CAPÍTULO IX
Ola suicida
Las ambulancias se llevaban a los suicidas con las manos llenas de anillos.
Federico García Lorca
Japón 1977
Mil novecientos setenta y siete fue el año en que en Japón hubo una ola de suicidios: según cifras oficiales, se suicidaron 784 jóvenes.
Al final de las vacaciones de verano de ese año, se suicidaron en rápida sucesión trece niños de primaria. Lo gratuito e incomprensible de este hecho provocó el desconcierto y la conmoción del país entero: en todos estos casos no había motivo ni justificación aparente. Los adultos que estaban a cargo de los niños enmudecieron frente a lo ocurrido, incapaces de haberlo previsto o de encontrar explicaciones.
En 1983, un grupo de estudiantes de instituto mató a varios sin techo en un parque de Yokohama. Cuando fueron interrogados, los adolescentes no ofrecieron explicación alguna, más allá de llamar a los indigentes asesinados obutsu, que significa «sucio e impuro». Igual que sucede en los cómics manga, que alcanzaron un gran número de lectores en la segunda mitad de la década de los setenta, el enemigo no es malo, sino sucio. Limpiar y eliminar los «desechos» del mundo, aquello que resulta indefinido, confuso, peludo y polvoriento, allana el camino hacia las superficies digitales perfectamente lisas y suaves. La seducción erótica está cada vez más desconectada del contacto sexual, hasta el punto de haberse convertido en mera simulación. Es en Japón donde vemos los primeros síntomas de esta tendencia. En 1977.
Hay muchos motivos para considerar 1977 un año de inflexión en la modernidad. Si en Europa semejante transición estuvo marcada por la filosofía de autores como Baudrillard, Virilio, Guattari y Deleuze, y por la conciencia política de movimientos colectivos como el de la autonomia en Italia o el movimiento punk en Londres, y en Norteamérica por la explosión cultural de un movimiento de transformaciones urbanas de la «no wave» artística y musical, en Japón, en cambio, se produjo sin mediación alguna, como una especie de inexplicable monstruosidad que se convertiría luego en normalidad cotidiana y en un modo de existencia colectiva.
Ese año el mundo (el mundo real, material, físico) empezó a ser percibido como lo que el autor de ciencia ficción Philip K. Dick denomina «kippel»:
Kippel son los objetos inútiles, las cartas de propaganda, las cajas de cerillas después de que se ha gastado la última, el envoltorio del periódico del día anterior. Cuando no hay gente, el kippel se reproduce. Por ejemplo, si se va usted a la cama y deja un poco de kippel en la casa, cuando se despierta a la mañana siguiente hay dos veces más. Cada vez hay más. […] Nadie puede vencer al kippel –continuó–, salvo, quizá, en forma temporaria y en un punto determinado.
Mil novecientos setenta y siete es un año con dos caras: el año de las revueltas proletarias comunistas del siglo contra el régimen capitalista y el Estado burgués, pero también el año en que Steve Wozniak y Steve Jobs crearon Apple y las herramientas que expandirían la tecnología de la información. En 1977, Alain Minc y Simon Nora escribieron La informatización de la sociedad, un informe que teorizaba la futura disolución de los Estados-nación como resultado de los efectos políticos de las telemáticas emergentes. Ese mismo año, Jean-François Lyotard escribió La condición posmoderna y murió Charlie Chaplin y, con él, las últimas huellas de la bondad humana.
En la producción cultural de 1977 veo la premonición de un nuevo paisaje de la imaginación caracterizado por la conciencia de un futuro inmóvil y por el agotamiento de los recursos físicos y energéticos.
En 1977, Ingmar Bergman dirigió El huevo de la serpiente, una película que pese a no ser uno de sus mejores filmes, muestra de manera brillante la construcción de la mentalidad totalitaria. El huevo de la serpiente trata del periodo de gestación del nazismo, entre 1923 y 1933. Durante esos años, se estaba abriendo poco a poco el huevo de la serpiente que daría luz al monstruo. En los años que siguieron a las revueltas estudiantiles de marzo de 1977 en Bolonia y Roma, mi impresión fue que se estaba incubando el huevo de la serpiente, igual que después del movimiento punk detectamos el olor de un nuevo totalitarismo en ciernes.
No se produjo la derrota política del movimiento social, sino una mutación antropológica que parece ser la marca que caracteriza el fin de siglo iniciado en 1977. La ocupación de la conciencia social por la omnipresente pantalla de televisión, la colonización del inconsciente y la competitiva perversión del deseo y el comienzo de la agresión neoliberal eran indicios de que el cascarón de la serpiente estaba a punto de resquebrajarse.
En los tiempos modernos, el concepto de evolución implicaba expansión física y crecimiento económico, pero desde la década de los setenta, dicha ecuación ha empezado a demostrar su falsedad. La población ha saturado el espacio del planeta y el agotamiento de los recursos físicos evidencia que la evolución humana no puede seguir con el creciente ritmo del consumo actual de energía.
Desde 1977 se ha venido agudizando la crisis de la confianza de Occidente en el futuro, pero fue en el umbral del nuevo milenio cuando empezamos a darnos cuenta de la inminencia del colapso. La excepcionalidad del desplome de las Torres Gemelas en una nube de polvo, precipitado por el suicidio de diecinueve musulmanes, es sin lugar a dudas la imagen-evento más espectacular e impresionante que inaugura nuestra era. Sin embargo, puede que la masacre de Columbine exprese un mensaje todavía más sorprendente, ya que habla de la vida cotidiana y de la normalidad norteamericanas; de una sociedad que anda a trompicones en busca de imposibles certezas.
