una tecnología y un vehículo ideológico de carácter netamente burgués.
El cine, como medio de comunicación de masas, pertenece esencialmente a la esfera de la superestructura (ideas, ideología, conciencia) y se encuentra determinado de forma absoluta por las fuerzas económicas. Por tanto, es uno de los motores de cambio, pues ayuda a instaurar la hegemonía y poder de la clase dominante, reproduciendo su ideología. En consecuencia, se utilizará para impedir el avance de la clase obrera, convirtiéndose en la negación de la misma. Circunstancia que se manifiesta tras comprobar que la mayoría de elipsis temporales en los filmes sirven para esconder el mundo del trabajo y sus efectos. Si el cine pretendiera mantener una relación directa con la realidad de la vida humana, teniendo en cuenta que la actividad laboral ocupa más de la mitad del día, sería lógico que dicha actividad laboral se viera reflejada en proporción. En realidad, y como todos sabemos, no sucede así. Con las filmotecas y los archivos en la mano, solo una ínfima parte está dedicada a aquello que ocupa la mayor parte del tiempo consciente del ser humano: su trabajo[5]. Tanto es así que a las películas que optan por ser proporcionales se les cuelga la etiqueta de «sociales», «políticas» o, peor si cabe, «de autor». Lo que las hace salir en clara desventaja. Por ello no es de extrañar que multitud de películas concluyan sin saber cómo se ganaban la vida los protagonistas. El género en cuestión acentúa, más si cabe, este tipo de elipsis casi surrealistas. ¿A qué se dedicaba Ilsa en Casablanca? ¿Costurera? ¿Secretaria? ¿Maestra? Como buena fémina, se dedicaba a amar a los hombres sin mesura, primero a Rick, luego a Laszlo, después de nuevo a Rick. La cuestión del género y la reproducción del modelo patriarcal de sociedad que aparece en los filmes, es solo la punta del iceberg: el cómo la ideología dominante se manifiesta y reproduce en las películas es una cuestión extremadamente compleja, puesto que en la mayoría de las ocasiones se hace de forma inconsciente, de manera no intencionada. Obviamente, Michael Curtiz no ocultó el oficio de Ilsa para consumar un plan secreto destinado a negar la representación de la clase obrera y así perpetuar la posición de la burguesía industrial; ...

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