El suicidio no es un fenómeno marginal de una psicopatología aislada, sino que está convirtiéndose también en un importante agente de la historia política de nuestra época, y en el hito de un cambio antropológico imposible de elaborar por la cultura planetaria. El suicidio ofrece, desde mi punto de vista, una perspectiva fundamental sobre la historia del presente.
Hikikomoris
El suicidio es una forma de comportamiento asociada a aquellos periodos de catástrofe antropológica que para las poblaciones afectadas marcan el final de una época. Tras la colonización española, miles de amerindios eligieron el suicidio –individual y colectivamente– porque se consideraban incapaces de aceptar el nuevo entorno, la condición de esclavitud, las obligaciones religiosas, etc. En el siglo xix, el suicidio era una práctica extendida en las ciudades industriales de Occidente, debido a las condiciones intolerables de la vida urbana en los barrios pobres y del trabajo industrial en las fábricas. El suicidio es una reacción de los seres humanos que sufren la destrucción de sus referencias culturales y ven humillada su dignidad. Se trata de una de las razones por las que marca de manera tan indeleble el paisaje de nuestro tiempo.
Desde principios de la década del 2000, una variante del suicidio –menos dramática y definitiva– se está extendiendo en Japón. Según cifras publicadas por el gobierno japonés en 2010, 700.000 individuos, que de media rondan los treinta y un años de edad, han decidido aislarse del mundo y dejar transcurrir sus vidas encerrados en los confines de su propio dormitorio. Se les llama oficialmente hikikomoris y su diagnóstico es el siguiente:
1) Pasan la mayor parte del día y casi todos los días en casa;
2) evitan a toda costa las situaciones sociales;
3) presentan síntomas que interfieren de manera significativa con su rutina normal, con su funcionamiento a nivel ocupacional (o académico) o con sus actividades sociales y relaciones sentimentales;
4) sienten que su retraimiento está en sintonía con su propio ego;
5) esta situación se alarga durante al menos seis meses;
6) no padecen ninguna disfunción que pueda explicar su autoaislamiento y la evitación social.
Según las estimaciones del Ministerio de Sanidad de Japón, unos 1,55 millones de personas están a punto de convertirse en hikikomoris.
Algunos psiquiatras han intentado explicar el fenómeno apelando al autismo o al síndrome de Asperger. Sin embargo, esta definición puramente psiquiátrica podría ignorar el problema social implícito en el comportamiento de tantos jóvenes japoneses. Si tenemos en cuenta los increíbles niveles de estrés de la vida social en Japón, no resulta tan sorprendente este fenómeno. El comportamiento de los hikikomoris es para muchos jóvenes una forma de evitar las consecuencias del sufrimiento, la compulsión, la violencia contra uno mismo y la humillación que produce la competencia.
Según el libro de Michael Zielenziger, Shutting Out the Sun: How Japan Created Its Own Lost Generation, la mayoría de los hikikomoris entrevistados pensaban por sí mismos, una situación que el actual entorno japonés no puede permitirse. En mis encuentros con hikikomoris durante mis viajes a Japón, descubrí que están convencidos de que la única manera que tienen de preservar su autonomía personal es apartándose de la rutina de la vida diaria. Se trata de una creencia compartida por muchos de los que ven el suicidio como la solución final a sus problemas.
Pupután
La palabra pupután en balinés denota el ritual de un suicidio colectivo como modo de evitar la humillación de la derrota. Dos de los casos más espectaculares ocurrieron en 1906 y 1908, cuando los balineses estaban bajo dominio holandés. Todos los años celebran el aniversario con festejos por toda la ciudad.
El 20 de septiembre de 1906, las fuerzas armadas holandesas invadieron Bali. Habiendo desembarcado en la playa de Sanur, los batallones se dirigieron a los palacios de Denpasar, donde se encontraron con la resistencia de los balineses. Cuando las tropas holandesas asediaron los palacios, las fuerzas balinesas se vieron indefensas. Bajo el trasfondo del silencio sepulcral de la ciudad, llegó a oídos de los holandeses un salvaje batir de tambores proveniente del interior de los palacios. Poco después, abandonaba los palacios por la entrada principal una silenciosa comitiva de oficiales vestidos con magníficos ropajes, guardias, sacerdotes, mujeres, niños y criados. A la cabeza iba el palanquín que transportaba al rajá en persona, tocado con sus vestidos tradicionales de incineración, adornados con joyas espectaculares y portando el ceremonial kris.
La procesión se detuvo a poca distancia de las tropas holandesas. El rajá descendió del palanquín y un sacerdote le clavó la daga en el pecho. Inmediatamente después se dio inicio al acto colectivo de suicidio entre todos los que habían salido en procesión desde los palacios, convirtiéndose en un acto de solidaridad y amistad. Los historiadores balineses cuentan que murieron más de mil jóvenes. Cuando se hubo consumado este suicidio en masa, los holandeses despojaron a los cadáveres de sus objetos valiosos y quemaron el gran palacio de Denpasar hasta que no quedaron sino cenizas.
Con el pupután el suicidio adquiere la forma de un ritual de p...